Danza de dragones (38 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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Hubo una risotada general, aunque Davos no participó. Sabía qué destino había sufrido el
Ojos Negros.
Los dioses eran crueles al permitir que un hombre recorriera medio mundo para luego hacerle perseguir una falsa luz cuando ya estaba llegando a casa.

«El capitán era más valiente que yo —pensó mientras se dirigía hacia la puerta. Con un solo viaje al este podría haber tenido las riquezas de un señor hasta el fin de sus días. Cuando era joven, Davos soñaba con hacer una travesía así, pero los años pasaron danzando como polillas en torno a una llama, y el momento adecuado no se presentó—. Algún día. Algún día lo haré, cuando haya terminado la guerra, cuando Stannis ocupe el Trono de Hierro y ya no necesite de ningún Caballero de la Cebolla. Me llevaré a Devan, y también a Steff y a Stanny, si ya tienen edad. Veremos a esos dragones; veremos todas las maravillas del mundo.»

En el exterior, el viento agitaba la llama de las lámparas de aceite que iluminaban el patio. Tras la puesta de sol había refrescado, pero Davos recordaba demasiado bien cómo eran las cosas en Guardiaoriente, cómo aullaba el viento desde el Muro por la noche, cómo atravesaba hasta la capa más cálida y helaba los huesos. En comparación, Puerto Blanco era una bañera caliente. Había otros lugares donde podía conseguir información: una posada famosa por sus empanadas de lamprea, la cervecería donde bebían los mercaderes de lana y los aduaneros, una sala de espectáculos donde por unas monedas se podía conseguir diversión subida de tono…

«He llegado demasiado tarde.»

Los viejos instintos le hicieron llevarse la mano al pecho, donde antes llevaba las falanges en un saquito colgado de una cinta de cuero. No encontró nada. Había perdido la suerte en los fuegos del Aguasnegras, junto con su barco y sus hijos.

«¿Qué hago ahora? —Se arrebujó en el manto—. ¿Subo a la colina y me planto en las puertas del Castillo Nuevo para presentar mi petición, por inútil que sea? ¿Vuelvo a Villahermana? ¿Regreso con Marya y mis hijos? ¿Compro un caballo y recorro el camino Real para ir a decirle a Stannis que no tiene amigos en Puerto Blanco, que no le queda ninguna esperanza?»

La reina Selyse había organizado un banquete en honor a Salla y sus capitanes la noche anterior de la partida de la flota. Cotter Pyke los había acompañado, así como otros cuatro oficiales de alto rango de la Guardia de la Noche. También habían dejado asistir a la princesa Shireen. Mientras servían bandejas de salmón, ser Axell Florent entretuvo a los presentes con la historia de un príncipe Targaryen que tenía un mono. A aquel príncipe le gustaba vestir al animalito con la ropa de su hijo fallecido y fingir que se trataba de un niño, y de vez en cuanto intentaba arreglarle un matrimonio. Los señores a los que honraba con su proposición siempre la rechazaban. Tan cortésmente como les fuera posible, pero la rechazaban, por supuesto.

—Vestido con sedas y terciopelos, un mono sigue siendo un mono —dijo ser Axell—. Un príncipe más listo habría sabido que no se puede encomendar a un mono el trabajo de un hombre.

Los hombres de la reina rieron a carcajadas, y unos cuantos miraron a Davos con sonrisitas.

«No soy ningún mono —había pensado—. Soy un señor, igual que tú, y mucho más hombre.» Aún le escocía el recuerdo.

La puerta de la Foca se cerraba de noche, de modo que Davos no podría volver a la
Alegre Comadrona
hasta el amanecer. Tendría que pasar la noche allí. Echó una mirada al viejo Pata de Pez, con su tridente roto.

«He llegado a pesar de la lluvia, la tormenta y el naufragio. No me iré sin cumplir lo que se me encomendó, por inútil que sea.» Había perdido los dedos; había perdido el barco, pero no era ningún mono vestido de seda. Era la mano del rey.

