Cuentos de Canterbury (59 page)

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Authors: Geoffrey Chaucer

BOOK: Cuentos de Canterbury
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Y así empezó el párroco su sermón.

Cuento del párroco

Paraos en los caminos,

ved y preguntad

cuáles son las sendas antiguas,

cuáles el recto camino y seguidlo,

hallaréis refrigerio para vuestras almas
[508]

Nuestro dulce Señor de los Cielos, que no quiere que hombre alguno perezca, sino que todos alcancen el conocimiento de Él y de la vida perdurable, así nos exhorta a través del profeta jeremías con estas palabras:

«Permaneced en los caminos, ved y preguntad cuáles son las antiguas sendas (a saber, las enseñanzas primitivas), cuál el buen camino; transitadlo y hallaréis refrigerio para vuestras almas.»

Los caminos de espiritualidad que conducen a los creyentes a Jesucristo Nuestro Señor y a la gloria son numerosos. Entre ellos existe uno lleno de nobleza y muy conveniente, imprescindible para todo hombre o mujer que, a causa del pecado, se ha desviado del recto camino a la Jerusalén Celestial. Esta vía recibe el nombre de penitencia. Todos deberían escuchar con alegría y escudriñar con todas sus fuerzas la naturaleza de la penitencia, el porqué recibe tal nombre y qué variedades presentan sus diversas obras, facetas y manifestaciones, y lo que pertenece y se adecua a ella.

San Ambrosio
[509]
afirma que la penitencia es el dolor del hombre por el mal realizado, y nada hay por la que él deba manifestar más pesar. Cierto doctor manifiesta: «La penitencia es la lamentación mostrada por el hombre ante su pecado y el tormento que le producen sus errores.» La penitencia, en circunstancias determinadas, es el verdadero arrepentimiento de alguien que conserva el dolor y la pena por sus pecados. Y para que la penitencia sea verdadera, deberá en primer lugar lamentar las faltas cometidas, tener el firme propósito en su corazón de confesarse oralmente, cumplir la penitencia, no volver a realizar algo de lo que uno deba lamentarse o sentir pesar, y tener el propósito de perseverar en el bien; en caso contrario, su penitencia resulta inútil. Porque, como afirma San Isidoro
[510]
: «El que a renglón seguido hace algo de lo que debe arrepentirse, no es un verdadero penitente, sino un embaucador y un embustero.»

El lamentarse y perseverar en el pecado no resulta provechoso. Con todo, se debe esperar que, siempre que uno cae, por elevada que sea su reincidencia, pueda levantarse mediante la penitencia si se le concede tal gracia. Porque, como dice San Gregorio: «Apenas se puede levantar del pecado quien está abrumado por el peso de las malas obras»
[511]
. Y, por consiguiente, la Santa Madre Iglesia asegura la salvación de los penitentes que evitan y desechan el pecado antes de que éste los rechace a ellos. La misma Santa Iglesia confía en la salvación de aquel que peca y se arrepiente de corazón en el último momento a causa de la gran misericordia de Jesucristo Nuestro Señor; pero optad por el camino más seguro.

Y ahora, una vez descrita su naturaleza, deberéis saber que tres son los actos de la penitencia. El primer acto afecta a quien recibe el bautismo después de haber pecado. San Agustín afirma: «A menos que se arrepienta de los pecados de su vida anterior, no puede emprender una vida nueva»
[512]
. Pues, ciertamente, si se le bautiza sin estar arrepentido de su culpa anterior, recibe el carácter bautismal, pero sin la gracia ni la remisión de sus pecados, hasta que esté verdaderamente arrepentido.

