Danza de dragones (36 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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—¿Qué pasa? ¿Tenéis miedo? Yo en vuestro lugar también lo tendría.

—Me derrotaréis al
sitrang
cuando me salgan tortugas del culo. —El Mediomaestre movió sus lanceros—. Acepto la apuesta, hombrecito.

Tyrion extendió la mano hacia su dragona.

Pasadas tres horas enteras, el hombrecillo salió por fin a cubierta para vaciar la vejiga por la borda. Pato estaba ayudando a Yandry con la vela, mientras Ysilla se hacía cargo del timón. El sol brillaba bajo, cerca de los juncales que crecían a lo largo de la orilla occidental, y el viento empezaba a soplar.

«Daría lo que fuera por un pellejo de vino», pensó el enano. Tenía calambres en las piernas después de tanto estar sentado en el taburete, y la cabeza le daba vueltas hasta el punto de que casi cayó al río.

—¿Dónde está Haldon? —le preguntó Pato.

—Se ha acostado, no se siente muy bien. Le están saliendo tortugas del culo.

Se alejó del desconcertado caballero y subió por la escala que llevaba al altillo. Hacia el este, las nubes negras se arremolinaban tras una isla rocosa. La septa Lemore se le unió.

—¿Percibís la tormenta que flota en el aire, Hugor Colina? Eso que tenemos delante es el lago Daga, donde acechan los piratas. Y más allá están los Pesares.

«Los míos, no. Los míos los llevo encima allí donde vaya. —Pensó en Tysha y se preguntó adónde iban las putas—. Puede que a Volantis, ¿por qué no? Tal vez la encuentre allí. No hay que perder la esperanza.» ¿Qué le diría cuando la viera? ¿«Perdona que dejara que te violaran, es que creía que eras una puta. ¿Podrás perdonarme? Quiero volver a nuestra casita, a los tiempos en que éramos marido y mujer»?

Dejaron atrás la isla. Tyrion contempló las ruinas que se alzaban a lo largo de la orilla oriental: muros inclinados, torres caídas, cúpulas desmoronadas e hileras de columnas de madera podrida, calles anegadas de barro y cubiertas de musgo violáceo…

«Otra ciudad muerta, y esta es diez veces más grande que Ghoyan Drohe.» Se había convertido en residencia de las tortugas, las enormes quebradoras. El enano las vio tomar el sol: eran colinas pardas y negras con una cresta dentada en el centro del caparazón. Unas pocas vieron la
Doncella Tímida
y se sumergieron, provocando ondulaciones. No era buen lugar para tomar un baño.

Justo en aquel momento, por entre los arbolillos retorcidos y los lodazales que eran las calles, atisbo el brillo plateado del sol en el agua.

«Un afluente —supo al instante—; desemboca en el Rhoyne. —Las ruinas se hacían más altas a medida que se estrechaba la franja de tierra, hasta que la ciudad terminó en un cabo donde se alzaban los restos de un palacio colosal de mármol rosado y verde, con cúpulas y escaleras de caracol semiderruidas que aún se erguían inmensas sobre una galería cubierta. Tyrion divisó más tortugas quebradoras dormitando en atracaderos con capacidad para medio centenar de barcos. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de dónde estaba—. Eso fue el palacio de Nymeria, y las ruinas son lo único que queda de Ny Sar, su ciudad.»

—¡Yollo! —le gritó Yandry—. ¡Decidme otra vez lo de esos ríos de Poniente tan grandes como la madre Rhoyne!

—Estaba equivocado —le respondió—. No hay río en los Siete Reinos que tenga la mitad de anchura que este.

El río que acababa de unirse al primero era casi idéntico al que habían recorrido hasta entonces, y solo ese era casi tan ancho como el Mander o el Tridente.

—Esto es Ny Sar, donde la madre se reúne con Rhoyne, su hija salvaje —explicó Yandry—, pero no llegará a la máxima anchura hasta haberse reunido con otras hijas. En el lago Daga entra Qhoyne, la hija oscura, cargada del oro y el ámbar del Hacha y de piñas del bosque de Qohor. Más al sur, la madre se encuentra con Lhorulu, la hija sonriente de los Campos Dorados. En la unión estaba antes Chroyane, la ciudad festiva, donde las calles eran de agua y las casas de oro. El río discurre después hacia el sudeste durante muchas leguas hasta que llega reptante a Selhoru, la hija tímida, que oculta su cauce entre juncos y meandros. Allí, la madre Rhoyne es tan ancha que desde el centro no se divisan las orillas. Ya lo veréis, mi pequeño amigo.

«Lo veré», estaba pensando el enano cuando divisó una ondulación a unos siete pasos del bote. Estaba a punto de decírselo a Lemore cuando su causante salió a la superficie, agitando las aguas de tal manera que la
Doncella Tímida
se sacudió.

Era otra tortuga, una tortuga astada gigantesca, con el caparazón verde oscuro lleno de manchas marrones, algas y moluscos de agua dulce. El animal alzó la cabeza y bramó, con un rugido ronco más sonoro que el de cualquier cuerno de guerra que Tyrion hubiera oído en su vida.

