Los Cuatro estuvieron tentados de unirse a Agak y satisfacer su gula aunque si lo hacían despojarían a su universo de toda la energía. Las estrellas se apagarían, los planetas perecerían. Hasta los Señores de la Ley y del Caos morirían, porque pertenecían a ese mismo universo. Sin embargo, valía la pena cometer un crimen tan horrendo por poseer semejante poder…
Los Cuatro controlaron su deseo y se aprestaron a atacar, antes de que Agak sospechara algo.
—¿Comemos, hermana?
Los Cuatro comprendieron que el barco había llegado a la isla en el momento preciso. Un poco más y habría sido demasiado tarde.
—¿Hermana? —Agak se quedó perplejo de nuevo—. ¿Qué…?
Los Cuatro sabían que era preciso desconectarse de Agak. Los tubos y cables salieron de su cuerpo y fueron absorbidos por el de Gagak.
—¿Qué es esto? —El extraño cuerpo de Agak tembló unos momentos—. ¿Hermana?
Los Cuatro se prepararon. A pesar de que habían asimilado los recuerdos e instintos de Gagak, no confiaban en poder atacar a Agak bajo la forma elegida por su hermana. Y como la hechicera había poseído la facultad de cambiar de forma, los Cuatro empezaron a cambiar. Lanzaron terribles quejidos, experimentaron dolores horrísonos y juntaron todos los materiales del ser que habían usurpado. Lo que parecía un edificio se transformó en carne informe y pulposa. Agak, estupefacto, siguió mirando.
—¿Hermana? Tu aspecto…
El edificio, el ser que era Gagak, se revolvió, fundió e hizo erupción.
Chilló de dolor.
Tomó forma.
Rió.
Cuatro rostros rieron sobre una gigantesca cabeza. Ocho brazos se agitaron en señal de triunfo, ocho piernas se movieron. Y sobre aquella cabeza se alzaba una inmensa espada.
Y corría.
Se precipitó sobre Agak mientras el brujo extraterrestre conservaba todavía su forma estática. Su espada daba vueltas y desprendía chispas de una siniestra luz dorada mientras se movía, que desgarraban el paisaje envuelto en sombras. Los cuatro formaban un todo tan grande como Agak e igual de fuerte.
Agak, al comprender que estaba en peligro, empezó a absorber. Nunca más compartiría este agradable ritual con su hermana. Debía absorber la energía de este universo si quería reunir las fuerzas que necesitaba para defenderse, para destruir a su atacante, el asesino de su hermana.
A medida que Agak absorbía, los mundos iban muriendo.
Pero no era suficiente.
Agak probó una treta.
—Éste es el centro del universo. Todas sus dimensiones se cruzan aquí. Ven, compartiremos el poder. Mi hermana ha muerto. Acepto su muerte. Ahora, serás mi pareja. ¡Con este poder conquistaremos un universo mucho más rico que éste!
—¡No! —respondieron los Cuatro, sin dejar de avanzar.
—Muy bien, pero no dudes de tu derrota.
Los Cuatro descargaron la espada, que cayó sobre el ojo facetado dentro del cual burbujeaba el estanque de inteligencia de Agak, pero éste había adquirido más fuerza y la herida se cicatrizó de inmediato.
Los zarcillos de Agak surgieron y se lanzaron hacia los Cuatro, pero éstos cortaron los zarcillos. Y Agak absorbió más energía. Su cuerpo que los mortales habían confundido con un edificio, comenzó a emitir un resplandor escarlata y a irradiar un calor imposible.
La espada rugió y fulguró. La luz negra se fundió con la dorada y atacó a la escarlata.
Entretanto, los Cuatro eran conscientes de que su universo se encogía y moría.
—¡Devuelve lo que has robado, Agak! —dijeron los Cuatro.
Planos, ángulos y curvas, tubos y cables brillaban al rojo vivo y Agak suspiró. El universo sollozó.
