Cronicas del castillo de Brass (22 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: Cronicas del castillo de Brass
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—Estaréis cansados del viaje —dijo el príncipe Karl con diplomacia. Ya había ordenado a los criados que prepararan habitaciones para los invitados—. Querréis acostaros. El placer de veros de nuevo, Katinka y de conocer a este héroe, me ha impulsado a reteneros más de la cuenta. —Sonrió y rodeó con el brazo la espalda de Hawkmoon—. Quizá podamos charlar un poco durante el desayuno, antes de que partáis.

—Sería un gran placer, sire —dijo Hawkmoon.

Y cuando Hawkmoon se tendió en la enorme cama de una confortable habitación, que un agradable fuego calentaba, contempló las sombras que jugueteaban sobre los bellos tapices que decoraban las paredes y meditó durante unos minutos en los posibles motivos de Katinka van Bak para guardar silencio, antes de sumirse en un sueño profundo, que ninguna pesadilla atormentó.

En el gran trineo cabían hasta doce soldados con armadura y habría podido venderse por una fortuna, pues estaba incrustado de oro, platino, marfil y ébano, amén de piedras preciosas. Sólo un maestro había podido cincelar la madera del armazón. Hawkmoon y Katinka van Bak se resistieron a aceptar el obsequio del príncipe Karl, pero el hombre insistió.

—Es lo más adecuado para este tiempo. Vuestros caballos os seguirán y estarán frescos cuando los necesitéis.

Ocho caballos castrados tiraban del trineo, atados a un arnés de piel negra y plata. Se habían fijado campanas al arnés, aunque estaban bien envueltas para ahogar el ruido.

Nevaba con intensidad y la carretera que conducía a Pesht estaba resbaladiza. Era lógico utilizar el trineo en tales circunstancias. El trineo iba cargado de provisiones y pieles, y contaba con una capota que podía alzarse rápidamente si el tiempo empeoraba. Tenían artefactos antiguos, primos lejanos de las lanzas flamígeras, para preparar la comida, variada y suficiente para alimentar a un pequeño ejercito. El príncipe Karl no había dicho que estaba encantado de recibirles por mera cortesía.

Jhary-a-Conel aceptó sin ambages el trineo. Rió de placer cuando subió y se sentó entre una profusión de pieles carísimas.

—Recordad cuando erais Urlik —dijo a Hawkmoon—. Urlik Skarsol, príncipe del Hielo Austral. ¡Tiraban osos de vuestro carruaje!

—No recuerdo esa experiencia —replicó Hawkmoon—. Me gustaría saber por qué os empeñáis en proseguir esta farsa.

—Bueno, quizá lo entenderéis más tarde —repuso filosóficamente Jhary.

El príncipe Karl de Pesht se despidió de ellos en persona, y agitó la mano desde las impresionantes murallas de la ciudad hasta que se perdieron de vista.

El enorme trineo se desplazaba a gran velocidad y Hawkmoon se preguntó por qué experimentaba una mezcla de júbilo y recelo al viajar a tal velocidad. Una vez más, Jhary había mencionado algo que despertaba un eco en su memoria. Sin embargo, estaba seguro de que nunca había sido ese tal "Urlik"; a lo sumo, habría soñado alguna vez ese nombre.

El ritmo del viaje se mantuvo constante, porque las condiciones climatológicas jugaban a su favor. Los ocho caballos negros parecían incansables, y les acercaban cada vez más a las Montañas Búlgaras.

Pese a todo, una aterradora sensación de familiaridad embargaba a Hawkmoon. La imagen de un carruaje de plata, cuyas cuatro ruedas iban fijadas a esquíes, que atravesaba implacablemente una gran llanura de hielo. Otra imagen, esta vez de un barco…, pero un barco que surcaba otra llanura de hielo. Y no ocurría en los mismos mundos; de eso estaba seguro. Ninguno era este mundo, su mundo. Intentó apartar tales pensamientos de su mente, pero eran persistentes.

