—¿Qué daño os ha hecho ese hombre? —preguntó Erekose a Fank con gravedad.
—Ninguno. Como no encontré a ningún ser humano en esta siniestra confusión, quise interrogarle. Cuando me acerqué a él, lanzó un aullido horrísono y trató de escapar.
—¿Cómo descubristeis este lugar? —preguntó Erekose.
—Por accidente. Mi búsqueda de cierto artilugio me ha conducido por varios planos de la Tierra. Oí decir que podría encontrar el Bastón Rúnico en cierta ciudad, a la que algunos llaman Tanelorn. Busqué Tanelorn. Mis investigaciones me llevaron hasta un hechicero que habita una ciudad del mundo en la cual me topé con el joven Oladahn. El hechicero era un hombre metálico y me orientó hacia el siguiente plano, donde Oladahn y yo nos perdimos. Pasé por una puerta y aquí estoy…
—Dirijámonos cuanto antes a ese portal —le apremió Hawkmoon.
Orland Fank meneó la cabeza.
—No, se cerró detrás de mí. Además, no me apetece regresar a aquel mundo tan bélico. ¿Así que esto no es Tanelorn?
—Es todas las Tanelorns —explicó Erekose—. Tal es nuestra opinión, al menos, maese Fank. Lo que queda de ellas. ¿No estuvisteis en una ciudad llamada Tanelorn?
—Una vez, al menos eso dice la leyenda, pero los hombres hicieron un uso egoísta de sus atributos y Tanelorn murió, siendo sustituida por su opuesta.
—¿Tanelorn puede morir? —preguntó Brut de Lashnar, apesadumbrado—. No es vulnerable…
—Sólo si los hombres que moran en ella han perdido esa clase de orgullo que destruye el amor… Eso dicen los rumores, en cualquier caso. —Orland Fank parecía algo turbado—. Y ellos mismos son invulnerables.
—Cualquier ciudad sería preferible a este amasijo de ideales perdidos —dijo Emshon de Ariso, demostrando que, si bien había comprendido las palabras de Orland Fank, no le habían impresionado.
El diminuto guerrero se tiró el bigote y gruñó para sí durante un rato.
—De modo que esto serían todos los "fracasos" —dijo Erekose—. Nos hallamos entre las ruinas de la Esperanza. Un vertedero de fes truncadas.
—Tal es mi suposición contestó Fank—, pero tiene que existir un modo de acceder a alguna Tanelorn que no haya sucumbido, donde la frontera sea ínfima. Eso es lo que debemos buscar.
—¿Cómo reconoceremos lo que buscamos? —preguntó John ap-Rhyss.
—La respuesta está en nuestro interior —dijo Brut con una voz que no era la suya—. Así me lo dijeron en una ocasión. Buscad Tanelorn en vuestro interior, me dijo una anciana cuando le pregunté dónde podía encontrar aquella fabulosa ciudad y vivir en paz. El comentario se me antojó desprovisto del menor significado, pura especulación filosófica, pero empiezo a comprender que me dio un consejo práctico. Lo que hemos perdido, caballeros, es la esperanza, y Tanelorn sólo abre sus puertas a aquellos que confían. La fe nos rehuye, pero es imprescindible la fe para ver la Tanelorn que necesitamos.
—Creo que vuestras palabras son sensatas, Brut de Lashmar —dijo Erekose—. Pese a que en los últimos tiempos he adoptado la armadura del cinismo, os comprendo. ¿Cómo pueden los mortales albergar esperanza en una esfera dominada por dioses pendencieros, por las disputas que sostienen aquellos a los que tanto desean respetar?, os pregunto.
—Cuando los dioses mueren, la dignidad nace —murmuró Orland Fank—. Los dioses y sus ejemplos no son necesarios para aquellos que se respetan y, por tanto, respetan a los demás. Los dioses son para los niños, para la gente temerosa e insignificante, para los que no se responsabilizan de sí mismos ni del prójimo.
—¡Sí!
