—¿Habéis oído hablar de la Conjunción del Millón de Esferas?
—Sí, me suena. Una época de grandes cambios en todos los planos, ¿verdad? Cuando los planos se cruzan en puntos específicos de sus historias. Cuando nuestra percepción normal del Tiempo y el Espacio carece de significado, y cuando es posible efectuar alteraciones radicales en la naturaleza de la realidad. Cuando los viejos dioses mueren…
—¿Y nacen nuevos?
—Tal vez. Si son necesarios.
—¿Podéis explicaros, señor?
—Si refrescara mi memoria, Dorian Hawkmoon, estoy seguro de que podría. Hay muchas cosas en mi cabeza que ya no emergen como antes. Encierra el conocimiento, pero también el dolor, y tal vez el dolor y el conocimiento se encuentren estrechamente unidos, uno sepultado en el otro. Creo que he estado loco.
—Y yo —dijo Hawkmoon—, pero también cuerdo. Ahora, ni una cosa ni otra. Es una sensación extraña.
—La conozco bien, señor. —Corum se volvió y señaló a los demás ocupantes de la cabina con su copa—. Debéis conocer a vuestros camaradas. Éste es Emshon de Ariso…
Un hombrecillo de rostro feroz, enorme bigote y modales rudos levantó la vista de la mesa y dedicó un gruñido a Hawkmoon. Tenía un delgado tubo en la mano, que se llevaba a los labios con frecuencia. El tubo contenía unas hierbas que ardían lentamente, y el guerrero inhalaba su humo.
—Saludos, Hawkmoon dijo—. Espero que seáis mejor marino que yo, porque este maldito barco tiene cierta propensión a menearse como una virgen.
—Emshon es de temperamento melancólico —sonrió Corum— y bastante mal hablado, pero suele ser un compañero agradable. Y éste es Keeth el Apenado, quien abriga la convicción de descargar la condenación sobre todos aquellos que cabalgan con él…
Keeth desvió la vista y murmuró algo inaudible. Sacó una enorme mano por debajo de su capa de piel de oso y la agitó a modo de saludo.
—Es verdad, es verdad —fueron las únicas palabras que Hawkmoon distinguió.
Era un soldado de gran corpulencia, vestido con prendas de cuero remendado y lana, y se tocaba con un gorro de piel.
—John ap-Rhyss.
Se trataba de un hombre alto y delgado, cuyo cabello resbalaba sobre sus hombros. Un bigote caído contribuía a acentuar su aspecto melancólico. Iba ataviado de negro, a excepción de una brillante insignia, prendida en la camisa sobre el corazón. Llevaba un sombrero oscuro de ala ancha y sonrió con aire sardónico.
—Yo os saludo, duque Dorian. En el país de los yel hemos oído hablar de vuestras gestas. Luchasteis contra el Imperio Oscuro, ¿verdad?
—En efecto, pero esa guerra ya ha terminado.
—¿He estado ausente tanto tiempo?
John ap-Rhyss enarcó las cejas.
—Es inútil medir el Tiempo con los métodos habituales —advirtió Corum—. Limitaos a aceptar que en el pasado inmediato de Hawkmoon el Imperio Oscuro fue derrotado. En el vuestro, aún mantiene su poderío.
—Me llaman Nikhe el Tránsfuga —dijo el hombre que estaba al lado de John ap-Rhyss.
Era barbudo, pelirrojo y de modales irónicos. En contraste con ap-Rhyss, iba cubierto de pies a cabeza con talismanes tintineantes, cuentas, adornos, bordados y amuletos de oro, plata y latón. El cinto de la espada estaba incrustado de piedras semipreciosas, además de pequeños halcones de bronce, arcos y flechas.
—Me llaman así porque en una ocasión cambié de bando durante una batalla, y en ciertas partes de mi mundo se me considera un traidor, aunque tuve mis motivos para obrar de esa forma. Quedáis advertido, no obstante. No soy un soldado de infantería, como la mayoría de vosotros, sino de marina. Mi barco fue atacado por la marina del rey Fesfatón. Este navío me rescató cuando estaba a punto de morir ahogado. Pensé que necesitaban un tripulante más, pero me vi convertido en un pasajero.