Quizá debería plantear sus dudas a Katinka van Bak y a Jhary-a-Conel, pero no se decidía. Pensaba que las respuestas tal vez no le agradarían.

Continuaron el viaje bajo la nieve remolineante, el terreno se hizo bastante empinado y la velocidad disminuyó un poco, aunque no demasiado.

A juzgar por lo que veía del paisaje circundante, no había señales de ataques recientes. Hawkmoon, que sujetaba las riendas de los ocho caballos, expresó su opinión a Katinka van Bak.

Su respuesta fue sucinta.

—No tiene por qué haberlos. Os dije que sólo asolaban el otro lado de las montañas.

—Pues tiene que haber una explicación a eso, y si descubrimos la explicación encontraremos su punto débil.

Por fin, las carreteras se hicieron demasiado empinadas y los cascos de los caballos patinaron en el hielo. La nieve había remitido y estaba anocheciendo. Hawkmoon señaló un prado que se extendía bajo ellos.

—Los caballos pueden pastar allí. La hierba es aceptable. Y hay una cueva donde podrán guarecerse. Es lo máximo que podemos hacer por ellos, me temo.

—Muy bien —dijo Katinka van Bak.

Consiguieron desviar de su camino a los caballos, no sin grandes esfuerzos, y bajaron por el sendero hasta llegar al prado cubierto de nieve. Hawkmoon apartó la nieve con la bota para indicar la hierba que crecía debajo, pero los caballos no necesitaron su ayuda. Estaban acostumbrados a tales avatares y emplearon sus cascos para quitar la nieve. Como casi había anochecido, los tres decidieron pasar la noche en la cueva con los caballos, antes de continuar hacia las montañas.

—El tiempo juega a nuestro favor —indicó Hawkmoon—, porque nuestros enemigos tienen menos posibilidades de vernos.

—Muy cierto —aprobó Katinka van Bak.

—Por otra parte, hemos de ser cautelosos —continuó Hawkmoon—, porque tampoco los veremos hasta que los tengamos encima. ¿Conocéis esta zona, Katinka van Bak?

—Bastante bien.

La mujer estaba encendiendo un fuego en el interior de la caverna, pues los hornillos que les había proporcionado el príncipe para cocinar no servían para calentar la cueva.

—Esto es ideal — comentó Jhary-a-Conel—. No me importaría pasar el resto del invierno aquí. Reemprenderíamos el viaje cuando llegara la primavera.

Katinka le dirigió una mirada de desdén. Jhary sonrió y guardó silencio durante un rato.

Cabalgaban bajo un cielo inexorable. No crecía nada en aquellas montañas, salvo un poco de musgo agostado y algunos raquíticos abedules grises y pardos. Aves de rapiña trazaban círculos entre los picos dentados. Sólo se oía el ruido de su respiración, el repiqueteo de los cascos de los caballos sobre las rocas, su lento avance. El paisaje que se divisaba desde aquellos senderos montañosos era hermosísimo, pero también mortífero, frío, cruel. Muchos viajeros debían morir en aquellos parajes durante el invierno.

Hawkmoon se había puesto un espeso pellejo sobre sus ropas de piel. Aunque sudaba, no quería quitarse ninguna prenda por temor a quedarse congelado. Los demás también iban bien arropados: capuchas, guantes, botas y abrigos. Los senderos descendían en muy pocas ocasiones, pero volvían a ascender en la siguiente revuelta.

El aspecto de las montañas, pese a su belleza mortífera, era apacible. Una inmensa sensación de paz reinaba en los valles, y Hawkmoon apenas podía creer que un ejército de bandidos se ocultara en ellas. Nada indicaba que las montañas hubieran sido invadidas. A veces, tenía la sensación de ser el primer hombre que seguía aquella senda. Aunque la progresión era lenta y fatigosa, no se había sentido tan relajado desde que era niño, cuando su padre gobernaba Colonia. Su única responsabilidad era sencilla: seguir con vida.

Y por fin llegaron a una senda algo más amplia, donde Hawkmoon pudo moverse a sus anchas, tal como deseaba. La senda desembocaba de repente en la entrada de una enorme cueva oscura.