Los melancólicos rasgos de John ap-Rhyss compusieron una expresión casi jubilosa.
El estado de ánimo general había cambiado. Se miraron entre sí y rieron.
Y entonces, Hawkmoon desenvainó su espada, apuntó con ella al sol estático y gritó:
—¡Muerte a los dioses y vida para los hombres! Que los Señores del Caos y de la Ley se destruyan gracias a su absurdo conflicto. Que la Balanza Cósmica oscile a su gusto, porque no influirá en nuestros destinos.
—¡No influirá! —gritó Erekose, que también había levantado su espada—. ¡No influirá!
John ap-Rhyss, Emshon de Ariso y Brut de Lashmar sacaron sus espadas y corearon el grito.
Sólo Orland Fank parecía reacio. Pellizcó su ropa. Se pasó la mano por la cara.
Y cuando hubo finalizado la impetuosa ceremonia, el hombre de las Orcadas habló.
—¿Ninguno de vosotros me ayudará a buscar el Bastón Rúnico?
—Padre, ya no necesitas continuar la búsqueda —dijo una voz a su espalda.
Y allí estaba sentado el niño que Hawkmoon había visto en Dnark, que se había transformado en energía pura para habitar en el Bastón Rúnico cuando Shenegar Trott, conde de Sussex, había pretendido robarlo. Aquel que había sido denominado el Espíritu del Bastón Rúnico, Jehamiah Cohnahlias. La sonrisa del muchacho era radiante, sus gestos cordiales.
—Os doy la bienvenida a todos —dijo—. Habéis convocado al Bastón Rúnico.
—Nosotros no hemos sido —dijo Hawkmoon.
—Vuestros corazones lo han convocado. Y ahora, aquí está vuestra Tanelorn.
El muchacho extendió las manos y dio la impresión de que, al mismo tiempo, la ciudad se transformaba. La luz del arco iris llenó el cielo. El sol tembló y se tiñó de un tono dorado. Se alzaron pináculos, delgados como agujas, hacia el cielo resplandeciente, colores puros y translúcidos centellearon, y un gran silencio se abatió sobre la ciudad, el silencio de la tranquilidad.
—Aquí tenéis vuestra Tanelorn.
—Venid, os enseñaré un poco de historia dijo el niño.
Y guió a los hombres por calles silenciosas, donde la gente les saludaba con cordial gravedad.
Si la ciudad brillaba, lo hacía con una luz tan sutil que resultaba imposible buscar el origen. Si poseía un color, era un tono blanco que sólo se observaba en ciertos tipos de jade, pero como el blanco contiene todos los colores, la ciudad era de todos los colores. Prosperaba; era feliz; gozaba de paz. Vivían familias, artistas y artesanos, escritores; era vital. No se trataba de una pálida armonía, la falsa paz de aquellos que niegan al cuerpo los placeres y a la mente sus estímulos. Esto era Tanelorn.
Ésta era, por fin, Tanelorn, quizá el modelo de tantas otras Tanelorns.
—Estamos en el centro —dijo el niño, el centro fijo, inalterable, del universo.
—¿A qué dioses se rinde culto aquí? —preguntó Brut de Lashmar, cuya voz y rostro se habían relajado.
—No hay dioses —contestó el niño—. No son necesarios.
—¿Y por eso se dice que odian a Tanelorn?
Hawkmoon se apartó para dejar pasar a una mujer muy anciana.
—Tal vez —contestó el niño—, porque el orgulloso no puede soportar que le ignoren. En Tanelorn existe un tipo de orgullo diferente, un orgullo que prefiere pasar desapercibido.
Pasearon ante altas torres y hermosas almenas, atravesaron parques donde jugaban animadamente los niños.
—¡Juegan a la guerra, incluso aquí! —exclamó John ap-Rhyss—. ¡Incluso aquí !
—Los niños aprenden así —dijo Jehamiah Cohnahlias—. Y si aprenden bien, aprenderán a abjurar de la guerra cuando sean mayores.
—Pero los dioses juegan a la guerra —observó Oladahn.