—¡Soy más fuerte que tú! —dijo Agak—. ¡Ahora!
Los Cuatro sabían que Agak no prestaba toda su atención mientras se alimentaba. Y los Cuatro también sabían que debían extraer energía de su universo si querían derrotar a Agak. Por lo tanto, la espada se alzó.
La espada atravesó decenas de miles de dimensiones y absorbió su energía. Después, empezó a oscilar.
Osciló y surgió luz negra de la hoja.
Osciló y Agak se dio cuenta. Su cuerpo comenzó a alterarse.
La espada descendió hacia el gran ojo del hechicero, hacia el estanque de inteligencia de Agak.
Los numerosos zarcillos de Agak salieron en defensa del hechicero, pero la espada los cercenó como si no existieran y golpeó la cámara octogonal que era el ojo de Agak y se hundió en el estanque de inteligencia de Agak, en la materia que contenía la sensibilidad del hechicero, se apoderó de la energía de Agak y la inoculó en su amo, los Cuatro Que Eran Uno.
Y un chillido resonó a lo largo y ancho del universo.
Y algo envió un temblor que se propagó por todo el universo.
Y el universo murió, antes de que Agak muriera.
Los Cuatro no esperaron a comprobar que Agak hubiera sido derrotado por completo.
La espada, al girar, atravesaba las dimensiones y devolvía la energía a todo aquello que tocaba.
La espada giró y giró.
Giró y giró. Diseminó la energía.
Y la espada cantó, triunfante y jubilosa.
Y pequeños retazos de luz negra y dorada susurraron y fueron reabsorbidos.
Hawkmoon conocía la naturaleza del Campeón. Conocía la naturaleza de la Espada Negra. Conocía la naturaleza de Tanelorn. Porque en este momento, la parte de él que era Hawkmoon experimentaba todo el multiverso. Habitaba en su interior. El lo contenía. No existían misterios en ese momento.
Y recordó que había leído algo sobre uno de sus aspectos en la "Crónica de la Espada Negra", aquel recuento de las hazañas del Campeón: «Pues sólo la Mente del Hombre es libre de explorar la inmensidad de la infinitud cósmica, de trascender la conciencia ordinaria, o errar por los pasillos subterráneos del cerebro humano, cuyas dimensiones carecen de límites. Y el universo y el individuo se hallan vinculados, uno refleja al otro, y cada uno contiene al otro…».
«¡Ja!», gritó el individuo que era Hawkmoon. Y celebró su triunfo y proclamó su alegría: así terminaba la condena del Campeón.
El universo había estado muerto un instante. Ahora, volvía a vivir, enriquecido con la energía de Agak.
Agak también vivía, pero estaba petrificado. Había intentado cambiar de forma. Ahora, aún se parecía en parte al edificio que Hawkmoon había visto al llegar a la isla, y en parte a los Cuatro Que Eran Uno. Aquí, parte de la cara de Corum, allí, una pierna, más allá, un fragmento de espada…, como si Agak hubiera creído, al final, que la única forma de derrotar a los Cuatro era asumir su forma, al igual que los cuatro habían adoptado la forma de Gagak.
—Habíamos esperado tanto tiempo…
Agak suspiró y murió.
Y los Cuatro envainaron su espada.
Hawkmoon pensó…
Un aullido recorrió las ruinas de las infinitas ciudades y un fuerte viento azotó el cuerpo de los Cuatro, que se vio obligado a arrodillarse sobre sus ocho piernas e inclinar su cabeza de cuatro caras.
Hawkmoon sintió…
Después, poco a poco, adoptó de nuevo la forma de Gagak, la hechicera, y se zambulló en el estanque de inteligencia de Gagak…
Hawkmoon supo…
… y luego se alzó por encima del estanque, flotó un momento, extrajo su espada del estanque.
