Cuidado con esa mujer (9 page)

Read Cuidado con esa mujer Online

Authors: David Goodis

Tags: #Novela Negra, #spanish

BOOK: Cuidado con esa mujer
12.09Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Clara, por favor…

El sonido del lamento de George la apartó del mármol, y ahora se incorporó, bostezó, se levantó del sofá, se acercó a George; luego se apartó de él rozándole el satén amarillo por la cara. Y después empezó a subir la escalera.

Cuando despertó, Clara se sintió molesta consigo misma por haberse quedado dormida. Se giró a un lado, se apoyó sobre un codo y miró el reloj. Pasaban unos minutos de la una. Miró a George. Escuchó su respiración, observó el movimiento rítmico de sus hombros, subiendo y bajando. Estaba dormido. Debía de haberle costado mucho rato quedarse dormido.

Se acercó a él.

Se colocó junto a él; luego, se apretó levemente contra él y le pasó los brazos por la cintura. Sonriendo, le metió las manos dentro de la chaqueta del pijama.

George murmuró algo en sueños y empezó a girarse, y Clara apartó las manos y esperó. Después George suspiró y se quedó tumbado de espaldas, todavía profundamente dormido. Clara puso las manos sobre la cara de George, y le pasó los dedos por la frente y el puente de la nariz y el contorno de la mandíbula y por encima de los ojos. Y George murmuró algo otra vez.

Clara mantuvo una mano en la cara de George e insertó la otra en la chaqueta del pijama. Sus dedos le recorrieron el pecho desnudo y le apretaba la palma contra la carne.

George murmuró una vez más y salió de su sueño. Rápidamente ella se apartó de él.

—Clara.

Ella respiraba profundamente, imitando la respiración de quien duerme.

—¿Estás despierta, Clara?

Ella gruñó y suspiró y volvió a gruñir y se giró y dijo:

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—Oh, lo siento. —Tenía la voz quebrada por el sueño—. ¿Te he despertado?

—Me temo que sí, George.

—No quería hacerlo.

—¿Por qué me has despertado, George?

—No lo sé. Yo…

—Tienes que tener una razón. —Él no respondió, y Clara se echó un poco hacia atrás, de manera que su hombro quedaba junto a la muñeca de George. Acercándose a ella, él le puso las manos sobre los hombros. Clara no se movió, y George se sintió estimulado y le pasó las manos por los brazos y se apretó a ella.

Clara se rebulló, y le hizo apartarse clavándole un codo en las costillas.

—No, George.

—¿Por qué no?

—No, y basta. Te digo que no.

—Tiene que haber una razón.

—Hay una razón. No quiero. ¿Está claro?

Pero… debe haber una razón para que no quieras.

—George, hace mucho tiempo, te dije que me disgustaba discutir estos temas. Prefiero una expresión espontánea y mutua. O eso o nada. Y ahora, si no te importa, volveré a dormir.

Oyó que George se daba la vuelta y se apartaba de ella.

El topacio se dibujó en su mente. Ahora casi lo tenía, y sin embargo ya no parecía importante. Aun así, el plan para conseguir el topacio apareció de nuevo ante ella, y Clara pensó en el movimiento de apertura, la observación referente a los ojos de George. Claro que podía permitirse visitar a un médico, pero él no quería hacer ese gasto, ¿verdad? Simular un ataque, interrumpir la discusión y reanudarla en el momento apropiado. Hacerle admitir que tenía el dinero. Muy bien, él no necesitaba ningún médico, pero tenía el dinero. Y estaba esperando ser gastado. ¿Pero en qué? Otra finta. En ti mismo, George, es dinero ahorrado, o sea que gástalo en ti mismo, es dinero encontrado. Está bien, si no quieres nada para ti —otra finta— compra algo para Evelyn.

