Hawkmoon dedicó a Czernik una sombría sonrisa.
—Te lo agradezco, Czernik, pero dudo que la joya me controlara hasta tal punto. Su propósito era muy diferente.
Frunció el ceño. Por un momento, se preguntó si Czernik estaba en lo cierto. Sería horrible si fuera verdad… Pero no, no podía ser cierto. Yisselda habría sabido la verdad, por más que él hubiera tratado de ocultarla. Yisselda sabía que no era un traidor.
Sin embargo, algo acechaba en los pantanos y trataba de poner en su contra a los habitantes de la Kamarg. Por lo tanto, debía poner manos a la obra cuanto antes: desenmascarar al fantasma y demostrar a la gente como Czernik que no había traicionado a nadie.
No dijo nada más a Czernik, sino que dio media vuelta y salió de la taberna. Montó en su corcel negro y volvió grupas hacia las puertas de la ciudad.
Atravesó las puertas y desembocó en el pantano, iluminado por la luna. Oyó las primeras notas lejanas del mistral, sintió su frío aliento en la mejilla, vio la superficie de las lagunas rizarse y a las cañas ejecutar una danza febril, anticipando la furia plena del viento, que llegaría días más tarde.
Dejó que el caballo escogiera su camino, pues conocía el pantano mejor que él. En el ínterin, escudriñó la bruma y miró a uno y otro lado; buscaba un fantasma.
Leves sonidos de origen animal recorrían el pantano: gritos, ladridos, toses, ululatos. A veces, un animal de cierto tamaño surgía de las tinieblas y pasaba corriendo frente a Hawkmoon. En otras, se escuchaban chapoteos en alguna laguna cercana, cuando un búho piscívoro se lanzaba sobre su presa. Sin embargo, el duque de Colonia no divisó ninguna figura humana (fantasmal o viva), a pesar de que se iba adentrando en la oscuridad cada vez más.
Dorian Hawkmoon estaba confuso. Se sentía amargado. Había aspirado a una vida campestre y tranquila. Los únicos problemas que había previsto eran los derivados de criar ganado y plantar cosechas, y de educar a sus hijos.
Y ahora, había aparecido este maldito misterio. Ni siquiera una amenaza de guerra le habría turbado tanto. La guerra, dejando aparte la librada contra el Imperio Oscuro, era limpia comparado con esto. Si hubiera visto en el cielo los ornitópteros de Granbretán, si hubiera visto a lo lejos los ejércitos del Imperio Oscuro, con sus máscaras de animales, grotescos carruajes y toda su parafernalia peculiar, habría sabido qué hacer. Y si el Bastón Rúnico le hubiera llamado, habría sabido qué responder.
Pero esto era insidioso. ¿Cómo iba a combatir contra rumores, contra fantasmas, contra viejos amigos que le daban la espalda?
El corcel continuó internándose por los senderos del pantano, pero no había señales de que nadie lo habitara. Hawkmoon empezó a notar el cansancio, pues se había levantado mucho más temprano de lo habitual para preparar los festejos. Tuvo la sospecha de que allí no había nada, de que todo eran imaginaciones de Czernik y los demás. Sonrió para sí. Había sido un idiota por tomarse en serio las incoherencias de un borracho.
Y, por supuesto, fue en aquel momento cuando se le apareció. Estaba sentado a lomos de un caballo castaño sin cuernos y el caballo iba adornando con un dosel de seda bermeja. La armadura, de pesado latón, brillaba a la luz de la luna: casco de latón bruñido, muy sencillo y práctico, peto y guanteletes de latón bruñido. La figura iba cubierta de latón de pies a cabeza. Los guantes y las botas eran de piel, recubierta de eslabones de latón. El cinturón consistía en una cadena de latón, que se abrochaba mediante una gruesa hebilla de latón. El cinturón sujetaba una vaina de latón. La vaina contenía algo que no era de latón, sino de excelente acero: una enorme espada. Y el rostro inconfundible: los ojos castaño claro, penetrantes y severos, el grueso bigote rojo, las cejas rojas, la piel bronceada.
