"
Tu sangre por la mía
", había dicho ella. ¡Mierda! Cerró el grifo y saltó de la ducha sin haberse lavado. Se envolvió una toalla en la cintura y salió corriendo como alma que lleva el diablo a su habitación. Retiró de un golpe la sábana que cubría la cama buscando una evidencia. Y ahí estaba. En mitad del colchón, justo donde ella se había arqueado bajo él. Una mancha rosada, un error más que sumar a su larga lista de errores. Recordó la exclamación de Ruth pidiéndole que esperara, la estrechez de su vagina, lo cerrada que estaba, lo que le costó introducirse en ella.
¡Idiota! ¡Estúpido! Tenía que haberse dado cuenta, haber ido más despacio y con más cuidado.
Se sentó en la cama sujetándose la cabeza con las manos. ¡Joder! ¡Virgen! ¿A quién se le ocurría ser virgen con veintiún años? A Ruth, cómo no. No podía follar desde los diecisiete como todo el mundo, no. Ella era única, especial. Y él había sido el primero en tenerla. Abrió los ojos sólo para encontrarse una camiseta en el suelo, la cogió, estaba manchada de sangre, era la que la había tirado despectivo para que se limpiara. ¡Genial! ¿Algo más en la habitación que le gritara su estupidez? Con la camiseta arrugándose entre sus puños un sentimiento de posesión se abrió camino en sus entrañas. Ruth era suya, lo había sido desde el momento en que lo había espiado con esos gemelos de opereta inservibles. Desde que tenía diez años y lo había perseguido por todo el barrio para conseguir jugar con él y sus amigos. Era suya, y la noche anterior lo había confirmado entregándole su virginidad. "Firmándolo con su sangre", pensó como el macho prehistórico que era.
Se vistió rápidamente y bajó al comedor donde esperaba encontrar a Bruce. Su amigo no le decepcionó. Sentado a la mesa frente a un plato enorme de huevos, salchichas y bacón devoraba con deleite la comida.
—¿Dónde vive tu prima? —preguntó a bocajarro.
—¿Qué prima? Tengo miles —respondió antes de meterse un trozo de bacón en la boca.
—La que vive aquí cerca, la amiga de mi amiga. —No dijo Ruth, porque dudaba que Bruce se acordara. Para ser sincero Marcos la había monopolizado por completo, impidiéndola sin querer que se relacionase con el resto de los invitados.
—¿Margaret?
—¡Esa! —exclamó recordando que Ruth le había dicho que fue a comprar con ella.
—¿Para qué quieres saberlo?
—Quiero preguntarle si sabe en qué casa trabaja la chica con la que estuve ayer.
—¿Ruth?
—Sí. —Vaya, resultaba que Bruce sí se acordaba de ella al fin y al cabo. Marcos lo observó con los ojos entornados, amenazadores. Nadie excepto él tenía derecho a fijarse en Ruth. Punto.
—Trabaja en casa de Margaret, cuida a mis primos pequeños —dijo Bruce indiferente moviendo el tenedor y lanzando trozos de huevo por todos lados, indicando el camino a seguir hasta la casa de su prima. Fue una suerte que le llamara más la atención el desayuno que la chica de su compañero. Eso le salvó de un buen puñetazo.
—¡Joder! —¡Por fin un poco de suerte!—. ¡Vamos!
—¿Adónde?
—A casa de tu prima.
—¿Ahora? Estoy desayunando, espera un poco.
—AHORA —exclamó retirando el plato a su amigo.
—Como quieras, pero por la forma en que corría ayer cuando se fue, me da a mí que te va a mandar a la mierda.
—Seguro que sí. Ya me las apañaré cuando llegue el momento.
Pero el momento no llegó. Cuando entraron en casa de Margaret, ésta les contó que Ruth se había marchado de madrugada a su país. Sin decir el motivo, deprisa y angustiada. No sabía nada más.
Allí donde la toques,
la memoria duele.
GIORGIOS SEFERIS
5 de septiembre de 2001.