—¿Quiénes son los tripulantes, pues? —preguntó Hawkmoon, porque no había visto a nadie, aparte de estos guerreros.
Nikhe el Tránsfuga soltó una carcajada y su barba rojiza se agitó.
—Perdonad dijo—, pero no hay marineros a bordo, a menos que contéis al capitán.
—El barco navega por sí solo —explicó Corum en voz baja—. Nos hemos preguntado si el capitán gobierna el barco o el barco le gobierna a él.
—Es un barco embrujado. Ojalá no estuviera aquí —dijo un hombre que aún no había hablado.
Era gordo y vestía un peto de acero grabado con mujeres desnudas, en toda clase de posiciones. Debajo llevaba una camisa de seda roja, y un pañuelo negro adornaba su cuello. Aros de oro colgaban de sus grandes orejas y su cabello negro se derramaba en bucles sobre los hombros. Exhibía una barba negra impecable, acabada en punta, y el bigote se curvaba sobre sus atezadas mejillas, casi hasta sus duros ojos pardos.
—Soy el barón Gotterin de Nimplaset-in-Khorg y sé adónde se dirige este barco.
—¿Adónde, señor?
—Al infierno, señor. Estoy muerto, como todos los demás, aunque algunos sean demasiado cobardes para admitirlo. Pequé en la tierra con ahínco e imaginación y no me cabe la menor duda de mi destino.
—Vuestra imaginación os traiciona ahora, barón Gotterin —replicó Corum con sequedad—. Adoptáis un punto de vista en exceso convencional.
El barón Gotterin encogió sus grandes hombros y se concentró en el contenido de su copa.
Un anciano surgió de las sombras. Era delgado, pero fuerte, y vestía prendas de cuero manchado y amarillento que acentuaba su palidez. Se tocaba con un gorro de batalla mellado, hecho de hierro y madera; la madera estaba sujeta con clavos de latón. Tenía los ojos inyectados en sangre y su expresión era hosca. Se rascó la nuca.
—Preferiría estar en el infierno que prisionero aquí —dijo—. Soy un soldado, como los demás, y diestro en mi oficio. Me aburro mortalmente. —Cabeceó en dirección a Hawkmoon—. Me llamo Chaz de Elaquol y poseo la característica de no haber servido jamás en un ejército victorioso. Huía derrotado como de costumbre, y mis perseguidores me empujaron hacia el mar. Mi suerte no me sirve de nada en los combates, pero nunca he sido capturado. Sin embargo, éste ha sido el rescate más extraño de todos.
—Thereod de las Cavernas —dijo un hombre todavía más pálido que Chaz—. Bienvenido, Hawkmoon. Se trata de mi primer viaje, y todo me resulta interesante.
Era el más joven del grupo y se movía con cierta torpeza. Vestía pieles, algo centelleantes, de alguna clase de reptil, y llevaba un gorro del mismo material en la cabeza. Su espada, que llevaba colgada a la espalda, era tan larga que sobresalía unos treinta centímetros por encima de los hombros y casi tocaba el suelo.
Corum tuvo que despertar al último que faltaba. Estaba sentado al extremo de la mesa, con un vaso vacío en su mano enguantada, la cara oculta por el rubio cabello que caía sobre ella. Eructó, se disculpó con una sonrisa, miró a Hawkmoon con ojos desorbitados y cordiales, se sirvió más vino, se bebió todo el vaso, trató de hablar, fracasó y volvió a cerrar los ojos. Empezó a roncar.
—Ese es Reingir —explicó Corum—, apodado "La Roca", pero nunca ha permanecido sobrio el tiempo suficiente para decirnos por qué. Estaba borracho cuando llegó a bordo y ha continuado en tal estado desde entonces, aunque es amable y canta a veces para nosotros.
