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Authors: Marc Acito

Tags: #Humor

De cómo me pagué la universidad (28 page)

BOOK: De cómo me pagué la universidad
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—Oh, muñeco —grita, lanzando su pequeño cuerpo regordete en mis brazos—. Le recé a san Cristóbal para que me ayudara a encontrar el camino, y apareces tú. Gracias.

Se santigua.

—¿Qué hace usted aquí? —pregunto, intentando aparentar normalidad ante el hecho de estar vestido de cura en las calles de Hoboken.

—Oh, Eddie, ha sido terrible. —Extrae un pañuelo de su bolso para sonarse la nariz y por primera vez se percata de la presencia de los demás—. ¡Vaya, hombre! ¡Pero si son los PCs! —dice—. Estáis muy guapos.

—Estamos investigando —dice Natie—, para la clase de
Godspell
.

A la Tía Glo no parece importarle ni preocuparle demasiado.

—Así que esta mañana me levanté y decidí que era un día hermoso para venir a Hoboken al funeral de mi Angelo.

—¿Angelo ha muerto?

—Claro que no —dice santiguándose—. Que Dios no lo permita. Hoy da una misa en un funeral. Oh, mi Angelo hace un trabajo precioso con los funerales. Tendríais que venir alguna vez, chicos, prácticamente son como musicales. Y siempre hay comida al final. Bueno, ¿de qué estaba hablando?

Nunca sé muy bien cómo responder a esa pregunta. De hecho, siempre me he sentido tentado de cambiar de tema completamente («¡Carreras de galgos!», «¡Margaret Tatcher!», «¡El hambre en Etiopía!»), para ver si se pone a hablar de ello.

—El funeral de hoy…

—Eso —dice, dándose golpecitos en el cuello con un pañuelo de papel—. Paula está demasiado ocupada practicando sexo prematrimonial con su novio de pelo largo como para llevarme en coche a cualquier parte, por lo que me dije a mí misma: «Gloria, toma el tren». Y eso he hecho. Bueno, nada se parece a lo que era en esta maldit… (perdón por mi lenguaje, padre), localidad. Así que aquí estoy, vagando por las calles como una loca, cuando, gracias a Jesús, María, José y todos los santos del cielo, te encuentro.

—¿A qué hora es el funeral? —pregunto.

—Ah, ya me lo he perdido. Sólo quiero irme a casa. ¿Habéis venido en coche, chicos?

—Bueno, en realidad…

—Eddie, muñeco, hazle un favor a esta vieja y llévame a casa, ¿de acuerdo? Te pagaré con
cannoli
. Acabo de hacer una hornada.

—Pero…

—Genial. ¿Dónde está el coche?

Miro con los ojos desorbitados a Natie, que es la señal internacional equivalente a la súplica de «¿qué coño se supone que tenemos que hacer con esta vieja loca?».

—Escuche, señora D'Angelo —comienza Natie.

—Por favor, hermana, Tía Glo —dice—. Todo el mundo me llama Tía Glo.

—Necesitamos parar un segundo en la ciudad. ¿Le importa mucho que pasemos por Juilliard?

—¿Está de broma? —espeta—. Así podré decirle un par de cosas a mi sobrina la fornicadora.

Se me ocurre que la Tía Glo debe de conservar los pocos tornillos que le quedan, por lo que la depositamos en el Carromato.

Me dirijo a Natie y le susurro:

—¿En qué estás pensando?

—¿No lo ves? Es la tapadera perfecta —dice—. Es como esconderse a la vista de todos. ¿Quién va a sospechar de un cura y una dulce viejecita?

—No estoy seguro de que sea una buena idea.

—Confía en mí —dice—. Entras, dejas el cheque y te vas. ¿Qué podría salir mal?