Otro defecto es éste: el que los hombres caigan en pecado mortal después de haber recibido las aguas bautismales. El tercer defecto consiste en que los hombres, después del bautismo, cometen pecados veniales a diario. De eso afirma San Agustín que «la penitencia de las gentes humildes y buenas constituye la penitencia de cada día»
[513]

La penitencia es de tres clases. Una es pública; otra, común, y la tercera, privada. La penitencia pública es de dos especies: una consiste en ser expulsado del seno de la Santa Madre Iglesia durante la cuaresma por degollar a niños y por otros pecados semejantes; la otra —aplicada a quien ha pecado abiertamente de modo que la falta se ha divulgado por la comarca— consiste en hacer penitencia pública obligada después del juicio condenatorio de la Santa Iglesia.

La penitencia común es la que se aconseja en general a los hombres en ciertos casos, como, por ejemplo, el ir poco abrigados o descalzos durante una peregrinación. La penitencia privada es aquella que los hombres practican a diario por pecados particulares: se confiesan en privado y reciben también penitencia privada.

A continuación te enterarás de los requisitos y condiciones para una penitencia verdadera y perfecta. Esta se fundamenta en tres premisas: contrición de corazón, confesión oral, y cumplimiento de la penitencia. Por ello afirma San Juan Crisóstomo: «La penitencia doblega al hombre a aceptar como resignación cualquier castigo que se le señale, con arrepentimiento de corazón y confesión oral, con satisfacción y toda suerte de obras de humildad.» Y en esto consiste la verdadera penitencia.

De nuevo, irritamos a Jesucristo Nuestro Señor de tres modos: por pecado de pensamiento, por descuido en el hablar y por obras malvadas y pecaminosas. Y en contra de estas perversas acciones se erige la penitencia, que puede ser comparada a un árbol. La raíz de este árbol es la contrición, que, al igual que la de un arbusto, penetra en tierra y se esconde en el corazón verdaderamente arrepentido. El tallo que soporta a los vástagos y a las hojas de la confesión y a los frutos de la satisfacción brota de las raíces de la contrición.

Jesucristo declara al respecto en su Evangelio: «Haced dignos frutos de penitencia»
[514]
. Pues por este fruto los hombres pueden conocer a este árbol (no por la raíz escondida en el corazón humano, ni por las ramas, ni por las hojas de la confesión). Y, en consecuencia, Jesucristo Nuestro Señor afirma lo siguiente: «Por sus frutos los conoceréis»
[515]

También de esta raíz surge una simiente de gracia, y esta semilla es fuente salvífica: es una semilla viva y ardiente. La gracia de esta simiente procede de Dios mediante el recuerdo del día del juicio y de las penas infernales. Sobre el tema, Salomón afirma que el hombre rechaza el pecado por el temor de Dios. El vigor de esta semilla radica en el amor a Dios y en el deseo de gloria sempiterna. Esta fuerza atrae el corazón del hombre hacia Dios y le hace odiar el pecado. Pues, en verdad nada sabe tan bien a un niño como la leche de su nodriza, y nada le resulta más repugnante que esa misma leche mezclada con otro alimento. Del mismo modo, el hombre pecador amante del pecado cree que éste es para él más dulce que cualquier otra cosa.
[516]

Pero en cuanto se enseñorea de él un comprometido amor hacia Jesucristo nuestro Señor y el deseo de vida perdurable no existe en realidad para él práctica más detestable. Pues ciertamente, la ley de Dios se recapitula en el amor a Él; a este efecto el profeta David afirma: «He amado tu ley y rechazado la maldad y el odio»
[517]
. Aquel que ama a Dios, guarda su ley y su palabra. Este es el árbol que el profeta Daniel
[5187]
contempló en espíritu con ocasión de la visión del rey Nabucodonosor cuando le aconsejó que hiciera penitencia. La penitencia es el árbol de la vida para aquellos que la aceptan; y bendito sea aquel que vive de modo penitente, según la máxima de Salomón
[519]

En esta penitencia o contrición uno debe distinguir cuatro elementos, a saber: en qué consiste la contrición, cuáles son las causas que impelen a uno a tener un corazón contrito, cómo se debe alcanzarla y qué utilidad tiene para el alma.

