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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantasía

Cuentos inconclusos de Númenor y la Tierra Media (24 page)

BOOK: Cuentos inconclusos de Númenor y la Tierra Media
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Ahora bien, después que Turambar hubo partido, Níniel permaneció de pie, callada como una piedra; pero Brandir se le acercó y dijo: —Níniel, no temas lo peor hasta que sea preciso. Pero ¿no te había aconsejado esperar?

—Lo hiciste —respondió ella—. No obstante, ¿de qué me habría servido ahora? Porque el amor puede aguardar y sufrir sin matrimonio.

—Eso lo sé —dijo Brandir—. Pero el matrimonio no es por nada.

—Llevo dos meses preñada de su hijo —dijo Níniel—. Pero no me parece que mi temor a perderlo sea mi carga más pesada. No te entiendo.

—Tampoco yo me entiendo —dijo él—. Pero tengo miedo.

—¡Vaya el consuelo que me das! —exclamó ella—. Pero Brandir, amigo: soltera o casada, madre o doncella, el miedo que siento es insoportable. El Amo del Destino ha ido a desafiar a su destino, lejos de aquí, y ¿cómo podría quedarme esperando la lenta llegada de las noticias, buenas o malas? Esta noche, quizá, se encuentre con el Dragón, y ¿cómo he de pasar, de pie o sentada, estas horas espantosas?

—No lo sé —dijo él—, pero de algún modo las horas tienen que pasar, para ti y para las esposas de los que fueron él.

—¡Hagan ellas lo que su corazón les dicte! —gritó Níniel—. En cuanto a mí, partiré. No se interpondrán las leguas entre mí y el peligro de mi señor. ¡Partiré al encuentro de las noticias!

Entonces el miedo de Brandir se ennegreció al oír estas palabras, y exclamó: —No lo harás si puedo evitarlo. Porque así pondrás a todos en peligro. Las millas que se interponen pueden dar tiempo a escapar, si algo malo ocurre.

—Si algo malo ocurre, no querré escapar —dijo ella—. Y ahora tu sabiduría resulta vana, y no estorbarás mi camino. —Y se irguió ante el pueblo que estaba todavía reunido en el sitio abierto, y gritó:— ¡Hombres de Brethil! No esperaré aquí. Si mi señor fracasa, es vana toda esperanza. Vuestros campos y bosques serán quemados por completo, y todas vuestras casas quedarán reducidas a cenizas, y ninguno, ninguno escapará. Por tanto, ¿para qué demorarnos aquí? Ahora parto al encuentro de las noticias, y lo que fuere que el destino me depare. ¡Que los que piensen igual vengan conmigo!

En seguida muchos estuvieron dispuestos a ir con ella: las esposas de Dorlas y de Hunthor, porque aquellos a los que amaban habían partido con Turambar; otros por piedad a Níniel y el deseo de ayudarla; y otros muchos (temerarios e inconscientes y poco familiarizados con el mal) seducidos por la fama del Dragón, con la esperanza de ver hechos extraños y gloriosos. Porque en verdad, tanta era la grandeza que para ellos tenía la Espada Negra, que pocos creían que Glaurung pudiera derrotarla. Por tanto, no tardaron en ponerse en camino, una gran compañía, e ir al encuentro de un peligro del que no sabían nada; y avanzando sin darse mucho descanso, por fin llegaron, fatigados, a Nen Girith, a la caída de la noche, aunque algo después de que Turambar abandonara el sitio. Pero la noche es un frío consejero, y muchos ahora se asombraban de su propia precipitación; y cuando se enteraron por los exploradores que allí habían quedado que Glaurung estaba tan cerca, y el desesperado propósito de Turambar, sus corazones desfallecieron y no se atrevieron a seguir avanzando. Algunos miraban hacia Cabed-en-Aras con ojos ansiosos, pero nada podían ver, ni oír, salvo las voces frías de las cascadas. Y Níniel se sentó apartada, y un gran estremecimiento la sobrecogió.

Cuando Níniel y su compañía hubieron partido, Brandir dijo a los que quedaban: —¡Mirad cómo se me menosprecia, y cómo se desdeñan mis pareceres! Que sea Turambar vuestro señor, puesto que ya me ha arrebatado toda autoridad. Porque aquí renuncio tanto a mi señorío como a mi pueblo. ¡Que en adelante nadie me pida nunca consejo, ni que lo cure! —Y rompió el báculo. A sí mismo se dijo: «Ahora nada me queda, salvo el amor que siento por Níniel: por tanto a donde vaya, con tino o locura, ahí he de ir yo. En esta hora oscura nada puede preverse; pero quizá yo pueda evitarle algún mal, si me encuentro cerca».

Se ciñó por tanto una corta espada, como rara vez lo había hecho antes, y cogió su muleta, y avanzó tan deprisa como le fue posible, dejando atrás las puertas del Ephel, y renqueando en pos de los demás por el largo sendero que llegaba a la frontera occidental de Brethil.