No había error posible.
—¡Conde Brass! jadeó Hawkmoon.
Cerró la boca y examinó la figura, porque había visto al conde Brass muerto en el campo de batalla.
Existía algo diferente en este hombre y Hawkmoon no tardó ni un segundo en comprender que Czernik había dicho la verdad literal, cuando afirmó que se trataba del mismo conde Brass a cuyo lado había combatido en la travesía del Dnieper. Este conde Brass era al menos veinte años más joven que aquel a quien Hawkmoon había conocido cuando visitó la Karmag siete u ocho años antes.
Los ojos centellearon y la gran cabeza, que parecía de metal, giró levemente, de modo que sus ojos se clavaron en los de Hawkmoon.
—Sois vos —dijo la profunda voz del conde Brass—. ¿Mi némesis?
—¿Némesis? —Hawkmoon lanzó una áspera carcajada—. ¡Pensaba que vos erais la mía, conde Brass !
—Estoy confuso.
La voz era la del conde Brass, sin lugar a dudas, pero como escuchada en un sueño. Y los ojos del conde Brass no enfocaban con su antigua y familiar claridad a los de Hawkmoon.
—¿Qué sois? —preguntó Hawkmoon—. ¿Qué os trae a la Karmag?
—Mi muerte. Estoy muerto, ¿verdad?
—El conde Brass que yo conocí está muerto. Murió en Londra hace más de cinco años. He oído que me acusan de esa muerte.
—¿Sois aquel al que llaman Hawkmoon de Colonia?
—Soy Dorian Hawkmoon, duque de Colonia, en efecto.
—En ese caso, tal parece que debo mataros —dijo el conde Brass, algo vacilante.
Aunque la cabeza le daba vueltas, Hawkmoon se dio cuenta de que el conde Brass (o lo que fuere este ente) tenía tan poca seguridad en este momento como Hawkmoon. De entrada, si bien Hawkmoon había reconocido al conde Brass, este hombre no había reconocido a Hawkmoon.
—¿Por qué debéis matarme? ¿Quién os dijo que me mataráis?
—El oráculo. Aunque ahora estoy muerto, puedo vivir de nuevo, pero si vivo de nuevo he de hacer lo posible por no perecer en la batalla de Londra. Por lo tanto, debo matar al que me conducirá a esa batalla y me traicionará. Ese hombre es Dorian Hawkmoon de Colonia, quien codicia mis tierras y… y a mi hija.
—Yo poseo mis propias tierras y vuestra hija se desposó conmigo antes de la batalla de Londra. Alguien os engaña, amigo fantasma.
—¿Y por qué iba a engañarme el oráculo?
—Porque existen cosas tales como oráculos falsos. ¿De dónde venís?
—¿De dónde? Pues de la Tierra, claro.
—¿Y en dónde creéis que estáis, si se puede saber?
—En el submundo por supuesto. Un lugar del que muy pocos escapan. Pero yo puedo escapar, siempre que os mate antes, Dorian Hawkmoon.
—Algo trata de destruirme por vuestra mediación, conde Brass…, si sois el conde Brass. Es difícil explicaros este misterio, pero yo diría que creéis ser el conde Brass y que yo soy vuestro enemigo. Quizá sea todo mentira, o sólo una parte.
El conde Brass frunció el ceño.
—Me confundís. No entiendo nada. Nadie me avisó de esto.
Hawkmoon tenía los labios resecos. Estaba tan perplejo que apenas podía pensar. Le agitaban demasiadas emociones al mismo tiempo: dolor ante el recuerdo del amigo muerto. Odio por quien fuera que intentara mofarse de su recuerdo. Miedo de que fuera un fantasma. Compasión, si era en verdad el conde Brass, resucitado de entre los muertos y transformado en un autómata.