—Son como niños —dijo el muchacho.
Hawkmoon reparó en que Orland Fank lloraba, aunque no aparentaba tristeza.
Llegaron a una amplia zona despejada de la ciudad, una especie de anfiteatro, pero sus lados consistían en tres hileras de estatuas, algo más grandes que un hombre. Todas las estatuas eran del mismo color de la ciudad; todas parecían fulgurar con algo parecido a la vida. La primera fila era de guerreros, la segunda también de guerreros, y la tercera de mujeres. Daba la impresión de que había miles de estatuas, formando un gran círculo, bajo un sol que colgaba sobre el centro, rojo e inmóvil, como en la isla, sólo que el rojo era suave y el cielo de un azul cálido y apagado. Parecía que siempre reinaba en la ciudad un perpetuo atardecer.
—Fijaos —dijo el niño—. Fijaos, Hawkmoon, Erekose. Sois vosotros.
Levantó un brazo y señaló la primera fila de estatuas. En su mano empuñaba un bastón negro, que Hawkmoon reconoció como el Bastón Rúnico. Y reparó, por primera vez, en que la caligrafía de las runas grabadas en él era similar a la que había visto en la espada de Elric, la Espada Negra, Portadora de Tormentas.
—Fijaos en sus caras —dijo el muchacho—. Fijaos, Erekose, fijaos, Hawkmoon, fijaos, Campeón Eterno.
Hawkmoon reconoció algunos rostros. Vio a Corum, vio a Elric.
—John Daker —oyó que murmuraba Erekose—, Urlik, Skarsol, Asquiol, Aubec, Arflane, Valadek… Están todos… Todos, salvo Erekose…
—Y Hawkmoon —añadió éste.
—Hay huecos en las filas —dijo Orland Fank—. ¿Por qué?
—Esperan a ser llenados —dijo el niño.
Hawkmoon se estremeció.
—Son todas las manifestaciones del Campeón Eterno —prosiguió Orland Fank—. Sus camaradas, sus consortes. En un mismo lugar. ¿Por qué estamos aquí, Jehamiah?
—Porque el Bastón Rúnico nos ha convocado.
—¡No le serviré nunca más! —grito Hawkmoon—. Me ha causado muchos sufrimientos.
—No es necesario que le sirvas, excepto de una forma —dijo el niño. Él te sirve a ti. Lo has convocado.
—Ya te he dicho que no lo hicimos.
—Y yo te dije que vuestros corazones lo convocaron. Encontrasteis la puerta de Tanelorn, la abristeis, permitiendo que yo os encontrara.
—¡Todo esto son paparruchas místicas de la peor especie! —se enfureció Emshon de Ariso.
Hizo ademán de alejarse.
—Sin embargo, es la verdad —respondió el niño—. La fe floreció en vuestro interior cuando estabais en las ruinas. No fe en un ideal, en los dioses, o en el destino del mundo, sino fe en vosotros. Es la fuerza que derrota a todos los enemigos. Fue la única fuerza capaz de convocar al amigo que yo soy.
—Este asunto sólo concierne a los héroes —protestó Brut de Lash— mar—. Yo no soy un héroe de la misma talla que estos dos, muchacho.
—Eso lo has de decidir tú, por supuesto.
—Yo soy un soldado raso, un hombre con muchos defectos —empezó John ap-Rhyss. Suspiró—. Sólo buscaba un descanso.
—Y lo has encontrado. Has encontrado Tanelorn. ¿No deseas contemplar el resultado de la odisea que sufristeis en la isla?
John ap-Rhyss dirigió una mirada de perplejidad al muchacho. Se tiró de la nariz.
—Bueno…
—Es lo menos que mereces. No te pasará nada, guerrero.
John ap-Rhyss se encogió de hombros. Su gesto fue imitado por Emshon y Brut.
—¿Quieres decir que aquella odisea estaba relacionada con nuestra búsqueda? —preguntó Hawkmoon, ansioso—. ¿Tenía algún otro objetivo?
