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Authors: P. D. James

Tags: #Intriga, Policíaco

Cubridle el rostro (18 page)

BOOK: Cubridle el rostro
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—¿Tiene una prometida?

—Claro. Una viuda muy atractiva que está decidido a atrapar. De todos modos, la pobre muchacha agraviada amenaza con contarlo todo, de modo que tiene que hacerla callar. Haría que fuera uno de esos personajes cínicos, desagradables, para que nadie se preocupara cuando le pescan.

—¿No piensas que eso sería bastante sórdido? Que te parece si hacemos que sea la directora del St. Mary. Podría ser uno de esos
thrillers
psicológicos con citas intelectuales al comienzo de los capítulos y cantidades de Freud.

—Si lo que te gusta es Freud, apostaría al tío del cadáver. Ahora sí que habría una buena excusa para material psicológico profundo. Verás, era un hombre duro, de mente estrecha que la había echado cuando supo lo del bebé. Pero como todos los puritanos de las novelas, él mismo era igualmente malo. Había andado con una jovencita inocente que conoció cantando en el coro y ella estaba en el mismo Hogar que el cadáver, esperando a su bebé. Así que toda la horrible verdad salió a la luz y, naturalmente, Sally lo estaba chantajeando por treinta chelines a la semana y mantener la boca cerrada. Obviamente no podía arriesgarse a quedar al descubierto. Era demasiado respetable como para eso.

—¿Qué hacía Sally con los treinta chelines?

—Abrió una cuenta de ahorros a nombre del bebé naturalmente. Todo eso se conocerá en su debido momento.

—Sería bonito que fuera así. ¿Pero no te estás olvidando de la futura cuñada del cadáver? Allí no habría problemas con el motivo.

Felix dijo con tranquilidad:

—Pero no era una asesina.

—¡Oh, maldito seas Felix! ¿Tienes que ser tan descaradamente discreto?

—Dado que sé muy bien que no asesinaste a Sally Jupp ¿esperas que me dedique a andar mostrando turbación y sospecha simplemente por divertirme?

—Sí que la odiaba, Felix. Realmente la odiaba.

—Está bien, cielo. Así que realmente la odiabas. Eso está destinado a ponerte en desventaja contigo misma. Pero no te precipites a confiar tus sentimientos a la policía. Son hombres meritorios, sin duda, y sus modales son hermosos. Sin embargo, pueden tener una imaginación limitada. Después de todo su gran fuerza es su sentido común. Esa es la base de todo trabajo de detective sólido. Tienen el método y los medios, así que no vayas a entregarles el motivo. Déjalos que hagan algo para ganarse el dinero de los contribuyentes.

—¿Crees que Dalgliesh descubrirá quién lo hizo? —preguntó Deborah después de una pequeña pausa.

—Creo que ya puede saberlo —contestó Felix con calma—. Conseguir las pruebas suficientes como para justificar una acusación es un asunto distinto. Esta tarde quizás averigüemos hasta qué punto ha llegado la policía y cuánto están dispuestos a decir. A Dalgliesh podrá divertirle mantenernos en suspenso, pero no tiene más remedio que mostrar sus cartas tarde o temprano.

Pero la encuesta fue a la vez un alivio y una desilusión. El juez de instrucción celebraba la sesión sin jurado. Era un hombre de voz apacible con la cara de un San Bernardo deprimido que daba la impresión de haberse metido en la sesión por error. Pese a todo, sabía lo que quería y no perdió tiempo. Había menos gente del pueblo de lo que los Maxie habían esperado. Probablemente reservaban tiempo y energías para un mejor entretenimiento, el funeral. Por cierto que los presentes salieron poco más informados que antes. El juez hizo que todo pareciese engañosamente simple. La prueba de la identificación estuvo a cargo de una mujercita nerviosa, insignificante, que resultó ser la tía de Sally. Stephen Maxie dio su testimonio y los detalles fácticos del hallazgo del cadáver fueron brevemente explicitados. La prueba médica mostró que la muerte fue causada por inhibición del vago durante una estrangulación manual y había sido muy rápida. Había unos setenta y cinco miligramos de derivado del ácido barbitúrico en el estómago. El juez no hizo más preguntas que las necesarias para establecer estos hechos. La policía pidió un aplazamiento y fue concedido. Todo fue muy informal, casi amistoso. Los testigos se encogían en las sillas bajas que usaban los niños de la escuela dominical mientras el juez vigilaba el procedimiento desde el estrado del director. Había frascos de mermelada con flores de verano en los antepechos de las ventanas y un tapiz en una pared mostraba el camino del cristiano desde el bautismo hasta el entierro con dibujos en lápices de colores. En este ambiente inocente e incongruente, la justicia con formalidad pero sin detenerse en detalles menores, tomó nota de que Sarah Lillian Jupp había sido víctima de una muerte criminal.

