Jon estaba tan agarrotado como si tuviera sesenta años.
«Sueños oscuros y remordimientos. —No era capaz de dejar de pensar en Arya—. No tengo manera de ayudarla. Renuncié a los lazos familiares cuando pronuncié mis votos. Si uno de mis hombres me dijera que su hermana corre peligro, le diría que ya no es asunto suyo. —Cuando se pronunciaba el juramento, la sangre de un hombre se tornaba negra—. Negra como el corazón de un bastardo. —Tiempo atrás le había encargado a Mikken una espada para Arya, una espada de jaque pequeña que pudiera empuñar bien—.
Aguja.»
Se preguntó si aún la tendría. «Tienes que clavarla por el extremo puntiagudo», le había dicho, pero si intentaba clavársela al Bastardo, podía costarle la vida.
—Nieve —murmuró el cuervo de Mormont—. Nieve, nieve.
Y de repente, no pudo soportarlo más.
Fantasma se encontraba tras la puerta, royendo un hueso de buey hasta el tuétano.
—¿Cuándo has vuelto? —El huargo se levantó y abandonó el hueso para seguir los pasos de Jon.
Mully y Tonelete estaban en la puerta, apoyados en las lanzas.
—Ahí fuera hace un frío espantoso, mi señor —le advirtió Mully, el de la barba naranja enmarañada—. ¿Vais a pasar mucho tiempo fuera?
—No, solo necesito un poco de aire. —Jon salió a la noche. El cielo estaba estrellado, y el viento racheaba a lo largo del Muro. Hasta la luna parecía tener cara de frío. La primera ráfaga que lo atrapó atravesó como un cuchillo todas las capas de lana y cuero y le hizo castañetear los dientes. Cruzó el patio para adentrarse en las fauces de aquel viento. La capa revoloteaba con fuerza a su alrededor; Fantasma lo seguía.
«¿Adonde voy? ¿Qué hago? —El Castillo Negro estaba tranquilo y en silencio; sus salones y torres, sumidos en la oscuridad—. Mi trono —reflexionó Jon—. Mi salón, mi hogar, mi dominio. Ruinas.»
A la sombra del Muro, el huargo le rozó los dedos. Durante un instante, la noche cobró vida con mil olores, y Jon Nieve oyó el crujido de la nieve al romperse. De repente se dio cuenta de que tenía a alguien detrás. Alguien que olía al calor de un día de verano.
Al volverse vio a Ygritte.
Estaba bajo las piedras chamuscadas de la Torre del Lord Comandante, envuelta en oscuridad y recuerdos. La luz de la luna se reflejaba en su pelo, su pelo rojo besado por el fuego. Cuando la vio, el corazón se le subió a la garganta.
—Ygritte —dijo.
—Lord Nieve. —Era la voz de Melisandre.
—Lady Melisandre. —Jon retrocedió un paso—. Os he confundido con otra persona.
«De noche todas las túnicas son pardas.» Pero la suya era roja. No entendía cómo podía haber pensado que se trataba de Ygritte. Era más alta, más delgada, y de más edad, aunque la luz de la luna le quitaba años. De la nariz y las manos desnudas ascendían jirones de bruma blanca.
—Se os van a congelar los dedos —le advirtió.
—Si esa es la voluntad de R’hllor. Los poderes de la noche no pueden tocar a aquellos cuyo corazón está bañado por el fuego sagrado del dios.
—No me preocupa vuestro corazón, sino vuestras manos.
—El corazón es lo único que importa. No desesperéis, lord Nieve. La desesperación es un arma del enemigo, cuyo nombre no debe pronunciarse. No habéis perdido a vuestra hermana.
—No tengo hermanas. —Las palabras se le clavaban como cuchillos.
«¿Qué sabes de mi corazón, sacerdotisa? ¿Qué sabes de mi hermana?»
—¿Cómo se llamaba esa hermana que no tenéis? —preguntó Melisandre, divertida.