—Fue la última gran obra que el Campeón Eterno hizo por la humanidad. El círculo se ha cerrado, Erekose. ¿Comprendéis lo que quiero decir?
Erekose inclinó la cabeza.
—Sí.
—Y ha llegado el momento de la última obra dijo el niño—, la obra que os liberará de vuestra maldición.
—¿Nos liberará?
—Libertad, Erekose, para el Campeón Eterno y para todos aquellos a los que ha servido durante tan largo tiempo.
La esperanza apareció poco a poco en el rostro de Erekose.
—Pero todavía hay que ganarla —advirtió el Espíritu del Bastón Rúnico—. Todavía.
—¿Cómo he de ganarla?
—Ya lo descubrirás. Ahora, observa.
El chico señaló con su bastón la estatua de Elric.
Y todos miraron.
Vieron que una estatua bajaba de su peana, el rostro inexpresivo, los miembros rígidos, y poco a poco sus facciones adoptaban el aspecto de la carne (si bien blanca como la cera) y su armadura adquiría color negro y se encarnaba en una persona auténtica. Y aunque la vida animaba sus rasgos, no les vio.
La escena que le rodeaba se había alterado mucho. Hawkmoon notó que algo en su interior le arrastraba cada vez más hacia el ser que había sido una estatua. Sus rostros casi se tocaban, pero el otro no era consciente de la presencia de Hawkmoon.
Entonces, Hawkmoon miró por los ojos de Elric. Hawkmoon era Elric. Erekose era Elric.
Estaba extrayendo la espada negra del cadáver de su mejor amigo. Sollozaba mientras la sacaba. Por fin, la espada surgió del todo y cayó a un lado, con un extraño sonido apagado. Vio que la espada se movía, se acercaba a él. Se detuvo y le contempló.
Se llevó un enorme cuerno a los labios y tomó aliento. Ahora contaba con la fuerza necesaria para soplar en el cuerno, mientras antes se encontraba débil. Poseía la fuerza de otro ser.
Sopló una nota con toda la energía de sus pulmones. El silencio cayó sobre la llanura rocosa. El silencio aguardó en las altas y lejanas montañas.
Una sombra empezó a materializarse en el cielo. Era una sombra inmensa y no era una sombra, sino un contorno, que pronto se consolidó. Era una mano gigantesca que sostenía una balanza, cuyos platillos oscilaban de forma errática. Los platillos se fueron estabilizando y la balanza, por fin, quedó equilibrada. La imagen alivió un tanto el dolor que experimentaba. Soltó el cuerno.
Por fin un indicio —se oyó decir—, y aunque sea una ilusión, al menos es tranquilizadora.
Pero cuando se volvió, vio que la espada se había elevado en el aire por voluntad propia. Le amenazaba.
—¡PORTADORA DE TORMENTAS!
La espada se hundió en su cuerpo, traspasó su corazón. La hoja absorbió su alma. Las lágrimas resbalaron de sus ojos mientras la espada absorbía; sabía que una parte de él jamás conocería la paz.
Murió.
Se alejó de su cuerpo caído y volvió a ser Hawkmoon. Volvió a ser Erekose…
Los dos aspectos de lo mismo vieron que la espada salía del cadáver del último Emperador Brillante. Vieron que la espada empezaba a cambiar de forma (si bien un fragmento de la espada no se alteraba, adquiría proporciones humanas y se erguía sobre el hombre al que había vencido).
Era el mismo ser que Hawkmoon había visto en el Puente de Plata, el mismo que había visto en la isla. Sonrió.
—Adiós, amigo —dijo el ser—. ¡He sido mil veces más malvado que tú!
Se lanzó hacia el cielo, risueño, perverso, sin compasión. Se burló de la Balanza Cósmica, su viejo enemigo.
Desapareció, la escena se desvaneció y la estatua del príncipe de Melniboné volvió a erguirse sobre su peana.
Hawkmoon jadeaba como si hubiera estado a punto de ahogarse. Su corazón latía desacompasadamente.