—Eso es —dijo—. Me he despedido.
—¿Por qué no me lo habías dicho?
—¿Tengo que informarte de todo?
—No, si no quieres.
—He dicho que estaba cansada.
—Evelyn… ¿qué sucede?
—No lo sé, Barry, no lo sé… —Estaba mirando el suelo, los escalones. Luego levantó la mirada hacia la cara del muchacho y su cabello despeinado y preguntó—: ¿Tenemos que hablarlo ahora?
—Sí. Tenemos que hacerlo.
—Me gustaría que me dejaras entrar en casa. Estoy cansada.
—¿Por qué actúas así? —preguntó Barry—. Hace cuatro días que no te veo. Cuatro siglos.
—Ahora no tengo ganas de hablar.
—Tienes que hablar conmigo. Tienes que mirarme. ¿Qué te está sucediendo?
—¿Qué te hace pensar que me está pasando algo?
—Puedo verlo —dijo Barry—. No sé lo que es, pero puedo ver que algo ha cambiado. La manera de mirarme, la manera en que me hablas.
—Te lo he dicho una vez. Lo diré de nuevo y quizás entenderás la idea. Estoy cansada.
—No estás cansada. Tienes miedo. Quieres decirme cosas pero tienes miedo.
—Sólo es que no tengo ganas de hablar ahora.
—Pero vas a hacerlo. —Alargó el brazo y la cogió por las muñecas.
—No. —Tiró con fuerza para apartarse de él, siguió tirando y por fin él la soltó.
—Evelyn… —Casi fue el sollozo—. ¿Te das cuenta de lo que me estás haciendo? Me estás destrozando. No puedo creer que esté hablando contigo. Eres otra persona. Alguien que me mira como si yo no fuera nadie. Está bien, entonces, no soy nadie. Pero hace cuatro noches pensabas de manera diferente.
—No me digas lo que pensaba. No me digas lo que sentía. No tienes ningún derecho a expresar mis sentimientos por mí…
De súbito Barry sintió un gran temor. Miraba a los ojos de Evelyn. Se apartó como si ella sostuviera una espada y le estuviera apuntando a él.
Evelyn dijo:
—Has tomado muchas cosas por supuestas.
La voz de Barry fue un susurro:
—Evelyn… escúchame. Sé que somos jóvenes y que yo no soy muy listo, pero esto lo sabemos… sólo vamos a vivir una vez, y estos años que estamos viviendo ahora… son nuestros mejores años. Los mejores años, si nos damos cuenta de ello y lo recordamos y lo mantenemos así. No debemos hacer nada para estropearlo. Por favor, Evelyn… —Ahora su voz sonaba frenética.
Y Evelyn dijo:
—Me sorprendes. Si realmente quieres saberlo… estás empezado a aburrirme. No puedo soportar a la gente tímida.
—¿Tímida?
—Tímida y débil. Y servil. Da lo mismo que lo oigas ahora: ya no me interesa lo que tengas que decir. O lo que quieras hacer. No me interesa nada que se refiera a ti.
Él se estaba mordiendo el labio, lo mordía con fuerza sin sentir dolor. Dijo:
—¿Qué hay detrás de esto?
—¿Por qué quieres saberlo? No veo ninguna necesidad de sacarlo a relucir. Estoy siendo bastante justa contigo, te estoy diciendo exactamente lo que siento…
—Pero eso no es verdad. No sientes de esta manera. En absoluto. Es artificial…
—Mi querido jovencito…
—Eso es a lo que me refiero. «Mi querido jovencito.» Ese tipo de cosa. Sólo eso. No es tu manera de hablar. Es otra persona que habla a través de ti. Alguien que te está utilizando… —Ahora hablaba consigo mismo en voz alta, con tono bajo, casi sin inflexión—. Como si fueras una herramienta. Pero ¿por qué? ¿Quién me la tiene jurada? O quizás yo no tengo nada que ver con ello.