Escalera del Castillo era una calle con peldaños, una avenida de piedra que llevaba desde la orilla del mar, desde la Guarida del Lobo, hasta el Castillo Nuevo, en la cima de la colina. Unas sirenas de mármol iluminaban el camino con cuencos de aceite de ballena entre los brazos. Cuando Davos llegó arriba, se volvió para mirar atrás. Desde allí se divisaban los dos puertos. Tras el rompeolas, el puerto interior estaba atestado de galeras de guerra: había veintitrés. Por lo visto, lord Wyman era gordo pero no perezoso, y había estado muy atareado.

Las puertas del Castillo Nuevo estaban cerradas, y cuando llamó le abrieron una poterna. El guardia le preguntó qué quería, a lo que Davos respondió mostrándole la cinta negra y dorada con los sellos reales.

—Tengo que hablar con lord Manderly de inmediato —dijo—. El asunto que me trae aquí solo le incumbe a él.

Daenerys

Los bailarines centelleaban al moverse, con cuerpos esbeltos y afeitados cubiertos de aceite. Las antorchas encendidas volaban girando de mano en mano al ritmo de los tambores y la flauta. Cada vez que dos antorchas se cruzaban en el aire, una chica desnuda daba una voltereta entre ellas. Las llamas arrancaban destellos aceitosos de extremidades, pechos y nalgas.

Los tres hombres lucían una erección. Su excitación resultaba excitante, aunque a Daenerys Targaryen le parecía cómica a la vez. Eran de la misma estatura, con piernas largas y abdomen liso, con los músculos tan definidos que parecían labrados. Hasta sus rostros parecían iguales…, cosa bastante extraña, dado que uno tenía la piel oscura como el ébano; el segundo, blanca como la leche, y el tercero brillaba como el cobre bruñido.

«¿Pretenden inflamarme?» Dany se acomodó entre los cojines de seda. Sus inmaculados, apoyados en las columnas, parecían estatuas, con los cascos rematados en púas y los rostros lampiños inexpresivos, a diferencia de los hombres que seguían íntegros. Reznak mo Reznak tenía la boca abierta, y los labios le brillaban húmedos ante el espectáculo. Hizdahr zo Loraq charlaba con el hombre que tenía al lado, pero no apartaba los ojos de las bailarinas ni un momento. El rostro feo y grasiento del Cabeza Afeitada era tan adusto como siempre, pero no se perdía detalle.

Resultaba más difícil imaginar las ensoñaciones de su invitado de honor. El hombre de rostro blanco y afilado que compartía con ella la mesa principal estaba radiante con su túnica de seda color tostado bordada con hilo de oro; la calva le brillaba a la luz de las antorchas mientras se comía un higo a mordiscos menudos, precisos, elegantes. En la nariz de Xaro Xhoan Daxos centelleaban ópalos cada vez que giraba la cabeza para seguir los movimientos de los bailarines.

En su honor, Daenerys se había puesto un vestido qarthiense, un depurado diseño de brocado violeta cuyo corte le dejaba el pecho izquierdo al descubierto. La cabellera de oro y plata le caía sobre el hombro y le llegaba casi hasta el pezón. La mitad de los presentes la había observado a hurtadillas; Xaro, no.

«En Qarth era igual. —No era esa la forma de dominar al príncipe mercader—. Pero tengo que dominarlo como sea.» Había llegado de Qarth en la galeaza
Nube Sedosa,
con una escolta de trece galeras. Su flota era la respuesta a una plegaria. El comercio de Meereen se había reducido hasta desaparecer desde que ella pusiera fin a la esclavitud, pero Xaro tenía la capacidad de devolverlo a la vida.

