De cómo un rey perdió Francia (19 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico

BOOK: De cómo un rey perdió Francia
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El rey de los auxiliares se volvió hacia el monarca con aire de disculpa, como si quisiera decir: «No es mía la responsabilidad de lo que ocurre.»

Bétrouve está desconcertado: no oye lo que le dicen los sargentos, vuelve a descargar el hacha; y se diría que el hierro cae en un pote de manteca. ¡Una vez más, otra! La sangre cae por los costados del tajo, empapa el hierro, tiñe la casaca desgarrada del condenado. Los ayudantes se vuelven, el corazón conmovido. El delfín muestra una expresión de horror y cólera; cierra los puños y la mano derecha muestra un tinte violeta. Luis de Harcourt, el rostro ceniciento, con un esfuerzo de voluntad, se mantiene en primera fila, frente a la carnicería que hacen con su hermano. El mariscal mueve los pies para esquivar el arroyo de sangre que avanza hacia él.

Finalmente, al sexto golpe, la gruesa cabeza del conde de Harcourt se separó del tronco y, todavía envuelta en la faja negra, rodó al pie del tajo.

El rey no movió un músculo. A través de su ventana de acero contemplaba, sin mostrar indicios de incomodidad, desaliento ni malestar, esa sopa sangrienta entre los hombros enormes, exactamente frente a él, y esa cabeza separada del tronco, sucia de polvo, en medio de un charco de sangre. Si algo se dibujó en su rostro enmarcado por el metal, fue una sonrisa. Un arquero se desmayó con ruido de hierros.

Sólo entonces el rey consintió en desviar la mirada. Ese afeminado no continuaría mucho tiempo en su guardia. Perrinet
el Búfalo
alzó al arquero aferrándolo por el cuello de la chaqueta, y mientras aún estaba en el aire descargó sobre su rostro una bofetada. Pero con su desmayo el afeminado había prestado un buen servicio. Todos reaccionaron; incluso se oyeron risas.

Se necesitaron nada menos que tres hombres para retirar el cuerpo del decapitado. «A lo seco, a lo seco», gritaba el rey de los auxiliares. No olvidemos que tenía derecho a apoderarse de las vestiduras. Ya era bastante que estuviesen desgarradas; si además las obtenía excesivamente manchadas, de nada le servirían. Ya tenía dos condenados menos de lo que había previsto...

Y ahora se dedicó a enseñar a su verdugo, agotado: «Levantas el hacha sobre su cabeza, y no la miras, fijas los ojos en el lugar que debes golpear, en mitad del cuello. ¡Y paf!» Ordenó que echaran paja al pie del tajo, para secar el suelo, y que vendasen los ojos del señor de Graville, un buen normando bastante robusto. Lo obligó a arrodillarse, y le acomodó la cabeza: «¡Corta!» Ahora, de un solo golpe... milagro...

Bétrouve le corta la cabeza, y la cabeza cae hacia delante mientras el cuerpo se desploma de lado, vertiendo una ola roja sobre el polvo. Y la gente parece aliviada. Poco falta para que feliciten a Bétrouve, que mira alrededor, estupefacto, con el aire de un hombre que se pregunta cómo pudo conseguirlo.

Llega el turno de Maubué de Mainemares, que mira desafiante al rey.

«Todos saben, todos saben...», exclama. Pero como el barbudo ya está junto a él y le pone la banda, sus palabras se apagan y nadie sabe lo que quiso decir.

El mariscal de Audrehem se mueve de nuevo, porque la sangre avanza hacia sus botas... « ¡Corta! »; un hachazo, y con este golpe bien asestado es suficiente.

Retiran el cuerpo de Mainemares y lo depositan al lado de los dos anteriores. Desatan las manos de los cadáveres para aferrar más fácilmente los cuatro miembros, elevarlos y llevárselos. Los arrojan al interior de la primera carreta, que los lleva al patíbulo, donde serán colgados. Allí los despojarán. El rey de los auxiliares ordena que recojan también las cabezas.