Ruth giró la cabeza y miró por enésima vez la hora en el despertador. No había conseguido dormir en toda la noche. Otra vez. Se quedó observando hipnotizada los números azules, los puntos parpadeantes. A las seis en punto la radio comenzó a retumbar junto a su oído. Bajó el volumen con una mano temblorosa y se puso en pie algo mareada. Entró en el cuarto de sus hermanos y subió las persianas dejando que la luz que se colaba por los cristales acabara de despertarlos. Se dirigió con pasos oscilantes a la cocina, echó café en la cafetera y pulsó el botón de encendido. En ese momento debería haberse dirigido al baño para darse una buena ducha que acabara de despertarla como hacía cada mañana desde que tenía uso de razón, pero no se sentía con fuerzas.
Apoyó el trasero contra la encimera de la cocina y observó borbotear el café. Hoy era el día en que supuestamente darían de alta a su padre en el hospital. Estaba muerta de miedo.
El virus Herpes Simplex, de forma totalmente aleatoria e injusta, se había colado en el cerebro de su padre, y con puntería cruel le había destrozado parte de los lóbulos temporales medios. El hipocampo, para ser más precisos.
Ricardo no sufría la típica amnesia que sale en las películas, le habían explicado los médicos en cuanto diagnosticaron la enfermedad. El no olvidaría su vida pasada, sino que no podría recordar su presente, ni mucho menos convertirlo en pasado. La memoria, los recuerdos, se almacenaban en el neocortex, y el de Ricardo se encontraba en perfecto estado, por lo que conservaría intacta la memoria de todo lo que había vivido desde sus primeros recuerdos hasta junio de ese año. Puede que incluso llegara a recordar algo de julio. Pero a partir de ese mes, el mes en que el virus había atacado con más fuerza, no podría crear recuerdos.
El hipocampo, según le explicaron, es la zona del cerebro donde lo que se percibe a través de los sentidos, las escenas de la vida, se consolidan; el lugar donde el libro que se ha leído o la conversación que se ha tenido se convierten en un recuerdo. Pero el hipocampo de su padre había desaparecido tragado por un virus. Era como un papel en blanco sobre el que se escribía con tinta de mentira: según la pluma trazaba palabras sobre el papel, estas podían leerse, pero al cabo de pocos segundos la tinta desaparecía y las palabras con ella. En definitiva su padre sufría amnesia anterógrada, no podía crear nuevos recuerdos.
Observó absorta la cafetera, pero no pudo encontrar la fuerza para extender el brazo y apagarla, mareada como estaba por todos los recuerdos, dudas y miedos que acudían a su mente.
Cuando se había ido a Detroit, a principios de año, su familia estaba bien. Lo planificó todo cuidadosamente, encontró una familia dispuesta a acogerla en su casa y pagar la academia de inglés a cambio de que Ruth cuidara de los niños durante el día. Toda su familia había estado ahorrando para poder pagar el viaje hasta allí y para tener algunos fondos por si surgía algún imprevisto. Darío y Héctor ayudarían a su padre en la zapatería mientras seguían con sus estudios. Ella no era necesaria para nada, habían dicho, y Ruth, que estaba como loca por dejarse convencer, se lo había creído.
Llevaba años estudiando en la escuela oficial de idiomas, sacando las mejores calificaciones tanto allí como en el colegio y más tarde en el instituto. Cuando se pusieron a echar cuentas, notaron apesadumbrados que la zapatería apenas daba beneficios suficientes para mantener a una familia de cuatro personas, mucho menos para pagar la universidad de Ruth, por mucho que fuera pública. "No pasa nada", aseguró ella, "buscaré un trabajo y me la pagaré yo misma". Pero cuando consiguió un trabajo —dependienta en unos frutos secos, muchas horas y muy mal pagado— e intentó llevar a cabo su plan, se dio cuenta de que era imposible. Tenía dieciocho años, un hermano de catorce y otro de once, una casa que atender y un trabajo que cumplir. No la quedaba tiempo para estudiar. No hay problema, seguiría con el trabajo y los estudios, inglés y francés en la escuela oficial de idiomas, y cualquier curso gratuito al que pudiera acceder, ya fuera mecanografía, contabilidad o danza del vientre, e iría ahorrando cuanto pudiera. Pero nunca había tiempo suficiente para todo, hasta que un día su padre habló con ella sobre tomarse un año "sabático" en América. Al principio se negó, pero poco a poco entre él y sus hermanos le convencieron de que era lo mejor. ¡Y mira lo que había pasado!