Empezaba a sospechar, no del Bastón Rúnico, sino de la ciencia del Imperio Oscuro. Todo este asunto llevaba el sello del genio perverso de los científicos de Granbretán. ¿Cómo lo habrían logrado? Los dos científicos brujos más importantes del Imperio Oscuro, Taragorm y Kalan, estaban muertos. Nadie les igualó mientras vivieron, y nadie pudo sustituirles cuando murieron.
¿Y por qué parecía mucho más joven el conde Brass? ¿Por qué daba la impresión de ignorar que tenía una hija?
—¿Quién no os advirtió? —preguntó Hawkmoon, guiado por una inspiración.
Si luchaban, sabía que el conde Brass le derrotaría con facilidad. El conde Brass había sido el mejor guerrero de Europa. Nadie le hacía sombra en combates a espada, ni siquiera en su madurez.
—El oráculo. Otra cosa me desconcierta, mi presunto enemigo: si estáis vivo, ¿también moráis en el submundo?
—Esto no es el submundo, sino el país de la Karmag. ¿No lo reconocéis, vos, que fuisteis su Señor Protector durante tantos años, que lo defendisteis del Imperio Oscuro? No creo que seáis el conde Brass.
La figura se llevó una mano enguantada a la frente, en señal de perplejidad.
—¿Eso pensáis? Si nunca nos habíamos encontrado…
¿De veras? Combatimos juntos en muchas batallas. Nos hemos salvado mutuamente la vida. Creo que sois un hombre bastante parecido al conde Brass, embrujado por algún hechizo para pensar que sois el conde Brass… y enviado aquí para matarme. Tal vez hayan sobrevivido algunos restos del antiguo Imperio Oscuro. Tal vez algún súbdito de la reina Flana persiste en su odio hacia mí. ¿Algo de lo que he dicho significa algo para vos?
—No, pero sé que soy el conde Brass. No aumentéis mi confusión, duque de Colonia.
—¿Cómo sabéis que sois el conde Brass? ¿A causa de vuestro parecido?
—¡Porque lo soy! —rugió el hombre—. Muerto o vivo… ¡yo soy el conde Brass!
—¿Cómo es posible, si no me habéis reconocido, si ni siquiera sabíais que teníais una hija, si confundisteis la Karmag con algún submundo sobrenatural, si no recordáis nuestras aventuras al servicio del Bastón Rúnico, si creéis que yo, entre todos los seres humanos, que os amaba, a quien salvasteis la vida y la dignidad, os traicioné?
—Ignoro todo lo relativo a los acontecimientos que mencionáis, pero recuerdo mis viajes y batallas al servicio de diversos príncipes, en Magiaria, Arabia, Scandia, Slavia y en los territorios de los griegos y de los búlgaros. Recuerdo mi sueño, unir los principados de Europa, siempre enzarzados en pendencias. Recuerdo mis éxitos, y también mis fracasos. Recuerdo a las mujeres que amé, a los amigos, a los enemigos contra quienes luché. Y sé que no sois mi amigo, porque os convertisteis en el más traicionero de mis enemigos. En la Tierra, yazco en mi tumba. Aquí, vago en pos de aquel que me arrebató todas las posesiones, incluida la vida.
—Decid otra vez quién os convenció de esta falacia.
—Dioses, seres sobrenaturales, el oráculo… Yo qué sé.
—¿Creéis en tales cosas?
—Antes no, pero ahora debo rendirme a la evidencia.
—Os equivocáis. No estoy muerto. No habito en el submundo. Soy de carne y huesos, y también vos, amigo mío, a juzgar por vuestro aspecto. Cuando salí en vuestra búsqueda, os odiaba. Ahora, sé que sois otra víctima, como yo. Regresad a vuestros amos. Decidles que es Hawkmoon quien se vengará… ¡de ellos!
—¡Por la jarretera de Narsha, no soporto que me den órdenes! —rugió el hombre. Apoyó su mano derecha enguantada sobre el pomo de la espada. Era un gesto típico del conde Brass. Las expresiones también eran las del conde Brass. ¿Se trataba de algún horrible simulacro del conde, inventado por la ciencia del Imperio Oscuro?
