—Estás acabada zorra. Me voy a ocupar personalmente de joderte la vida. —clavó Elena su índice en el pecho de Ruth.
—Hazlo —dijo retirándole el dedo con desenvoltura—, pero mientras tanto, debo partir a mi taller de cuenta cuentos —comentó Ruth con el corazón disparado mientras salían del despacho y cerraba la puerta con llave. ¿Cómo había sido capaz de amenazar de esa manera a Elena? ¿Se había vuelto loca? El estrés estaba causando estragos en su proverbial paciencia.
A las cinco y media de la tarde, a cinco grados al sol, con los dedos ateridos por el frío y los pies a punto de congelación, Marcos observó abrirse la puerta del portal de Ruth. Salieron los hermanos de ésta con su sobrina. Héctor se despidió con carantoñas y dos besos de la niña y caminó hacia el Ax zarrapastroso aparcado al final de la plaza. Darío tomó de la mano a la niña, cruzó la carretera, atravesó la plaza y abrió la zapatería.
Marcos respiró profundamente. Se colocó el cuello de la chaqueta, soplo sobre sus dedos sin conseguir calentarlos y salió tras la esquina en la que estaba oculto. Volvió a inspirar, centró la mente en el plan trazado y se dirigió a la zapatería.
"Ante todo tranquilidad", resonaba en su mente la voz de Carlos. "Vas, saludas, comentas cualquier chorrada con la excusa de los zapatos, observas bien a la niña y te largas sin levantar sospechas".
"Y no te olvides de decirle al zapatero que quiero las tapas con clavos, mi pegadas. Y que no sean de hierro", zumbó en su cabeza la voz de su madre, "Ya que vas a una reparación de calzados, necesitas una excusa, y mis zapatón necesitan tapas. No veo por qué no matar dos pájaros de un tiro."
Al abrir la puerta sonó un ruido que, sin llegar a ser molesto, era extraño, Miró hacia arriba. Sobre la puerta, colgaba un juguete hecho por un niño. Eran varios hilos de lana con palos, piedras y conchas atadas en todo el largo. Al rozar la puerta contra ellos, chocaban y sonaban.
—Hola —dijo Darío saliendo de la trastienda.
—Hola Darío. Me ha mandado mi madre con estos zapatos para ver si en posible ponerles tapas. No pegadas, clavadas. Y que no sean de hierro — dijo sacando los zapatos de la mochila y sintiéndose como un crío de doce años Joder. Estaba haciendo el ridículo más espantoso.
—Déjame ver—comentó secamente. ¿Qué narices hacía ese tipejo en su tienda? Marcos le tendió los zapatos y mientras Darío los inspeccionaba observo la tienda. Muchos zapatos, muchas botas, el mostrador repleto de cordones y betunes de todos los colores, tapas de plástico y de hierro, aparatos de metal que parecían más adecuados para torturar que para reparar calzado... ninguna niña. Mierda.
Les había visto entrar a los dos juntos, tenía que estar ahí. Pero no estaba. Se movió de sitio intentando conseguir una perspectiva desde donde observar la puerta de la trastienda, pero no había manera. Darío estaba justo delante.
—No hay problema, lo tendrás listo el lunes —afirmó Darío.
—Tío... ¿"Echo la hache por la ventana" con hacer o con echar? Me lo dijo mamá, pero no me acuerdo —preguntó una niña preciosa saliendo de la trastienda con un cuaderno y un lápiz en la mano.
—El verbo echar echa la hache por la ventana —murmuró Marcos recordando de las frases con las que Ruth le había machacado una y otra vez cuando niños.
—O sea, con echar. Vale. —Tachó algo en el cuaderno—. Ya están los deberes, ¿puedo ir a la calle? Los "Repes" y "Sardi" están jugando al Uno y quiero jugar con ellos. ¿Vale, tío? Anda, "por fis" —dijo yendo hacia la puerta.
