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Authors: Noelia Amarillo

Tags: #Erótico

Cuando la memoria olvida (35 page)

BOOK: Cuando la memoria olvida
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—¡Que le corten la cabeza! ¡Que le corten la cabeza! —gritó Iris corriendo por el pasillo.

El sábado había comenzado, y ella no iba a poder ir al médico a por lo que tanta falta le hacía. Suspiró y se dirigió a la cocina dando saltitos; se detuvo frente a la puerta de la nevera y buscó en el calendario la X roja que marcaba el final de su último periodo. Vale. Según sus cálculos le tenía que venir la menstruación el día veintiocho, es decir, mañana. Frunció el ceño intentando recordar el método Ogino. Si no estaba equivocada, los días previos al periodo no había peligro. Con eso tendría que bastar. No pensaba arriesgarse a que Darío se enterase si no tenía ninguna probabilidad de estar embarazada.

CAPÍTULO 32

Llena está su boca de maldición, y de engaños y fraude

Debajo de su lengua hay vejación y maldad

Sagrada Biblia. Sal. 10:7

Porque por tus palabras serás justificado,

y por tus palabras serás condenado.

SAGRADA BIBLIA. MAT. 12:17

Cuando Marcos llegó al centro el lunes veintinueve a las diez de la mañana supo sin lugar a dudas que Ruth estaba allí. Y lo supo porque Matías, su compañero, le contó que se había entrevistado con ella a las ocho de la mañana.

—Es digna de alabanza. Tanto tesón y responsabilidad en una mujer tan joven es francamente admirable. Pocas personas acudirían al trabajo en sus circunstancias.

—¿Qué circunstancias?

—¿No lo sabes? Se ha hecho un esguince en un tobillo. Tiene que tenerlo elevado y en reposo durante una semana, y aquí está ella, al pie del cañón. Hemos estado hablando durante casi dos horas, y te puedo asegurar que es el cerebro pensante de todo este tinglado. Pienso otorgarle una mención especial en el reportaje. Sí señor. Conoce cada anciano, cada problema, cada caso del centro. Es una mujer muy especial. —Terminó guiñándole el ojo a Marcos.

—Si tú lo dices —comentó éste intentando ignorar la punzada en el estómago por las
circunstancias
de su amiga.

—Eh, tú y ella no... Vaya chico, perdona, me había imaginado... Bah, no me hagas caso. Así que no estáis... Bueno, es interesante saberlo. Sí señor —masculló Matías para sí mismo—, me pregunto si querrá comer conmigo...

—Matías.

—Dime.

—No te acerques a ella —murmuró Marcos con los dientes apretados.

—Vale. En fin, ya veo que no me equivocaba tanto. Voy a entrevistar a los ancianos.

Marcos cogió la cámara que usaba para exterior y caminó hacia el jardín. Por mucho frío que hiciera siempre había ancianos paseando, y él pensaba retratarlos. Hacía un día perfecto, con mucho sol y sin ninguna nube. Las condiciones atmosféricas se conjugaban para obtener fotos perfectas y no pensaba desaprovecharlas. Se escondió detrás de un árbol y comenzó a apretar el disparador. Si los ancianos lo veían, adoptaban poses artificiales y sonrisas Beldent, y él buscaba naturalidad ante todo. Llevaba hechas unas cuantas fotos cuando escuchó una voz conocida y estuvo tentado de salir corriendo, pero justo a tiempo recordó que estaba escondido y no le podían ver.

—Hola, Ricardo, ¿cómo está usted hoy? —preguntó zalamera la voz de Elena.

—Bien, bien. Disfrutando del día. No hay una sola nube en el cielo, y...

—Claro, claro —interrumpió Elena—. ¿Me presta su reloj? Necesito mirar una cosa.

—Por supuesto, señorita. Tome usted —dijo el abuelo obedeciéndola temeroso. Los ojos no se desviaban de Elena, como si supiera que no debía darle la espalda. El hombre podía no reconocerla, pero su mirada decía a las claras que su inconsciente no se fiaba de ella.

