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Authors: Marc Acito

Tags: #Humor

De cómo me pagué la universidad (29 page)

BOOK: De cómo me pagué la universidad
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Liberado finalmente de la tiranía de Al Zanni, estoy listo para añadir algo de magia y travesuras en mi vida, y el viaje del Coro Mezclado a Washington parece presentar la oportunidad perfecta. Cuando hagan una película de mi vida, este viaje tendrá que ser otra de esas secuencias montadas con muchas escenas de locuras y diversiones adolescentes, ya sabéis, como chantajear al hijo de un senador de los Estados Unidos, por ejemplo.

Quizá debería explicar esto.

Primero se nos verá ensayando el Coro de Aleluya, en preparación para la gran competición de coros que se lleva a cabo cada año en la capital. Aquí se verá a la señorita Tinker, intentado ser la directora seria de música clásica, cerrando los ojos con gran reverencia a ratos, moviendo los brazos con vigor eclesiástico, y el resto del tiempo pareciéndose a Sally Field en
Sybil
, cuando batalla contra esa afección de personalidad múltiple.

Después se verá a Kelly con los sopranos, con su piel rosada brillante, los ojos vivos y resplandecientes —le encanta cantar— y los labios contrayéndose en forma de pera para poder lograr los tonos que quiere la señorita Tinker.

Cortamos directamente para ver a Doug a través de la sala, en la sección de barítonos, con los hoyuelos profundos y marcados mientras sonríe con su cara de sátiro, con las venas del cuello abultadas mientras suelta su parte —le encanta cantar— con los ojos clavados en la perfecta boca en forma de pera de Kelly.

Nos vamos a la sección de tenores, donde Ziba se alza, una cabeza por encima de la mayoría de los chicos, y dos cabezas más alta que Natie, con su cara de chocolate cremoso elevada ligeramente como una estatua de una diosa egipcia; con una expresión totalmente despreocupada, como si estuviera cantando «Pásame el encendedor, cariño», en vez de «Por el reinado omnipotente de nuestro Señor».

Hacemos un primer plano de Natie, con su cara de masa de pan marcada por una sonrisa alegre que muestra mientras canta «Por el reinado
impotente
de nuestro Señor».

Y ahí estoy yo, pensando que no hay nada gracioso en la impotencia.

Después se nos verá en la cocina de los Nudelman, muy atareados mientras hacemos bizcochitos de marihuana, soltando risitas como si fuéramos duendecillos malvados; planeando nuestra próxima misión: estar colocados en cada uno de los monumentos de la capital de nuestra nación.

Y ahí estamos: comiendo bizcochitos en el Lincoln Memorial, en el Jefferson Memorial y en el Monumento a Washington, con la música del Coro de Aleluya elevándose más y más, mientras nosotros estamos cada vez más colocados.

Después nos encontramos en la Casa Blanca; allí jóvenes republicanos de mandíbula cuadrada nos entregan chapas en las que se lee: «S
IMPLEMENTE DI NO
», y Ziba saca un lápiz de labios de su bolso para cambiar la suya a: «S
IMPLEMENTE DI NO A LAS ARMAS NUCLEARES
». A uno de los tipos de los servicios secretos le parece muy gracioso, por lo que le entregamos el premio Brownie al empleado federal más guay.

Después se verá a Natie en la bañera de nuestro hotel, montando un bar con la seguridad de un profesional, mientras mezcla limonada con etanol, porque el etanol no tiene olor ni gusto, por lo que no puede ser detectado por nuestros profesores acompañantes.

Volvemos a ver a los miembros del Coro Mezclado, haciendo cola en la puerta para tener el privilegio de soltar tres pavos por una de estas porquerías con gaseosa. La demanda es tan elevada que cuando nos quedamos sin etanol, Natie llena las botellas vacías con lo que queda en la bañera y se dispone a contemplar la manera en que todo el mundo se emborracha con limonada de sobre y agua del grifo.

Después se nos verá al día siguiente, en la competición, con nuestras chaquetas azules del coro. Los chicos llevarán las corbatas a rayas con los colores del instituto y las chicas las camisas al estilo Peter Pan, todos con pinta de estar alerta y despiertos por la adrenalina, mientras cantamos: «Y Él reinará por y para siempre…», excepto Natie, claro está, que cantará: «Y Él llevará porros para siempre…». De acuerdo, cantar colocado es algo poco profesional, pero una vez te has aprendido la parte de tenor del Coro de Aleluya, te lo sabes de por vida. Es ese tipo de canción.

De todas maneras, perdemos. Colocados o no, no tenemos ninguna posibilidad ante el coro de
gospel
de Newark, con sus palmadas, balanceos y canciones espirituales. Nos apretujamos con abatimiento en el autocar, mientras los profesores nos aplauden de esa manera que los adultos utilizan cuando quieren levantarte la autoestima, incluso cuando todo el mundo sabe que a todos los efectos lo has hecho fatal. Ziba, que trata todas las actividades obligatorias como si fueran optativas, se escabulle para encontrarse con un antiguo novio, el ya mencionado hijo del senador estadounidense. Kelly y Doug se van a la habitación de ella y ponen el letrero de «N
O MOLESTAR
» en la puerta, mientras que el resto de nosotros bajamos a la piscina del hotel, donde Natie y yo supervisamos el modo en que las contraltos hacen natación sincronizada.