2

A
HORA había que enfrentar el entierro. Aquí, a diferencia de la encuesta, la asistencia era optativa y la decisión de aparecer o no era una que sólo la señora Maxie encontró fácil. No tenía ningún problema y dejó aclarado que tenía toda la intención de estar presente. Aunque no discutió el asunto, su actitud era obvia. Sally Jupp había muerto en su casa y empleada por ellos. Sus únicos parientes, evidentemente, no tenían intención de perdonarla por ser tan molesta y heterodoxa en la muerte como lo había sido en vida. No tendrían nada que ver con el entierro, y el cortejo partiría del St. Mary y lo costearía la institución. Pero, aparte de la necesidad de que hubiera alguien allí, los Maxie tenían una responsabilidad. Si la gente se muere en casa de uno, lo menos que puede hacerse es ir a su entierro. La señora Maxie no se expresó con esas palabras, pero a su hijo e hija se les dio a entender inequívocamente que tal asistencia era mera cortesía, y que aquellos que extendían a otros la hospitalidad de sus hogares debían, si desgraciadamente resultaba necesario, extender esa hospitalidad a acompañarlos a sus tumbas. En todas sus representaciones privadas de lo que sería la vida en Martingale durante la investigación de un asesinato, Deborah nunca había tomado en cuenta el papel importante que jugarían cuestiones comparativamente menores de gusto o etiqueta. Resultaba extraño que la ansiedad primordial por el futuro fuera, temporalmente al menos, menos apremiante que la preocupación de si la familia debería o no enviar una corona al entierro, y en ese caso, cuál sería la condolencia apropiada a escribir en la tarjeta. Aquí nuevamente la cuestión no preocupó a la señora Maxie quien, simplemente, preguntó si querían unirse todos o si Deborah enviaría una corona por su cuenta.

Al parecer, Stephen estaba exento de estas exequias. La policía le había autorizado a volver al hospital después de la encuesta y no estaría de vuelta en Martingale hasta el sábado siguiente por la noche, salvo visitas fugaces. Nadie esperaba de él que contribuyera con una casta corona para deleite de los chismosos del pueblo. Tenía todas las excusas como para volver a Londres y proseguir con su trabajo. Ni siquiera Dalgliesh podía esperar que merodease indefinidamente por Martingale para conveniencia de la policía.

Si Catherine tenía una excusa igualmente válida para volver a Londres no la aprovechó. Aparentemente todavía le quedaban siete días de su permiso anual y estaba dispuesta y contenta de quedarse en Martingale. Se habló con la matrona y fue comprensiva. No habría absolutamente ningún problema si podía serle de alguna ayuda a la señora Maxie. Indudablemente podía. Todavía había que arreglárselas con la parte pesada del cuidado de Simon Maxie, estaba la interrupción continua de la rutina de la casa por la investigación de Dalgliesh, y además, la falta de Sally.

Una vez que quedó establecido que su madre tenía la intención de estar presente en el entierro, Deborah se dedicó a dominar su natural aversión hacia la idea de ir y anunció, abruptamente, que también estaría allí. No se sorprendió cuando Catherine expresó una intención similar, pero fue a la vez inesperado y un alivio encontrarse con que Felix pensaba ir con ellas.

—No es en modo alguno necesario —le dijo con tono de enojo—. No veo por qué tanto barullo. Personalmente toda la idea me resulta morbosa y desagradable, pero si quieres ir y que te miren con la boca abierta, bueno, es un espectáculo gratis —abandonó el salón rápidamente pero volvió pocos minutos después para decir, con la formalidad desconcertante que resultaba tan cautivadora en ella—. Lamento haber sido tan grosera, Felix. Por favor, ven si quieres. Fue muy gentil de tu parte pensar en ello.

Felix de repente se sintió enojado con Stephen. Era cierto que el muchacho tenía todas las excusas para volver al trabajo, pero sin embargo era típico e irritante que tuviese una excusa tan a mano y sencilla para evadir responsabilidades y molestias. Ni Deborah ni su madre, claro, lo verían de esa manera, y Catherine Bowers, pobre tonta enamorada, estaba dispuesta a perdonarle todo a Stephen. Ninguna de las mujeres le impondrían a Stephen sus problemas o dificultades. Pero, pensó Felix, si el joven hubiese contenido sus impulsos más quijotescos, nada de esto tendría por qué haber pasado. Felix se preparó para el entierro en un estado de cólera fría y combatió resueltamente la sospecha de que parte de su resentimiento era frustración y parte envidia.

Fue otro día maravilloso. El gentío estaba vestido de verano, algunas de las chicas con ropas que hubieran resultado más apropiadas en una playa que en un cementerio. Un buen número, evidentemente, había estado de picnic y sólo por casualidad se enteraron de que en el cementerio de la iglesia se ofrecía una diversión mejor. Estaban cargadas con los restos de sus festines y algunas se hallaban aún dedicadas a terminar sus emparedados o naranjas. Se comportaban perfectamente bien una vez que se acercaban a la sepultura. La muerte tiene un efecto calmante casi universal y unas pocas risitas nerviosas fueron rápidamente cortadas por las miradas indignadas de los más ortodoxos. No fue su comportamiento lo que enfureció a Deborah, sino el hecho de que estuvieran allí. Estaba llena de un desdén frío y de una ira que asustaba por su intensidad. Después se alegró de eso, ya que no le dejó lugar para el pesar o la turbación.

