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Authors: P. D. James

Tags: #Intriga, Policíaco

Cubridle el rostro (16 page)

BOOK: Cubridle el rostro
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—Stephen nunca me lo dijo. Claro que no hubo muchas oportunidades con lo de la kermés. Podría haber cambiado de parecer, sin embargo. Probablemente pensó que yo no sería de mucha ayuda. Yo tendría que haberlo sabido, se da cuenta. Él no habría pasado por alto un descuido así. Su padre… mi paciente. Hace treinta años que conozco a Simon Maxie. Traje sus hijos al mundo. Uno tendría que conocer a sus pacientes, saber cuándo necesitan ayuda. Simplemente dejaba la receta, semana tras semana. Últimamente ni siquiera subía a verle muy a menudo. No parecía tener mucho sentido. No me imagino qué estaría haciendo Martha, sin embargo. Ella lo cuidaba, hacía todo. Debe haber sabido acerca de esos comprimidos. Es decir, si Sally decía la verdad.

—Es difícil imaginársela inventado toda esa historia. Además, tenía los comprimidos. ¿Me imagino que sólo se pueden conseguir con receta médica?

—Sí. No puede ir sencillamente a una botica y comprarlos. Oh sí, es cierto. En realidad en ningún momento lo dudé. Me culpo a mí mismo. Tendría que haberme dado cuenta de lo que ocurría en Martingale. No sólo a Simon Maxie. A todos ellos.

«Así que cree que uno de ellos lo hizo», pensó Dalgliesh. «Puede ver claramente en qué dirección se encaminan las cosas y no le gusta. No es su culpa. Sabe que es un crimen, no hay duda. La cuestión es, ¿está seguro de ello? Y en ese caso, ¿cuál de ellos?».

Preguntó acerca del sábado por la noche en Martingale. El relato del doctor Epps sobre la aparición de Sally antes de cenar, y la revelación de la propuesta de Stephen fue notablemente menos dramático que el de Catherine Bowers o el de la señorita Liddell, pero las versiones concordaban en lo fundamental. Confirmó que ni él ni la señorita Liddell habían dejado el despacho mientras se contaba el dinero, y que había visto a Sally Jupp subiendo por la escalera principal mientras él y su anfitriona pasaban por el vestíbulo hacia la puerta principal. Le parecía que Sally vestía una bata y llevaba algo, pero no recordaba qué. Podría haber sido una taza y un platillo o quizás un vaso. No le había hablado. Esa fue la última vez que la vio con vida. Dalgliesh preguntó a quién más en el pueblo se le había recetado Sommeil.

—Tendré que mirar en mi archivo si quiere saberlo con exactitud. Puede llevar alrededor de media hora. No era una receta habitual. Recuerdo uno o dos pacientes que lo tomaban. Puede haber otros, claro. Sir Reynold Price y la señorita Pollack del St. Mary lo tomaban, eso lo sé. El señor Maxie, por supuesto. Por cierto, ¿qué sucede con su medicación ahora?

—Estamos reteniendo el Sommeil. Tengo entendido que el doctor Maxie ha recetado un equivalente. Y ahora, doctor, quizá podría hablar un momento con su ama de llaves antes de irme.

Pasó un minuto entero antes de que el doctor pareciera haberle escuchado. Entonces se levantó con dificultad de su sillón murmurando una disculpa y le guió del consultorio a la casa. Allí Dalgliesh pudo confirmar, con todo tacto, que el doctor llegó a casa la noche anterior a las diez cuarenta y cinco y había sido llamado para un parto a las once y diez. No esperaba escuchar otra cosa. Tendría que confirmarlo con la familia de la paciente, pero sin duda proporcionarían una coartada para el doctor hasta las tres y media de la mañana, hora en que finalmente dejó a la señora Baines de Nessingford orgullosa poseedora de su primer hijo. El doctor Epps había estado ocupado la mayor parte de la noche del sábado trayendo vida al mundo, no ahogando la de Sally Jupp.

