Cronicas del castillo de Brass (21 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: Cronicas del castillo de Brass
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—Es verdad. Este viaje me ha sentado de maravilla, pero eso no cambia el hecho de que mis principales responsabilidades están en la Kamarg.

—En este momento, nos quedan más cerca las Montañas Búlgaras que la Kamarg.

—Al principio, vos fuisteis la más reacia a emprender este viaje, pero ahora os mostráis ansiosa por alcanzar vuestro objetivo.

La mujer se encogió de hombros.

—Me gusta terminar lo que empiezo. ¿Es tan raro?

—Yo diría que es típico de vos, Katinka van Bak —suspiró Hawkmoon—. Muy bien. Vayamos a las Montanas Búlgaras, lo más rápido que permitan nuestras monturas, y regresemos a la Kamarg en cuanto nuestro objetivo se haya cumplido. Con información y la fuerza de la Kamarg encontraremos una forma de derrotar a los que destruyeron vuestro país. Hablaremos con el conde Brass, que ya habrá vuelto para entonces.

—Un plan muy sensato, Hawkmoon. —Katinka van Bak pareció tranquilizarse—. Me voy a la cama.

—Terminaré el vino e imitaré vuestro ejemplo. —Hawkmoon lanzó una carcajada—. Incluso ahora conseguís agotarme.

—Otro mes y la situación sufrirá un vuelco —prometió ella—. Buenas noches, Hawkmoon.

A la mañana siguiente, los cascos de sus caballos hollaron la delgada capa de nieve, aunque continuaban cayendo abundantes copos. Las nubes desaparecieron a la primera hora de la tarde y el cielo quedó despejado. La nieve empezó a fundirse. No había sido una nevada espectacular, pero constituía un anticipo de lo que les esperaba cuando llegaran a las Montañas Búlgaras.

Cabalgaron por un terreno sembrado de colinas que, en otro tiempo, había formado parte del reino de Viena, pero el reino había sido asolado y su población exterminada. La hierba volvía a crecer en la tierra calcinada y muchas ruinas estaban cubiertas de enredaderas. Tiempo después, los viajeros admirarían aquellas hermosas reliquias, pensó Hawkmoon, pero no podía olvidar que eran el resultado de la desmedida ansia de conquistar el mundo que había poseído a Granbretán.

Pasaban frente a los restos de un castillo asentado sobre una elevación, cuando Hawkmoon creyó oír un ruido procedente del lugar.

—¿Habéis oído? —susurró Hawkmoon a Katinka van Bak, que cabalgaba a su lado.

—¿Una voz humana? Sí, la he oído. ¿Distinguisteis las palabras?

Se volvió en su silla y le miró.

Hawkmoon negó con la cabeza.

—No. ¿Vamos a investigar?

—No tenemos tiempo.

Señaló el cielo, que se había nublado de nuevo.

Sin embargo, los dos tiraron de las riendas de sus caballos y contemplaron el castillo.

—¡Buenas tardes!

La voz tenía un acento extraño, pero era alegre.

—Tenía el presentimiento de que pasaríais por aquí, campeón.

Y de las ruinas surgió un joven delgado, tocado con un sombrero de ala ancha, algo ladeado. Llevaba una pluma sujeta a la cinta. Vestía un justillo de terciopelo, bastante sucio, y pantalones azules, también de terciopelo. Calzaba botas de ante. Cargaba a la espalda un pequeño saco. De su cintura colgaba una fina y sencilla espada.

Y Dorian Hawkmoon le reconoció, aterrorizado.

Desenvainó la espada, aunque el extraño no parecía peligroso.

—¿Cómo? ¿Me consideráis un enemigo? —preguntó el joven, sonriente—. Os aseguro que no lo soy.

—¿Le habíais visto antes, Hawkmoon? —saltó Katinka van Bak—. ¿Quién es?

Era la visión que Hawkmoon había tenido en su cama del castillo de Brass, antes de que llegara la mujer soldado.