La contrición es el dolor sincero de los propios pecados, acompañado del firme propósito de confesarse, hacer penitencia y no reincidir jamás en ellos. Y este dolor, en palabras de San Bernardo, tendrá las siguientes características: «Será grave y profundo, y extremadamente vivo y acerbo en el corazón.» En primer lugar, porque el hombre ha pecado contra su Señor y Creador, y tanto más profundo y acerbo cuando que ha pecado contra su Padre celestial; y estas cualidades se incrementan al considerar que ha irritado a Aquel que le ha redimido con su preciosísima sangre y le ha rescatado de las ligaduras del pecado, de la crueldad del demonio y de las penas del infierno.

Seis son las causas que deben impeler al hombre a la contrición. Primera, el recuerdo de los propios pecados. Pero considera que ese recuerdo no es para él agradable en manera alguna, sino motivo de vergüenza y dolor por sus culpas. Pues Job afirma: «Los hombres pecadores ejecutan actos dignos de confusión»
[520]
. Y, por consiguiente, comenta Ezequías: «Los recordaré todos los años de mi vida con amargura de corazón»
[521]

Dice Dios en el Apocalipsis: «Recuerda de dónde has caído»
[522]
>. Pues antes de pecar erais hijos de Dios y miembros de su reino, pero a causa de vuestros pecados habéis quedado esclavizados y corruptos, os habéis convertido en miembros del maligno, odiados por los ángeles, denunciados por la Santa Iglesia, y en alimento de la falsa serpiente y combustible perpetuo del fuego infernal. Y aún más corrupto y reprobable, por nuestras frecuentes transgresiones, como hace el perro que ingiere todo lo que ha vomitado. Y con todo ello queda mancillado por su insistente contumancia en el pecado y en los hábitos pecaminosos, por lo que te corromperás en tu pecado cual bestia en sus excrementos. Semejante modo de pensar impele a que el hombre se avergüence de su pecado y no se solace en él tal como Dios declara a través del profeta Ezequiel: «Acuérdate de tus caminos y te desagradarán»
[523]
. Verdaderamente los pecados son las sendas que conducen al infierno.

El segundo motivo por el cual se debe despreciar al pecado es éste. Como afirma San Pedro
[524]
: «El que peca se convierte en esclavo del pecado»; es decir, el pecado esclaviza al hombre. Y, por consiguiente, el profeta Ezequiel dice: «Deambulé despreciándome a mí mismo»
[525]
Y, ciertamente, se debe despreciar el pecado y apartarse de esa esclavitud y acción depravada. Y consideradlo: ¿cuál es la opinión de Séneca en este asunto? Afirma lo siguiente: «Aunque creyese que ni Dios ni el hombre lo llegasen jamás a conocer, rechazaría el pecado.» Y el mismo Séneca también declara: «Para mayores cosas he nacido que para esclavizarme a mi cuerpo, o convertir a éste en esclavo»
[526]

No existe servidumbre más corrupta en hombre o mujer que el entregar el propio cuerpo al pecado. En tal caso, su esclavitud y corrupción superan a la más depravada y esclavizada situación de viviente, hombre o mujer, más despreciable. Cuanto de más alto cae el hombre, mayor es su esclavitud, y mas vil y rechazable a los ojos de Dios y del mundo. ¡Oh buen Dios! ¡Cómo el hombre debe despreciar el pecado, ya que por culpa de él ha perdido su anterior libertad y se ha transformado en siervo!

