Cuentos de Canterbury (57 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Cuando el sacerdote estaba más ocupado, el canónigo se acercó hasta él con su bastón y salpicó de polvos el interior del crisol como antes (¡ojalá que, por sus mentiras, Dios permita que el diablo le flagele hasta desollarle!). Cada uno de sus pensamientos y obras eran falsos. Y removió los carbones que se hallaban encima del crisol con su bastón trucado hasta que la cera empezó a fundirse (como todos deben saber, a menos que sean tarugos), con lo que todo su contenido fue a caer directamente en el interior del crisol.

Señores, no podía hacerse mejor. Cuando hubo sido engañado nuevamente, el sacerdote —que no sospechaba nadaestaba que no cabía en sí de alegría. No puedo ni empezar a describir su felicidad y satisfacción. Una vez más ofreciose en cuerpo y alma al canónigo.

—Bueno —le respondió él—, pobre podré serlo, pero habréis visto que sé una cosa o dos. Os advierto que todavía hay más. ¿Tenéis algo de cobre por aquí?

—Creo que sí —le respondió el cura.

—Si no lo tuvieseis, id a comprarlo sin perder un instante. Vamos, señor, no os entretengáis. Apresuraos.

El cura salió corriendo y regresó con el cobre.

El canónigo lo tomó con las manos y separó una onza, pesándolo.

Mi lengua no me sirve como instrumento para expresar lo que pienso de la taimada astucia de este canónigo, padre de la villanía. Para los que no le conocéis, diré que se parecía a un amigo, pero en el fondo de su corazón y de su mente era un diablo: me cansa hablaros de toda esa bellaquería. Sin embargo, quiero seguir haciéndolo para que se le conozca bien, aunque no sea más, verdaderamente, que para aviso a los demás.

Colocó la onza de cobre en el crisol y lo puso inmediatamente sobre el fuego (haciendo, como antes, que fuese el cura el que soplase, ya que se tenía que doblar para ejecutar esta tarea), rociándolo también con sus polvos. Todo no era más que un engaño: este sacerdote era víctima de una tomadura de pelo total. Después vertió el cobre derretido en el interior del molde y, finalmente, lo introdujo en la escudilla de agua. Luego metió la mano (os he dicho antes que tenía una barrita de plata camuflada en la manga), sacudió disimuladamente —¡el muy sinvergüenza!— y dejó caer la barrita al fondo de la escudilla ¡Y el cura sin enterarse de su prestidigitación! El canónigo revolvió por el agua y, con gran presteza y ligereza de dedos, se apoderó de la barrita de cobre —el cura seguía en el limbo— y la escamoteó.

A continuación puso la mano sobre el hombro del sacerdote y burlonamente le dijo:

—Señor, esto no marcha. Inclinaos y ayudadme como hace un momento os ayudé yo: meted vuestra mano dentro y ved qué hay allí.

El sacerdote pronto pescó la barrita de plata, a lo que el canónigo dijo:

—Llevad estas tres barritas que acabamos de fabricar a un orfebre, a ver de qué son. Juro que es plata pura. Si no lo es, me comeré el sombrero. Pero pronto lo sabremos.

Llevaron las tres barritas de plata a un orfebre que las ensayó con fuego y martillo. Nadie pudo negar que eran auténticas.

¿Quién estaba más feliz que aquel entontecido sacerdote? No hay pájaro que esté más contento al romper el alba, ningún ruiseñor canta con más ganas en verano, ninguna dama está más inclinada a bailar o —hablando de señores y damas— ningún caballero más ansioso de conquistar el favor de su dama con algún hecho de armas, que el sacerdote en cuestión interesado en aprender este desgraciado arte. Esto es lo que dijo al canónigo:

—Si es que me lo merezco de vos, por el amor de Aquel que murió por todos nosotros, ¿podríais decirme cuánto cuesta esta fórmula? Por favor, decídmelo.