Bétrouve recupera el aliento, apoyado sobre el mango del hacha. Le duelen los riñones; está muy cansado. Poco falta para que lo compadezcan. Ah, no hay duda de que está ganándose la carta de perdón. Si hasta el fin de sus días tiene pesadillas y grita en sueños, no habrá nada de qué asombrarse.

Colin Doublel, el escudero valeroso, pese a que la confesión lo había absuelto, estaba nervioso. Hizo un movimiento para desprenderse de las manos que lo empujaban hacia el tajo; quería marchar solo. Pero la banda sobre los ojos está destinada justamente a evitar eso, los gestos desordenados de los condenados.

De todos modos, no pudieron impedir que Doublel alzara la cabeza en el peor momento, y que Bétrouve... en realidad, no fue suya la culpa... le abriese de través el cráneo. ¡Vamos, otro golpe! Y asunto terminado.

Sí, los ruaneses que miraban desde las ventanas del lugar tendrían mucho que contar; cosas que pronto se repetirían de burgo en burgo, hasta el último rincón del ducado. Y la gente vendría de todas partes a contemplar ese sitio que había bebido tanta sangre. Nadie hubiese creído que cuatro cuerpos humanos pudiesen contener tanta y que la mancha en el suelo fuera tan ancha.

El rey Juan miraba a su gente con un extraño sentimiento de satisfacción. Al parecer, el horror que inspiraba en ese momento, incluso a sus más fieles servidores, no le desagradaba; se sentía bastante orgulloso de sí mismo, miraba sobre todo a su hijo mayor... «Ya ves, muchacho, cuál es la conducta que cuadra a un rey...»

¿Quién se habría atrevido a decirle que cometía un error cediendo a su naturaleza vengativa? También en su aso este día era el momento de la bifurcación. El camino ~e la izquierda o el camino de la derecha. Había errado y tomado el mal camino, como el conde de Harcourt al pie de la escalera. Después de seis años de un reinado turbulento, colmado de dificultades y contrastes, ofrecía al reino, que estaba muy dispuesto a imitarlo, el ejemplo del odio y la violencia. Menos de seis meses después recorrería el camino de las auténticas desgracias, y Francia lo acompañaría.

Tercera parte: La primavera perdida
I.- El perro y el zorrito

¡Ah!, me siento verdaderamente satisfecho de haber visto de nuevo Auxerre. No creí que Dios me concedería esta gracia, ni que me complacería tanto. Ver nuevamente los lugares que fueron un episodio de nuestra juventud nos conmueve siempre. Ya conoceréis este sentimiento, Archambaud, cuando hayáis acumulado suficiente número de años. Y si llegáis a atravesar Auxerre, cuando tengáis la misma edad que yo, que Dios os conserve hasta entonces, diréis: «Estuve aquí con mi tío el cardenal, que había sido obispo en este lugar; fue su segunda diócesis, antes de recibir el capelo. Lo acompañé en el camino a Metz, adonde se dirigía para ver al emperador...»

Residí aquí tres años, tres años enteros. No, no vayáis a creer que añoro esa época y que cuando era obispo de Auxerre gozaba de la vida más que hoy. Si he de confesaros la verdad, incluso me sentía impaciente por salir de aquí. Ansiaba acercarme a Aviñón, pese a que bien sabía que era demasiado joven; en definitiva, sentía que Dios me había dado el carácter y los recursos espirituales que podían ser útiles en la corte pontificia. Para cultivar la paciencia, profundicé aún más en el estudio de la astrología, y precisamente mi perfección en esta ciencia decidió a mi bienhechor Juan XXII, que me otorgó el capelo, cuando yo apenas tenía treinta años. Pero ya os conté eso. ¡Ah, sobrino! Cuando estáis con un hombre que ha vivido mucho, hay que acostumbrarse a oír varias veces las mismas cosas. No se trata de que al envejecer se nos reblandezca la cabeza; pero está colmada de recuerdos, que despiertan en toda clase de circunstancias. La juventud colma de imaginación el futuro; la vejez reconstruye con la memoria el tiempo que pasó. Se igualan las cosas. No, no tengo pesares. Cuando comparo lo que era y lo que soy, veo muchos motivos para alabar al Señor, y algunos para alabarme a mí mismo, con absoluta y modesta honestidad. En realidad, es un tiempo que corrió llevado por la mano de Dios y que no existirá cuando yo haya dejado de recordarlo. Salvo en la Resurrección, donde todos volveremos a reunirnos. Pero eso sobrepasa mi entendimiento.