—¡Nos ha bendecido! —Gritó Ysilla con la cara llena de lágrimas—. Nos ha bendecido, nos ha bendecido.

Pato ululaba de alegría, igual que Grif el Joven. Haldon subió a cubierta a ver el motivo de tanta agitación, pero era demasiado tarde: la tortuga gigante había vuelto a desaparecer bajo las aguas.

—¿A qué viene tanto jaleo? —preguntó el Mediomaestre.

—Una tortuga —le explicó Tyrion—. Una tortuga más grande que esta barcaza.

—¡Era él! —Exclamó Yandry—. ¡Era el Viejo del Río!

« ¿Por qué no? —Pensó Tyrion con una sonrisa—. El nacimiento de un rey siempre va acompañado de dioses y portentos.»

Davos

La Alegre Comadrona
entró en Puerto Blanco con la marea del anochecer y la vela parcheada ondulando con cada ráfaga de viento. Era una coca vieja, y ni en sus mejores años la habrían calificado de hermosa. El mascarón de proa era una mujer que reía al tiempo que sujetaba a un recién nacido por un pie, pero tanto las mejillas de la mujer como el culo del niño estaban carcomidos. El casco había recibido capa tras capa de deslustrada pintura marrón, y las velas eran grisáceas y andrajosas. Nadie miraría dos veces aquel barco, salvo para preguntarse cómo podía mantenerse a flote. Pero la
Alegre Comadrona
era conocida en Puerto Blanco, ya que durante años había realizado modestos intercambios comerciales entre aquella ciudad y Villahermana.

No era la llegada con la que soñaba Davos Seaworth cuando zarpó con Salla y su flota. En aquel momento, todo parecía más fácil. Los cuervos no habían llevado al rey Stannis la promesa de alianza de Puerto Blanco, de modo que su alteza decidió que un emisario negociara en persona con lord Manderly. Como prueba de su poderío, se suponía que Davos tenía que llegar a bordo de
Valyria,
la galera de Salla, seguido por el resto de la flota lysena. Todos los barcos llevaban el casco pintado con rayas: negras y amarillas, rosa y azules, verdes y blancas, violeta y doradas… A los lysenos les encantaban los colores vivos, y no había lyseno más colorista que Salladhor Saan.

«Salladhor el Espléndido —pensó Davos—, pero eso se acabó con las tormentas.»

Se había visto reducido a entrar a hurtadillas en la ciudad, tal como habría hecho veinte años antes. Mientras no conociera la situación, el marino sería más eficaz que el señor.

La nívea muralla de Puerto Blanco se alzaba ante ellos, en la orilla este, donde desembocaba el Cuchillo Blanco. Desde la última visita de Davos habían transcurrido seis años, y algunas defensas eran más fuertes. El rompeolas que separaba el puerto interior del exterior contaba con un muro de piedra de doce varas de altura y casi media legua de largo, con un torreón cada cien pasos. También se veía humo en el islote de la Foca, cuando en los viejos tiempos allí solo había ruinas.

«Eso puede ser bueno o malo, según qué bando escoja lord Wyman.»

Davos siempre le había tenido cariño a aquella ciudad, desde que la visitó por primera vez como grumete de la
Gato Callejero.
Era una ciudad pequeña, sobre todo comparada con Antigua y Desembarco del Rey, pero también era limpia y cuidada, con amplias avenidas empedradas por las que resultaba grato caminar y con tejados de pizarra gris en marcada pendiente. Roro Uhoris, el gruñón contramaestre de la
Gato Callejero,
aseguraba que era capaz de distinguir un puerto de otro solo por el olor. Según él, las ciudades eran como las mujeres: cada una tenía un aroma propio. Antigua olía a flores, como una viuda perfumada, mientras que Lannisport era una lozana campesina con flores en el pelo, y Desembarco del Rey apestaba como una puta sucia. En cambio, la esencia de Puerto Blanco era pungente, salina, con un toque de pescado. «Huele como deben de oler las sirenas —decía Roro—. Huele a mar.»

«Todavía huele a mar —pensó Davos, pero lo que imperaba era el olor de turba que llegaba del islote de la Foca. La Piedra Marina dominaba las vías de entrada al puerto exterior: era una imponente elevación verdigris que se alzaba veinte varas por encima de las aguas. En la parte superior había un círculo de piedras erosionadas, un asentamiento fortificado de los primeros hombres, que llevaba siglos abandonado. Pero ya no lo estaba: Davos divisó escorpiones y bombardas tras los muros que quedaban en pie, y también a los ballesteros que montaban guardia—. Ahí arriba debe de haber mucha humedad. Y hará frío.» Recordó que en todas sus visitas anteriores había visto focas que tomaban el sol en las piedras caídas en el mar. El Bastardo Ciego le hacía contarlas cada vez que la
Gato Callejero
zarpaba de Puerto Blanco. Según él, cuanto mayor fuera el número de focas, mejor suerte tendrían en el viaje. En aquel momento no había ni una: el humo y los soldados las habían espantado.