Veintisiete

M
ientras la Tía Glo y yo nos aproximamos a las puertas del edificio del teatro, mi mente se remonta al día en que dije: «maldito asqueroso gilipollas calzonazos de mierda» frente a Marian Seldes. Encuentro que es irónico que el día en que se suponía que debía actuar, fui yo mismo y no pude evitarlo. Estar en Juilliard es un riesgo, pero entre la barba y las gafas, creo que aparento ser suficientemente diferente al sudoroso lunático que se presentó a la audición. Es más, la experiencia me ha demostrado que la gente suele fijarse más en el alzacuello de un cura que en la persona que lo lleva. Eso es lo que pasa con los curas, incluso con los falsos.

Abro la puerta para que pueda entrar la Tía Glo y pasa un grupo de estudiantes ruidosos junto a nosotros. Me preocupa un poco que nos encontremos a Paula, pero ya que ella es la que robó el alzacuello en un primer momento, no creo que esté en posición de cuestionar lo que hagamos.

La escuela es bastante pequeña, debe de ser por eso de que es muy exclusiva. Todo el mundo parece querer ayudar a un cura desconcertado y a una anciana a encontrar lo que están buscando. Abro la puerta de la oficina donde pone «A
SISTENCIA
E
CONÓMICA
» a la Tía Glo y me dirijo al mostrador. Una mujer negra con el pelo trenzado está sentada frente a una pantalla de ordenador, mientras una mujer blanca con el pelo gris mira por encima de su hombro. Pelo Gris se sorprende durante un instante (supongo que no todos los días entra un miembro del clero en la oficina de asistencia económica de Juilliard) y luego sonríe.

—¿Qué puedo hacer por usted, padre? —pregunta; todo el mundo es tan agradable con los curas…

Bajo la mirada, en parte para fingir la actitud humilde del padre Guay, pero también para evitar que me eche un buen vistazo.

—¿Podría asegurarse de que el responsable del Departamento de Asistencia Económica reciba esto? Es muy importante —digo con la voz suave y sin aliento del padre Guay.

—Por supuesto. —Pelo Gris se dirige a Trenzas. —Es para ti —dice, entregándole el sobre.

Me encanta Nueva York. En Nueva Jersey nadie con el pelo trenzado es responsable de nada. La mujer se levanta con dificultad, revelando que está embarazadísima, y se tambalea hacia el mostrador.

—Hola, soy Laurel Watkins —dice con voz profunda y profesional—. ¿En qué puedo ayudarle?

¿En qué puede ayudarme? Podría aceptar esta carta y fingir que nunca me ha visto, eso podría hacer.

—Deseamos donar una cantidad de dinero para una beca —digo, mirándome los zapatos.

Sonríe.

—¿Por qué no entra en mi despacho?

Miro a la Tía Glo, para ver qué le parece toda la situación, pero ella simplemente sonríe, como si estuviera disfrutando por conocer nueva gente. No sale mucho a la calle.

Entramos. Juro que si Natie tuviera cuello se lo retorcería.

Laurel Watkins nos señala dos sillas para que nos sentemos.

—¿Le apetece un café, padre…?

—Uay —digo—, Greg Uay. No, gracias.

—¿Y a usted…? —pregunta, mirando a la Tía Glo.

—No, gracias —responde la Tía Glo—. El viaje de vuelta es largo y tengo una vejiga del tamaño de una judía. Me levanto todas las noches, así es.

Laurel Watkins parece desconcertada, lo cual no es nuevo para la Tía Glo. Acto seguido le pregunta:

—Perdone, no retuve su nombre.

—Gloria D'Angelo —dice, extendiendo su mano regordeta—, madre de cura. También soy tía de una estud…

—Pensándolo mejor, sí que aceptaré esa taza de café —la interrumpo.

—Por supuesto —dice, aunque no parece muy contenta de tener que volver a levantarse—. ¿Solo o con leche y azúcar?

—Sí —contesto.

Frunce el ceño, se alza y camina lentamente hasta salir por la puerta. En cuanto desaparece, agarro a la Tía Glo de las palmas rechonchas.

