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Authors: P. D. James

Tags: #Intriga, Policíaco

Cubridle el rostro (15 page)

BOOK: Cubridle el rostro
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—Eso —dijo Dalgliesh— era lo que me había estado preguntando.

—¡Pero es ridículo! Si hubiese llamado al señor Proctor no tendría ningún inconveniente en admitirlo. Pero no lo hice. La chica debe estar mintiendo.

—Está claro que alguien está mintiendo.

—Bueno, no yo —replicó la señorita Liddell con fuerza aunque incorrectamente desde el punto de vista gramatical.

Dalgliesh, en esto al menos, estaba dispuesto a creerle. Mientras le acompañaba hasta la puerta, él le preguntó como al pasar:

—¿Cuando volvió a casa le contó a alguien acerca de los acontecimientos en Martingale, señorita Liddell? Si su asistente aún estaba levantada hubiera sido natural hablarle del compromiso de Sally.

La señorita Liddell vaciló y después dijo a la defensiva:

—Bueno, la noticia se iba a saber inevitablemente, ¿no es cierto? Quiero decir, los Maxie no podían esperar mantenerlo en secreto. De hecho, sí se lo mencioné a la señorita Pollack. También estaba aquí la señora Pullen. Vino de Rose Cottage para devolver algunas cucharillas de té que habíamos prestado para los tés de la kermés. Cuando llegué de Martingale todavía estaba charlando con la señorita Pollack. De modo que la señora Pullen lo sabía, y usted seguramente no estará sugiriendo que habérselo dicho tuvo algo que ver con la muerte de Sally.

Dalgliesh contestó evasivamente. No estaba tan seguro.

2

A
L llegar la hora de la cena la actividad del día en Martingale parecía estar disminuyendo. Dalgliesh y el sargento todavía estaban ocupados en el despacho del que cada tanto emergía el sargento para hablar con el agente de servicio en la puerta. Los coches de la policía todavía aparecían misteriosamente, dejaban sus pasajeros uniformados o en gabardina y, después de una corta espera, se los llevaban de nuevo. Los Maxie y sus huéspedes observaban estas idas y venidas desde las ventanas, pero ninguno de ellos había sido requerido desde última hora de la tarde, y daba la impresión de que por ese día habían terminado los interrogatorios y que el grupo podía pensar en la cena con alguna perspectiva de poder comer sin ser interrumpidos. La casa se había tornado repentinamente muy silenciosa y cuando Martha, nerviosa y con poco entusiasmo, hizo sonar el gong a las siete y media, retumbó como una intromisión vulgar en el silencio de la aflicción, sonando anormalmente fuerte para los nervios tensos de la familia. La comida misma transcurrió casi en silencio. El fantasma de Sally se movía de la puerta al aparador, y cuando la señora Maxie llamó y la puerta se abrió para dejar pasar a Martha, nadie levantó la vista. Las propias preocupaciones de Martha se hicieron notar en la pobreza de la comida. Nadie tenía nada de hambre y no había nada que incitara al hambre. Después todos se desplazaron como movidos por una llamada muda pero común hacia el salón. Fue un alivio ver al señor Hinks pasar por la ventana y Stephen salió para darle la bienvenida y hacerle entrar. Aquí por lo menos había un representante del mundo exterior. Nadie podía acusar al vicario del asesinato de Sally Jupp. Probablemente había venido para ofrecer consejo espiritual y consuelo. El único tipo de consuelo que hubiera sido bienvenido por los Maxie era la seguridad de que después de todo Sally no había muerto, de que habían estado viviendo una breve pesadilla de la que ahora podían despertar, un poco cansados y afectados por la falta de sueño, pero alegres por la gloriosa revelación de que nada de eso era verdad. Pero si eso no podía ser, al menos resultaba tranquilizador hablar con alguien que no estaba bajo la sombra de la sospecha y que podía darle a este día espantoso una apariencia de normalidad. Se dieron cuenta de que hasta habían estado hablando en susurros y que el saludo de Stephen al vicario sonó como un grito. Pronto estuvo con ellos y, cuando entró seguido por Stephen, cuatro pares de ojos se alzaron interrogantes como si estuviesen ansiosos por conocer el veredicto sobre ellos del mundo exterior.