«Si fuera más sensato, lo interpretaría como una señal de alarma. Si tuviera una pizca de sensatez, me habría marchado con Salla. —Podría haber vuelto al sur, con Marya y con sus hijos—. He perdido cuatro hijos al servicio del rey, y el quinto es ahora su escudero. Debería tener derecho a disfrutar de los dos que me quedan todavía. Hace demasiado que no los veo.»

En Guardiaoriente, los hermanos negros le habían dicho que las relaciones entre los Manderly de Puerto Blanco y los Bolton de Fuerte Terror eran tensas. El Trono de Hierro había nombrado Guardián del Norte a Roose Bolton, así que lo lógico sería que Wyman Manderly jurara lealtad a Stannis.

«Puerto Blanco no puede defenderse por sí mismo. Necesita un aliado, un protector. Lord Wyman necesita al rey Stannis tanto como Stannis lo necesita a él.» Al menos eso le había parecido cuando estaba en Guardiaoriente.

Villahermana había minado aquellas esperanzas. Si había que prestar oído a lord Borrell, en caso de que los Manderly unieran sus fuerzas a las de los Bolton y los Frey… No, no podía permitirse el lujo de pensar en aquello. No tardaría en conocer la verdad. Deseó con todas sus fuerzas que no fuera demasiado tarde.

«El rompeolas oculta el puerto interior», advirtió mientras la
Alegre Comadrona
arriaba las velas. El exterior era más amplio, pero era mejor fondear dentro, al abrigo de la muralla de la ciudad por un lado, con la mole imponente de la Guarida del Lobo por otro y con la protección adicional del rompeolas. En Guardiaoriente del Mar, Cotter Pyke le había dicho que lord Wyman estaba construyendo galeras de combate. Tal vez al otro lado de las murallas hubiera ya una veintena de naves listas para hacerse a la mar.

Tras la gruesa muralla blanca de la ciudad, el Castillo Nuevo se alzaba claro y ufano en la cima de la colina. Davos alcanzó a ver también la cúpula del Septo de las Nieves, bajo las altas estatuas de los Siete. Cuando fueron expulsados del Dominio, los Manderly llevaron la fe al norte. En Puerto Blanco no faltaba tampoco el bosque de dioses, una maraña de raíces, rocas y ramas encerrada entre los negros muros en ruinas de la Guarida del Lobo, la antigua fortaleza que ya solo se utilizaba de cárcel. Pero el poder verdadero lo tenían los septones.

El tritón de la casa Manderly estaba por todas partes: ondeaba en las torres del Castillo Nuevo, sobre la puerta de la Foca y a lo largo de las murallas de la ciudad. En Guardiaoriente, los norteños parecían muy seguros de que Puerto Blanco jamás rompería la alianza con Invernalia, pero Davos no vio ni rastro del huargo de los Stark.

«Tampoco hay leones. Lord Wyman aún no habrá jurado lealtad a Tommen, o ya habría izado su estandarte.»

Los amarraderos del puerto estaban abarrotados. Un racimo de botes amarrados a lo largo de la plaza del mercado descargaba la captura del día. Vio también tres canoas, unas embarcaciones largas y estrechas ideadas para enfrentarse a los rápidos y los tramos rocosos del Cuchillo Blanco. Pero lo que más le llamó la atención fueron los barcos marítimos: había un par de carracas tan deslustradas y maltrechas como la
Alegre Comadrona,
una galera mercante llamada
Danzarina de Tormentas,
las cocas
Valeroso Magíster
y
Cuerno de la Abundancia,
una galera que por el casco y las velas violeta procedía de Braavos…

…y, más allá, el navío de guerra.

Solo con verlo sintió que le arrancaran la esperanza a cuchilladas. El casco era negro y dorado, y el mascarón de proa, un león que amenazaba con una garra. El nombre del barco era
Estrellaleón,
según se leía en la popa, bajo el estandarte con el escudo del niño rey que ocupaba el Trono de Hierro. Un año atrás no habría sabido leerlo, pero el maestre Pylos le había enseñado unas pocas letras en Rocadragón. En aquella ocasión, la lectura no le proporcionó placer alguno. Davos había rezado para que las mismas tormentas que se habían ensañado con la flota de Salla hundieran aquella galera, pero los dioses se habían mostrado inclementes. Los Frey habían llegado, y tendría que enfrentarse a ellos.

Atracaron la
Alegre Comadrona
al final de un maltrecho muelle del puerto exterior, tan lejos como pudieron de la
Estrellaleón.
La tripulación la amarró a los pilones y tendió la plancha, y el capitán se acercó a Davos con paso oscilante. Casso Mogat era el típico mestizo del mar Angosto, hijo de una prostituta de Villahermana y un ballenero ibbenés. Solo levantaba dos varas del suelo, era muy hirsuto y se teñía el pelo y los bigotes de color verde musgo, lo que le daba el aspecto de un tocón con botas amarillas. Sin embargo era un buen marino, aunque un capitán duro con su tripulación.

—¿Cuánto tiempo vais a estar en la ciudad?

—Un día como mínimo; puede que más. —Davos había descubierto que a los señores les gustaba hacerse esperar. Tenía la sensación de que su finalidad era poner nerviosa a la gente y demostrarle su poder.

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