—No lo sé —dijo Hawkmoon con voz estrangulada—. Esto huele a brujería. Obra del Imperio Oscuro, tal vez. Se parece… Me recuerda a un amigo mío, aunque no tienen nada en común. .

—Un viejo amigo, ¿eh? —dijo el desconocido—. Eso soy, campeon. ¿Cómo te llaman en este mundo?

—No os entiendo.

Hawkmoon envainó su espada, a regañadientes.

—Siempre ocurre lo mismo cuando os reconozco. Soy Jhary-a-Conel y no debería estar aquí, pero últimamente tienen lugar muchas desestructuraciones en el multiverso. ¡Fui separado de cuatro reencarnaciones distintas en otros tantos minutos! ¿Cómo os llaman, pues?

—Sigo sin comprender —se empeñó Hawkmoon—. ¿Cómo me llaman? Soy el duque de Colonia. Soy Dorian Hawkmoon.

—Os saludo de nuevo, duque Dorian. Soy vuestro compañero. Ignoro cuánto tiempo permaneceré a vuestro lado. Como ya he dicho, extrañas desestructuraciones…

—Farfulláis tonterías sin cesar, sir Jhary —se impacientó Katinka van Bak—. ¿Cómo habéis llegado a estos parajes?

—Fui transportado contra mi voluntad a esta tierra desolada, señora.

De repente, el saco del joven empezó a saltar y retorcerse, Jhary-a-Conel lo depositó con suavidad en el suelo, lo abrió y sacó un pequeño gato alado blanco y negro. El mismo que Hawkmoon había visto en su visión.

Hawkmoon se estremeció. Si bien el joven era agradable, tenía la terrible sospecha de que la aparición de Conel anunciaba algún acontecimiento desagradable para él. Al igual que no entendía por qué Conel le recordaba a Oladahn, tampoco entendía por qué otras cosas le resultaban familiares. Ecos. Ecos como aquellos que le habían convencido de que Yisselda continuaba con vida…

—¿Conocéis a Yisselda? —probó—. ¿Yisselda de Brass?

Jhary-a-Conel frunció el ceño.

—Creo que no, pero conozco a muchas personas y me olvido de casi todas, del mismo modo que me olvidaré de vos algún día. Es mi sino. El mismo que el vuestro, por supuesto.

—Habláis de mi sino como si supierais más de él que yo.

—Y así es, en este contexto. En otra ocasión, ninguno reconocerá al otro. Campeón, ¿qué os llama ahora?

Como campeón del Bastón Rúnico, Hawkmoon estaba acostumbrado a esta fórmula, aunque muy pocos la utilizaban. El resto de la frase era un misterio para él.

—Nada me llama. He emprendido una búsqueda en compañía de esta dama. Una búsqueda urgente.

—Entonces, no hay tiempo que perder. Un momento.

Jhary-a-Conel corrió colina arriba y entró en el castillo derruido. Un segundo después salió conduciendo un viejo caballo amarillo. Era el rucio más feo que Hawkmoon había visto en su vida.

—Dudo que pudierais mantener nuestro paso con ese jamelgo —dijo Hawkmoon—, aun en el caso de que os hubiéramos dado permiso. Que no es el caso.

—Lo haréis.

Jhary-a-Conel puso el pie en el estribo y se izó sobre la silla. El caballo pareció derrumbarse bajo su peso.

—Al fin y al cabo, nuestro sino es cabalgar juntos.

—A vos, amigo mío, tal vez se os antoje predeterminado —dijo Hawkmoon, malhumorado—, pero yo no comparto dicha creencia.

Pero sí la compartía. Le pareció de lo más natural que Jhary les acompañara. Al mismo tiempo, le desagradaba el convencimiento de Jhary tanto como el suyo.

Hawkmoon miró a Katinka van Bak en busca de consejo. La mujer se encogió de hombros.

—No me importa que otra espada se una a las nuestras —dijo.

Dirigió una mirada de desdén al caballo de Jhary.

—Aunque me parece que muy pronto os quedaréis atrás —añadió.

—Ya lo veremos —respondió Jhary en tono risueño—. ¿Adónde vais?