—Por favor, por favor, por favor, sígame el juego, ¿de acuerdo? —susurro—. Se lo explicaré más tarde.

—Por supuesto, Eddie, lo que tú digas —me asegura con voz ahogada, o lo que la Tía Glo considera que es voz ahogada. Saca un pañuelo de su bolso—. Anda, déjame que te seque el sudor de debajo de la nariz.

Laurel Watkins vuelve con una pequeña bandeja que contiene una taza de café, leche y azúcar, pero no toco nada porque, claro está, odio el café.

—Señorita Watkins, no le robaremos mucho tiempo —anuncio—. Todo lo que necesita saber está en esta carta.

Se sienta frente a su escritorio, se pone las gafas y abre el sobre.

—Cielos —dice—, esto sí que es una sorpresa. Gracias. No sé qué decir.

—Oh, no tiene que darnos las gracias, querida —dice la Tía Glo—. Sólo somos los mensajeros…

—Exactamente —digo—, de hecho, el benefactor desea permanecer en el anonimato.

—Por supuesto —dice Laurel Watkins—. Eso es bastante común.

Saca un sobre de papel de uno de los cajones y mete la carta en él. Yo continúo.

—Lo único que le preocupa a nuestro benefactor y a la Sociedad Católica Vigilante es que el dinero se destine a un joven actor prometedor italoamericano nacido en Hoboken, Nueva Jersey.

—Sí, lo he entendido —dice, sacándose las gafas—. Sin embargo, espero que se dé cuenta, padre Uay, que podría pasar un tiempo antes de que un actor que reúna esos criterios sea aceptado en la escuela.

Lanzo una sonrisa beatífica, entrecerrando los ojos.

—Por supuesto, por supuesto —digo—. No obstante, nuestro benefactor quiere por encima de todo ayudar a alguien de su localidad natal.

La Tía Glo se inclina hacia adelante y añade:

—Es un gran partidario de la Sociedad Católica de los Vigilantes.

—Vigilante —digo—. Sociedad Católica Vigilante. —Me dirijo hacia Laurel Watkins—. Bueno, si no hay más preguntas, tenemos mucha gente enferma a la que debemos visitar.

—Claro está —dice Laurel Watkins—, y por favor, dígale a su benefactor lo mucho que le agradecemos su generosa donación.

—Lo haré.

—Ha sido un placer conocerla, señora D'Angelo —dice.

Maldita sea. Por supuesto, Laurel Watkins es el tipo de persona que recuerda los nombres de la gente. Y la Tía Glo no es una persona que se olvida fácilmente.

—Lo mismo digo —responde la Tía Glo, sonriendo—. Ahora vámonos, muñeco —me dice—, tengo que hacer pipí.

—Parecía simpática —dice la Tía Glo mientras salimos al exterior, al sol invernal. En la plaza corre el viento y una brisa cortante nos recorre el cuerpo—. Ahora ¿te importaría decirme qué demonios está pasando?

En la fuente hay una monja sentada en el regazo de un cura y cerca de ellos, dos monjas despreocupadas fuman un cigarrillo y se comen un perrito caliente. Llevo a la Tía Glo hasta un banco, para protegerla del viento. Ni siquiera puedo mirarla a la cara.

—Escuche —comienzo—, es mejor que no lo sepa. Es bastante malo.

Me pone una mano sobre la rodilla.

—¿Te has metido en un lío, muñeco?

—No… —digo—. Bueno, a lo mejor…, si me pillan.

¿Por dónde empiezo? ¿Cómo se empieza a explicar una trama de Cabeza de Queso como ésta?

Le cuento todo, haciendo especial hincapié en el hecho de que Dagmar robó el dinero antes que nosotros y evitando palabras como malversación, fraude, falsificación o blanqueo de dinero. Para alguien que pase por delante, debe de parecer que es la confesión de una vieja feligresa, cuando en realidad es todo lo contrario.

—¿Cree que soy una mala persona? —pregunto al terminar.