—Pobre chica —dijo—. Pobre pequeña. Y estaba tan contenta ayer por la noche.

—¿Entonces habló con ella después de la kermés? —Stephen no consiguió ocultar la urgencia que había en su voz.

—No, después de la kermés no. Me hago tantos líos con el tiempo. Estúpido de mí. Ahora que lo menciona no hablé para nada con ella ayer, pese a que, claro, sí la vi en los jardines. Qué vestido blanco tan bonito que llevaba. No, hablé con ella el jueves por la noche. Caminamos juntos por el camino y le pregunté por Jimmy, creo que fue el jueves. Sí, tiene que haber sido el jueves porque el viernes no salí por la noche. El jueves por la noche fue la última vez que hablamos. Estaba tan contenta. Me habló de su casamiento y de que Jimmy iba a tener un padre. Pero ustedes están enterados de todo eso, me imagino. Fue una sorpresa para mí pero, claro, me alegré por ella. Y ahora esto. ¿La policía tiene alguna novedad?

Miró a su alrededor con aire cortésmente interrogante, sin percatarse al parecer del efecto de sus palabras. Por un momento nadie habló y entonces Stephen dijo:

—Creo que debería saber, vicario, que yo le había pedido a Sally que se casara conmigo. Pero no pudo habérselo contado el jueves. Ella no lo sabía entonces. Nunca le hablé de matrimonio hasta las siete y cuarenta del sábado.

Catherine Bowers rió brevemente y luego se giró, avergonzada, cuando Deborah se dio la vuelta y la miró. El señor Hinks frunció el entrecejo preocupado pero su suave y vieja voz era firme:

—Es cierto que me confundo con las fechas, lo sé, pero fue con certeza el jueves cuando nos encontramos. Yo salía de la iglesia después de las completas y Sally pasaba con Jimmy en su sillita de paseo. Pero no podría equivocarme sobre la conversación. No hablo de las palabras exactas sino del fondo. Sally dijo que Jimmy iba a tener un padre pronto. Me pidió que no se lo dijera a nadie y dije que no lo haría, pero que me alegraba mucho por ella. Le pregunté si yo conocía al novio, pero sólo se rió y dijo que preferiría que fuera una sorpresa. Estaba muy excitada y feliz. Sólo caminamos juntos un trecho corto porque la dejé al llegar a la vicaría y supongo que ella siguió hasta aquí. Me temo que di por sentado que ustedes estarían enterados de todo. ¿Es importante?

—Probablemente el inspector Dalgliesh pensará que sí —dijo Deborah con cansancio—. Supongo que debería ir a contárselo. No hay mucha elección. Ese hombre tiene una extraordinaria facilidad para extraer verdades incómodas.

El señor Hinks pareció preocupado pero un rápido golpe en la puerta y la aparición de Dalgliesh lo salvaron de la necesidad de responder. Extendió su mano hacia Stephen. Envuelta flojamente en un pañuelo blanco de hombre había una botella pequeña cubierta de barro.

—¿Reconoce esto? —preguntó.

Stephen se acercó y la observó por un momento pero no trató de tocarla.

—Sí. Es el frasco de Sommeil del botiquín de papá.

—Quedan siete comprimidos de doscientos miligramos. ¿Confirma que faltan tres comprimidos desde que los colocó en este frasco?

—Naturalmente que sí. Se lo dije. Había diez comprimidos de doscientos miligramos.

—Gracias —dijo Dalgliesh y se volvió nuevamente hacia la puerta.

Deborah habló justo cuando su mano alcanzaba el picaporte.

—¿Se nos permite preguntar dónde se encontró ese frasco? —preguntó.