Las sospechas crecieron en Hawkmoon. De pronto, se le ocurrió que el hombre podía ser un espía del enemigo.

—¿Por qué lo preguntáis?

Jhary se encogió de hombros.

—Por preguntar. He oído rumores sobre ciertos problemas en las montañas al este de aquí. Una banda de salvajes que se dedican a destruirlo todo antes de volver a su guarida.

—Yo también he oído algo similar —admitió Hawkmoon, cauteloso—. ¿Dónde lo habéis oído?

—Me lo dijo un viajero que encontré en la carretera.

Por fin, Hawkmoon tenía una confirmación de lo que Katinka van Bak había contado. Se tranquilizó al saber que no le había mentido.

—Bien —dijo—, vamos en esa dirección. Queremos comprobarlo personalmente.

—Muy cierto —sonrió Katinka van Bak.

Y ahora eran tres los jinetes que se dirigían a las Montañas Búlgaras. Un trío peculiar, a decir verdad. Cabalgaron durante varios días, pero al jamelgo de Jhary no le costó nada mantener el paso de los demás caballos.

Un día, Hawkoon se volvió hacia su nuevo compañero y preguntó:

—¿Conocíais a un hombre llamado Oladahn? Era muy bajito y estaba cubierto de vello rojizo. Decía ser pariente de los Gigantes de las Montañas Búlgaras, a quienes nadie ha visto, que yo sepa. Un experto arquero.

—He conocido a muchos arqueros expertos, entre ellos a Rackhir el Arquero Rojo, que tal vez sea el más grande de todo el multiverso, pero ninguno llamado Oladahn. ¿Erais buenos amigos?

—Mi mejor amigo durante mucho tiempo.

—Tal vez he llevado ese nombre —dijo Jhary-a-Conel, y frunció el ceño—. He llevado muchos, por supuesto. Me resulta vagamente familiar, al igual que los nombres Corum o Urlik os resultarían familiares a vos.

—¿Urlik? —Hawkmoon palideció—. ¿Qué sabéis de ese nombre?

—Es vuestro nombre. Uno de ellos, al menos. Y Corum también, aunque Corum no era una manifestación humana y tendríais más dificultades en recordarla.

—¡Habláis como si tal cosa de reencarnaciones! ¿Afirmáis que recordáis vidas pasadas con la misma facilidad que yo recuerdo aventuras anteriores?

—Algunas vidas. Todas no, ni mucho menos. Ya está bien así. En otra reencarnación es posible que no recuerde ésta, por ejemplo. De todos modos, he advertido que en esta ocasión mi nombre no ha cambiado. —Jhary lanzó una carcajada—. Mis recuerdos vienen y van, como los nuestros. Eso nos salva.

—Habláis en acertijos, amigo Jhary.

—A menudo me lo decís. —Jhary se encogió de hombros—. Sin embargo, esta aventura me parece un poco diferente, debo admitirlo. Me encuentro en la peculiar situación de ser zarandeado de una dimensión a otra. Desestructuraciones a gran escala, causadas por los experimentos de algún hechicero loco, sin duda. Por no mencionar el interés que demuestran los Señores del Caos cuando se les ofrece una oportunidad así. Supongo que juegan algún papel en todo esto.

—¿Los Señores del Caos? ¿Quiénes son?

—Ah, es algo que debéis descubrir vos mismo, si no lo sabéis. Algunos dicen que moran en el confín del tiempo y que sus intentos de manipular el tiempo a su capricho es el resultado de que su mundo está agonizando, pero es una teoría cogida por los pelos. Otros sugieren que no existen, pero que la imaginación de los hombres los conjuran periódicamene.

—¿Sois un hechicero, maese Jhary? —preguntó Katinka van Bak, retrocediendo hacia ellos.

—Creo que no.

—Un filósofo, como mínimo.

—La experiencia moldea mi filosofía, eso es todo.

Jhary, cansado al parecer de la conversación, se negó a continuar abundando en el tema.