Cuando hagan una película de mi vida, este montaje acabará con las notas finales del Coro de Aleluya: «Aaaaaleeeeeeluuuuyaaaaaaaaaaaaaaaa…».

Después, Natie y yo exploramos un poco la zona, vamos a contemplar la vista de la ciudad desde la azotea del hotel y después nos hacemos con una chapa identificativa que encontramos en la lavandería y dice: «H
OLA, MI NOMBRE ES
J
ESÚS
». Cuando volvemos, me sorprende ver a Doug esperándonos.

—Tenemos que hablar —dice.

—Vale.

Mira a Natie.

—A solas.

—Yo no me voy a ningún sitio —contesta Natie—. Ziba me ha dicho que traerá a Jordan Craig a la habitación para presentármelo.

Jordan Craig es el hijo del senador Jordan Craig, el deshonroso caballero de uno de esos estados cuadriculados, no recuerdo cual. El senador Craig es muy conocido por su apoyo a la política de defensa de misiles de Reagan y porque tiene tendencia a acostarse con mujeres que no son su esposa. Como el mayor deseo de Natie en el mundo es convertirse en político o tener uno de su propiedad, está muy emocionado ante la posibilidad de conocer a Jordan, el hijo, estudiante de Georgetown.

Le ofrezco a Doug la posibilidad de ir a la azotea, a la que se llega subiendo una escalera y abriendo una de esas escotillas tipo ojo de buey. Caminamos hasta el borde, porque eso es lo que hace la gente cuando está en los techos de los edificios. En la distancia, se puede ver cómo se alza el Monumento a Washington.

—¿Y de qué querías hablar? —pregunto.

—¿Puedes guardar un secreto?

—No especialmente.

Frunce el ceño.

—Lo digo en serio, tío. No se lo puedes decir a nadie.

—Vale, vale. ¿De qué se trata?

Se sienta de un salto sobre el alféizar y balancea las piernas sobre uno de los lados. Suspira.

—No podemos hacerlo —dice.

—¿Hacer qué? ¿De qué estás hablando?

—Kelly y yo. No podemos hacerlo.

—Te refieres a que no habéis…

—Lo hemos intentado. Pero cuando se la he metido hasta la mitad, empieza a gritar: «Sácala, sácala, me duele». —Doug golpea el alféizar con las manos—. ¡No es justo, tío! Todas las tías con las que he estado le echan un vistazo al monstruo y se asustan.

A lo mejor se trata de mí, pero me resulta imposible sentir compasión por una persona que se queja de que su pene es demasiado grande.

Doug baja la vista a su entrepierna y frunce el ceño, como si estuviera enfadado con ella.

—Nadie ha logrado chuparla sin tener náuseas —se queja—. Te lo juro, si no consigo una mamada pronto, voy a explotar del todo.

Ahí viene el Coro de Aleluya.

Por supuesto, Doug muestra reticencias, pero finalmente logro que baje la guardia diciéndole que no tiene que tocarme y que si cierra los ojos, bueno, una boca es una boca, ¿verdad? Incluso llego a cantar un poco de la canción de la ramera Aldonza del musical
El hombre de la Mancha
, cuando canta: «Un par de brazos, es como cualquier otro…».

Admito que eso es demasiado, pero estoy determinado a intentar cualquier tipo de punto de vista que me sea posible.

Para ser sinceros, la idea de chupársela a Doug sin que haya ningún tipo de acto recíproco me hace sentir un tanto sórdido y desesperado, pero eso no es necesariamente algo malo. Además, ¿para qué están los amigos?

Después de discutir los méritos de que sólo un tío sabe lo que le gusta a un tío, finalmente me encuentro de rodillas, listo para ser útil. Adelanto la mano para abrir el botón de los tejanos de Doug. Me detiene.

—Deja que lo haga yo —dice.

Se baja los pantalones y los calzoncillos hasta los muslos, y me encuentro cara a cara con la vieja conocida, lista para la acción. Levanto la vista para asegurarme de que Doug tiene los ojos cerrados y después muevo mis manos por sus muslos firmes y cincelados, de la manera más suave y femenina que soy capaz. Los pelos de sus piernas se alzan cuando lo hago. Me adelanto, abro la boca y estoy a punto de lamer el chupachup del amor por primera vez cuando oigo una voz detrás de mí.

—¿Edward?

Joder. Joder. Joder. Joder. Joder.

Doug se aparta de mí, alzando sus pantalones, mientras yo me doy la vuelta para ver quién nos ha interrumpido y, con toda seguridad, ha arruinado mi vida para siempre.

Desde el extremo de la azotea puedo divisar una pequeña cabeza de queso asomándose desde la ventanilla, como si se tratara de un marinero.

—Chicos, ¡corred! —dice Natie.

En eso estábamos, maldita sea.

Veintinueve

M
ientras corremos pasillo abajo vemos a Ziba caminando alrededor de la puerta de su habitación, agitando los dedos como si deseara tener un cigarrillo en las manos.