Cuando regresó a España después de aquella llamada horrible, Darío la estaba esperando en Barajas. Durante el trayecto hasta casa, le contó que todo había empezado en junio. Ricardo sufría extraños lapsos de memoria. Se olvidaba de los arreglos que tenía que hacer a los zapatos y más tarde se quedaba atónito ante una conversación argumentando que él no estaba hablando de lo que fuera que estuviera hablando. Leía el mismo artículo del periódico una y otra vez porque no recordaba haberlo leído e incluso un día llegó a tomarse tres cafés seguidos después de comer porque no recordaba haber tomado los anteriores... Al final lo habían convencido de ir al hospital. Allí le hicieron todo tipo de pruebas, hasta que dieron con el fondo de la cuestión.
Ahora, al cabo de dos meses, su padre estaba curado del maldito virus, pero su cerebro seguiría dañado para siempre. La última cosa que recordaría, y Ruth daba gracias a Dios por haber llegado a tiempo, era que su hija había regresado de América. Nada más de lo que sucedió a partir de ese momento se grabó en su memoria.
Las lágrimas corrían por las mejillas de Ruth cuando volvió a centrar su vista en la cafetera encendida. A lo largo del día su padre regresaría a casa y ella no tenía ni la más mínima idea de cómo afrontaría el resto de su vida. Llevaba dos meses sin dormir, sin apenas comer, viviendo entre el hospital y la casa, preocupándose de todo y todavía le esperaba lo peor. Se incorporó con la intención apagar la cafetera, pero sus dedos no llegaron a tocar el botón.
A las seis y veinte de la mañana Darío entró en la cocina atraído por el olor del delicioso café, con la mente puesta en una taza bien cargada que lo despertara. No llegó a tomársela. Su hermana mayor estaba desmayada en el suelo.
—Te juro que voy a matar a ese cabrón. —Escuchó la voz alterada de su hermano entre sueños.
—Tranquilízate Darío, no creo que le venga bien despertarse en medio de tus gritos. —Escuchó a su mejor amigo, Javi, responder con voz mesurada. ¿Quién tenía que despertarse?
—No lo entiendo. Es imposible. Mi hermana es la persona más responsable que conozco, ha tenido que pasar algo, verse obligada o algo por el estilo. No es lógico. No en ella. —Ese era Héctor, reconoció Ruth la voz. ¿Obligada? ¿A qué?
—Joder, lo mato. —Darío se oía muy enfadado.
—Héctor, si vas a decir tonterías te rogaría que lo hicieras en algún otro lugar. Bastante cabreado está Darío, como para que encima le hagas presuponer lo que no es. —Ruth notó por el tono de voz de Javi que éste comenzaba a perder la paciencia, y eso era algo verdaderamente extraño porque su amigo tenía la paciencia de un santo.
—Es que no es lógico —reiteró Héctor con voz perdida.
—¿Qué no es lógico? —preguntó Ruth abriendo los ojos, para encontrarse a Darío dando vueltas como un león enjaulado en la habitación de paredes blancas, techos blancos y sábanas blancas, a Héctor sentado al borde de la cama en que estaba tumbada sujetándole una de las manos y a Javi de pie, mesándose el pelo.
—¿Qué tal estas? —preguntó éste último acercándose a la cama.