—Si me disculpas ahora… —Hizo ademán de darse media vuelta.
Y él saltó sobre ella y la agarró por los brazos.
—Vas a decírmelo. ¿Qué está pasando en tu casa? ¿Qué ha estado ocurriendo en estos últimos tres años?
—Suéltame.
Él apartó las manos de sus brazos. Tenía las manos cerradas. Se oyó un fuerte crujido como si hubiera apretado los nudillos. Bajó la mirada y cerró los ojos; miró en lo más profundo de su espíritu, se apoderó de las palabras y las hizo subir hasta sus labios. Las palabras eran pesadas y salieron despacio.
—Sé —dijo Barry— que sea lo que sea lo que yo diga, ya está siendo dicho en tu interior. Lo sé, y siempre lo sabré, me hagas lo que me hagas. Tu chico, el chico para el que fuiste hecha, es Barry Kinnett. Y mi chica, la chica por la que quiero trabajar y vivir es… Evelyn Ervin. Evelyn, Evelyn… mírame…
—No. Por favor, no digas más. Si tienes siquiera un poco de orgullo…
—¿Qué es orgullo? Mírame…
—No…
Y entonces, vertiginosamente, con el cerebro inflamado y sabiendo cuál sería su respuesta, conociendo la futilidad del hecho, el agonizante absurdo de este momento, Barry preguntó, no obstante:
—¿Te casarás conmigo?
—No, nunca. Y, por favor… —Se inclinó levemente hacia adelante, con una sonrisa en los labios que no era ninguna sonrisa—. Por favor… no me molestes más.
Se dio media vuelta rápidamente, y subió los escalones corriendo. La llave rechinó en la cerradura. La puerta chirrió al abrirse, y rompió la noche en pedazos cuando se cerró.
Dando vueltas y retorciéndose en la cama, Barry se dio cuenta de que no podría dormir esa noche. Salió de la cama y se vistió rápidamente. En el piso de abajo consultó el reloj. Eran las tres menos cuarto. Barry salió deprisa por la puerta trasera, y en el callejón se agachó y recogió un puñado de piedrecitas. Levantó la vista hacia los muros de la casa de los Ervin, miró la ventana y echó el brazo hacia atrás.
Luego dejó caer el brazo y las piedras resbalaron de sus dedos fláccidos.
Sacó el coche del garaje.
El coche circuló por el callejón, giró hacia la calle, hacia otra calle, y se dirigió hacia el centro de la ciudad por calles estrechas; eran calles que Barry conocía bien, pero no las reconoció. El coche avanzaba en dirección este hacia el río. Más allá de las débiles luces de las viejas calles, Barry veía el negro y reluciente Delaware en los espacios que quedaban entre los almacenes y los muelles. Ahora había una calle que se iba ensanchando en esta sección vital del activo río y atareados muelles.
Después, una calle más estrecha, y en estas calles que bordeaban los muelles se oía crujir de papeles y zumbido de voces y rechinar de ruedas. En estas calles envueltas por la noche los puestos de fruta y los comerciantes de productos agrícolas se apiñaban como animales en silencio. Aquí estaban reunidos los buhoneros, los propietarios de pequeñas y atestadas tiendas de frutas, los granjeros y los intermediarios, y los sagaces compradores de los mercados grandes. En las horas finales de la noche, el movimiento del comercio de las mercancías perecederas era un torbellino en estas calles. Las manos se hundían en las cajas y los productos eran expuestos para ser examinados y luego rápidamente comprados o rechazados. Y las voces subían y bajaban, y volvían a subir.