—Arya. —Su voz sonó ronca—. En realidad solo era mi hermana paterna…
—… ya que vos sois bastardo. No lo he olvidado. He visto a vuestra hermana en mis fuegos, huyendo de ese matrimonio concertado. La he visto viniendo hacia aquí, hacia vos. Una muchacha vestida de gris, a lomos de un caballo moribundo; lo he visto con claridad diáfana. Aún no ha sucedido, pero sucederá. —Miró a Fantasma—. ¿Puedo tocar a vuestro… lobo?
—Mejor que no. —El mero pensamiento lo hizo sentir incómodo.
—No me hará daño. Lo llamáis Fantasma, ¿verdad?
—Sí, pero…
—Fantasma. —Melisandre hizo que la palabra sonase como una canción.
El huargo caminó hacia ella. Desconfiado, la rodeó al tiempo que la olfateaba. Cuando Melisandre alargó la mano hacia él, también la olfateó, y después le frotó la nariz contra los dedos.
—No suele ser tan… —Al hablar, el aliento de Jon se elevó en una nube blanca.
—… ¿afectuoso? El afecto y la calidez tienen la misma fuente, Jon Nieve. —Sus ojos eran como dos estrellas rojas que brillaban en la oscuridad. En su cuello centelleaba el rubí, un tercer ojo que resplandecía más que los otros. Jon había visto los ojos rojos de Fantasma brillar de la misma manera, cuando les daba la luz desde cierto ángulo.
—Fantasma —llamó—. Conmigo.
El huargo lo miró como si fuera un desconocido. Jon frunció el ceño, desconcertado.
—Qué… extraño.
—¿Eso creéis? —Melisandre se arrodilló y rascó a Fantasma detrás de la oreja—. Vuestro Muro es un sitio extraño, pero aquí hay mucho poder para quien sepa usarlo. Hay poder en vos, y en esta bestia. Sería un error oponerle resistencia. Abrazadlo. Usadlo.
«No soy un lobo», pensó.
—¿Cómo?
—Yo puedo enseñaros. —Melisandre pasó un esbelto brazo alrededor de Fantasma, y el huargo le lamió la cara—. El Señor de Luz, en su sabiduría, nos hizo machos y hembras, dos partes de un todo más grande. En nuestra unión hay poder. Poder para crear vida. Poder para crear luz. Poder para proyectar sombras.
—Sombras. —La palabra sonó más siniestra cuando la pronunció él.
—Todo aquel que camina por la tierra proyecta una sombra en el mundo. Las hay delgadas y débiles, y largas y oscuras. Deberíais mirar hacia atrás, lord Nieve. La luna os ha besado y ha dibujado vuestra sombra en el hielo, una sombra de ochenta varas.
Jon miró a su espalda. Allí estaba la sombra, tal como ella había dicho, recortada por la luna contra el Muro.
«La he visto viniendo hacia aquí, hacia vos —repitió para sí—. Una muchacha vestida de gris, a lomos de un caballo moribundo. Arya. —Se volvió hacia la sacerdotisa roja. Sentía el calor que emanaba de ella—. Tiene poder.»
El pensamiento surgió de la nada y lo apresó con dientes acerados, pero no quería estar en deuda con la sacerdotisa, ni siquiera por su hermana pequeña.
—Dalla me dijo una cosa hace tiempo. La hermana de Val, esposa de Mance Rayder. Me dijo que la brujería es una espada sin empuñadura. Que no hay manera segura de agarrarla.
—Sabia mujer. —Cuando Melisandre se incorporó, su túnica roja revoloteó al viento—. Sin embargo, una espada sin puño sigue siendo una espada, y es un bien muy preciado cuando se está rodeado de enemigos. Escuchadme, Jon Nieve. Habéis enviado nueve cuervos al bosque blanco en busca de vuestros enemigos. Tres de ellos están muertos. Aún no, pero la muerte está ahí fuera, esperándolos, y se dirigen a ella. Los enviasteis para que fuesen vuestros ojos en la oscuridad, pero no tendrán ojos cuando regresen. He visto sus caras pálidas y muertas en mis fuegos. Cuencas vacías que lloran sangre. —Se echó el pelo hacia atrás, y sus ojos rojos brillaron—. Ahora no me creéis, pero acabaréis dándome la razón, aunque el coste serán tres vidas. Habrá quien diga que es un precio bien barato por la sabiduría…, pero no teníais por qué pagarlo. Recordadlo cuando contempléis los rostros ciegos y destrozados de vuestros muertos. Y cuando llegue ese día, tomad mi mano. —De su piel pálida emanaba una neblina blanca, y durante un momento pareció que unas llamas hechiceras danzaban entre sus dedos—. Tomad mi mano —repitió— y dejadme salvar a vuestra hermana.