Los tambores sonaron con más fuerza, y tres chicas saltaron sobre las llamas y giraron en el aire. Los danzarines las sujetaron por la cintura y las bajaron hacia sí. Dany observó con atención cómo las mujeres arqueaban la espalda y enroscaban las piernas en torno a sus compañeros, que las penetraban al ritmo de la música de flautas. No era la primera vez que presenciaba esos actos, ya que los dothrakis se apareaban tan abiertamente como sus yeguas y sementales, pero sí era la primera vez que presenciaba la lujuria al son de la música. Sentía el rostro acalorado.

«Es por el vino —se dijo. Se dio cuenta de que estaba pensando en Daario Naharis. Su mensajero había llegado aquella mañana: los Cuervos de Tormenta volvían de Lhazar. Su capitán volvía a ella, portador de la amistad de los hombres cordero—. Comida y comercio —se recordó—. No me ha fallado ni me fallará. Daario me ayudará a salvar mi ciudad.» La reina ansiaba ver su rostro, acariciar su barba de tres puntas, contarle sus problemas… Pero los Cuervos de Tormenta estaban aún a muchos días de distancia, más allá del paso Khyzai, y ella tenía que gobernar su reino.

El humo remoloneaba entre las columnas violáceas. Los danzarines se arrodillaron con la cabeza gacha.

—Habéis estado espléndidos —les dijo Dany—. Pocas veces había presenciado tanta elegancia, tanta belleza. —Hizo un gesto a Reznak mo Reznak, y el senescal se apresuró a acudir a su lado; tenía la arrugada piel de la cabeza perlada de sudor—. Acompañad a nuestros amigos a los baños para que se refresquen, y aseguraos de que no les falten comida ni bebida.

—Será un honor para mí, magnificencia.

Daenerys le tendió la copa a Irri para que se la volviera a llenar. El vino era dulce y fuerte, con la fragancia de las especias orientales, mucho mejor que los aguados caldos ghiscarios que había estado bebiendo en los últimos tiempos. Xaro examinó con atención la fuente que le ofrecía Jhiqui y seleccionó un caqui. La piel anaranjada de la fruta hacía juego con el coral que le adornaba la nariz. Le dio un mordisco y frunció los labios.

—Está ácido.

—¿Tal vez mi señor prefiera algo más dulce?

—La dulzura empalaga. La fruta acida y las mujeres acidas son lo que da sabor a la vida. —Volvió a morder el caqui, masticó y tragó—. Daenerys, mi bella reina, no hay palabras para describir el placer que siento al estar de nuevo en vuestra presencia. De Qarth partió una niña, tan hermosa como extraviada. Entonces temí que aquel barco la transportara hacia su perdición; pero ahora la veo aquí, en su trono, señora de una antigua ciudad, con un poderoso ejército nacido de sus sueños.

«No —pensó ella—, nacido de la sangre y del fuego.»

—Me alegra que hayáis venido, Xaro. Me congratulo de volver a veros, amigo mío. —«No confío en vos, pero os necesito. Necesito a vuestros Trece; necesito vuestros barcos; necesito vuestro comercio.»

Durante siglos, Meereen y sus ciudades hermanas, Yunkai y Astapor, habían sido los ejes del tráfico de esclavos, el lugar donde los
khals
dothrakis y los corsarios de las Islas del Basilisco vendían a sus prisioneros al resto del mundo, que acudía allí a comprarlos. Poco podía ofrecer Meereen a los comerciantes si no había esclavos. El cobre abundaba en las colinas de Ghis, pero ya no era tan valioso como en los tiempos en que el bronce gobernaba el mundo. Los cedros que otrora crecieran a lo largo de la costa ya no existían; cayeron bajo las hachas del Antiguo Imperio o fueron consumidos por el fuegodragón cuando Ghis se enfrentó en guerra a Valyria. Desaparecidos los árboles, la tierra se abrasó bajo el sol ardiente y el viento la dispersó en espesas nubes rojizas.

«Esas calamidades fueron lo que transformó a mi pueblo en esclavista», le había dicho Galazza Galare en el templo de las Gracias. «Y yo seré la calamidad que transforme a estos esclavistas en personas», se juró Dany.