Marcos vio desde su escondite cómo Elena toqueteaba el reloj para luego devolvérselo con una sonrisa mientras se despedía de él argumentando que tenía prisa. Ricardo se lo puso y miró las copas de los árboles. Marcos quedó extrañado por su comportamiento, más aún cuando al cabo de unos segundos Elena se dirigió como por casualidad hacia Ricardo. Otra vez.

—Hola Ricardo, ¿cómo está usted hoy? —volvió a preguntar.

—Bien, bien. Hay un nido de verderones en ese árbol. Son unos pájaros preciosos. ¿Le gustan a usted los pájaros, señorita?

—Sí, por supuesto —respondió ella indiferente—. ¿Tiene hora?

—La una de la tarde.

Marcos miró su reloj atónito, aún no eran las once. ¿Qué pretendía esa zorra?

—¡La una! ¿Ha comido usted?

—Vaya pues no lo recuerdo... ya sabe, cosas de la edad. A veces se me va la memoria al dar un paseo —contestó risueño.

—Yo creo que no. Debería usted ir corriendo al restaurante a por su comida o se quedará sin ella.

—Pues en realidad es que no tengo hambre. Lo mismo sí he comido. Pero gracias por su interés.

—Ah, ¿ha visto usted ese nido de verderones?

—¿Qué nido?

—El que está en ese árbol.

—Ah. Cierto. Son unos pájaros preciosos —comentó mirando el nido.

—Ricardo, disculpe que le interrumpa, —habló Elena cariñosa—. ¿Podría decirme por favor qué hora es?

—Sí, claro, la una y cinco del medio día.

—Vaya. Qué tarde es. ¿Ha comido usted?

—Pues vaya, no lo sé —respondió Ricardo rascándose la cabeza.

—Debería ir al restaurante corriendo, se va a acabar el turno y se quedará sin comer.

—Vaya— Mi hija se enfadará si pierdo la comida. Gracias por su interés —dijo escasos segundos antes de caminar con paso apresurado hacia la entrada del centro.

Marcos, indignado, estaba a punto de salir de su escondite para hablar con Ricardo y matar a Elena, cuando oyó la voz de la abuela que había robado los huevos y los había metido en el tarro.

—Ricardo. ¿Adónde va con tanta prisa? —Lo paró Mercedes.

—Pues vaya. No lo sé, se me ha olvidado. A veces me falla la memoria, debe ser la edad.

—Si no tiene nada que hacer, ¿por qué no se viene a pasear conmigo un ratito?

—Será un placer acompañar a una dama tan elegante como usted — respondió galante.

—Ricardo, ¿me deja ver su reloj?

—Claro, tome usted —respondió él, sonriente y amistoso, en contraposición a la actitud cautelosa y sumisa que había adoptado con Elena.

Mercedes cogió el reloj y lo puso en hora de nuevo. Luego se lo devolvió a su dueño y le pidió que la esperara un segundo. Ricardo asintió mientras ella se alejaba y al cabo de un segundo se olvidó de la cita y echó a andar hacia los bancos donde estaban reunidos más ancianos. Marcos siguió tras los árboles el deambular de Mercedes. Se dirigía hacia Elena que, por cierto, se tapaba la cara con la mano aguantándose la risa.

—Mala pécora. Víbora raquítica. Zorra artificial. Cómo osas tratar así a Ricardo.

—Cállate, vieja asquerosa o te echaré del centro y tu hija tendrá que dejar de trabajar por tu culpa —respondió Elena venenosa.

—No amenaces en vano. Sabes de sobra que Ruth no lo permitiría, espantajo ponzoñoso. No vuelvas a jugar con su padre o te las tendrás que ver conmigo.

—Yo soy quien manda aquí, no esa mocosa escuchimizada. Aprende de una vez a quién debes tener respeto y a quién no. Como vuelvas a amenazarme te vas fuera, vieja chocha.

—Dios te castigará. Y si no, tiempo al tiempo —sentenció Mercedes.