12
La muerte de Glaurung

P
or fin, cuando la noche ya se cerraba sobre la tierra, Turambar y sus compañeros llegaron a Cabed-en-Aras, y se alegraron del gran estruendo que hacían las aguas; porque si prometía un descenso peligroso, acallaba también todo otro ruido. Entonces Dorlas los condujo un tanto hacia el sur, y descendieron por una hendidura hasta el pie del acantilado; pero allí el corazón le flaqueó, porque en el río había muchas rocas y grandes piedras, y el agua se precipitaba en desorden rechinando los dientes.

—Este es un camino seguro a la muerte —dijo Dorlas.

—Es el único camino, a la muerte o a la vida —dijo Turambar—, y la demora no lo volverá más esperanzado. Por tanto, ¡seguidme! —Y avanzó delante de ellos, y por habilidad y osadía, o por suerte, llegó al otro extremo, y en la profunda oscuridad se volvió para ver quién venía detrás. Una forma oscura estaba a su lado.— ¿Dorlas? —pregunto.

—No, soy yo —dijo Hunthor—. Dorlas no se atrevió a intentar la travesía. Porque un hombre puede amar la guerra, y sin embargo tener miedo de muchas cosas. Está sentado temblando en la orilla, supongo; y que la vergüenza lo gane por las palabras que dirigió a mis parientes.

Entonces Turambar y Hunthor descansaron un momento, pero pronto los mordió el frío de la noche, porque ambos estaban empapados, y empezaron a buscar un camino al norte de la corriente, que los llevara a Glaurung. Allí la hondonada se volvía más oscura y estrecha, y mientras avanzaban a tientas, vieron arriba una luz temblorosa, como de llamas bajas, y oyeron el ronquido del Gran Gusano, que dormía vigilante. Entonces buscaron un camino de ascenso que los acercara al borde; porque ésa era la única esperanza que tenían; sorprender al enemigo. Pero tan inmundo era ahora el hedor, que se sintieron marcados, y resbalaban al trepar, y se aferraban de las ramas de los árboles, y vomitaban, olvidados en su miseria de todo temor, salvo el de caer entre los dientes del Teiglin.

Entonces Turambar dijo a Hunthor: —Gastamos en vano las fuerzas que ya se nos agotan. Porque en tanto no estemos seguros de por dónde cruzará el Dragón, de nada nos sirve trepar.

—Pero cuando lo sepamos —dijo Hunthor—, no tendremos tiempo de buscar cómo salir del abismo.

—Es cierto —dijo Turambar—. Pero donde todo depende de la suerte, en la suerte hemos de confiar.

—Se detuvieron, por tanto, y esperaron, y desde la oscura hondonada vieron una estrella blanca que se deslizaba a través de la estrecha franja de cielo; y entonces, lentamente, Turambar se hundió en un sueño en el que tenía un único cuidado: aferrarse a las ramas más próximas, aunque una negra corriente lo absorbía y le roía los miembros.

De pronto hubo un gran estruendo, y las paredes del abismo se estremecieron y resonaron. Turambar despertó y dijo a Hunthor: —Se mueve. Ha llegado la hora. ¡Hiere hondo, porque somos sólo dos, y tenemos que herir por tres!

Y así empezó el ataque de Glaurung a Brethil; y todo sucedió en gran parte como lo había esperado Turambar. Porque ahora el Dragón se arrastraba pesadamente hacia el borde del acantilado, y no se volvió, sino que se preparó a saltar por encima del abismo apoyándose en las grandes patas delanteras. El terror llegó con él, porque no empezó a cruzar justo por encima de los hombres, sino algo hacia el norte, y los que lo miraban desde abajo podían ver la enorme sombra de su cabeza recortada sobre las estrellas; y abría las mandíbulas, y tenía siete lenguas de fuego. De pronto emitió una llameante bocanada, de modo que toda la hondonada se iluminó de rojo, y unas sombras negras volaron entre las rocas; pero los árboles delante de él se marchitaron, y se desvanecieron en humo, y las piedras cayeron al río. Y entonces se lanzó hacia adelante, y se aferró al acantilado del otro extremo con sus garras poderosas, y empezó a arrastrarse a través del abismo.

Ahora era necesario ser audaz y rápido, porque aunque Turambar y Hunthor no se encontraban en el paso de Glaurung, y habían escapado a la bocanada de fuego, tenían que alcanzarlo antes de que terminara de cruzar, de lo contrario todo habría sido en vano. Sin hacer caso del peligro, Turambar trepó a gatas a lo largo del borde del agua hasta quedar por debajo del Dragón; pero el calor y el hedor eran allí tan horribles que se tambaleó, y habría caído si Hunthor, que lo había seguido valientemente por detrás, no lo hubiera tomado por el brazo, ayudándolo a recobrar el equilibrio.

—¡Gran corazón! —le dijo Turambar—. ¡Feliz la elección que te hizo mi compañero! —Pero mientras hablaba, una gran piedra que se había desprendido allá arriba cayó y golpeó a Hunthor en la cabeza, precipitándolo a las aguas que corrían debajo, y así llegó a su fin quien no era el menos valiente de la Casa de Haleth. Entonces Turambar gritó:— ¡Ay! ¡Es fatal andar a mi sombra! ¿Por qué busqué ayuda? Porque ahora te encuentras solo‚ ¡oh ‚ Amo del Destino!, como sabías sin duda que ocurriría. Ahora ¡solo a la lucha!