Creo en la Resurrección, enseño a creer en ella, pero no intento imaginarla, y afirmo que son muy orgullosos los que dudan de la Resurrección (sí, sí, son muchos más de los que pensáis), porque enfermaron de tanto querer imaginarla. El hombre se asemeja a un ciego que niega la luz porque no la ve. ¡La luz es un hondo misterio para el ciego!

Vaya..., el domingo podría abordar ese tema durante la predicación en Sens. Pues deberé pronunciar la homilía. Soy archidiácono de la catedral. Por esa razón me veo obligado a desviarme. Hubiéramos recorrido menos trayecto yendo directamente a Troyes, pero tengo que inspeccionar el capítulo de Sens.

Lo cual no quita que me agradaría prolongar un poco mi estancia en Auxerre. Estos dos días pasaron demasiado rápidos: Saint-Etienne, Saint-Germain, Saint-Eusèbe, tantas bellas iglesias donde he celebrado misa, matrimonios y comuniones. Sabéis que Auxerre, la antigua Autis-sidurum, es una de las primeras ciudades cristianas del reino. Ya era sede episcopal doscientos años antes de Clodoveo, quien por otra parte la asoló casi tanto como Atila, y que celebró allí un concilio antes del año 600. Mientras encabecé esa diócesis, mi principal preocupación fue pagar las deudas que había dejado mi predecesor, el obispo Pedro. Y nada podía reclamarle; ¡acababan de nombrarlo cardenal! Sí, sí, es una buena sede, la antecámara de la curia... Mis beneficios y también la fortuna de nuestra familia me ayudaron a tapar los agujeros. Mis sucesores encontraron la situación más saneada. Y el que la ocupa hoy nos acompaña ahora. Es muy buen prelado, este nuevo Monseñor de Auxerre. Pero he ordenado a Monseñor de Bourges que vuelva... a Bourges. Continuaba tirándome de la sotana con el fin de que le concediese un tercer notario. Oh, lo resolví muy pronto. Dije: «Monseñor, si necesitáis tantos escritos, es que vuestros asuntos episcopales están muy embrollados. Os exhorto a regresar inmediatamente para poner manos a la obra. Con mi bendición.» Prescindiremos de su cargo en Metz.

El obispo de Auxerre lo reemplazará ventajosamente. Por otra parte, ya advertí del asunto al delfín. El mensajero que despaché ayer debería regresar mañana, a lo sumo pasado mañana. De modo que antes de salir de Sens recibiremos noticias de París. El delfín no cede; a pesar de todas las presiones y las maniobras que se ejercen sobre él, mantiene en prisión al rey de Navarra...

¿Qué hicieron nuestros buenos franceses después del episodio de Ruan? Ante todo, el rey permaneció unos días en el lugar, alojado en la torre de Bouvreuil, mientras su hijo se alojaba en otro sector del castillo y el de Navarra continuaba prisionero en un tercero. El monarca consideraba que tenía que resolver varios asuntos. En primer lugar, someter a Fricamps al interrogatorio. «Vamos a freír a Friquet.» Creo que el juego de palabras fue descubierto por Milton
el Loco
. No fue necesario calentar mucho el fuego, ni usar las grandes tenazas. Apenas Perrinet
el Búfalo
y cuatro sargentos lo llevaron a una caverna y le mostraron algunas herramientas, el gobernador de Caen demostró su mejor voluntad. Habló, habló y habló, y volcó su saco para sacudir hasta la miga más pequeña. Al menos eso parecía. Pero, ¿cómo podía dudarse de que hubiera dicho todo cuando le castañeteaban tanto los dientes y mostraba tanto celo por la verdad?