—¿Qué es esto? —preguntó Hawkmoon a Katinka—. Parece un callejón sin salida. ¿Es un túnel?

—Sí —contestó la mujer—. Es un túnel.

—¿Cuánto nos quedará de viaje cuando lleguemos al otro extremo del túnel?

Hawkmoon se apoyó contra la pared rocosa, junto a la entrada del túnel.

—Eso depende —fue la misteriosa contestación de Katinka van Bak, que no añadió nada más.

Hawkmoon estaba demasiado débil para preguntar qué quería decir. Se internó en el túnel, guiando a su caballo por la brida, contento de que la nieve ya no dificultara su paso. Hacía calor en la cueva y olía a primavera. Sólo Hawkmoon se dio cuenta, y los otros dos se preguntaron si algún perfume se había adherido a su enorme capa de piel. El suelo de la caverna era llano y caminaron con mayor facilidad.

—Cuesta creer que este lugar sea obra de la naturaleza —dijo Hawkmoon—. Es una maravilla.

Tras una hora de caminata, sin que se viera el final del túnel, Hawkmoon empezó a ponerse nervioso.

—No puede ser natural —masculló.

Palpó las paredes, pero nada indicaba que hubieran sido creadas por herramientas. Se volvió hacia sus acompañantes y pensó, en la oscuridad, que distinguía expresiones extrañas en sus rostros.

—¿Cuál es vuestra opinión? Ya conocéis este lugar, Katinka van Bak. ¿Es mencionado en las leyendas o en los libros de historia?

—En algunos —admitió la mujer—. Sigue adelante, Hawkmoon. Pronto llegaremos al otro lado.

—¿A dónde conduce?

Se giró en redondo. La antorcha que sujetaba en la mano teñía su rostro de un rojo demoníaco.

—¿Al mismísimo campamento del Imperio Oscuro? ¿Trabajáis los dos para mis viejos enemigos? ¿Se trata de una celada? ¡Ninguno de los dos me habéis dicho la verdad!

—No estamos al servicio de vuestros enemigos —dijo Katinka van Bak—. Seguid, Hawkmoon, os lo ruego, ¿o preferís que vaya yo al frente?

Dio un paso adelante.

Hawkmoon se llevó la mano instintivamente al pomo de la espada, echando hacia atrás su capa de piel.

—No. Confío en vos, Katinka van Bak, aunque olfateo una trampa. ¿Por qué?

—¡Debéis seguir adelante, señor campeón! —dijo en voz baja Jhary-a-Conel, mientras acariciaba el pelaje de su gato blanco y negro, que asomaba la cabeza por su justillo—. Es vuestro deber.

—¿Campeón? ¿Campeón de qué? —La mano de Hawkmoon aún aferraba el pomo de su espada—. ¿De qué?

—Campeón Eterno —respondió Jhary-a-Conel, aún en voz baja—. Soldado del destino…

—¡No!

Aunque las palabras carecían de sentido, su sonido resultó insoportable a Hawkmoon.

—¡No!

Se llevó las manos enguantadas a los oídos.

Y fue en aquel momento cuando sus amigos se precipitaron sobre él.

No estaba tan fuerte como antes de sumirse en la locura. La subida le había agotado. Luchó contra ellos, hasta que el puñal de Katinka van Bak rozó su ojo y oyó que la mujer susurraba en sus oídos:

—Mataros es la mejor forma de lograr nuestros propósitos, Hawkmoon —dijo—, pero lo considero una grosería. Además, no me decido a separaros de este cuerpo, por si deseáis regresar a él. Por lo tanto, sólo os mataré si me ponéis las cosas muy difíciles. ¿Me entendéis?

—Olfateaba la traición —replicó Hawkmoon, sin dejar de debatirse—, cuando pensaba oler a primavera. Olía a traición, en realidad. Traición disfrazada de amistad.

Uno de los dos apagó la antorcha. La oscuridad descendió sobre ellos y Hawkmoon oyó el eco de sus palabras.