Clara examinó el movimiento. Algo para Evelyn. Eso daría a Clara una salida y Clara perdería el topacio, porque el dinero iría a la escuela de arte para Evelyn y vestidos nuevos para Evelyn y dinero para gastar y todos los demás artículos. Sin darse cuenta, George desbarataría el plan para conseguir el topacio. Al mismo tiempo, sin embargo, estaría creando los fundamentos de un plan mayor. Clara sonrió contra la almohada. Se dijo que tendría que pasar sin el topacio. Al menos por un tiempo. La gema que hoy había visto costaba trescientos dólares. Pero era pequeña. Era pequeña en comparación con el anillo de topacio que pronto tendría. Éste valía setecientos dólares y estaba engarzado en oro grueso. Setecientos dólares por un anillo con un topacio inmenso. Y cuatrocientos dólares por una capa de armiño. Y setecientos dólares por un anillo de esmeralda.

Y un chófer y tres doncellas y una cocinera y un mayordomo. Y la gran extensión de césped rodeando la mansión. A Nueva York para ir de compras. ¿Y dónde estaba el Valle del Sol?

Y acostarse en una gran cama ornamentada bajo un edredón de satén color púrpura y entraría sólo la cantidad justa de aire y unos dedos gruesos y fuertes de unas manos fuertes y gruesas…

Y por la mañana, la pesada y ricamente tallada plata de las coberturas de la vajilla de plata en una bandeja de plata y doncellas haciendo reverencias. Profundas reverencias. Llévate eso y eso y eso. Zumbido del gran motor de la gran limusina púrpura oscura. Púrpura oscura aparcada formando contraste con el verde oscuro pero brillante, el espeso y magnífico terciopelo del extenso césped. Arbustos rojo oscuro flanqueando el sendero de la mansión. Resplandeciente borgoña, rojo oscuro. Buey asado, poco hecho y rojo sangre y de cinco centímetros de grosor, y resplandeciente borgoña rojo oscuro.

Y una bañera de mármol negra llena de perfume y orquídeas negras; no realmente negras, sino púrpura oscuro, casi negro de tan oscuro. Y negro el ébano del gran piano y el ébano pulido mate de un escritorio en la biblioteca y el terciopelo púrpura oscuro de las cortinas de la biblioteca y las gruesas encuadernaciones en piel púrpura oscuro de los libros de la biblioteca.

Y tres violines, un piano y un cello, derramando la melodía suavemente hacia la mesa del comedor. Derramándose suavemente, la melodía, pecheras de camisas blancas, diamantes centelleando sobre la piel rosada, la melodía derramándose y elevándose en el aire y bajo el edredón de satén púrpura oscuro, e insistir en una sola cama y hacerles arrastrarse, hacerles gemir y suplicar y arrastrarse en una sola cama en una melodía púrpura oscuro derramándose en una melodía como un torrente.

Diciéndose que ella estaba dormida, George cerró los ojos. Después dio un respingo. Abrió los ojos y miró el reloj. Dio otro respingo. Se pidió a sí mismo que se quedara dormido. Se suplicó a sí mismo que se quedara dormido. Oía la respiración profunda y acompasada de Clara.

7

Eran las dos y diez cuando Barry salió de la boca del metro. Parpadeó cuando las luces de Broad Street le golpearon los ojos. Sus miembros no estaban cansados pero le dolían los ojos. En la fábrica de papel esta noche le habían hecho dejar su máquina y le habían pedido que copiara un largo listado para un nuevo enlace que estaban llevando a cabo en su departamento. Al cabo de unas horas, los ojos le estaban causando problemas y se quejó al capataz de la fábrica. Éste le dijo que si no le gustaba ya sabía lo que podía hacer. Regresó a su trabajo con el listado terminado. Esto fue un problema, y más tarde tuvo otro problema cuando a su coche se le rompió una cadena de distribución del encendido y tuvo que dejarlo aparcado en el centro y volver a casa en metro.

Caminando por la calle grande y ancha, con los ojos entrecerrados, Barry recordó aquella tarde. Y el parque. Y las violetas alrededor.

Dobló la esquina, la esquina donde estaba el banco. Caminaba despacio, pensó luego en el sueño y en el día duro que le esperaba mañana y caminó más deprisa. Pasó por delante de la tienda de comestibles. La tienda de fontanería. La verja de la escuela superior júnior. Una frutería. La oscuridad se deslizaba por la tranquila calle en el suave discurrir de la primavera.