—Por la Virgen Nuestra Señora —respondió el canónigo—, os lo advierto. Es cara. Aparte de un fraile y yo, no hay nadie más en Inglaterra que la conozca.

—No importa —exclamó el otro—. Vamos, señor, por el amor de Dios, decidme cuánto. ¡Decídmelo, os lo imploro!

—En serio —replicó el canónigo—. Os digo que es muy cara. En una palabra, señor, si queréis tenerla tendréis que pagar cuarenta libras, y que Dios me perdone. Y si no fuese por la amistad que me mostrasteis hace poco, tendríais que pagar más, ya lo creo.

El sacerdote fue a buscar inmediatamente las cuarenta libras en doblones y se las entregó todas al canónigo en pago de dicha fórmula. Toda la operación no fue sino un fraude y un engaño.

—Señor cura —dijo él—, no pretendo conseguir alabanzas por mi habilidad, pero preferiría mantenerla oculta; si en algo me estimáis, guardadla en secreto. Pues si la gente llegase a conocer mis poderes, por Dios que sentirían tanta envidia de mi alquimia que podría costarme la vida. En eso no hay alternativa.

—¡Dios no lo quiera! —exclamó el sacerdote—. No os preocupéis. Antes de crearos problemas, tendría que volverme loco y vender todo lo que poseo.

—Gracias por vuestros buenos deseos, señor —repuso el canónigo—. Y ahora, adiós, y mil gracias.

Y se marchó.

En cuanto al sacerdote, jamás logró volver a ponerle la vista encima desde aquel día. Y cuando en el momento que creyó adecuado, empezó a ensayar la fórmula —¡oh, sorpresa!—, no funcionó. Y así quedó triste y engañado.

De esta manera se presentaba, pues, el canónigo a la gente y conseguía que se arruinasen.

Contemplad, caballeros, cómo en cada escala de la vida los hombres luchan por él, que casi no queda ya oro alguno. Hay tantos que resultan atrapados por la alquimia que, verdaderamente, esto explica su escasez. Los que practican el arte de la transmutación hablan con una terminología tan confusa que nadie la entiende, si es que realmente tienen hoy día la ciencia. Dejadles hablar y parlotear como grajillas y dedicar su entusiasmo y energía en pulir su jerga, pues jamás alcanzarán su objetivo. ¡Ya es bastante para un hombre aprender a transmutar sus bienes y convertirlos en nada!

Esta imbecilidad ofrece unos señuelos tan deslumbrantes que la felicidad de un hombre se convierte en su desesperación, deja vacía la bolsa más repleta y pesada, y consigue las maldiciones de los que le han sacrificado sus bienes. Deberían sentir vergüenza. ¿Es que la gente que se ha quemado los dedos no sabe apartarse del fuego?

Si os habéis metido en la alquimia, seguid mi consejo: dejadla correr antes de perderlo todo. Es mejor tarde que nunca pues jamás podréis encontrar la Piedra Filosofal. Sois tan osados como el ciego Bayardo, el viejo caballo que tropieza y le importa un comino el peligro. Se meterá en dificultades con la misma decisión con que se aparta a un lado.

Vosotros los alquimistas sois iguales. ¡Os lo digo yo! Si no podéis mirar adelante, al menos procurad que vuestras mentes no queden ofuscadas. Pues aunque mantengáis los ojos abiertos y jamás parezcáis tan despiertos, nunca ganaréis una pizca en esta empresa, sino que despilfarraréis todo lo que podáis mendigar o pedir prestado.

Calmad vuestro ardor, para que el fuego no arda demasiado deprisa. Con ello quiero decir: no os ocupéis más de la alquimia, pues si lo hacéis se habrá terminado vuestra buena suerte Y aquí y ahora os diré lo que los verdaderos alquimistas dicen sobre esta cuestión.