Y de hecho, ¿qué confesó? ¿Los nombres de los participantes en el asesinato de Carlos de España? Eran conocidos desde hacía mucho tiempo, y el gobernador de Caen no agregó ningún culpable a los que ya habían recibido, después del tratado de Mantes, sus respectivas cartas de perdón. Pero su relato le llevó una mañana entera. ¿Las negociaciones secretas realizadas en Flandes y en Aviñón, entre Carlos de Navarra y el duque de Lancaster? En Europa no había una sola corte que las ignorase, y todos sabían también que el propio Fricamps había participado en el asunto, de modo que ello poco agregaba a lo ya sabido.

¿La ayuda de guerra que los reyes de Inglaterra se habían prometido mutuamente? Incluso los más obtusos no habían podido dejar de advertir el hecho, el verano precedente, cuando vieron desembarcar, casi al mismo tiempo, a Carlos el Malo en Cotentin y al príncipe de Gales en Bordelais. Cierto, estaba el tratado secreto en virtud del cual Carlos de Navarra reconocía como rey de Francia al rey Eduardo, al mismo tiempo que se dividían el reino. Fricamps confesó que se había redactado dicho acuerdo, y su declaración vino a confirmar las acusaciones formuladas por Juan de Artois. Pero no se había firmado el tratado; estaba únicamente en los preliminares. Cuando se le comunicó esa parte de la declaración de Friquet, Juan exclamó: «¡El traidor, el traidor! ¿Veis como yo tenía razón?»

El delfín observó: «Padre, este proyecto era anterior al tratado de Valognes, firmado con vos por Carlos, tratado que dice todo lo contrario.

Por lo tanto, Carlos traicionó al rey de Inglaterra más que a vos mismo.»

Y como el rey Juan aulló que su yerno traicionaba a todos, tuvo que oír esta respuesta: «Ciertamente, padre, y comienzo a convencerme de ello. Pero haríais mal papel acusándolo de haber traicionado precisamente en beneficio vuestro.»

Acerca del viaje a Alemania que Carlos de Navarra y el delfín habían realizado, Friquet de Fricamps no ahorró detalles. Los nombres de los conjurados, el lugar donde debían reunirse y quién había ido a decir qué cosa a quién, y lo que cada uno debía hacer. Pero el delfín ya había hablado de todo esto a su padre.

¿Una nueva conspiración maquinada por mi señor de Navarra con el propósito de apoderarse del rey de Francia y matarlo? Ah, no, Friquet no había oído ni una palabra ni percibido el más mínimo indicio de eso. Sí, el conde de Harcourt... El sospechoso no arriesgaba nada acusando a un muerto; es cosa sabida en el ámbito de la justicia. En los últimos meses, el conde de Harcourt había tenido palabras muy ásperas y había dicho cosas amenazadoras; pero sólo él y por propia cuenta.

Repito, ¿cómo no creer a un hombre que se mostraba tan complaciente con quienes lo interrogaban, que hablaba seis horas seguidas, sin dar a los secretarios el tiempo necesario para limpiar sus plumas? Este Friquet es un zorro astuto, educado en la escuela de su amo, capaz de disimular su propio papel en una inundación de palabras y mostrándose charlatán para ocultar mejor lo que deseaba callar. De todas maneras, si se querían aprovechar sus declaraciones en el curso de un proceso, habría que reanudar el interrogatorio en París, frente a una comisión investigadora debidamente constituida, pues ésta no respondía a esas exigencias. En resumen, se había tirado una gran red para recoger muy pocos peces.

Entretanto, el rey Juan se ocupaba de embargar las propiedades y los bienes de los felones, y ordenaba a su vizconde de Ruan, Tomás Coupeverge, que confiscase las posesiones de los de Harcourt, al mismo tiempo que enviaba al mariscal de Audrehem a ocupar Evreux. Pero por doquier Coupeverge cayó sobre ocupantes mal dispuestos, y el embargo conservó un carácter nominal. Hubiera tenido que dejar una guarnición en cada castillo; pero no había llevado consigo suficiente número de hombres armados. En cambio, el obeso cuerpo decapitado de Juan de Harcourt no permaneció mucho tiempo expuesto en el patíbulo de Ruan.

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