Dalgliesh la miró como si tuviera que estudiar seriamente la pregunta.

—¿Por qué no? Es probable que por lo menos uno de ustedes quiera sinceramente saberlo. Lo encontró uno de los hombres que trabaja conmigo enterrado en esa parte del parque que se usó para la caza del tesoro. Como saben, el césped está bastante maltratado allí, presumiblemente por participantes esperanzados. Todavía hay varios terrones sobre la superficie. El frasco fue colocado en uno de los agujeros y cubierto con césped. El responsable hasta tuvo la consideración de señalar el lugar con una de las estacas con nombre que estaban desparramadas por allí. Extrañamente era la suya, señora Riscoe. Su taza con el chocolate narcotizado; su estaca señalando el frasco escondido.

—¿Pero por qué? ¿Por qué? —dijo Deborah.

—Por si alguno de ustedes puede contestar esa pregunta estaré todavía una hora o dos en el despacho —se volvió cortésmente al señor Hinks—. Creo que usted debe ser el señor Hinks, señor. Deseaba verlo. Si no le resulta inconveniente quizá podría concederme ahora unos minutos.

El vicario dirigió una mirada compasiva y perpleja a todos los Maxie. Se detuvo y pareció a punto de hablar. Luego, sin decir una palabra, salió de la habitación detrás de Dalgliesh.

3

N
O fue hasta a las diez cuando el inspector pudo entrevistar al doctor Epps. El doctor había estado afuera casi todo el día viendo casos que podrían o no ser lo suficientemente urgentes como para justificar una visita en domingo, pero que ciertamente le habían proporcionado una excusa para posponer el interrogatorio. Si tenía algo que ocultar, presumiblemente a estas alturas ya había elegido su táctica. No era un sospechoso obvio. Desde ya, era difícil imaginar un motivo. Pero era el médico de la familia de los Maxie y un amigo íntimo de la familia. No obstruiría por voluntad propia la justicia, pero podría tener ideas poco ortodoxas acerca de qué constituía la justicia y tenía la excusa del secreto profesional si quería evitar preguntas inconvenientes. Dalgliesh ya había tenido problemas con esa clase de testigos. Pero no tenía por qué haberse preocupado. El doctor Epps, como si le concediera un cierto reconocimiento semi médico a la visita, lo hizo pasar de buena gana a su consultorio de ladrillo colorado que había sido torpemente añadido a su agradable casa de estilo georgiano, y se introdujo a presión en el sillón giratorio de su escritorio. A Dalgliesh le señaló con un gesto la silla de los pacientes, una gran Windsor asombrosamente baja en la que era difícil sentirse cómodo de tomar la iniciativa. Casi esperaba que el doctor comenzara con una serie de preguntas personales y embarazosas. Y, de hecho, el doctor Epps obviamente había decidido llevar el peso de la conversación. Esto le convenía a Dalgliesh que sabía muy bien cuándo podía obtener más información con el silencio. El doctor encendió una pipa grande y de forma curiosa.

—No le ofreceré de fumar. Tampoco un trago. Sé que generalmente no beben con los sospechosos.

Le echó una rápida mirada perspicaz a Dalgliesh para ver su reacción pero, al no recibir ningún comentario, dejó bien prendida su pipa con unas pocas chupadas vigorosas y empezó a hablar:

—No le haré perder su tiempo diciendo lo pasmoso que es este caso. Difícil de creer realmente. Pero, alguien la mató. Puso sus manos alrededor de su cuello y la estranguló… Espantoso para la señora Maxie. Para la chica también, claro, pero naturalmente yo pienso en los vivos. Stephen me llamó para que fuera a eso de las siete y media. Ninguna duda de que la chica estaba muerta, claro. Muerta desde hacía siete horas por lo que pude ver. El médico de la policía sabe más acerca de eso que yo. La chica no estaba embarazada. La traté por un problema y por eso estoy seguro. Una desilusión para el pueblo sin embargo. Les gusta enterarse de lo peor. Y hubiese sido un motivo, me imagino, para alguien.