He aquí lo que Arnoldo de Vilanova
[498]
afirma literalmente en su
Rosanum Philosophorum
: «La transformación o reducción del mercurio no puede efectuarse sin la ayuda de su hermano.» Pero el primero en advertirlo claramente fue Hermes Trimegisto
[499]
, el padre de la alquimia, que afirma: «El dragón no morirá a menos de que su hermano muera con él.» Es decir, por dragón debe entenderse «mercurio», y por hermano del dragón, «azufre»; pues éste viene del Sol —que es el oro—, y aquél, de Luna —que es la plata—. «Y, por consiguiente sigue, y fijaos bien en su precepto, que ningún hombre se moleste en seguir esta ciencia a no ser que pueda entender los objetivos que pretenden y la terminología que usan los alquimistas; si no se trata de un imbécil. Pues este arte y ciencia es realmente el misterio de los misterios.»

Hubo también un discípulo de Platón que una vez formuló una pregunta a su maestro (como su libro
Senioris Zadith Tabula Chimica
registra). Esta es la pregunta que formuló: —Decidme el nombre de la Piedra Filosofal. Y Platón respondió:

—Es la piedra que la gente llama Titanio. ¿Y qué es eso? —contestó el otro.

—Lo mismo que Magnesia —repuso Platón.

—¡Ya esta bien, señor! Esto es
ignotum per ignotius
(es decir, «explicar lo desconocido mediante lo más desconocido aún»). Por favor, ¿qué es Magnesia, señor?

—Digamos que es un líquido compuesto de los cuatro elementos —replicó Platón.

—Querido maestro, decidme, si os place, el principio esencial de este líquido.

—Ciertamente, no —contestó Platón—. Todos los alquimistas están ligados por juramento de que nunca lo revelarán a nadie ni, incluso, lo escribirán en un libro. Pues es algo tan querido y precioso a Cristo, que Él no desea que se revele, salvo cuando plazca a su Mente Divina inspirar a los hombres; a los demás se lo prohibe, porque El así lo desea. Eso es todo.

Así termino: ya que Dios en el Cielo no desea que los alquimistas expliquen cómo puede descubrirse esa piedra, a mi modo de ver, lo mejor que puede hacerse es dejarlo correr.

Nunca prosperará quien haga de Dios su adversario, trabajando contra su voluntad. No lo logrará, así se esté alquimizando hasta el término de sus días.

Aquí me quedo. Mi cuento ha terminado. Que Dios envíe a todos los hombres buenos remedio para sus penas.

AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL CRIADO DEL CANÓNIGO.

SECCIÓN NOVENA
Prólogo del intendente

¿Conoceis el lugar donde se halla un pequeño pueblo llamado Bob-up-and-Down
[500]
, bajo el bosque de Blean, en el camino de Canterbury? Allí fue el lugar donde nuestro anfitrión empezó a soltar sus chistes:

—Vamos, caballero, Dun a quedado atascado en el fango. ¿Quién le sacará de él? ¿No quiere nadie despertar a nuestro amigo de atrás, por cariño o dinero? Algún ladrón podría fácilmente robarle y dejarle amarrado. ¡Vedle ahí roncando a gusto! ¡Por los huesos del gallo! ¡Pero si va a caerse del caballo de un momento a otro! ¿Es ése el condenado cocinero de Londres? Hacedlo salir (ya sabe el castigo). Juro que nos contará un cuento, aunque éste no valga ni lo que un manojo de paja. ¡Despierta, cocinero, maldita sea! ¿Qué es lo que te pasa, que vas dormido en plena mañana? ¿Es que te han estado picando las pulgas toda la noche o es que estás bebido? ¿O es quizá que te has pasado toda la noche sudando encima de una concubina hasta que no pudiste levantar cabeza?

Completamente pálido y descolorido, el cocinero respondió al anfitrión:

—Que Dios me proteja, pero me ha entrado una pesadez tal (ignoro por qué), que antes preferiría echar una cabezada que beberme un galón del mejor vino en Cheapside.