Barry aparcó su coche en una estrecha calle lateral. Caminó en el suave aire de la primavera, y a través de la oscura dulzura del aire tibio los aromas de los muelles y los puestos y almacenes se derramaban y se mezclaban formando un mosaico de perfume. El efecto fue magnético y Barry quiso ver. Quería ver todo lo que había que ver allí. Después de pasar ante los puestos de fruta y productos agrícolas, quiso ver las fuentes del perfume. Donde estaba todo el café. Y el chocolate. Y la pimienta y la menta. Y el tabaco y las melazas. Y el cuero y el queroseno y los lirios. Y el cáñamo y la goma quemada y el aceite de coco… de donde procedía todo.
Caminó por aquellas calles. Escuchó a los hombres que llevaban gorra y necesitaban un afeitado y eran corpulentos, metidos en sus camisas de manga corta o camisetas sin mangas, el vello del pecho mojado de sudor. Estos hombres hablaban en voz alta y lanzaban fuertes maldiciones. Maldecían a los motores que no querían encenderse bajo el capó de sus camiones. Maldecían a otros camiones que bloqueaban su camino. Maldecían a los carros y a los caballos que iban al frente de los carros. Se maldecían unos a otros y a los que controlaban los precios. Se golpeaban la palma con el puño y lanzaban gritos al cielo. ¿Pensaban estos granjeros que sus manzanas eran de oro? Coge un poco de cuerda de aquí. De aquí… no de allí… de… ponía aquí, ponía aquí, imbécil. Un elegante nuevo territorio en South Philly. Echa una mano aquí. ¿Quién tiene un lápiz? Mira ese camión, míralo. ¿Qué quiere decir, sesenta centavos? ¿Qué hace, cuenta de dos en dos? Mira ese camión. Ese tipo conduce como un loco. Echa un vistazo a estos limones. ¿Quién tiene un pitillo? No eche la culpa a los granjeros, sino a los ferrocarriles, y no ponga sus sucias manos en la mercancía. Hace nueve años que estoy en el negocio y todavía no puedo acostumbrarme a dormir de día. Mira a ese caballo de ahí, está a punto de caerse muerto.
En la oscuridad hendida por la indiferente luz amarilla, los hombres jadeaban y hacían fuerza y dejaban escapar el humo entre sus labios, y se reían y tiraban de una cuerda, y maldecían y empujaban cajas, y levantaban cajones y arrojaban cestas vacías, y movían volantes y maldecían.
Barry empezó a cruzar la calle. Se dirigió hacia los muelles, hacia las inmóviles y enormes formas en el negro Delaware. Pudo verlos cuando salió a la calle. Los muelles grises sobre el firmamento negro y los barcos negros en el agua. Las luces en el río y al otro lado del río.
Mientras Barry contemplaba los muelles y el río y los barcos, un gran camión bajaba por la calle a gran velocidad. Barry vio un rostro sonriente y socarrón detrás del parabrisas. Parecía que el camión apuntaba a Barry, intentando chocar contra él. Barry se echó atrás y cayó en un charco viscoso que brillaba formando un ancho y desigual círculo en el bordillo.
Barry miró el camión, y lo vio torcer la esquina haciendo un ancho giro. Otro camión venía por una calle lateral. El camión grande que había intentado golpear a Barry siguió girando, dando un bandazo para apartarse del otro camión, y luego rechinó cuando saltó sobre la acera y cinco hombres que había allí gritaron mientras se apartaban de un salto del enorme parachoques.
El camión grande siguió rechinando mientras seguía avanzando por la acera; hubo un chasquido y un estrépito y un tintineo al romperse una luna, junto con parte de una pared de ladrillo y puntales de madera. El camión se detuvo mientras sobre el capó caían cristales rotos. Un ladrillo rebotó de un alero e hizo un ruido sordo cuando dio en el suelo.
Se hizo el silencio.
—Y luego alguien dijo:
—Bonita marcha.
Se congregó una multitud.
—El motor está destrozado.
—Las ruedas también. Toda la parte delantera.
—Lo mires como lo mires, son quinientos dólares.
—Podía haber sido peor.
—Nadie se ha hecho daño.
