De cómo un rey perdió Francia (21 page)

Read De cómo un rey perdió Francia Online

Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico

BOOK: De cómo un rey perdió Francia
12.93Mb size Format: txt, pdf, ePub

Los dos caballeros saludaron y, sin más palabras, volvieron grupas y se marcharon por donde habían venido.

Por supuesto, el rey no contestó la carta. Por su tono, no podía acusar recibo. Pero se había declarado la guerra, y uno de sus más grandes vasallos ya no reconocía como soberano legítimo al rey Juan. Lo cual significaba que no tardaría en reconocer al inglés.

Cabía suponer que una ofensa tan grave enfurecería al rey Juan.

Sorprendió a todos echándose a reír. Una risa un tanto forzada. Su padre también había reído, y con más ganas, veinte años antes, cuando el obispo Burghersh, canciller de Inglaterra, le había traído el desafío del joven Eduardo III.

El rey Juan ordenó que enviasen inmediatamente la carta al Papa; así, tal como estaba. Después de tantas reformas y rectificaciones, ya no tenía mucho sentido, y no demostraba nada. Al mismo tiempo, ordenó sacar de la fortaleza a su yerno. «Voy a encerrarlo en el Louvre.» Y mientras el delfín remontaba el Sena en la gran barcaza dorada, el propio Juan tomó el camino y al galope fue a París. Donde no hizo nada que importase mucho, mientras el clan Navarra desplegaba una intensa actividad.

¡Ah! No había advertido vuestra presencia, don Francesco. De modo que la habéis encontrado... En el Evangelio... Jesús les respondió... ¿qué? Id a decir a Juan lo que habéis oído y lo que habéis visto. Hablad más alto, Calvo. Con este ruido de cascos... Los ciegos ven, los cojos caminan... Sí, sí, comprendo. San Mateo. 
Caeci vident, claudi ambulant, surdi audiunt, mortui resurgunt, et caetera
... Los ciegos ven. No es mucho, pero me bastará. Se trata de un punto de partida para mi homilía. Ya sabéis cómo trabajo.

II.- La nación inglesa

Archambaud, os decía hace un momento que el partido navarro se mostraba muy activo. Al día siguiente del banquete de Ruan partieron mensajeros en diferentes direcciones. Ante todo, uno destinado a la tía y la hermana, las señoras Juana y Blanca; el castillo de las reinas comenzó a agitarse como una fábrica de tejidos. Y otro destinado al cuñado, Febo.

Es necesario que os hable de él; es un príncipe muy original, pero de ningún modo despreciable. Y como nuestro Périgord después de todo está menos distante de Béarn que de París, no estaría mal que un día...

ya volveremos a hablar de eso. Y después Felipe de Evreux, que había asumido el control de la situación y reemplazaba a su hermano, envió a Navarra la orden de reunir tropas y de enviarlas por mar cuanto antes.

Mientras Godofredo de Harcourt organizaba a los hombres de su partido en Normandía. Sobre todo, Felipe envió a Inglaterra a los señores de Morbecque y de Brévand, que habían participado en las negociaciones realizadas antaño, con el encargo de que ahora solicitasen ayuda.

El rey Eduardo los recibió fríamente. «Me agrada que haya lealtad en los acuerdos, y que la conducta responda a lo que la boca dice. Si no hay confianza entre los reyes que se unen, es imposible coronar una empresa. El año pasado abrí mis puertas a los vasallos de mi señor de Navarra; equipé tropas, a las órdenes del duque de Lancaster, que apoyaron a las de Navarra. Habíamos avanzado mucho en la preparación de un tratado que ambos firmaríamos; debíamos concertar una alianza perpetua, y comprometernos a no hacer jamás las paces, ni otorgar treguas ni firmar acuerdos el uno sin el otro. Y de pronto mi señor de Navarra desembarca en Cotentin, acepta tratar con el rey Juan, le jura afecto y le rinde homenaje. Si ahora está encarcelado, si su suegro lo detiene por traición, la culpa no es mía. Y antes de socorrerlo desearía saber si mis parientes de Evreux vienen a mí sólo cuando están en dificultades, para volverse hacia otros apenas los he ayudado a salir del aprieto.»

De todos modos, adoptó medidas; llamó al duque de Lancaster y ordenó iniciar los preparativos de una nueva expedición, al mismo tiempo que impartía instrucciones al príncipe de Gales, que estaba en Burdeos. Y como había sabido por los enviados navarros que Juan II lo incluía en las acusaciones formuladas contra su yerno, dirigió cartas al Santo Padre, al emperador y a diferentes príncipes cristianos en las que negaba toda connivencia con Carlos de Navarra y, por otra parte, criticaba enérgicamente a Juan II por su falta de palabra y sus actos que, «en honor de la caballería», el propio rey inglés hubiera preferido no ver jamás en otro rey.