—Iris —contestó Darío seriamente—, tu madre te ha dicho mil veces que no pongas motes a los niños.
—No han sido mil veces... Y Juan y Javier están repetidos.
—Son gemelos.
—Vale. Son gemelos. Y están repetidos. Lo sabe todo el mundo mundial —dijo blanqueando los ojos, como dando a entender que los adultos no se enteraban de nada.
—Y "Sardi" tiene nombre. Se llama Pedro.
—Y tiene cara de sardina. Mírale la boca... parece un pez —dijo juntando los labios y hundiendo los pómulos.
Marcos no pudo evitar reírse, la niña ponía motes muy divertidos. La sonrisa se borró de su rostro. Ponía motes a todo el mundo, igual que él. Observó detenidamente a la niña, Iris. Era igual a Ruth cuando era pequeña, desgarbada, delgada, con el pelo negro y liso cayendo desde su nuca en dos coletas desparejas. ¡Demonios! Sabía que no iba a ser tan fácil. La niña se parecía única y exclusivamente a su madre. Entonces Iris levantó su mirada hacia él y le sonrió. Haciendo honor a su nombre, la niña tenía los ojos claros, exactamente azul celeste, igual que los suyos, no como Ruth y toda su familia, que los tenían de color miel. ¡Dios santo! Azules. Era suya. Marcos se quedó petrificado mirando a la niña, asombrado, satisfecho y por qué no decirlo, acojonado.
—Mira, está Angelines, ella me cuida, ¿vale? Anda... vamos, me voy a portar bien, de verdad de la buena. —Seguía diciendo la niña intentando convencer a Darío de que la dejara salir.
—Vale —aprobó Darío sin quitar la vista de encima a Marcos.
—Además no hace frío. Mira, estoy muy abrigada y llevo el gorro... ¿Vale? ¿Ya está? ¿Me dejas? Muchas gracias tío —dijo dando un salto y subiéndose encima de su tío para besarle las mejillas.
—Espera. —Darío la acompañó hasta la plaza y habló un momento con la mujer mayor que cuidaba a los niños. Iba a cerrar la tienda unos minutos para ocuparse de un asunto importante y necesitaba que vigilara atentamente a la cría.
Eran las seis menos diez de la tarde cuando Ruth y Ricardo salieron del centro, Héctor los esperaba dentro del Ax, al que por algún maravilloso milagro aún le funcionaba la calefacción, más o menos.
Lo primero que hizo Ruth al entrar en el coche fue abrocharse el cinturón de seguridad y asegurarse de que su hermano y su padre lo tuvieran abrochado. Lo segundo fue sacar un zumo y una galleta del bolso.
—¿Estás bien? —preguntó Héctor al verla.
—Sí —contestó Ruth mareada, aunque en cuanto tomara el zumo estaría mejor. Le hacía falta azúcar.
—¿Seguro? ¿Te encuentras floja?— "Menudo eufemismo", pensó Héctor, "si su hermana tomaba zumo es que estaba bastante jodida".
—Esta tarde he tenido un conflicto con Elena y estoy algo nerviosa. Nada más —comentó terminando el zumo y empezando con las galletas.
—Lo que te faltaba —comentó Héctor.
Esperó a que Ruth le contara algo más; por supuesto su hermana no abrió la boca.
Lo cierto es que Ruth llevaba una semana horrible. El tobillo no dejaba de dolerla y la impedía trabajar con la rapidez acostumbrada, por no hablar de la dependencia hacia sus hermanos para cualquier cuestión que implicara desplazamiento, cosa que la ponía más enferma que el dolor en sí.