Los Maxie, Felix Hearne y Catherine Bowers estaban juntos de pie al lado de la sepultura abierta, y la señorita Liddell y un puñado de chicas del St. Mary amontonadas detrás de ellos. Enfrente se encontraban Dalgliesh y Martin. La policía y los sospechosos se enfrentaban a través de la sepultura abierta. Un poco más allá se desarrollaba otro entierro a cargo de algún clérigo ajeno de otra parroquia. El pequeño grupo de dolientes estaban todos de negro y se apiñaban tan cerca de la tumba, en un círculo apretado, que parecían dedicados a algún rito secreto y esotérico que no debía ser contemplado por ojos ajenos. Nadie les prestó atención y la voz de su sacerdote no podía oírse por encima de los ruidos menores del gentío de Sally. Después se fueron silenciosamente. Ellos, pensó Deborah, por lo menos habían enterrado a su muerto con cierta dignidad. Pero ahora el señor Hinks estaba diciendo sus breves palabras. Sabiamente no mencionó las circunstancias de la muerte de la muchacha, pero dijo suavemente que los caminos de la providencia eran extraños y misteriosos, una afirmación que pocos de sus oyentes estaban capacitados para refutar, pese a que la presencia de la policía sugería que al menos algo de este misterio presente era el resultado del obrar humano.

La señora Maxie tuvo una participación activa en toda la ceremonia; sus «Amén» audibles expresaban una conformidad enfática al final de cada petición, encontraba la página en el libro de oraciones con dedos capaces y ayudó a dos de las chicas del St. Mary a encontrar el lugar cuando el dolor o la turbación les impidió arreglarse solas con sus libros. Al final del servicio se acercó a la tumba y se quedó por un momento contemplando el ataúd. Deborah sintió más que escuchó su suspiro. Qué significaba nadie podría haberlo leído en la cara tranquila que se volvió nuevamente para enfrentar a la muchedumbre. Se puso los guantes y se inclinó para leer una de las tarjetas de duelo antes de reunirse con su hija.

—Que gentío tan espantoso. Uno pensaría que la gente tiene algo mejor que hacer. Pero, si esa pobre chica Sally era la mitad de exhibicionista de lo que parece haber sido, este entierro recibiría su aprobación. ¿Qué está haciendo ese chico? ¿Es ésta tu madre? Bueno, seguramente su pequeño sabe que no se salta sobre las tumbas. Debe controlarlo mejor si quiere traerlo al cementerio. Esta es tierra consagrada, no el patio de juego de la escuela. Un entierro no es un entretenimiento apropiado para un niño de todos modos.

La madre y el chico las miraron con la boca abierta mientras se alejaban, dos caras asombradas con las mismas narices afiladas, el mismo cabello ralo. Luego, la mujer se llevó al chico de un tirón con una mirada temerosa hacia atrás. Ya el brillante despliegue de color se dispersaba, las bicicletas estaban siendo arrastradas de entre los ásteres silvestres junto a la pared del cementerio, los fotógrafos guardaban sus cámaras. Uno o dos pequeños grupos aún se demoraban, cuchicheando y esperando una oportunidad para curiosear entre las coronas. El sacristán ya estaba recogiendo las huellas de cáscaras de naranja y bolsas de papel, mascullando en voz baja. La tumba de Sally era una sábana de color. Rojos, azules y oro se extendían sobre los terrones de pasto apilados y las tablas de madera como una manta chillona de retazos y el perfume de la tierra rica se mezclaba con el perfume de las flores.

3

¿
Esa no es la tía de Sally? —preguntó Deborah.

Una mujer delgada, de aspecto nervioso, con un cabello que alguna vez pudo haber sido rojo estaba hablando con la señorita Liddell. Se alejaron juntas hacia la entrada del cementerio.

—Con seguridad es la misma mujer que identificó a Sally en la encuesta. Si es la tía, quizá podríamos llevarla en coche hasta su casa. Los autobuses pasan muy de vez en cuando a esta hora.

—Podría valer la pena cambiar una palabra con ella —dijo Felix pensándolo.

La sugerencia de Deborah originariamente había sido hecha movida por simple bondad, el deseo de ahorrarle a alguien una larga espera bajo el calor del sol. Pero ahora las consecuencias prácticas de su propuesta se imponían.

—Consigue que la señorita Liddell te presente, Felix. Yo traeré el coche. Podrías averiguar dónde trabajó Sally antes de quedar embarazada, y quién es el padre de Jimmy y si el tío de Sally realmente la quería.

—¿En dos o tres momentos de una conversación al pasar? No me parece posible.

—Tendríamos todo el viaje para sondearla. Haz la prueba, Felix.

Deborah se apresuró tras su madre y Catherine con toda la velocidad que el decoro permitía, dejando a Felix con su tarea. La mujer y la señorita Liddell ya habían llegado al camino y se demoraban para unas pocas palabras finales. A la distancia, las dos figuras parecían estar ejecutando algún tipo de danza ritual, se acercaron para darse la mano y luego se separaron con una inclinación. Entonces, la señorita Liddell, que se había alejado, se volvió con alguna nueva observación y las figuras se juntaron de nuevo.

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