Redactar su carta al Papa le había llevado menos tiempo que al rey Juan, y tenía otro sesgo, podéis creerlo.

El rey Eduardo y yo no nos apreciamos; él me cree siempre demasiado favorable a los intereses de Francia, y yo lo creo muy poco respetuoso con la primacía de la Iglesia. Cada vez que nos hemos visto, terminamos chocando. Desearía tener un Papa inglés o, mejor aún, ningún Papa.

Pero reconozco que para su nación es un príncipe excelente, hábil, prudente cuando es necesario, audaz cuando puede serlo. Inglaterra le debe mucho. Y además, aunque cuenta sólo cuarenta y cuatro años, goza del respeto que rodea a un rey anciano cuando ha sido buen rey. La edad de los soberanos no se mide por la fecha de nacimiento, sino por la duración de su reinado.

En este sentido, el rey Eduardo parece un viejo rey entre todos los príncipes de Occidente. El papa Inocencio es Sumo Pontífice desde hace apenas cuatro años. El emperador Carlos, elegido hace diez años, ha sido coronado hace apenas dos. Juan de Valois acaba de celebrar (en cautividad, lo cual es triste celebración) el sexto aniversario de su consagración. Por su parte, Eduardo III ocupa el trono desde hace veintinueve años, que pronto serán treinta.

Es un hombre alto, de gran prestancia, bastante corpulento. Tiene largos cabellos rubios, la barba sedosa y cuidada, los ojos azules un poco saltones; un auténtico Capeto. Se parece mucho a Felipe el Hermoso, su abuelo, de quien tiene más de una cualidad. Lástima que la sangre de nuestros reyes haya aportado un producto tan excelente a Inglaterra y uno tan lamentable a Francia. Con la edad, parece cada vez más inclinado al silencio, a semejanza de su abuelo. ¡Qué queréis! Hace treinta años que ve a los hombres inclinarse ante él. Por el modo de andar, por la mirada, por el tono, sabe lo que esperan de él, lo que le pedirán, qué ambiciones los animan y cuánto valen para el Estado.

Formula con pocas palabras sus órdenes. Como él mismo dice: «Cuantas menos palabras uno pronuncia, menos serán repetidas y menos serán falseadas.»

Sabe que goza de mucha fama en Europa. La batalla de la Esclusa, el sitio de Calais, la victoria de Crécy... Desde hace más de un siglo, es el primero que ha derrotado a Francia, o mejor dicho a su rival francés, pues según dice inició esta guerra sólo para convalidar sus derechos a la corona de san Luis. Pero también para apoderarse de prósperas provincias. No pasa año sin que desembarque tropas en el continente —unas veces en Boulogne, otras en Bretaña—, o sin que ordene, como en estos dos últimos veranos, una incursión a partir del ducado de Guyena.

Antaño encabezaba personalmente a sus ejércitos, y así conquistó una excelente reputación de guerrero. Ahora, ya no acompaña a sus tropas. Las mandan eficaces capitanes que se han formado en diferentes campañas; pero creo que debe su éxito sobre todo al hecho de que mantiene un ejército permanente formado sobre todo por infantería, y que como está siempre disponible en definitiva no cuesta más que esas huestes a las cuales se convoca con grandes gastos, que luego se disuelven y es necesario reconvocar, que jamás se reúnen a tiempo, que utilizan un equipo irregular, y cuyas partes no armonizan cuando es necesario maniobrar en el campo de batalla.

Es muy hermoso decir: «La patria está en peligro. El rey nos llama. ¡Todos deben acudir!» ¿Con qué? ¿Con estacas? Llegará el momento en que todos los reyes imitarán al de Inglaterra, y encomendarán la tarea de la guerra a los hombres del oficio, bien pagados, que van adonde se los manda sin murmurar ni discutir.

A decir verdad, Archambaud, no es necesario que un reino sea muy extenso ni esté muy poblado para que sea poderoso. Es necesario sólo que lo habite un pueblo capaz de demostrar orgullo y realizar esfuerzos, y que esté dirigido mucho tiempo por un jefe inteligente, que sepa proponerle cosas ambiciosas.

En un país que contaba apenas con seis millones de almas, incluida Gales, antes de la gran peste, y con sólo cuatro millones después de la epidemia, Eduardo III ha construido una nación próspera y temida, que habla de igual a igual con Francia y el Imperio. El comercio de las lanas, el tráfico marítimo, la posesión de Irlanda, una inteligente explotación de la fértil Aquitania, el poder real por doquier ejercido y por doquier obedecido, un ejército siempre dispuesto y siempre activo; por todo esto Inglaterra es tan fuerte, y también rica.