Por otro lado, su estabilidad emocional había desaparecido al mismo tiempo que Marcos. No es que estuviera destrozada ni nada por el estilo. Desde que lo vio en la exposición había asumido que tres encuentros casuales no conformaban una relación. Pero ¡caramba! Por mucho que la razón lo aceptara, el corazón le dolía. Daba gracias al cielo por no haberle contado lo de Iris, porque tras la última discusión le había quedado claro como el agua que su antiguo amigo, como amante valía mucho, pero como compañero dejaba mucho que desear. Visceral, desconfiado, celoso, posesivo, maquiavélico, infantil... La lista de adjetivos negativos era larguísima. No la creía cuando aseguraba que Jorge era un amigo y estallaba sin previo aviso a la menor tontería; tontería creada por su desconfianza y sus celos; celos que no tenían razón de ser puesto que ella no era de su propiedad, y que serían injustificados aunque lo fuera, que no lo seria nunca. El artículo 18 de la constitución Española formulaba literalmente "todo español tiene derecho a la libertad" y ella pensaba ejercer ese derecho en lo que a su vida se refería. Por si fuera poco todo lo anterior, ¿qué decir del plan que había improvisado? Copulando a propósito sin preservativo para... aún no tenía muy claro para qué, pero era lo más infantil, lo más estúpido, lo más irracional que nadie pudiera pensar jamás... Y le daba lo mismo que Marcos fuera intuitivo, divertido, cariñoso, excitante, inteligente, alegre... e incluso que hiciera que valiera la pena pensar en replantearse su vida para darle cabida, que simple y llanamente la alegrara el alma con su sola presencia. Porque, independientemente a todo eso, él había desaparecido, y no había marcha atrás.
Sacudió la cabeza en un intento de olvidarse de Marcos y todo lo relacionado con él.
Durante toda la semana había estado cambiando de ánimo a cada segundo, pasando de estar furiosa a contener lágrimas, de sentirse indiferente a desesperarse, de estar apática y sin ganas de nada a sentirse presa de los nervios e hiperactiva. En definitiva, estaba hecha un lío y esa maraña emocional le estaba pasando factura. Por las noches se sentía mareada y confusa, y por las mañanas débil y dolida, y eso solo significaba que se estaba descontrolando. Tenía "subidas" por la noche y "bajadas" por la mañana. Necesitaba restablecer el ritmo habitual de controlar sus sentimientos porque si no acabaría en el hospital, y entonces sí que la habría liado buena.
Una vez descartado lo imposible, lo que queda
por improbable que parezca, debe ser la verdad.
SIR ARTHUR CONAN DOYLE
La verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio.
MARCO TULIO CICERÓN
Darío entró con paso firme en la zapatería, cerró la puerta con llave, bajo la cortinilla que tapaba el escaparate y se apoyó en el mostrador sin perder de vista a Marcos.
—Es preciosa, ¿verdad? —Lo miró Darío implacable, sin mencionar a quién se refería.
—Sí, además es divertida y perspicaz —respondió enfrentándose a la mirada del otro hombre.
—¿Te refieres a los motes? Trae a Ruth por el camino de la amargura —comentó sin mover apenas los labios, con las manos a la espalda, apretando el mostrador con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos—. Es su hija, ¿te lo ha contado?
—No, pero me lo he imaginado al verla, es clavadita a ella. —"Oír, ver y callar" repitió el mantra de Carlos en la mente una y otra vez.
—Se parecen mucho. Podría decirse que son réplicas exactas, casi —inquinó Darío inmutable sin apartar la mirada de los ojos de Marcos— Los ojos de mi hermana son marrones.
—Más bien color miel. —Ruth poseía unos ojos preciosos y muy expresivos, no iba a consentir que los catalogase con un simple
marrón.
—Los de Iris son azules. —Darío dio voz a sus pensamientos—. Ruth me comentó que os visteis en Detroit. ¿Qué casualidad, no?
—Ya ves, el mundo es un pañuelo. —"Este tío sospecha algo", pensó Marcos, "O eso o me da cuerda porque está más aburrido que una ostra, que no parece ser el caso, más bien parece irritado... por tanto... ¿Oír, ver y callar? A la mierda con el mantra"—. ¿Cuántos años tiene Iris?