Marcas de tiza en la calle. Una declaración de dos palabras hecha por un niño pequeño, una actitud ampulosa hacia el mundo, y las marcas de tiza de un juego de pelota, y el tanteo del partido marcado en el bordillo. Ratas: 9 — Serpientes: 8. Buen juego. Las ratas se habían apuntado dos carreras en la primera mitad, y las ratas cuatro en una reunión fútil pero excitante. Barry siguió caminando. Cruzó calles, silbó una melodía, pasó el callejón y luego dio media vuelta y se quedó en la entrada del callejón.

Miró el cemento resquebrajado. Resquebrajado y agrietado por las pesadas ruedas de los camiones. Camiones de basura y camiones de hielo que hacían caso omiso de la señal de «Prohibido el paso a camiones» y circulaban por el callejón todos los días. Barry se alegraba de que los camiones circularan por el callejón. Ellos agrietaban el cemento por él. Lo agrietaban y hacían saltar piedrecitas. Se agachó, y recogió un puñado de piedrecitas. Miró por el callejón.

No, déjala dormir.

Barry se dio media vuelta y siguió caminando, dejando resbalar las piedrecitas de la mano. Dio la vuelta a la esquina y se encaminó a su casa. Era una noche oscura, salvo por el reflejo de luz que rodeaba la esfera luminosa de la farola que había a medio camino en la calle. La luz alcanzaba un pequeño espacio, luego se hacía más débil y finalmente era devorada por la negrura que venía galopando por encima de la hilera de casas. La negrura que se acercaba cubriendo los tejados planos, los tejados de los porches que caían inclinados desde las ventanas del segundo piso.

Caminando por la calle, Barry contó las casas; las contó por los tejados inclinados de los porches, negro mate y separados uno de otro mediante columnas de ladrillo gris que se convertían en chimeneas. Los tejados de estas casas. Y los niños que habían vivido en estas casas y que todavía vivían en ellas pero ya no eran niños. Desconocidos para él, ahora, vivían aun allí pero se hallaban distantes y eran desconocidos, aunque era posible recordar juegos de indios y vaqueros y tardes de sábado en el cine, y el vendedor de helados en las tardes de verano, y marchas en trineo por el callejón bajo grises cielos invernales a las cuatro de la tarde, y los gritos de los niños que ahora le eran desconocidos. Las columnas de ladrillo gris que dividían estos tejados negro mate eran como los muros de una fortaleza, tejados en pendiente y vidas lejos de los tejados y las vidas, que simbolizaban los años y el cambio.

Barry miró hacia los tejados del porche. Miró hacia el tejado del porche de su propia casa. De repente se dio cuenta de que estaba inmóvil, y se preguntó por qué.

Luego se puso tenso.

Ahora estaba mirando hacia el tejado del porche de la casa de al lado, la casa de los Ervin. Parpadeó.

Luego sus ojos se abrieron de par en par y los músculos de su mandíbula se pusieron tensos y abrió la boca. Se quedó mirando fijamente el tejado oblicuo del porche de la casa de los Ervin.

No podía moverse. No podía siquiera respirar.

Algo espantoso le estaba ocurriendo a George Ervin. Unas manos enormes estaban sobre él, intentando destrozarle. Abrió los ojos.

Clara le estaba sacudiendo.

Él preguntó:

—¿Qué sucede?

La miró a ella. Clara estaba incorporada en la cama y él observó que tenía la boca abierta.

—Sal de la cama —ordenó Clara, y estas palabras fueron como una sola—. Enciende la luz.

—¿No te encuentras bien?

—Enciende la luz. Haz lo que te digo, enciende la luz.

George salió de la cama. Encendió la luz. Miró a Clara. Ella estaba inclinada hacia adelante, mirando fijamente las paredes de la habitación. Mirando fijamente el suelo. Y el techo.

Dijo:

—Abre el armario.

George frunció el ceño, se movió con aire soñoliento, luego se giró y dijo:

—Agradecería saber a qué viene todo esto.