—Bueno —dijo el intendente—, si os sirve de consuelo, maese cocinero, os perdonamos de momento si contáis vuestro relato. Es decir, si nadie de los que cabalga en este grupo tiene algo que objetar en contra y nuestro anfitrión tiene la bondad de dar su asentimiento, pues, por la salvación de mi alma, me parece que vuestro rostro está excesivamente pálido, vuestros ojos se ven también como aturdidos, y vuestro aliento huele a agrio, signo evidente de que no estáis en buena forma. Ciertamente no voy a adularos. Vedle cómo bosteza este gamberro borracho. Parece que se nos fuera a tragar a todos aquí mismo.

»No abráis la boca, hombre, por el amor de Cristo. ¡Que el diablo de los infiernos meta el pie en ella! Vuestro horrible aliento nos va a envenenar a todos. Por favor, cerdo apestoso, por favor, imorid de una santa vez! Ah, señores, mirad bien a este guapo mozo. ¿Queréis probar vuestra destreza en el juego de lanza a caballo, dulce señor, y esquivar el saco de arena? Yo diría que estáis en espléndida forma para ello. Habéis estado bebiendo a destajo, apostaría, y cuando la gente bebe así, va lista.

Al oír este parlamento, el cocinero se enojó y enfureció. Incapaz de hablar, hizo violentos gestos con la cabeza hacia el intendente, y su caballo le tiró al suelo; y allí se quedó hasta que le recogieron. ¡Buen jinete era ese cocinero! ¡Lástima que no prefiriese el cucharón! Cuántos apuros y trabajos, cuánto empujar y alzar, antes no lograron volverle a situar encima de la montura; pues este pálido e infeliz fantasma resultaba difícil de manejar.

Entonces nuestro anfitrión volvióse al intendente y dijo:

—Por mi alma que este hombre está tan vencido por la bebida, que probablemente su cuento le saldría enfarfullado. No sé si es vino lo que ha estado bebiendo, o si era cerveza nueva o vieja, pero ha estado hablando por la nariz, bufando como si tuviese un resfriado de cabeza. Y ya ha hecho más de lo que podía manteniéndose él y su caballo de arrastre fuera del fango. Si vuelve a caerse de su rocín, tendremos trabajo en levantar su pesado esqueleto de borracho. Empezad vuestra historia. Ya estoy harto de él. De todas formas, intendente, creo que habéis abusado de este alcornoque burlándoos de sus fallos en público, como lo habéis hecho. Otro día, quizá, él os tenderá una trampa y os pedirá cuentas (quiero decir que se meterá en una o dos cosas, buscando fallos en vuestras cuentas, lo cual no os favorecería en nada si pudiese probarlo).

—No. Sería bastante molesto —asintió el intendente—. Él podría fácilmente hacerme tropezar; antes preferiría la yegua en la monta que empezar una pelea con él; procurare, si puedo, no causarle enojo. Lo que antes dijo, solamente fue una broma; pero ¿sabe qué? Tengo aquí en esta calabaza un vino para beber —sí, de una buena cosecha—, y le mostraré dentro de un momento una broma rara. Procuraré hacer que el cocinero beba un poco de él. No va a decir que no, estoy seguro. Apostaría mi vida en ello.

Resultó que el cocinero echó un largo trago de vino de la calabaza, más de lo necesario, ¡lástima! ¿Por qué tanto? Ya había bebido bastante. El cocinero, después de interpretar una tonadilla con la calabaza, se la devolvió al intendente y, evidentemente complacido con la bebida, le dio las gracias como mejor pudo.

Entonces nuestro anfitrión soltó una carcajada y dijo:

—Veo con claridad que es necesario llevar buena bebida con nosotros dondequiera que vayamos, pues convierte los agravios y el rencor en amor y armonía y apacigua muchos enojos. ¡Oh, Baco, que puedes así transformar la seriedad en chanza, bendito sea tu nombre! ¡Honor y loor a tu divinidad! Bueno, ya no digo nada más sobre ello. Ahora, intendente, os ruego que empecéis vuestro cuento.

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