—¿Y no sabéis por qué se nos ha reunido? —preguntó Hawkmoon—.
Todos somos soldados, pero no parece que tengamos muchas cosas más en común.
—Hemos sido —elegidos para luchar contra algún enemigo del capitán —dijo Emshon—. Sólo sé que no es mi guerra y que preferiría haber sido consultado antes de que seleccionaran. Tenía la idea de irrumpir en el camarote del capitán y apoderarme del barco, en busca de climas más plácidos que éste (¿habéis notado que siempre hay niebla?), pero estos "héroes" no quisieron saber nada. Por vuestras venas corre agua en lugar de sangre. ¡El capitán se tira un pedo y todos salís corriendo!
Los demás se lo tomaron a broma. Era evidente que estaban acostumbrados al braggadocio de Emshon.
—¿Sabéis por qué estamos aquí, príncipe Corum? —preguntó Hawkmoon—. ¿Habéis hablado con el capitán?
—Sí, bastante, pero no diré nada hasta que le veáis.
—¿Cuándo será eso?
—Muy pronto, me parece. Todos fuimos convocados poco después de subir a bordo.
—¡Y no nos dijeron nada! —se quejó Chaz de Elaquol—. Lo único que me interesa saber es cuándo empieza la lucha. Y rezo para que ganemos. ¡Me gustaría luchar en un bando victorioso antes de morir!
John ap-Rhyss sonrió y enseñó los dientes.
—Vuestros numerosos relatos de derrotas, sir Chaz, no nos instilan confianza.
—Me da igual si sobrevivo o no a la siguiente batalla —dijo Chaz con seriedad—, pero tengo la sensación de que será victoriosa para algunos de nosotros.
—¿Sólo para algunos? —Emshon de Ariso bufó y expresó su malhumor con un gesto—. Quizá para el capitán.
—Me inclino a pensar que somos seres privilegiados —dijo Nikhe el Tránsfuga—. Todos estuvimos a las puertas de la muerte antes de que el Bajel Negro nos recogiera. Si hemos de morir, será por una gran causa.
—Sois un romántico, señor —contestó el barón Gotterin—. Yo soy realista. No creo nada de lo que el capitán nos dijo. Sé con toda certeza que nos dirigimos hacia nuestro castigo.
—Todo cuanto decís, señor, sólo demuestra una cosa: ¡que poseéis una conciencia obtusa y primitiva!
Emshon, complacido con su comentario, dibujó una sonrisa burlona.
El barón Gotterin volvió la cara y se encontró mirando el rostro melancólico de Keeth el Apenado, que emitió un gruñido y clavó la vista en el suelo.
—Estas disputas me enojan —dijo Thereod de las Cavernas—. ¿Alguien quiere jugar conmigo al ajedrez?
Indicó un enorme tablero sujeto mediante correas de cuero a una pared.
—Yo jugaré —dijo Emshon—, aunque estoy cansado de apalizaros.
—El juego es nuevo para mí —contestó Thereod—, pero debéis admitir, Emshon, que he aprendido.
Emshon se levantó de la mesa y ayudó a Thereod a soltar el tablero. Lo transportaron a la mesa y lo volvieron a sujetar. Thereod sacó una caja de piezas de un armario y empezó a colocarlas. Algunos de los presentes se congregaron a su alrededor para presenciar la partida.
Hawkmoon se acercó a Corum.
—¿Son todos duplicados de nosotros?
—¿Duplicados o reencarnaciones, queréis decir?
—Otras manifestaciones del llamado Campeón Eterno. Ya sabéis la teoría. Explica por qué nos reconocemos mutuamente, por qué nos vemos en nuestras respectivas alucinaciones.
—Conozco bien la teoría, pero no creo que estos guerreros sean nuestros duplicados, como voz les llamáis. Algunos, como John ap-Rhyss, son del mismo mundo. No, de este grupo creo que sólo vos y yo compartimos… la misma alma.
Hawkmoon dirigió una mirada penetrante a Corum. Y después se estremeció.