—Mi única experiencia del tipo que insinuabais —dijo Hawkmoon— fue con el Bastón Rúnico. ¿Es posible que esté relacionado con lo que sucede en las Montañas Búlgaras?

—¿El Bastón Rúnico? Tal vez.

Una gran nevada había caído sobre la ciudad de Pesht. Construida de piedra blanca tallada, la ciudad había sobrevivido a los asedios del Imperio Oscuro y su aspecto actual recordaba al que tenía antes de que Granbretán iniciara sus conquistas. La nieve brillaba sobre cada superficie y, como los tres héroes llegaron en una noche de luna llena, daba la impresión de que llamas blancas consumían Pesht.

Se detuvieron ante las puertas pasada la medianoche y les costó bastante despertar al guardia, que les dejó pasar con gran aparato de gruñidos y preguntas sobre sus intenciones. Cabalgaron por anchas y vacías avenidas, en busca del palacio del príncipe Karr de Pesht. En otros tiempos, el príncipe Karl había cortejado a Katinka van Bak y solicitado su mano. Habían sido amantes durante tres años, pero ella nunca aceptó casarse con él. Ahora, estaba casado con una princesa de Zagredia y era feliz. Katinka y él continuaban siendo amigos. El príncipe la había acogido bajo su techo cuando huyó de Ukrainia. Le sorprendería verla.

El príncipe Karl de Pesht se quedó sorprendido. Llegó a su adornado salón con un bata de brocado, los ojos anegados en sueño, pero ver a Katinka van Bak le alegró.

—¡Katinka! ¡Pensaba que ibas a pasar el invierno en la Kamarg!

—Ése era mi plan.

La mujer avanzó, cogió al príncipe por los hombros y le besó en ambas mejillas al estilo militar; dio la impresión de que, en lugar de saludar a un antiguo amante, se presentaba como soldado.

—El duque Dorian me convenció de que le acompañara a las Montañas Búlgaras.

—¿Dorian? El duque de Colonia. He oído hablar mucho de vos, joven. Es un honor acogeros bajo mi techo. —El príncipe Karl sonrió mientras estrechaba la mano de Hawkmoon—. ¿Y este caballero?

—Un compañero de camino. Su nombre es un poco raro: Jhary-a-Conel.

Jhary se quitó el sombrero y ejecutó una complicada reverencia.

—Es un honor conocer al príncipe de Pesht —dijo.

El príncipe Karl rió.

—Y un privilegio recibir a un compañero del gran héroe de Londra. Esto es maravilloso. ¿Vais a quedaros mucho tiempo?

—Temo que sólo esta noche —dijo Hawkmoon—. Los asuntos que nos aguardan en las Montañas Búlgaras son urgentes.

—¿Hay algo allí que valga la pena? Hasta los legendarios gigantes de la montaña han muerto, según creo.

—¿No habéis hablado al príncipe de los invasores? —preguntó Hawkmoon, sorprendido, y se volvió hacia Katinka van Bak—. Pensaba…

—No quería alarmarle.

—¡Pero esta ciudad no se encuentra lejos de las Montañas Búlgaras, y corre peligro de ser atacada! —protestó Hawkmoon.

—¿Atacada? ¿Qué ocurre? ¿Un enemigo procedente de las montañas?

La expresión del príncipe Karl cambió.

—Bandidos —dijo Katinka van Bak, lanzando una significativa mirada a Hawkmoon—. Una ciudad del tamaño de Pesht no ha de temer nada. Un país tan bien defendido como el vuestro no se encuentra amenazado.

—Pero…

Hawkmoon se contuvo. Katinka van Bak debía tener buenos motivos para ocultar al príncipe lo que sabía. ¿Cuáles podían ser esas razones? ¿Acaso sospechaba que el príncipe Karl se había confabulado con sus enemigos? En tal caso, tendría que haberle advertido antes. Además, era inconcebible que este amable anciano se aliara con semejante chusma. Había luchado bien y valientemente contra el Imperio Oscuro que le capturó, aunque no había padecido las indignidades que el Imperio Oscuro reservaba a los aristócratas prisioneros.

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