Hawkmoon era Hawkmoon. Hawkmoon era el Campeón Eterno, en su última aventura…
Entonces, aparecieron cuatro seres. Elric, Hawkmoon, Erekose y Corum se irguieron y alzaron sus espadas, hasta que las puntas se tocaron sobre el centro del cerebro muerto. Hawkmoon suspiró. Estaba maravillado. Estaba aterrorizado. Después, un agotamiento teñido de contento reemplazó al terror.
—Vuelvo a tener carne. Vuelvo a tener carne —dijo una voz patética.
Era el bárbaro Ashnar, con el rostro desfigurado, los ojos enloquecidos. Había dejado caer la espada sin darse cuenta. Se clavaba las uñas en la cara. Y reía.
John ap-Rhyss levantó la cabeza desde el suelo. Miró a Hawkmoon con odio, y después apartó la vista. Emshon de Ariso, olvidada su espada, se arrastró para ayudar a John ap-Rhyss a ponerse en pie. Los dos hombres actuaban en un frío silencio.
Otros estaban locos o muertos. Elric estaba ayudando a Brut de Lashmar a incorporarse.
—¿Qué has visto? —preguntó el albino.
—Más de lo que merecía, a pesar de mis pecados. Estábamos atrapados…, atrapados en aquel cráneo…
El caballero de Lashmar sollozó como un niño pequeño. Elric abrazó a Brut, acarició su cabello rubio, incapaz de decir algo que pudiera suavizar su brutal experiencia.
—Hemos de partir —murmuró Erekose, casi para sí.
Al dirigirse hacia la puerta, estuvo a punto de resbalar varias veces.
—No ha sido justo —dijo Hawkmoon a John ap-Rhyss y a Emshon de Ariso—. No ha sido justo que compartiéramos nuestro sufrimiento.
John ap-Rhyss escupió en el suelo.
Hawkmoon contempló cómo se quemaban los cuerpos de los hechiceros, de pie entre las sombras de edificios que no existían, o sólo en parte; de pie bajo un sol rojo que no se había movido ni un ápice desde que habían pisado la isla.
El voraz fuego chillaba y aullaba mientras consumía a Agak y Gagak, y su humo era más blanco que la cara de Elric, más rojo que el sol. El humo ocultaba el cielo.
Hawkmoon recordaba poco de lo ocurrido en el interior del cráneo de Gagak, pero una inmensa amargura le invadía.
—Me pregunto si el capitán sabía para qué nos enviaba aquí —murmuró Corum.
—O si sospechaba lo que iba a pasar.
Hawkmoon se secó la boca.
—Sólo nosotros, sólo aquel ser, podía luchar contra Agak y Gagak de igual a igual. —Los ojos de Erekose encerraban un secreto conocimiento—. Otros medios habrían sido estériles. Ningún otro ser habría poseído las cualidades especiales, el enorme poder necesarios para poder acabar con tan extraños hechiceros.
—Eso parece —dijo Elric.
El albino se había sumido en un estado taciturno e introspectivo.
—Por fortuna —le animó Corum—, olvidaréis esta experiencia del mismo modo que olvidasteis u olvidaréis la otra.
Sus palabras no consolaron a Elric.
—Con suerte, hermano.
Erekose intentó distender el ambiente y rió por lo bajo.
—¿Quién podría acordarse de eso?
Hawkmoon se sintió inclinado a darle la razón. Las sensaciones ya empezaban a desvanecerse; la experiencia ya empezaba a parecer un sueño extraordinariamente vívido. Contempló a los soldados que habían luchado con él; ninguno quiso mirarle. Estaba claro que le culpaban a él y a sus demás manifestaciones de los inmerecidos horrores experimentados. Ashnar el Lince, el bárbaro obstinado, era testigo de las penosas emociones que debían reprimir, controlar. Ashnar lanzó un chillido espantoso y se precipitó hacia lo hoguera. Corrió casi hasta llegar a ella, y Hawkmoon pensó por un momento que iba a arrojarse a la pira, pero cambió de dirección en el último segundo y se desvió hacia las ruinas, ocultas por las sombras.