—¿Qué pasa? —pregunto.

—No se quiere ir —dice ella.

—¿Quién? —pregunta Doug.

Abro la puerta y en la cama yace Jordan Craig hijo; está viendo la tele.

Con una mirada al trozo de carne hinchada y de ojos vidriosos que tenemos enfrente basta para confirmar que el hijo del senador es otro chico de la fraternidad que se está licenciando en concursos de bebedores de cerveza y sexo en grupo. Natie debe de estar muy decepcionado. Con una voz que suena como si vomitara, Jordan dice:

—¿Quién coño sois vosotros?

—Éstos son mis amigos —responde Ziba—. Doug y Edward.

—Es nuestra habitación —dice Doug, adelantándose.

Jordan se levanta; su cabeza rapada parece rozar el techo. Coge a Ziba con una de sus enormes manos carnosas, como si fuera un oso manoteando un salmón en un arroyo.

—Mariconazos, ¿por qué no salís de aquí antes de que os dé una paliza? —ruge, y lanza las garras alrededor de Ziba, inmovilizándole los brazos contra la pared—. Venga, nena, dame un beso —gorjea.

Es igual que una película muda dramática.

Doug se lanza hacia adelante, pero yo intervengo para evitar que la situación se convierta en una pelea.

—Escucha —le digo a la espalda de Jordan, que parece una pared de ladrillos—, en un rato vendrá un profesor a asegurarse de que nos hemos ido a dormir, así que por qué no te despides…

Jordan me azota la cara con la palma de la mano, así, de repente y me lanza volando a través de la habitación. Nunca me han pegado anteriormente, sobreviví a la primaria y al principio de la secundaria con las únicas cicatrices psicológicas de insultos verbales. No obstante, debo deciros que al menos a corto plazo, eso de que te peguen duele más. Caigo al suelo y al acto me clavo el pomo del escritorio en la espalda. Ziba se acerca a mí, pero Jordan la tira al suelo, después se da la vuelta y le da un cabezazo a Doug.

Pensaba que eso sólo se hacía en los combates profesionales.

Doug embiste a Jordan, dándole una patada en el estómago, pero el hijo del senador eleva la rodilla y le pega a Doug directamente en la barbilla. Doug hace un gesto de dolor y cae de nuevo al suelo, sangrando por la boca.

Satisfecho, Jordan se da la vuelta y se ríe como queriendo decir: «Eso ha sido divertido, ¿y ahora qué hacemos?», y suelta un grito:

—¡Ja! —dice mientras se tira en la cama.

Gruñe y está a punto de tirarse encima de Ziba cuando oímos a Natie gritando desde el baño.

—¡Tiempo muerto! —dice alegremente. Natie entra desde la esquina de la habitación con una bandeja de tazas de plástico entre sus manos regordetas—. ¿Quién quiere un cóctel? —dice como si no hubiera nada extraño en el hecho de que el hijo de un senador haya apalizado a tres de sus mejores amigos.

—¿Qué es eso? —balbucea Jordan, intentando focalizar con sus ojos borrosos.

—Etanol —dice Natie. Habla de manera lenta y con voz alta, como si estuviera dirigiéndose a un familiar anciano sordo—. Pruébalo, está bueno.

Jordan salta de la cama y manotea una taza, haciendo que las otras se tambaleen y derramen algo de líquido. Detrás de él, Ziba se desliza lentamente a través de la pared.

Jordan engulle la limonada de un trago largo, haciendo un sonido asqueroso mientras su nuez se mueve hacia arriba y hacia abajo. Ziba blande el primer objeto pesado que encuentra en el escritorio, una lámpara de mesa. Se acerca a Doug, que está tirado en el suelo, para poder desenchufar el cable.

Jordan deja ir un sonido de satisfacción, sonriendo estúpidamente por su gran logro.

—Soy el campeón de mi fraternidad en esto de privar —dice secándose la boca con la manga de la camisa.

El senador Craig debe de sentirse tan orgulloso.

—Tómate otro —sugiere Natie.

Ziba agarra la lámpara con una mano.

—Sabe bien —dice Jordan—. Ni siquiera se siente el gusto del etanol.

Ziba intenta levantar la lámpara, pero no puede. Está atornillada al jodido escritorio. Malditos hoteles. Mira a su alrededor buscando otra opción.

Natie le da otra limonada a Jordan.

—¿Sabes? —dice Jordan intentando focalizar la vista—. No estás nada mal para un polvo.

—Gracias.

—Mira esto.

Jordan inclina la cabeza hacia atrás y se bebe el vaso de un trago. Finaliza la proeza con un ruido al tragar.

Después como si hubiera extraído todo el aire de su cuerpo, se hace un ovillo.

—Ése no me ha sentado demasiado bien —dice, y eructa.

Vuelve a eructar. Cuando llega el tercer eructo ya no nos queda ninguna duda de qué viene después. Empieza a vomitar allí mismo, antes de poder llegar a la puerta del baño. Todos nos apartamos, en parte para dejar paso y en parte porque eso es lo que se hace cuando alguien empieza a vomitar delante de uno.

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