—Tenía que venir —dijo Xaro con tono lánguido—. Hasta la lejana Qarth me llegaron ciertos rumores que me inspiraban temor. Al oírlos no pude contener las lágrimas. Se dice que vuestros enemigos han prometido gloria, riquezas y un centenar de esclavas vírgenes al hombre que os mate.

—Los Hijos de la Arpía. —«¿Cómo lo sabe?»—. Por las noches hacen pintadas en las paredes, y degüellan a libertos honrados mientras duermen. Cuando sale el sol se esconden como cucarachas. Tienen miedo de mis bestias de bronce. —Skahaz mo Kandaq había creado el cuerpo de guardia que le había pedido, compuesto a partes iguales por libertos y cabezas afeitadas meereenos. Patrullaban la ciudad día y noche con capuchas oscuras y máscaras de bronce. Los Hijos de la Arpía habían amenazado con una muerte terrible a cualquier traidor que se atreviera a servir a la reina dragón, así como a sus parientes y amigos, así que los hombres del Cabeza Afeitada se ocultaban el rostro tras chacales, búhos y otras bestias—. Tendría motivos para temer a los Hijos si me encontraran por las calles, pero solo si fuera de noche y yo estuviera desnuda y desarmada. Son unos cobardes.

—El cuchillo de un cobarde puede matar a una reina con tanta facilidad como el de un héroe. Dormiría más tranquilo si supiera que la delicia de mi corazón había conservado a su lado a sus feroces señores de los caballos. Cuando estabais en Qarth había tres que nunca os perdían de vista. ¿Adónde han ido?

—Aggo, Jhoqo y Rakharo siguen a mi servicio. —«Está jugando conmigo.» Pero ella también sabía jugar—. Cierto es que solo soy una niña y no entiendo de estas cosas, pero hombres de más edad y sabiduría me han dicho que para controlar Meereen tengo que controlar las tierras adyacentes, desde el oeste de Lhazar hasta el sur de las colinas yunkias.

—Esas tierras no tienen valor para mí. Vuestra persona, sí. Si algo malo os sucediera, este mundo perdería su sabor.

—Mi señor es muy bondadoso al preocuparse tanto, pero estoy bien defendida. —Dany hizo un gesto hacia el lugar donde aguardaba Barristan Selmy, con una mano en el puño de la espada—. Lo llaman Barristan el Bravo. Dos veces ya me ha salvado de asesinos.

Xaro echó un vistazo desinteresado a Selmy.

—¿Barristan el Viejo, decís que se llama? Vuestro caballero oso era más joven y os amaba con devoción.

—No quiero hablar de Jorah Mormont.

—Por supuesto. Era un hombre burdo y peludo. —El príncipe mercader se inclinó sobre la mesa para rozarle los dedos—. Hablemos pues de amor, sueños y deseo, y de Daenerys, la mujer más hermosa de este mundo. Vuestra mera visión me embriaga.

—Si estáis embriagado, echadle la culpa al vino. —Dany conocía bien la exagerada obsequiosidad de Qarth.

—Ningún vino me nubla la visión tanto como vuestra belleza. Mi mansión me parece desierta como una tumba desde la partida de Daenerys, y todos los placeres de la Reina de las Ciudades me saben a ceniza. ¿Por qué me abandonasteis?

«Huí de tu ciudad porque temía por mi vida.»

—Era hora de partir. En Qarth no me querían.

—¿Quiénes? ¿Los Sangrepura? Les corre agua por las venas. ¿Los Especieros? Tienen requesón en vez de cerebro. Y los Eternos están muertos. Tendríais que haberme aceptado como esposo. Creo recordar que pedí vuestra mano; que incluso llegué a suplicaros.

—Solo cincuenta veces —bromeó Dany—. Os rendisteis demasiado pronto, mi señor. Porque tengo que casarme; todo el mundo está de acuerdo.

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