Entonces recurrió a toda su voluntad y a todo el odio que sentía por el Dragón y su Amo, y le pareció que de pronto tenía una fuerza de corazón y de cuerpo que no había conocido antes; y trepó el acantilado piedra por piedra y raíz por raíz, hasta que se aferró por fin a un árbol delgado que crecía bajo el borde del abismo, y aunque la copa estaba chamuscada, aún se mantenía firme sobre sus raíces. Y mientras Turambar intentaba afirmarse en la horqueta de las ramas, la parte media del Dragón pasó sobre él, y descendió hasta casi tocarle la cabeza. Pálido y rugoso era el vientre, cubierto por un humor viscoso y gris, al que se habían adherido toda clase de inmundicias; y hedía a muerte. Entonces Turambar desenvainó la Espada Negra de Beleg, y arremetió con ella hacia arriba, con todo el poder de su brazo y de su odio, y la hoja mortal, larga y codiciosa, penetró en el vientre hasta la empuñadura.

Entonces Glaurung, sintiéndose tocado de muerte, lanzó un grito que sacudió todos los bosques, y los guardianes de Nen Girith se espantaron. Turambar quedó aturdido, como si le hubieran asestado un golpe, y resbaló, y tuvo que soltar la espada, que quedó clavada en el vientre del Dragón. Porque Glaurung, en un poderoso espasmo, curvó todo el cuerpo estremecido y lo lanzó sobre el abismo, y allí, sobre la otra orilla, se retorció en convulsiones agónicas, aullando, azotando el aire hasta que abrió un espacio de estragos alrededor, y yació allí por fin en medio del humo y de la ruina, y quedó inmóvil.

Ahora bien, Turambar se había aferrado a las raíces del árbol, aturdido y casi desvanecido. Pero luchó contra sí mismo y se sostuvo, y a medias deslizándose y a medias sujetándose, descendió al río e intentó otra vez el peligroso cruce, arrastrándose a veces sobre las manos y los pies, enceguecido por la espuma, hasta que estuvo al fin del otro lado y ascendió trabajosamente a lo largo de la hendidura por la que habían bajado antes. Así llegó por fin al sitio en que agonizaba el Dragón, y contempló implacable al enemigo herido de muerte, y se sintió complacido.

Allí yacía Glaurung con las fauces abiertas; pero todos sus fuegos estaban agotados, y tenía cerrados los ojos malignos. Estaba extendido a todo lo largo sobre uno de sus flancos, y la empuñadura de Gurthang le sobresalía en el vientre. Entonces Turambar sintió que el corazón se le animaba en el pecho, y aunque el Dragón respiraba todavía, quiso recobrar la espada, pues si antes le había sido un arma preciosa, valía ahora para él más que todo el tesoro de Nargothrond. Ciertas resultaron las palabras que se dijeron cuando fue forjada: nadie, ni grande ni pequeño, sobreviviría después que ella hubiera mordido.

Por tanto, yendo hacia su enemigo, le apoyó el pie en el vientre, y tomando a Gurthang por la empuñadura, tiró con todas sus fuerzas. Y gritó burlándose de las palabras de Glaurung en Nargothrond:

—¡Salve, Gusano de Morgoth! ¡Feliz es este nuevo encuentro! ¡Muere ahora, y que la oscuridad sea contigo! Así se venga Túrin, hijo de Húrin. —Entonces arrancó la espada, y un chorro de sangre negra brotó y le bañó la mano, y el veneno le quemó la carne, y lanzó un grito de dolor. Entonces Glaurung se movió y abrió los ojos ominosos, y miró a Turambar con tal malicia que le pareció a éste que una flecha lo había traspasado de parte a parte, y por eso y por el dolor de su mano, cayó desvanecido, y yació como muerto junto al Dragón, tendido sobre la espada.

Ahora bien, los gritos de Glaurung habían llegado a Nen Girith, y el pánico cundió entre todos; y cuando los guardianes vieron desde lejos las devastaciones y quemaduras producidas por el Dragón en su agonía, creyeron que estaba pisoteando y destruyendo a los que lo habían atacado. Entonces en verdad desearon que las millas que los separaban de aquel sitio fueran más largas; pero no se atrevían a abandonar el lugar elevado en que se habían reunido, porque recordaban las palabras de Turambar: si Glaurung vencía, iría primero a Ephel Brandir. Por tanto esperaban aterrados algún signo de que se hubiera puesto en movimiento; pero nadie era bastante osado como para descender e ir en busca de noticias al lugar de la batalla. Y Níniel estaba sentada y no se movía, aunque temblaba de pies a cabeza. Pero cuando oyó la voz de Glaurung, el corazón le murió por dentro, y sintió que la oscuridad volvía a invadirla.

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