—Hace un par de meses, yo iba caminando por Seventh Street, cerca de…
—Oh, oh… habrá problemas. Mirad quién conducía.
—Frobey, ¿verdad?
—Eso es. Frobey.
Frobey tenía treinta y cuatro años de edad. Medía más de un metro setenta y pesaba ciento cuatro quilos. Gran parte de éstos era grasa, pero grasa dura. Frobey había trabajado de estibador antes de conseguir un empleo como conductor de camión, y había sido uno de los hombres más duros de los muelles. En una ocasión había dado un puñetazo en la mandíbula a un fornido hombre de metro ochenta, y la víctima había salido disparada de los muelles yendo a parar al río.
La embriaguez y la conducta violenta habían metido a Frobey en prisión muchas veces, y también había estado en ella con frecuencia por amenaza y agresión, y por resistirse al arresto. Frobey había estado casado varias veces, pero cuando estaba borracho le gustaba utilizar sus puños sobre la cara de una mujer, y ninguno de sus matrimonios había durado mucho tiempo. Frobey vivía ahora con una mujer a quien tenía miedo de pegar. La odiaba, pero no podía separarse de ella, y tampoco podía dominarla.
Ella parecía un halcón. Tenía el pelo negro como el río a medianoche, y su cuerpo era delgado y fuerte. Era casi toda hueso, pero había algo en ella que hacía arder a los hombres por dentro, y Frobey sabía que cuando él trabajaba por la noche, ella se acostaba con otros hombres. Esta noche la había acusado de eso, y ella se había reído de él. Él se acercó y ella sacó un largo cuchillo de alguna parte de su vestido y se lo mostró. Entonces le escupió en la cara.
Frobey había salido de la habitación. Había bajado a la calle e ido hasta el camión aparcado, había recogido una botella de leche y se la había arrojado a un gato.
Frobey se sintió mejor. Subió a la cabina de su gran camión. Éste retumbó por las calles, avanzando pesadamente hacia los muelles. El gran camión circulaba rugiendo por las calles, y los coches pequeños se apartaban de su camino. Frobey sonreía con una mueca. Se sentía mucho mejor. Apartaba por la fuerza a todo lo que se cruzaba en el camino de su camión grande y rugiente. Iba inclinado sobre el gran volante plano y sonreía. Rostros asustados de peatones pasaban zumbando por su lado. Frobey se reía.
Ahora, sin embargo, mientras contemplaba el cristal destrozado en el suelo, el agujero en forma de estrella donde antes había estado la luna del escaparate, la madera astillada y los ladrillos caídos, y el arrugado frente de su gran camión, Frobey estaba muy lejos de la risa.
Giró en redondo y miró la multitud. Esperaba que alguien hiciera algún comentario astuto. Buscó con la mirada el otro camión, el camión más pequeño que había salido disparado de una calle lateral y era el principal responsable de este estropicio.
El camión más pequeño no estaba a la vista, y Frobey se pasó una mano fornida por sus labios apretados. Un sonido como un gruñido se convirtió en un juramento mientras los ojos entrecerrados de Frobey recorrían la multitud allí congregada. Después Frobey vio al tipo que se levantaba del agua sucia del charco. Su traje estaba roto. El tipo se metió una mano por debajo de la manga de un brazo magullado, la sacó y vio que había sangre en las yemas de los dedos.
Frobey avanzó hacia él, sacó dos manos inmensas y apartó a los hombres de su camino. Se quedó mirando a Barry y dijo:
—Tú has hecho que estrellara mi camión. Debería partirte la cabeza a patadas.
Barry se puso en pie. No sabía que la multitud se estaba congregando, reuniéndose y formando un círculo. Él no lo sabía, y sólo veía los ojos entrecerrados y los labios gruesos y apretados del hombre que había intentado atropellarle. Se acercó al corpulento camionero, y la multitud silenciosa, al verle, previo algo en este movimiento hacia adelante y se movió con él, ansiosa por ver lo que haría.