—Ay, muñeco, eso no debo juzgarlo yo, sino Dios.

Supongo que la madre de un cura está obligada a darte una respuesta como ésta.

—¿Se lo va a contar a alguien?

La Tía Glo me arregla el alzacuello.

—¿A quién se lo voy a contar? ¿A tu padre? Ese hombre debería avergonzarse, al no dar dinero a un chico con tanto talento como tú —suspira y agita la cabeza—. En lo que a los italianos se refiere, no se es un hombre hasta que se puede dar una paliza al padre. Es estúpido, pero así es. Yo le agradezco a la bendita Virgen que mi Benny haya muerto, que su alma descanse en paz, así mi adorado Angelo no ha tenido que pasar por una cosa como ésta. Mi Angelo es como tú, muy sensible. —Me toma el rostro entre sus manos regordetas—. No obstante, escúchame: una cosa no quita la otra, es así y siempre lo será. En algún momento tendrás que hacer las paces con Dios.

Asiento.

—Sin embargo, mientras tanto, ¿usted cree que le importaría mucho que fuera a Juilliard?

La Tía Glo me aprieta las mejillas.

—Todo lo que sé, muñeco, es que cuando estás sobre un escenario, cantando, eres la expresión más pura de la gracia divina. Y no puedo imaginar que Dios no quiera eso, pase lo que pase.

La abrazo durante largo rato y ella me frota la espalda, como solía hacer mi madre.

—¿Cómo voy a compensarle por esto? —pregunto.

Toma mi mano entre las suyas.

—Ya se me ocurrirá algo —dice.

Una semana después recibo una llamada de Paula.

—¡Es jodidamente increíble! ¡No darás crédito! —grita por encima del ruido de la calle—. Escucha qué dicen en la parte de chismes del
New York Post
: «El viejo Ojos Azules lo ha vuelto a hacer. Fuentes de la Universidad de Juilliard de Arte Dramático dicen que La Voz es el donante anónimo de una beca por la totalidad de los gastos de estudios. Sinatra no ha querido hacer comentarios, pero el cantante siempre ha sido conocido por su generosidad. La única pregunta que nos queda es: ¿Por qué mantenerlo en secreto, Frank?».

»He llamado a la oficina de ayuda económica y dicen que es para un joven prometedor actor italoamericano que, escucha esto, ¡haya nacido en Hoboken! ¿No es jodidamente
increíble
? ¡Es como si la hubieran hecho para ti!

Doy una actuación convincente de jodida incredulidad. Después de todo, soy uno de los Mejores Actores Jóvenes de Estados Unidos.

—Tienes que llamarles ahora mismo —dice Paula—. Edward, ¿no te dije que pasaría algo así? Lo sabía,
lo sabía
. Déjame que te dé el número de teléfono…

Conozco el número (de hecho, me lo sé de memoria), pero pretendo anotarlo y antes de llamar, hago un pequeño baile de celebración por la sala de estar.

—Hola, mi nombre es Edward Zanni —digo, intentando sonar como yo mismo todo lo que puedo—. Soy un futuro estudiante del programa de actuación y me gustaría obtener información sobre la beca Sinatra que menciona el periódico de hoy.

—El origen de la beca es un rumor sin ningún fundamento —dice la voz del otro lado de la línea, que reconozco como la mujer de pelo gris de detrás del mostrador—. El
Post
no debería haber escrito ese artículo.

—Oh —digo, con voz de decepción—. Yo estaba interesado porque he nacido en Hoboken, y…

—¿Podrías aguardar un instante, por favor?

Espero durante tan sólo dos segundos y aparece una voz profunda, que dice:

—Soy Laurel Watkins. ¿En qué puedo ayudarte?

Veintiocho

E
videntemente, Laurel Watkins no me dice inmediatamente que la beca es mía (tiene que confirmar esto, aquello y lo de más allá), pero está claro que el plan de Natie va a funcionar. Al fin y al cabo, ¿qué podría salir mal?

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