—¿Dónde estamos? —Notó que el puñal aranaba su ojo de nuevo—. ¿Qué me váis a hacer?

—Era la única forma —dijo Katinka van Bak—. Era la única manera, campeón.

Era la primera vez que le llamaba así, aunque Jhary había utilizado el término con frecuencia.

—¿Dónde estamos?-repitió—. ¿Dónde?

—Ojalá lo supiera —musitó Katinka van Bak, como entristecida.

A continuación, le golpeó en la nuca con su guantelete. Por un momento, Hawkmoon pensó que no iba a perder la conciencia, pero entonces se dio cuenta de que las rodillas le fallaban.

Después, tuvo la sensación de que su cuerpo se alejaba de él y se perdía en la oscuridad de la cueva.

Y por fin comprendió que el golpe había logrado lo que pretendía.

Libro segundo.
Regreso al hogar
1. Ilian de Garathorm

Hawkmoon escuchó a los fantasmas.

Cada fantasma le hablaba con su propia voz. La voz de Hawkmoon…

… entonces era Erekose y asesiné a la raza humana. Y Urlik Skarsol, príncipe del Hielo Austral, que asesinó a la Reina de Plata de la Luna. Que empuñó la Espada Negra. Ahora vago en el limbo y aguardo mi siguiente misión. Quizá de esta forma encuentre un medio de regresar junto a Ermizhad, mi amor perdido. Quizá encuentre Tanelorn. (He sido Elric)

Soldado del destino… Herramienta del tiempo… Campeón Eterno… Condenado a la guerra perpetua. (He sido Corum. He sido Corum en más de una vida)

No sé cómo empezó. Quizá termine en Tanelorn. Rhalina, Yisselda, Cymoril, Zarozinia…

Tantas mujeres. (He sido Arflane. Asquiol. Aubec)

Todos muertos, salvo yo. (He sido Hawkmoon…)

«¡No! ¡Soy Hawkmoon!». (Todos somos Hawkmoon. Hawkmoon es cada uno de nosotros)

Todos vivos, salvo yo.

¿John Daker? ¿Fue el primero?

¿O el último?

Flotaban rostros ante él. Cada uno era diferente. Cada uno era su propio rostro. Gritó y trató de alejarlos. Pero carecía de manos.

Intentó recobrarse. Mejor morir bajo el puñal de Katinka van Bak que padecer esta tortura. Era lo que temía. Era lo que había tratado de evitar. Era el motivo de haber interrumpido la conversación con Jhary-a-Conel. Pero estaba solo contra un millar…, un millar de sus manifestaciones.

La lucha es eterna, el combate interminable.

Y ahora hemos de transformarnos en llian. Ilian, cuya alma fue arrebatada. ¿No es extraña tal misión?

«Soy Hawkmoon, simplemente Hawkmoon».

Y yo soy Hawkmoon. Y soy Urlik Skarsol. Ysoy llian de Garathorm. Quizá aquí encontraré Tanelorn. Adiós al Hielo Austral y al sol poniente. Adiós a la Reina de Plata y al Cáliz Vociferante. Adiós al conde Brass. Adiós a Urlik. Adiós a Hawkmoon…

Y los recuerdos de Hawkmoon empezaron a desvanecerse, siendo sustituidos por un millón de otros recuerdos. Recuerdos de mundos extraños y paisajes exóticos, de seres humanos y no humanos. Recuerdos que no podían pertenecer a un sólo hombre, pero similares a los sueños que había tenido en el castillo de Brass. ¿O los había tenido en otro lugar? ¿En Melniboné? ¿En Loos Ptokai? ¿En el castillo de Erorn, a la orilla del mar? ¿A bordo de aquel extraño bajel que navegaba más allá de la Tierra? ¿Dónde? ¿Dónde los había soñado?

Y entonces supo que los había soñado en todos aquellos lugares y que los volvería a soñar en todos aquellos lugares.

Sabía que el Tiempo no existía.

Pasado, presente y futuro eran lo mismo. Existían en el mismo momento… y no existían en ningún momento.

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