El doctor murmuró algo sobre una visita tardía y caminó con Dalgliesh hasta la entrada, protegiéndose antes del aire de la noche con un abrigo opulento y voluminoso, al menos un talle demasiado grande para él. Cuando llegaron a la entrada, el doctor, que había hundido las manos en sus bolsillos, dio un pequeño respingo de sorpresa y abrió su mano derecha para descubrir una pequeña botella. Estaba casi llena de pequeños comprimidos marrones. Los dos hombres la observaron en silencio por un momento. Entonces el doctor Epps dijo:

—Sommeil.

Dalgliesh cogió un pañuelo, envolvió la botella y se la metió en el bolsillo. Notó con interés el primer movimiento instintivo de resistencia del doctor.

—Esas deben ser de sir Reynold, inspector. Nada que ver con la familia. Este abrigo era de Price —su tono era defensivo.

—¿Cuándo llegó a sus manos el abrigo, doctor? —preguntó Dalgliesh.

Nuevamente hubo una larga pausa. Luego el doctor pareció recordar que había hechos que no tenía sentido tratar de ocultar.

—Lo compré el sábado. En la kermés de la iglesia. Lo compré más bien como una broma entre yo y… la persona a cargo del puesto.

—Que era… ¿quién? —preguntó Dalgliesh inexorablemente.

El doctor Epps no le miró a los ojos mientras contestaba lentamente.

—La señora Riscoe.

4

E
L domingo había sido secular e interminable, su legado, una semana tan dislocada que el lunes amaneció sin color ni individualidad algunos, un día que no era más que un limbo. El correo fue más abundante de lo habitual, un tributo a la eficiencia tanto del ubicuo teléfono como de los medios de comunicación más sutiles y menos científicos del campo. Presumiblemente el correo de mañana sería aún más abundante, cuando la noticia del asesinato de Martingale les llegara a aquellos que dependían de la imprenta para su información. Deborah había pedido media docena de periódicos. Su madre se preguntaba si esta extravagancia era un gesto de desafío o satisfacía una curiosidad genuina.

La policía seguía usando el despacho, aunque habían informado de su intención de trasladarse al Moonraker’s Arms más tarde ese mismo día. Para sus adentros, la señora Maxie les deseó que les aprovechara la comida. La habitación de Sally se mantenía cerrada. Sólo Dalgliesh tenía la llave y no daba explicación alguna de sus frecuentes idas allí ni de lo que encontraba o esperaba encontrar.

Lionel Jephson había llegado temprano por la mañana, quisquilloso, escandalizado e ineficaz. La familia sólo deseaba que a la policía le estuviera resultando una molestia tan grande como a ellos. Como predijo Deborah, se encontraba perdido en una situación tan alejada de sus intereses y experiencias normales. Su ansiedad evidente y sus reiteradas advertencias sugerían que, o tenía grandes dudas sobre la inocencia de sus clientes, o tenía poca fe en la eficiencia de la policía. Fue un alivio para todos los de la casa cuando se escabulló a la ciudad antes del almuerzo para consultar con un colega.

A las doce el teléfono sonó por enésima vez. La voz de sir Reynold Price resonó a través de la línea hasta la señora Maxie.

—Pero es una vergüenza, mi querida señora. ¿Qué está haciendo la policía?

—Creo que en este momento están tratando de rastrear al padre del bebé.

—¡Por Dios! ¿Para qué? Yo pienso que harían mejor en concentrarse en averiguar quién la mató.

—Parecen pensar que podría haber una conexión.

—Malditas ideas estúpidas que se les ocurren. Han estado aquí, sabe. Querían saber acerca de unas pastillas que Epps me recetó. Debe de haber sido hace meses. Sorprendente que se acordara después de todo ese tiempo. ¿Y por qué cree usted que estarán preocupados por ellas? Cosa realmente extraordinaria. «No me va a arrestar todavía, inspector», le dije. Se podía ver que le divirtió.

La risa robusta de sir Reynold crepitó desagradablemente en el oído de la señora Maxie.

—Que molesto para usted —dijo la señora Maxie—. Me temo que este asunto tan lamentable le está causando muchos problemas a todo el mundo. ¿Se fueron satisfechos?