—Seis —contestó Darío, rígido, inmóvil, sin siquiera pestañear.
—¿Hace los siete este año? —Marcos se cruzó de brazos con la única intención de contener el movimiento nervioso de sus manos.
El hombre impasible
le estaba poniendo de los nervios. O lo mismo es que él estaba tan nervioso que no concebía que el otro estuviera tan tranquilo.
—Lógicamente. —Darío enderezó la espalda y abrió ligeramente las piernas, doblando las rodillas, tomando posiciones.
—¿Cuándo? —Marcos tragó saliva. El primer movimiento de Darío no indicaba exactamente amistad.
—El uno de marzo —silbó entre dientes.
—¿Iris nació prematura? —preguntó alarmado. Sabía la fecha de la concepción, había calculado la fecha probable del parto, y era a finales de Marzo o principios de abril. ¿Qué había pasado para que naciera antes?
—Un mes antes de la fecha prevista. —Entornó los ojos.
—¿Por qué? —Marcos descruzó los brazos y colocó las manos en las caderas, en alto, sin bajar la guardia.
—Ruth tuvo algunos problemas durante el embarazo —respondió cerrando las manos en puños.
—¿Qué clase de problemas? —"Mierda, mierda, mierda".
—¿Cómo sabes que nació prematuramente? —gruñó Darío ignorando a propósito la última pregunta.
—Imagínatelo —desafió Marcos. ¡Allá vamos!
Ambos hombres se miraron en silencio durante unos segundos, retándose.
Darío aceptó el reto. Lanzó con fuerza un tremendo derechazo al estómago de su contrincante, mandándolo contra las estanterías llenas de zapatos.
—Esto por dejarla embarazada. —Otro puñetazo impactó en la cara de Marcos—. Esto por hacerla llorar, y esto para quedarme a gusto —dijo lanzando que impacto en la pared un segundo después de que Marcos rodara por el suelo logrando esquivarlo.
A partir de ese momento, una lluvia de golpes se derramó sobre la zapatería de sus ocupantes. Destrozaron las estanterías, aplastaron una silla y estuvieron a punto de romper el cristal del mostrador. En definitiva, dos machos ibéricos en plena demostración de sus cualidades ofensivas y sus más elementales y primitivos instintos.
Héctor aparcó el coche en una esquina de la plaza. Ruth ayudó a Ricardo a salir y luego fue en busca de su hija. Caminaba insegura sobre las muletas, mareada y en ocasiones se le desenfocaba la vista, pero sin contar con eso, se encontraba perfectamente. La glucosa del zumo hacía verdaderos milagros. No obstante, se puso el propósito de comer adecuadamente. Por lo menos esa noche... y a ser posible durante un par de días.
Abrió los brazos de par en par para acoger entre ellos a su hija, que en ese instante se abalanzaba sobre ella a la velocidad del rayo. Entre frases apresuradas y palabras inventadas, le aseguró que había hecho sus deberes sin ayuda y que se estaba portando muy bien en la plaza. Su madre sonrió ante sus palabra la acompañó junto a sus pequeños amigos. La mirada de Ruth se dirigió por costumbre a la zapatería. La puerta estaba cerrada, pero con el frío que hacía no la extrañó en absoluto.
—Tío Darío se ha encerrado con un hombre en la tienda. Parecía enfadado.
—¿Parecía enfadado?
—Sí. El otro hombre dijo que pusiera tapas, clavadas, no pegadas. ¡Como si tío Darío fuera tonto! ¡Tío Darío jamás pegaría las tapas, no duran nada! —chilló Iris. Cuando uno se cría en una reparación de calzados siempre se acaba pegando algo de sabiduría zapateril.
—Vaya. Espero que no se le notara mucho el enfado.
—Ufff... echaba chispas. No tuve ni que liarle para que me dejara salir a la calle...