—Date prisa, abre el armario.

Él abrió el armario empotrado, y retrocedió con alarma cuando Clara salió de un salto de la cama y pasó por su lado y pareció zambullirse en el armario y empezó a revolver entre sus vestidos y los trajes de él y se detuvo para examinar el suelo del armario.

—Clara, por favor, si no me dices lo que parece ser…

—Ve al vestíbulo. Registra todo el vestíbulo.

—Oh, Clara, por favor. Debes de haber tenido una pesadilla…

—El vestíbulo. Quiero que mires en el vestíbulo.

George abrió la puerta del dormitorio y miró por el pasillo.

—Baja al vestíbulo —dijo Clara.

Él bajó al vestíbulo, regresó y cerró la puerta del dormitorio. Clara había vuelto a la cama, y ahora tenía la cabeza en la almohada y le estaba mirando.

Dijo:

—Apaga la luz y métete en la cama.

Él apagó la luz y luego se metió en la cama y dijo:

—Me gustaría que me dijeras lo que te preocupa.

Clara no respondió.

Él la miró. Ahora tenía las manos detrás de la cabeza y él pudo ver que tenía los ojos abiertos y que estaba mirando fijamente una franja oblicua en el techo.

George preguntó:

—¿No quieres explicármelo, por favor?

La observó. Esperó una respuesta. Luego, sin dejar de mirar el techo, Clara dijo:

—No estaba soñando. Sé que no estaba soñando.

—¿Has oído algo?

—Sí, he oído algo. Y he visto algo. Ahora en esta habitación. Y se movía. Hablaba y se movía. George, te digo que no estaba soñando.

—Tenías que estarlo.

—Te digo que no, George. Ahora escúchame. No soy de la clase de personas que se asustan fácilmente, y sé que hay una explicación para todo. Voy a decirte exactamente lo que ha pasado. Primero, quiero que te quede bien grabado que no estaba soñando. He oído un ruido en esta habitación. Primero ha sido eso y sólo eso. Un ruido. Me ha despertado, y cuando he abierto los ojos he visto algo.

—¿Puedes recordar lo que era?

—Sí —dijo Clara—. Era una forma humana.

George cerró los ojos y se pasó una mano por la frente. Dijo:

—Nunca hay ladrones en este barrio.

—No era un ladrón.

—Quizás sí lo era.

—No lo era. Sé cómo actuaría un ladrón.

—¿Qué quieres decir con eso de que sabes cómo actuaría un ladrón?

Clara no respondió inmediatamente. Después dijo:

—Me refiero a que es evidente que un ladrón haría su trabajo con el mayor silencio posible. No se quedaría ahí parado a los pies de la cama mirándome. Y no me hablaría.

—¿Qué ha dicho?

—No puedo recordarlo. Estaba medio dormida.

—Tal vez estabas completamente dormida.

—George, te he dicho que no estaba soñando.

—Pero Clara, esto no parece lógico. Si hubieras estado despierta, recordarías lo que ha ocurrido.

—He dicho que estaba medio despierta. Le he visto ahí de pie y le he oído hablarme. No me parece que me haya asustado. No, sé que no me he asustado. Pero me he quedado asombrada, y supongo que el susto ha sido un poquito demasiado para mí. He reaccionado de la manera normal, cerrando los ojos y diciéndome a mí misma que sólo se trataba de mi imaginación. Creía eso porque quería que así fuera, y lo sabía, y sin embargo estaba tratando de hacerme creer lo contrario. Tenía los ojos cerrados y le he oído moverse por la habitación. He intentado volver a dormirme.

Other books

The Gamble: A Novel by Xavier Neal
The Art of the Con by R. Paul Wilson
Harper's Bride by Alexis Harrington
God's Gym by John Edgar Wideman
Veiled Freedom by Jeanette Windle
For All the Gold in the World by Massimo Carlotto, Antony Shugaar
CON TEST: Double Life by Rahiem Brooks
Tetrammeron by José Carlos Somoza
The Last Stoic by Morgan Wade