—¿Quién ha sido? Lo voy a matar. Joder. Es justo lo que nos faltaba, ¿en qué coño estabas pensando para agotarte de esa manera en tu estado? ¿Es que has perdido la cabeza? —rugió Darío una pregunta tras otra sin respirar.
—¿Estás bien? —Le apretó la mano Héctor.
—Estoy bien —aseveró ella mirando extrañada la vía que tenía en el brazo—. Darío haz el favor de dejar de gritarme y quédate quieto, me estás mareando.
—Joder —susurró su hermano parándose de golpe.
—No digas tacos.
—Lo siento —se disculpó enfurruñado—, pero es que... esto me supera.
—A ver. —Se incorporó en la cama— ¿Alguien me puede decir qué ha pasado? —Esperó unos segundos, pero los tres jóvenes se mantuvieron callados— ¿Nadie me lo puede explicar? Perfecto, entonces supongo que lo que ha pasado no será tan grave. Ahora a otro asunto. ¿Qué hora es? Tengo que estar en la habitación de papá a las doce para hablar con el médico. Se supone que hoy le dan de alta.
—Son las once y media de la mañana, aún queda tiempo —respondió Javi a la última pregunta.
—Perfecto. Recuerdo haberme mareado en la cocina, así que imagino que estoy en esta habitación porque me desvanecería y mis hipocondríacos hermanos pensarían que me habría pasado cualquier calamidad. Bien. —Se sentó en la cama comprobando agradecida que se encontraba bastante menos mareada que de madrugada y buscó un timbre con el que llamar a la enfermera para que le quitara el inútil gotero. Se sentía perfectamente, más o menos—. Pues ahora parece que estoy en perfectas condiciones. —Retiró la sábana que la cubría e intentó levantarse, solo para encontrarse a Darío encima tumbándola de nuevo.
—Estás en esta puñetera habitación porque estás preñada y te has agotado de tal manera que has estado a punto de provocarte un jodido aborto —bramó.
—¡Qué! Eso es imposible, justo ayer me vino el periodo.
—Y una mierda. Te encontré en la cocina, en el suelo, y no podía despertarte. No sabes lo que se me pasó por la cabeza cuando te vi ahí tirada. No tienes ni idea. —Seguía sujetándola fuertemente contra la cama, y su voz sonaba desesperada—. Te levanté en brazos y tenías el camisón manchado de sangre. Joder. Llamé a Javi y te trajimos al hospital, y cual no es mi puta sorpresa cuando el médico me dice que estás embarazada, y que has estado a punto de perder el bebé. —Se levantó alterado de encima de ella, y comenzó a frotarse los ojos con rabia—. ¡Mierda! ¿Cómo no te has dado cuenta Ruth? ¿En qué coño estabas pensando?
—No puedo estar embarazada. Es imposible.
—No me jodas.
—¡Tengo el periodo!
—Ya te he dicho que ¡NO!
—Darío, tranquilo —comentó Javi dándole una palmada en el hombro—. Ruth está bien, ¿vale? Vamos a dejar un tiempo para relajarnos y cuando estéis despejados lo habláis.
—Mmm, quizás deberíamos ir a la habitación de papá, el médico está por llegar y tendrías que hablar con él —dijo el calmado e intuitivo Héctor a su hermano mayor. Lo que menos falta le hacía a su hermana era una pelea—.Javi se quedará Pon Ruth, así que no la dejaremos sola —argumentó al ver a Darío negar con la cabeza—. Tiene que estar alguien de la familia para hablar con el médico —repitió—, y ocuparse de todo el papeleo. Son casi las doce. —Ni caso, Darío no le hacía ni caso. Su mirada fija solo en su "alocada" hermana. Joder, ella era la responsable, la que siempre sabía qué hacer... Y mira ahora...—. Además, ese alguien tiene que ser mayor de edad para poder firmar los papeles —concluyó, recordando de esta manera a Darío que era absolutamente necesaria su presencia. Héctor, con quince años, no tenía firma válida para las cosas oficiales... aunque Darío con dieciocho tampoco es que fuera la responsabilidad personificada.