Pese a la penumbra que reinaba en la Guarida del Lobo, Davos Seaworth supo que algo iba mal aquella mañana.
Lo despertaron las voces y se arrastró a la puerta de la celda, pero la madera era gruesa y no consiguió distinguir qué decían. Había llegado el amanecer, pero no así las gachas que le llevaba Garth de desayuno. Aquello lo inquietaba. Todos los días eran casi iguales en la Guarida del Lobo, y los cambios eran siempre para peor.
«Puede que haya llegado el día de mi muerte. Puede que Garth esté con la amoladera afilando a
Lady Lu.»
El Caballero de la Cebolla no había olvidado las últimas palabras que había oído decir a Wyman Manderly: «Primo, llévate a este individuo a la Guarida del Lobo y córtale la cabeza y las manos. Quiero verlas antes de cenar. No podré probar bocado hasta haber visto la cabeza de este contrabandista en una pica, con una cebolla entre sus dientes mentirosos.» Davos se dormía todas las noches con aquellas palabras retumbándole en la cabeza, y todas las mañanas se despertaba con ellas. Y por si acaso se le olvidaban, para Garth siempre era un placer recordárselas. Lo llamaba cadáver. «Aquí vienen las gachas para el cadáver», era su saludo matutino; y por las noches se despedía con un «Apaga la vela, cadáver.»
En cierta ocasión, Garth llevó a sus amigas para presentarles al cadáver.
—Puta
no parece gran cosa —dijo al tiempo que acariciaba una barra de hierro negro y frío—, pero cuando la caliente al rojo vivo y te bese la polla, llamarás llorando a tu mamá. Y esta es
Lady Lu,
la que te cortará las manos y la cabeza cuando lord Wyman dé la orden.
Davos no había visto nunca un hacha tan grande como
Lady Lu,
ni más mortífera. Según comentaban los demás carceleros, Garth se pasaba las horas muertas afilándola.
«No suplicaré misericordia», había decidido. Iría a la muerte como un caballero, y solo pediría que le cortaran la cabeza antes que las manos. Ni siquiera Garth tendría la crueldad de negarle aquello, o al menos eso esperaba.
Los sonidos le llegaban desde el otro lado de la puerta, tenues y amortiguados. Se levantó y empezó a pasear por su celda, que era grande e inusitadamente cómoda. Suponía que en otros tiempos había sido el dormitorio de algún señor poco importante, porque era como tres veces su camarote de capitán en el
Negra Bessa,
y más grande aún que el camarote del que disfrutaba Salladhor Saan en su
Valyria.
La única ventana llevaba años tapiada, pero en una pared había aún una chimenea en la que se podía poner la tetera a calentar, y en la esquina había un nicho que hasta tenía retrete. El suelo de tablones estaba lleno de astillas y el camastro olía a moho, pero eran molestias insignificantes comparadas con lo que se había temido.
La comida también lo sorprendió: en lugar de gachas, pan duro y carne podrida, lo habitual en cualquier mazmorra, sus carceleros le llevaban pescado fresco, pan recién salido del horno, carnero especiado, chirivías, zanahorias y hasta cangrejos. A Garth no le hacía la menor gracia.
—Los muertos no deberían comer mejor que los vivos —se había quejado más de una vez.
Davos disponía de pieles para abrigarse por las noches, leña para alimentar el fuego, ropa limpia y un velón de sebo. Cuando pidió papel, pluma y tinta, Therry se lo proporcionó todo al día siguiente. Cuando pidió un libro para seguir practicando la lectura, Therry le llevó
La estrella de siete puntas.