Hawkmoon no supo cuánto tiempo había transcurrido hasta que Brut volvió a la cabina, pero Emshon y Thereod habían jugado dos partidas de ajedrez y estaban a mitad de la tercera.
—El capitán está preparado para recibiros, Hawkmoon.
Brut parecía cansado. La niebla se coló por la puerta antes de que la cerrara.
—No os apresuréis dijo Emshon, levantando los ojos del tablero—. El capitán nos necesita para su misión, sea cual sea.
Hawkmoon sonrió.
—Debo satisfacer mi curiosidad, Emshon de Ariso.
Siguió a Brut por la cubierta. Cuando subió a bordo creyó distinguir un gran timón en la proa, y ahora vio otro en la popa. Lo comentó a Brut.
Brut asintió.
—Hay dos, pero un solo timonel. Aparte del capitán, no parece que haya otro ser a bordo.
Brut indicó la espesa muralla de niebla, donde se dibujaba la silueta de un hombre que sujetaba el timón con las dos manos. Se mantenía extraordinariamente erguido y vestía justillo y calzas gruesas. Parecía pegado al timón y a la cubierta, y Hawkmoon dudó por un momento que estuviera vivo… A juzgar por el movimiento del barco, dedujo que navegaba a una velocidad normal. Vio que la vela estaba hinchada, pero no soplaba ni una pizca de viento, ni siquiera aquel viento sobrenatural al que ya se había acostumbrado. Pasaron frente a un camarote idéntico al que habían dejado y llegaron a la cubierta de proa. Debajo había una puerta cuyo material no era la madera oscura del resto del barco. Era de metal, pero de un metal que poseía una calidad orgánica y vibrante, de un color rojizo que recordó a Hawmoon la piel de un zorro.
—Éste es el camarote del capitán —dijo Brut—. Aquí os dejo, Hawkmoon. Espero que recibáis respuesta a algunas de vuestras preguntas, como mínimo.
Brut regresó a su camarote. Hawkmoon contempló la extraña puerta. Extendió una mano para tocar el metal. Estaba caliente. Le produjo una descarga.
—Entrad, Hawkmoon —dijo una voz desde dentro.
Era una voz bien timbrada, pero parecía venir de lejos.
Hawkmoon buscó una manija, pero no había ninguna. Empujó la puerta, pero ya se estaba abriendo. Una brillante luz rubí hirió sus ojos, acostumbrados a la penumbra del camarote de popa. Hawkmoon parpadeó, pero avanzó hacia la luz, mientras la puerta se cerraba a su espalda. El aire era caliente y estaba levemente perfumado. Lámparas de latón, oro y plata lanzaban destellos, el cristal brillaba. Hawkmoon vio ricas colgaduras, una gruesa alfombra de muchos tonos, lámparas rojas fijadas a mamparas, tallas sutiles; predominaban los púrpuras, rojos oscuros, verdes oscuros y amarillos. Vio un reluciente escritorio, cuyos bordes eran de oro, y sobre el escritorio había instrumentos, planos, un libro. Había armarios, un catre oculto tras una cortina. Junto al escritorio se erguía un hombre alto que, en facciones y figura, recordaba mucho a Corum. Tenía la misma cabeza ahusada, el fino cabello rojo dorado los rasgados ojos almendrados. Sus prendas sueltas eran del mismo color del ante y las sandalias se anudaban a sus tobillos con cordones plateados. Una corona de azul jade rodeaba su cabeza. Sin embargo, fueron sus ojos lo que atrajeron la atención de Hawkmoon. Eran de un blanco lechoso, moteado de azul, y ciegos. El capitán sonrió.
—Bienvenido, Hawkmoon. ¿Os han dado a probar nuestro vino?
—Lo he probado, sí.
El hombre se desplazó sin vacilaciones hacia un arcón, del cual sacó una jarra y dos copas de plata.
—¿Os apetece un poco más?
—Sí, gracias, señor.
El capitán sirvió el vino y Hawkmoon levantó la copa. Bebió y el vino le proporcionó un gran bienestar.