—¿Para qué seguirle? —dijo Elric—. No podemos hacer nada por él.
El dolor asomó a sus ojos escarlatas cuando contempló el cuerpo de Hown Encantaserpientes, que les había salvado la vida a todos. Elric se encogió de hombros, pero no era un gesto de indiferencia. Se encogió de hombros como un hombre que se ajusta sobre la espalda una carga particularmente pesada.
John ap-Rhyss y Emshon de Ariso ayudaron al perplejo Brut de Lashmar a caminar, mientras se alejaban del fuego y regresaban hacia la orilla.
—Esa espada vuestra me resulta familiar —dijo Hawkmoon a Elric, mientras andaban—. No es un espada normal, ¿verdad?
—No —reconoció el albino—. No es una espada normal, duque Dorian. Es vieja, eterna, podríamos decir. Otros piensan que fue forjada por mis antepasados en una batalla contra los dioses. Tiene una gemela, pero se ha perdido.
—Me da miedo —confesó Hawkmoon—. No entiendo por qué.
—Hacéis bien en temerla. Es algo más que una espada.
—¿Un demonio, tal vez?
—Por ejemplo.
Elric no añadió nada más.
—El sino del Campeón es empuñar esa espada en las crisis más cruciales de la Tierra —dijo Erekose—. La he empuñado y, si pudiera elegir no volvería a empuñarla.
—El Campeón raras veces puede elegir —suspiró Corum.
Llegaron a la playa y contemplaron la blanca neblina que surgía del agua. La oscura silueta del barco se veía con toda claridad.
Corum, Elric y algunos de los otros se internaron en la niebla, pero Hawkmoon, Erekose y Brut de Lashmar vacilaron al unísono. Hawkmoon había tomado una decisión.
—No volveré al barco —anunció—. Creo que ya he pagado mi pasaje. Si quiero encontrar Tanelorn, creo que debo buscarla aquí.
—Lo mismo pienso yo.
Erekose se volvió hacia las ruinas.
Elric dirigió una mirada interrogativa a Corum, y éste sonrió a modo de respuesta.
—Yo ya he encontrado Tanelorn. Regresaré a la nave, con la esperanza de que dentro de poco me deposite en alguna orilla conocida.
—Esa es mi esperanza.
Elric lanzó a Brut, que se apoyaba en él, la misma mirada inquisitiva.
Brut habló en susurros. Hawkmoon captó algunas de sus palabras.
—¿Qué pasa? ¿Qué nos ha sucedido?
—Nada.
Elric apretó el hombro de Brut.
Brut se soltó.
—Voy a quedarme. Lo siento.
—¿Brut?
Elric frunció el ceño.
—Lo siento. Os temo. Temo a ese barco.
Brut retrocedió, tambaleante.
—¿Brut?
Elric extendió una mano.
—Camarada —dijo Corum, apoyando su mano plateada sobre el hombro de Elric—, vayámonos de este lugar. Lo que nos aguarda ahí me aterra más que el barco.
—Estoy de acuerdo —dijo Elric, lanzando una última mirada a las ruinas.
—Si esto es Tanelorn, no es el lugar que iba buscando —murmuró Otto Blendker.
Hawkmoon suponía que John ap-Rhyss y Emshon de Ariso irían con Blendker, pero permanecieron inmóviles.
—¿Os quedáis conmigo?-preguntó Hawkmoon, sorprendido.
El alto y melenudo hombre de Yel y el belicoso guerrero de Ariso asintieron al mismo tiempo.
—Nos quedamos —dijo John ap-Rhyss.
—Creo que no me tenéis en gran aprecio.
—Dijisteis que habíamos sufrido una injusticia —dijo John ap-Rhyss—. Bien, eso es cierto. No es a vos a quien odiamos, Hawkmoon, sino a esas fuerzas que nos controlan. Me alegro de no ser Hawkmoon, aunque en cierto sentido os envidio.