Hawkmoon ya estaba casi histérico de dolor y perplejidad.
—Muy bien —gritó—, vamos a probarlo. Si en verdad sois el conde Brass, poco os costará matarme. Entonces, quedaréis satisfecho. Y yo también, porque no quiero vivir si la gente sospecha que yo os traicioné.
Entonces, el hombre adoptó una expresión pensativa.
—Soy el conde Brass, os lo aseguro, duque de Colonia. En cuanto al resto, es posible que ambos seamos víctimas de un complot. No sólo he sido soldado, sino también político. Conozco bien a aquellos que se complacen en enemistar a los amigos para conseguir sus siniestros fines. Existe una ínfima posibilidad de que estéis diciendo la verdad…
—En ese caso, pues dijo Dorian Hawkmoon, aliviado—, volved conmigo al castillo de Brass y hablaremos de lo que ambos sabemos.
El hombre meneó la cabeza.
—No. No puedo. He visto las luces de la ciudad y de vuestro castillo, que se alza sobre ella. Os acompanaría, pero existe algo que me lo impiede: una barrera. Me resulta difícil explicar cuáles son sus propiedades. Por ese motivo me he visto obligado a esperaros en este dichoso pantano. Abrigaba la esperanza de dar por concluido este asunto con celeridad, pero ahora… —El hombre frunció el ceño—. Pese a ser una persona práctica, duque de Colonia, siempre me he enorgullecido de ser justo. No os mataría para cumplir los designios de otra persona, a menos que supiera cuáles eran esos designios, claro está. Debo reflexionar sobre lo que habéis dicho. Después, si decido que mentís para salvar la piel, os mataré.
—O bien —replicó Hawkmoon con expresión sombría—, si resulta que no sois el conde Brass, existen buenas posibilidades de que yo os mate.
El hombre esbozó una sonrisa familiar: la sonrisa del conde Brass.
—Sí…, si no soy el conde Brass.
—Mañana a mediodía volveré al pantano —dijo Hawkmoon—. Amanecerá dentro de escasas horas.
El hombre se llevó de nuevo la mano a la frente.
—Para mí, no. Para mí, no.
Sus palabras confundieron todavía más a Hawkmoon.
—Según he oído, hace días que merodeáis por aquí.
—Una noche… Una larga, perpetua noche.
—¿Y no os convence este hecho de que sois víctima de un engaño?
—Podría ser. —El hombre exhaló un profundo suspiro—. Bien, venid cuando queráis. ¿Veis aquellas ruinas, sobre el promontorio?
Extendió un dedo de latón.
A la luz de la luna, Hawkmoon apenas pudo distinguir la forma de un antiguo edificio en ruinas, que según Bowgentle se trataba de una antiquísima iglesia gótica. Había sido uno de los lugares favoritos del conde Brass. Solía cabalgar hacia ella cuando necesitaba estar solo.
—Conozco las ruinas —dijo Hawkmoon.
—Nos encontraremos allí. Esperaré hasta que mi paciencia se agote.
—Muy bien.
—Y venid armado, pues es probable que terminemos combatiendo.
—¿No estáis convencido de lo que os he dicho?
—No habéis dicho gran cosa, amigo Hawkmoon. Vagas suposiciones. Referencias a personas que no conozco. ¿Creéis que el Imperio Oscuro pierde el tiempo con nosotros? Yo diría que debe estar ocupado en asuntos de mucha mayor trascendencia.
—El Imperio Oscuro fue destruido. Vos ayudasteis a destruirlo.
El hombre le dedicó de nuevo aquella sonrisa tan conocida.
—En eso os engañáis, duque de Colonia.
Volvió grupas y empezó a fundirse con la noche.
—¡Esperad! —gritó Hawkmoon—. ¿Qué habéis querido decir?
Pero el hombre ya se había lanzado al galope.