Marcos vio a Elena darse la vuelta enfadada mientras Mercedes se dirigía al grupo de ancianos que jugaban a la petanca. Si ella no hubiera intervenido, él habría matado a esa zorra prepotente. Para alguien sin memoria era vital saber exactamente en qué hora vivía. Un equívoco de horas en su rutina, bien podía significar comer más de una vez, o no comer ninguna, o peor aún, mirar al cielo, ver que es de noche y mirar la hora y ver que son las dos de la tarde. No quería ni pensar en la confusión que eso supondría para alguien que no recordaba que había pasado en el minuto anterior.

El martes transcurrió igual que el lunes. Marcos terminó su serie de fotos exteriores y se dedicó a la última serie del interior. Matías por su parte le anunció que a la tarde tendría terminadas todas las entrevistas. Por lo tanto, ambos tendrían una semana para ordenar sus informes, fotos y datos, y volverían al centro el miércoles después de las fiestas para comparar y ver si finalizaban el trabajo o por el contrario volvían al centro a resolver las dudas que pudieran tener. Marcos estuvo de acuerdo. En un par de horas terminaría.

El tiempo se le pasó despacio. Cada voz que oía le recordaba a Ruth, cada vez que sentía un movimiento por el rabillo del ojo esperaba encontrarla enfundada en de sus trajes de bibliotecaria, cada anciano que fotografiaba con un babi le recordaba los cuadros que había comprado, aquellos en que ella era casi etérea, y que él había colgado en la pared de su dormitorio. El día se estaba convirtiendo en una tortura. Tenía que verla.

Se dirigía a recepción cuando oyó la voz de Elena tras una esquina. Se detuvo de golpe buscando un camino paralelo en el que no se tuviera que cruzar con ella.

—Tengo que contarle un secreto —le comentaba a alguien.

—Dígame usted, señorita —respondió incómoda la voz de Ricardo. Marcos se detuvo. Mierda. Iba a matar a esa mujer. Usted no tiene memoria.

—No señorita. Memoria tengo, lo que pasa es que a veces me falla —contestó el anciano afable.

—No. No tiene memoria, la ha perdido, se la comió un virus —repuso ella.

—No señorita, se equivoca.

—¿Qué ha comido?

—Vaya pues no me acuerdo.

—¿Qué ha visto hoy en la tele?

—Pues tampoco me acuerdo. —La voz del abuelo sonó asustada.

—¿En qué año estamos?

—Eso es fácil señorita. En el dos mil uno.

—Se equivoca. Mire el periódico —dijo enseñándole el Marca—. Hoy es treinta diciembre de dos mil nueve. Ha perdido usted ocho años de memoria.

—Eso es imposible —respondió Ricardo nervioso cogiendo el periódico—, no puede ser. Hace apenas unos días que regresó mi hija de América y vino a verme hospital. Lo recuerdo perfectamente, y por tanto estamos en julio de dos mil uno, no puede ser que estemos en el dos mil nueve.

—Pues lo estamos. Ha perdido usted ocho años, y va a perder más todavía.

—No, no puede ser. Tiene que estar equivocada. —La voz de Ricardo sonaba trémula, apenada, aterrorizada.

—Ricardo, hombre, ¡cuánto tiempo sin vernos! —exclamó Marcos apareciendo por la esquina. Según había visto el día anterior, bastaba con reclamar la atención del hombre hacia otros temas para que este olvidara lo que estaba haciendo—. He visto un pájaro precioso en el jardín, un verdecillo, creo.

—¿Un verdecillo? Alcorcón no es zona de verdecillos, joven. Será un verderón.

—Eso, eso. Me he liado con el nombre. Un verderón. Salga a verlo, es precioso —comentó Marcos empujando a una Elena enfurecida hacia un lado.

—Yo... ¿estaba hablando con usted, señorita? —preguntó intrigado Ricardo cuando vio el gesto de Marcos.

—No, ella solo pasaba por aquí. —Marcos le pasó un brazo sobre los hombros y lo guió hacia el exterior.