—¿La policía? Mi querida señora, la policía nunca está satisfecha. Les dije claramente que en esta casa no tiene sentido esperar encontrar algo. Las criadas ordenan todo lo que no se guarda bajo llave. Imagínese buscar un frasco de comprimidos que tenía hace meses. Una idea muy estúpida. El inspector parecía creer que yo tenía que recordar exactamente cuántos tomé y qué pasó con los demás. ¡Fíjese! Le dije que yo era un hombre ocupado con cosas mejores a que dedicar mi tiempo. También estuvieron preguntando por ese problemita que tuvimos en el St. Mary hace unos dos años. Al inspector parecía interesarle mucho. Quería saber por qué fue que usted renunció a la comisión y demás.

—Me pregunto cómo se enteraron de eso.

—Algún tonto ha estado hablando de más, me imagino. Es curioso cómo la gente no puede mantener la boca cerrada, especialmente con la policía. Este sujeto Dalgliesh me dijo que era extraño que usted no estuviese en la comisión del St. Mary cuando manejaba prácticamente todo lo demás del pueblo. Le dije que había renunciado hace dos años cuando tuvimos ese problemita y, naturalmente, quiso saber qué problemita. Preguntó por qué no nos habíamos quitado a la Liddell de encima entonces. Le dije, «Mi querido amigo, usted no puede dejar a una mujer en la calle así sin más después de veinticinco años de servicio. No es como si se tratara de una verdadera deshonestidad». En eso me pongo firme, ya lo sabe. Siempre lo hice. Siempre lo haré. Negligencia y desorden general en las cuentas, puede ser, pero eso está muy lejos de una falta de honradez deliberada. Le dije al hombre que ella estuvo ante la comisión (todo con mucho sigilo y tacto, naturalmente) y le mandamos una carta confirmando las nuevas medidas financieras de modo que no pudiera haber ningún malentendido. Una carta muy dura, además, si se toma todo en cuenta. Sé que en ese momento usted pensó que deberíamos haber entregado el Hogar a la comisión diocesal de beneficencia o a una de las asociaciones nacionales para madres solteras, en vez de mantenerlo como una institución privada de caridad, y así se lo hice saber al inspector.

—Pensé que era hora de que le entregáramos una tarea tan difícil a gente preparada y experimentada, sir Reynold.

Mientras hablaba la señora Maxie maldijo la imprudencia que la había entrampado en esta recapitulación de historias pasadas.

—Eso es lo que quiero decir. Le dije a Dalgliesh: «La señora Maxie bien puede haber tenido razón. No digo que no. Pero lady Price estaba encariñada con el Hogar, de hecho, prácticamente lo fundó, y naturalmente a mí no me agradaba la idea de entregarlo a otras manos. Quedan pocos de estos lugares privados ahora. El toque personal es lo que cuenta. No hay duda, sin embargo, de que la señorita Liddell había hecho un dislate con las cuentas. Demasiada preocupación para ella. Los números en realidad no son cosa para mujeres». Estuvo de acuerdo, naturalmente. Se rió bastante con el asunto.

La señora Maxie lo podía creer muy bien. La imagen no era agradable. Sin duda esta facilidad para adaptarse a las características de todos los hombres era un requisito previo para tener éxito como detective. La señora Maxie no dudaba de que, una vez terminada la cordial conversación entre los dos hombres, la mente de Dalgliesh elaboraba ya una nueva teoría. ¿Pero cómo era posible? Las tazas para esa última bebida de la noche con toda seguridad habían quedado dispuestas para las diez. Después de esa hora la señorita Liddell nunca estuvo fuera del alcance de la vista de su anfitriona. Juntas habían estado de pie en el vestíbulo y observado a esa radiante figura triunfal llevándose a la cama la taza de Deborah escaleras arriba. La señorita Liddell podía posiblemente tener un motivo si la burla de Sally tenía algún significado, pero no había ninguna prueba de que tuviese los medios ni, por cierto, tampoco que hubiese tenido la oportunidad. La señora Maxie, a quien la señorita Liddell nunca le había gustado, todavía podía tener la esperanza de que las humillaciones semi olvidadas de hacía dos años podrían permanecer ocultas, y que Alice Liddell, no muy eficiente, no muy inteligente, pero fundamentalmente buena y bien intencionada sería dejada en paz.