—Si estamos hablando sobre motivos —contestó Dalgliesh—, podríamos empezar por este compromiso con el señor Stephen Maxie.

El doctor se movió incómodamente en su silla:

—Pamplinas. El muchacho es un tonto. No tiene un cobre salvo lo que gana, y Dios sabe que es bastante poco. Claro que algo habrá cuando su padre muera, pero estas viejas familias, viviendo y manteniendo propiedades con el capital, bueno, es un milagro que no hayan tenido que vender. El gobierno está haciendo todo lo posible por eliminarlos a fuerza de impuestos. ¡Y ese tipo Price se rodea de contables y engorda con gastos libres de impuestos! ¡Uno se pregunta si no nos hemos vuelto todos locos! Sin embargo, ése no es su problema. Eso sí, puede creerme que Maxie en este momento no esta en condiciones de casarse con nadie. ¿Y dónde pensó que viviría Sally? ¿Quedarse en Martingale con su suegra? Tonto estúpido, necesita que le revisen la cabeza.

—Todo lo cual deja en claro —dijo Dalgliesh—, que el proyectado matrimonio hubiera sido calamitoso para los Maxie. Y eso hace que mucha gente tuviera interés en que no se llevara a cabo.

El doctor se inclinó sobre el escritorio desafiante.

—¿Al precio de matar a la chica? ¿Dejando a ese niño sin madre además de sin padre? ¿Qué clase de gente cree que somos?

Dalgliesh no contestó. Los hechos eran incontrovertibles. Alguien había matado a Sally Jupp. Alguien a quien ni la presencia del niño dormido había detenido. Pero tomó nota de cómo la exclamación del doctor lo aliaba con los Maxie. «¿Qué clase de gente cree que somos?». No cabía duda dónde residía la lealtad del doctor. La pequeña habitación se iba oscureciendo. Gruñendo por el ligero esfuerzo, el doctor se inclinó a través del escritorio y encendió una lámpara. Era articulada y móvil y la ajustó cuidadosamente para que un haz de luz cayera sobre sus manos pero le dejara la cara en la penumbra. Dalgliesh empezaba a sentirse fatigado, pero había mucho por hacer antes de que su día de trabajo terminara. Introdujo el objeto principal de su visita:

—¿Simon Maxie es su paciente, creo?

—Desde luego. Siempre lo ha sido. No hay mucho que hacer por él ahora, claro. Es sólo una cuestión de tiempo y buena atención. Martha es la que más se ocupa de eso. Pero, sí, es mi paciente. Completamente incapacitado. Arteriosclerosis avanzada con complicaciones de distinto tipo. Si está pensando que se arrastró por la escalera para liquidar a la criada, bueno, se equivoca. Dudo que haya sabido que ella existía.

—Creo que desde hace un año más o menos le ha estado recetando unos comprimidos especiales para dormir.

—Querría que dejara de decir que cree esto, eso, o aquello. Sabe perfectamente bien que sí. No es ningún secreto. Pero no puedo ver qué tienen que ver con este asunto —de repente se puso rígido—. ¿No querrá decir que la narcotizaron antes?

—Todavía no tenemos el informe de la autopsia, pero parece muy probable.

El doctor no simuló que no comprendía.

—Eso es grave.

—Reduce un tanto el campo. Y hay otros aspectos inquietantes.

Dalgliesh le habló entonces al doctor acerca del Sommeil faltante, dónde se suponía que lo había encontrado Sally, lo que hizo Stephen con los diez comprimidos y el hallazgo del frasco en el sitio de la búsqueda del tesoro. Cuando terminó hubo un momento de silencio. El doctor se hundía en el sillón que al principio parecía demasiado pequeño como para soportar su jovial y agradable redondez. Cuando habló, la voz profunda y grave fue repentinamente una voz vieja y cansada.

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