—¿Le conozco, joven?

—Claro. Soy Marcos, el amigo de Ruth de la infancia —contestó sonriendo con toda su alma. "Por favor, que funcione, que se haya olvidado de todo".

—¡Marcos muchacho! Cómo has crecido. ¿Cómo te va la vida?

—Muy bien. ¿Ha visto el verderón del jardín? —Quería alejarlo de allí y matar a Elena. Ya.

—¿Hay un verderón? Me encantan esos pájaros.

—Pues corra, vaya al jardín, verá como es precioso. —Lo empujó en dirección al exterior.

—Sí, eso haré. Gracias por avisar, joven —se despidió Ricardo agradecido.

—Maldita puta asquerosa. ¿Qué coño estabas haciendo? —se volvió hacia Elena furioso.

—Oh vamos, no te pongas así, solo le contaba al pobre viejo la verdad —contestó mirándose las uñas. Se le había saltado el esmalte de una.

—¡La verdad! Lo estabas torturando para reírte de él. Eres la persona más rastrera, más inhumana, más despreciable que he conocido jamás. ¡Dios! Desaparece de mi vista antes de que pierda la paciencia.

—Marcos, cielo, no te equivoques conmigo. Esto que has visto ha sido simplemente una pequeña broma, no pasa nada. Se lo digo de vez en cuando y al segundo siguiente lo olvida. No te preocupes tanto; aunque reconozco que quizá ha sido de mal gusto, pero no soy lo que tú has dicho —contestó ella zalamera posando su mano en el pecho del hombre.

—Aléjate. De. Mí —contestó dando un manotazo a su mano y girándose para marcharse.

—¿Vas a ver a ese ángel de la caridad llamado Ruth? —Marcos no respondió. Te aviso, ella no es trigo limpio. No es tan angelical como pretende hacerte creer. No es la mujer pura e ingenua que aparenta —escupió con rabia. Esa espantapájaros esquelética se iba a enterar de quién era Elena—. Solo es un ardid para cazarte. Está desesperada por conseguir marido y te ha elegido a ti.

—Elena, vete a la mierda —contestó él dolido por las afirmaciones, nada más lejos de la realidad. Ojalá fuera cierto lo que decía esa zorra.

—Tiene una hija, ¿sabes? Una niña traviesa y atolondrada de cinco o seis años —soltó su ponzoñosa lengua— Por eso está a la busca y captura de marido. Para que la quite de trabajar y poder cargarle con la mocosa. Y tú has picado como un tonto —comentó dañina.

Marcos se quedó petrificado. No podía moverse.

Elena se acercó a él y le acarició la espalda. Marcos se revolvió violento y le lanzó una mirada tan peligrosa que Elena dio un paso atrás y se marchó apresurada.

Cerró los ojos y respiró.

Cinco o seis años.

Joder.

Toda la conversación entre Elena y Ricardo pasó como un huracán por su mente, poniendo todos sus pensamientos patas arriba. Ruth había vuelto con su padre en Julio de dos mil uno, y esa era la última fecha que el hombre recordaba.

Joder.

Una niña de cinco o seis años. Y él la había acusado de no molestarse en tener un embarazo.

El último recuerdo del anciano en el mismo mes de la discusión con Ruth. Y le había acusado de salir huyendo. Mierda, mierda, mierda.

Recogió todo su material del vestíbulo y lo fue metiendo en la maleta como sonámbulo. No podía dejar de oír las palabras en su mente. Cuando lo tuvo todo guardado, salió del centro y se refugió en la parada del autobús.

Elena podía haber mentido en lo de la cría. Era una víbora ponzoñosa. Podía haber mentido para que se alejara de Ruth. ¿Pero qué persona en su sano juicio inventaría una mentira que podía ser comprobada con una sola pregunta? Le preguntaría a Ruth. No. No lo haría. Ella no se lo había contado y Ruth era la persona más franca que conocía, por tanto Elena mentía. Pero manda huevos que esa mentira estuviera tan acertada en las fechas. Cinco o seis años...

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