Sin embargo, pese a todas las comodidades, la celda no dejaba de ser una celda. Las paredes eran de piedra maciza, tan gruesas que no le llegaba el menor sonido del mundo exterior. La puerta era de hierro y roble, y los carceleros siempre la tenían atrancada. Del techo colgaban cuatro pares de cadenas de hierro, a la espera de que lord Manderly decidiera entregárselo a
Puta.
«Puede que sea hoy. La próxima vez que Garth abra la puerta, puede que no sea para traerme el desayuno. —Le rugía el estómago, señal incontestable de que iba pasando la mañana, y ni rastro de su comida—. Lo peor no es morir; lo peor es no saber cuándo ni cómo.» En sus tiempos de contrabandista había conocido muchas cárceles y mazmorras, pero siempre las había compartido con otros prisioneros; siempre había tenido con quien hablar, a quien confiar temores y esperanzas. Allí, no. Aparte de los carceleros, Davos Seaworth era el único habitante de la Guarida del Lobo.
Sabía que había mazmorras de verdad bajo las bodegas del castillo: calabozos, cámaras de tortura y pozos húmedos y oscuros transitados por enormes ratas negras. Según sus carceleros, por el momento no tenían ningún ocupante.
—Aquí solo estamos nosotros, Cebolla —le había dicho ser Bartimus. Era el carcelero jefe: un caballero cadavérico con una sola pierna, un ojo inútil y la cara cuajada de cicatrices. Cuando estaba borracho, y se emborrachaba casi todos los días, alardeaba de haber salvado la vida de lord Wyman en la batalla del Tridente. La Guarida del Lobo había sido su recompensa.
El resto de «nosotros» consistía en un cocinero al que Davos no había visto nunca, seis guardias que se alojaban en la planta baja, un par de lavanderas y los dos hombres que se ocupaban del prisionero. Therry era el joven, de apenas catorce años, hijo de una lavandera. El mayor era Garth: corpulento, calvo, taciturno; todos los días vestía el mismo jubón de cuero grasiento y siempre iba con el ceño fruncido. El oficio de contrabandista había enseñado a Davos a distinguir a las malas personas, y Garth era mala persona. El Caballero de la Cebolla se cuidaba mucho de lo que decía delante de él. Con Therry y ser Bartimus no era tan reticente: les agradecía la comida, les daba pie para que le contaran sus vidas y esperanzas, respondía amablemente a las preguntas que le hacían y no los presionaba nunca con indagaciones. Cuando pedía algo, siempre eran nimiedades: una jofaina de agua y un trozo de jabón, un libro para leer, más velas… Le otorgaban casi todos aquellos favores, y Davos mostraba su gratitud.
Ninguno le hablaba de lord Manderly, de Stannis ni de los Frey, pero sí de otras cosas. Therry quería partir a la guerra cuando fuera mayor para participar en batallas y hacerse caballero. También se quejaba mucho de su madre, que por lo visto se acostaba con dos guardias. Como estaban en diferentes turnos, no sabían nada el uno del otro, pero el día menos pensado se darían cuenta y correría la sangre. Algunas noches, el chico llevaba una bota de vino a la celda y, mientras bebían, le pedía a Davos que le hablara de sus días de contrabandista.
Ser Bartimus no estaba interesado en el mundo exterior, ni en nada de lo ocurrido desde que perdiera la pierna por culpa de un caballo sin jinete y la sierra de un maestre. Pero había llegado a gustarle la Guarida del Lobo, y no había nada que le gustara más que hablar de su larga y sangrienta historia. La Guarida era mucho más antigua que Puerto Blanco, según le había dicho el caballero a Davos. La construyó el rey Jon Stark para defender la entrada del Cuchillo Blanco de los asaltantes que llegaban por mar. Había sido asentamiento de muchos segundones del Rey en el Norte, de muchos hermanos, de muchos tíos, de muchos primos. Algunos dejaron el castillo en herencia a sus hijos y nietos, con lo que brotaron ramas de la casa de Stark. Los que más duraron fueron los Greystark, que defendieron la Guarida del Lobo durante cinco siglos, hasta que tuvieron la osadía de apoyar el levantamiento de Fuerte Terror contra los Stark de Invernalia.