Pero sir Reynold seguía hablando:

—Y dicho sea de paso, yo no les prestaría ninguna atención a esos rumores extraordinarios que andan circulando por el pueblo. La gente siempre habla, ya lo sabe, pero todo se va a terminar en cuanto la policía atrape a su hombre. Esperemos que se apresuren. Y no lo olvide, hágame saber si hay algo que pueda hacer. Y asegúrese de cerrar bien por las noches. La próxima podría ser Deborah o usted —la voz de sir Reynold adquirió un tono ronco de conspirador y la señora Maxie tuvo que esforzarse para escuchar—. Se trata del niño. Lindo pequeño por lo que pude ver. Le estuve observando en su cochecito en la kermés, sabe. Esta mañana pensé que me gustaría hacer algo al respecto. No es muy divertido perder a una madre. Sin un verdadero hogar. Alguien tendría que cuidarlo. ¿Dónde está ahora? ¿Con usted?

—Jimmy está de regreso en el St. Mary. Pareció mejor así. No sé qué medidas se tomarán con él. Es muy pronto todavía, claro, y no sé si alguien se ha puesto a pensar seriamente en eso.

—Es hora de que lo hicieran, querida señora. Hora de que lo hicieran. Quizá le den en adopción. Mejor apuntarse en la lista, ¿no? La señorita Liddell sería la persona a quien preguntarle, me imagino.

La señora Maxie no supo qué contestar. Estaba más al tanto de las leyes de adopción que sir Reynold y dudaba de que se le pudiera considerar el aspirante más adecuado para hacerse cargo de un niño. Si Jimmy había de ser adoptado, su situación aseguraría que habría muchos ofrecimientos. Ella misma ya había pensado en el futuro del niño. Esto no lo mencionó, sin embargo, sino que se contentó con señalar que los parientes de Sally podían todavía aceptar al pequeño y que no podía hacerse nada hasta que no se conociera su parecer. Incluso era posible que se pudiese ubicar al padre. Sir Reynold descartó esta posibilidad con una exclamación de burla, pero prometió no hacer nada con apresuramiento. Se despidió con renovadas advertencias contra maníacos homicidas. La señora Maxie se preguntó si alguien podía ser tan estúpido como aparentaba serlo sir Reynold, y qué podía haber inspirado su súbito interés por Jimmy.

Colgó el auricular con un suspiro y se dedicó a la correspondencia del día. Una media docena de amigos que, obviamente con cierta turbación social, expresaban su afecto por la familia y su confianza en la inocencia de los Maxie con invitaciones a cenar. La señora Maxie encontró esta demostración de apoyo más divertida que tranquilizadora. Los tres sobres siguientes llevaban caligrafías desconocidas y los abrió a desgana. Quizá fuese mejor destruirlos sin leer, pero uno nunca sabe. Así podría perderse alguna información de valor. Además, demostraba más valor hacer frente a lo desagradable, y a Eleanor Maxie nunca le había faltado valor. Pero las dos primeras cartas eran menos objetables de lo que había temido. Una, en realidad, quería ser alentadora. Contenía tres pequeños textos impresos con gorriones y rosas en una proximidad absurda y la afirmación de que quien resistiera hasta el fin se salvaría. Solicitaba una contribución para permitir que se divulgara la buena nueva y sugería que se copiaran los textos y se distribuyeran entre los amigos que también tenían problemas. La mayoría de los amigos de la señora Maxie eran discretos respecto de sus problemas pero, aun así, sintió una pizca de culpa cuando tiró los textos a la papelera. La carta siguiente venía en un sobre color malva perfumado y era de una mujer que afirmaba tener poderes psíquicos y estaba dispuesta, por unos honorarios, a organizar una sesión en la que podía esperarse que apareciera Sally y diera el nombre de su asesino. La presunción de que las revelaciones de Sally resultarían enteramente aceptables para los Maxie sugería, al menos, que la autora les daba el beneficio de la duda. La última comunicación llevaba el matasellos local y solamente inquiría «¿Por qué no se contentó con matarla a fuerza de trabajo, sucia asesina?». La señora Maxie se fijó en la letra cuidadosamente pero no pudo recordar haberla visto antes. Pero el matasellos era nítido y reconoció un desafío. Decidió ir hasta el pueblo y hacer algunas compras.

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