Por consiguiente, afirma San Agustín: «Si desprecias a tu siervo porque ha obrado mal o pecado, entonces, si tú pecas debes despreciarte a ti mismo»
[527]
. Considera tu valía de forma que no te mancilles. ¡Ay!, cuánto se debe despreciar la servidumbre y esclavitud del pecado, y qué amarga vergüenza propia se debe sentir; pues el Dios de infinita bondad los ha colocado en un elevado estado, otorgado sabiduría, fortaleza corporal, salud, belleza, prosperidad y rescatado de la muerte con la sangre de su corazón y, con todo, corresponden a esta bondad con una vileza antinatural, asesinando a sus propias almas. ¡Oh buen Dios! Vosotras, mujeres de tan gran belleza, acordaos de aquella máxima de Salomón: «La mujer hermosa que mancilla su cuerpo es como un anillo de oro en el morro de una marrana»
[528]
. Pues al igual que una marrana escarba en todas las basuras, así sumerge aquélla su beldad en las pestilentes basuras del pecado.

La tercera causa que debe impeler a uno a la contrición es el temor al día del juicio y a las horribles penas del infierno. Pues, como San Jerónimo afirma: «Tiemblo cada vez que recuerdo el día del Juicio; cada vez que como, o bebo, o hago cualquier otra cosa, me parece que resuena en mis oídos la trompeta: resucitad, vosotros que estábais muertos, y venid a ser juzgados.» ¡Oh Dios de bondad! ¡Cuánto se debe temer a semejante juicio! Pues, como afirma San Pablo: «Todos seremos convocados ante el trono de Jesucristo Nuestro Señor»
[529]
; y nadie podrá ausentarse de esta convocatoria general. Pues, ciertamente, de nada servirán los pretextos o las excusas legales. Y no sólo se nos juzgarán nuestras faltas, sino también se conocerán públicamente todas nuestras acciones.

En palabras de San Bernardo: «De nada servirán los pretextos o los fingimientos. Daremos allí cuenta de toda palabra ociosa»
[530]
. Tendremos allí un juez al que no podremos engañar o corromper. Y ¿por qué? Ciertamente, todos nuestros pensamientos quedarán patentes ante él, que no se dejará corromper ni ante las súplicas ni ante los sobornos. Por consiguiente, declara Salomón: «La ira de Dios no dejará incólume a persona alguna a causa de las súplicas o de ofrendas»
[531]
. Y, por tanto, no existe posible escapatoria al día del Juicio.

Por ello como San Anselmo comenta: «Los pecadores estarán angustiadísimos en tal ocasión. En el estrado se sentará el iracundo y severo juez, y a sus pies se abrirá el horrendo foso infernal para destruir a los que no reconozcan sus pecados (que se mostrarán públicamente ante Dios y ante toda criatura). Y a su izquierda, para apoyar y arrastrar a las almas pecadoras a las penas del infierno, una legión inimaginable de demonios. Y en el interior de sus corazones las personas tendrán remordimientos de conciencia, y, al mismo tiempo, toda la tierra empezará a arder. ¿Adónde irá entonces el miserable pecador a refugiarse? Ciertamente, no podrá esconderse: deberá adelantarse y presentarse»
[532]

Como ciertamente afirma San Jerónimo: «La tierra le expulsará de su seno, al igual que el mar y el aire, que estará lleno de truenos y relámpagos.»

Ahora, ciertamente, me figuro que para quien tenga bien presente todo eso, el pecado no será para él motivo de satisfacción, sino de gran pesar ante el temor de las penas del infierno. Y así declara Job a Dios: «Permíteme, Señor, que por un instante llore y me lamente antes de emprender el viaje sin retomo a la sombría tierra cubierta por la oscuridad de la muerte, a la tierra de las sombras y la aflicción, donde reina esa oscuridad mortal, donde no existe orden alguno, sino un horrible temor que durará por siempre»
[533]
. Mirad, aquí podéis ver al orgullo atenazado de Job, lamentando y llorando sus faltas, pues verdaderamente un día de lamentación es mejor que todos los tesoros del Universo. Y aunque un hombre se reconcilie con Dios a través de la penitencia en este mundo, y no mediante ofrendas, debe rogar a Dios que le conceda tiempo para llorar y lamentar sus faltas. Pues es cierto que toda la pena que un hombre pudiera experimentar desde que el mundo es mundo se reduce a la nada comparada con la del infierno.

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