El rey mismo posee enormes bienes; dicen que sería imposible calcular su fortuna, pero yo sé muy bien que la calcula, de lo contrario no la tendría. Comenzó hace treinta años, cuando su herencia estaba formada por un Tesoro vacío y deudas en Europa entera. Hoy vienen a pedirle prestado. Reconstruyó Windsor; embelleció Westminster (sí, o Westmoutiers, si queréis; a fuerza de ir allí, he terminado por pronunciar la lengua inglesa, pues cosa curiosa, a medida que insisten en conquistar Francia, incluso en la corte los ingleses hablan cada vez más la lengua sajona y cada vez menos la francesa). En cada una de sus residencias el rey Eduardo acumula maravillas. Compra mucho a los mercaderes lombardos y a los navegantes chipriotas, no sólo especias orientales, sino también toda clase de objetos trabajados que aportan modelos a sus industrias.

A propósito de especias, tendré que hablaros de la pimienta. Es una excelente inversión. La pimienta no se altera; su valor comercial aumenta constantemente estos últimos años, y todo indica que así continuará.

Tengo diez mil florines de pimienta en un depósito de Montpellier; acepté esta pimienta como pago de la mitad de la deuda de un comerciante del lugar, un tal Pedro de Rambert, que no podía pagar a sus proveedores de Chipre. Como soy canónigo de Nicosia (sin haber ido jamás allí, lamentablemente sin haber ido jamás, pero esa isla tiene reputación de ser muy bella), pude arreglar el asunto. Pero volvamos a nuestro señor Eduardo.

En su residencia, hablar de la mesa real no es palabra vana, y quien se sienta a ella por primera vez piensa que se le corta el aliento por la profusión de oro que allí se ve. Un ciervo de oro, casi tan grande como uno auténtico, decora el centro. Los cubiertos, los platos, los cuchillos, los saleros, todo es de oro. Los servidores de la cocina traen con cada servicio metal suficiente para acuñar la moneda de un condado entero.

«Si por ventura lo necesitáramos, podríamos vender todo esto», dice el rey. Momentos difíciles... ¿qué Tesoro no los afronta? Eduardo siempre obtuvo crédito, porque todos saben que posee grandes riquezas. El propio Eduardo se presenta ante sus súbditos soberbiamente ataviado, cubierto de pieles preciosas y vestidos bordados, reluciente de joyas y calzado con sandalias doradas.

En este despliegue de esplendores no se olvida a Dios. La única capilla de Westminster está atendida por catorce vicarios, a quienes se añaden los del coro y todos los servidores de la sacristía. Para oponerse al Papa, de quien afirma que está sometido a los franceses, multiplica los empleos eclesiásticos y los otorga únicamente a ingleses, sin repartir los beneficios con la Santa Sede, un tema en relación con el cual siempre hemos chocado.

Una vez que ha dado lo suyo a Dios, la familia. Eduardo III tiene diez hijos vivos. El mayor, príncipe de Gales y duque de Aquitania, es quien sabéis; tiene veintiséis años. El más joven, conde de Buckingham, acaba de separarse del seno de su nodriza.

El rey Eduardo entrega mansiones imponentes a todos sus hijos, y concierta buenos matrimonios para sus hijas, con lo cual promueve sus propios planes.

Creo que el rey Eduardo hubiera considerado muy tediosa la vida si la providencia no lo hubiese destinado a la tarea para la cual es más capaz: gobernar. Sí, habría demostrado poco interés en perdurar, en envejecer y ver la aproximación de la muerte si no se hubiese visto obligado a arbitrar las pasiones ajenas y a designar a otros metas que lo ayuden a olvidar. Pues los hombres no creen que la vida sea honrosa y merezca ser vivida si no pueden consagrar sus actos y sus pensamientos a una gran empresa con la cual confundir su propio destino.

Es precisamente lo que le inspiró cuando fundó, en Calais, su Orden de la jarretera, una orden que prospera y de la cual la Estrella de Juan II no es más que una copia pomposa y en realidad lamentable.

El rey Eduardo responde a esta voluntad de grandeza cuando persigue el proyecto, no confesado pero visible, de una Europa inglesa.

No quiero decir que intente poner a Occidente bajo su control directo, ni que quiera conquistar todos los reinos y someterlos a servidumbre. No, pienso más bien en una libre unión de reyes o de gobiernos en la cual él tendría predominio y mando, y con la cual no sólo impondría la paz en el seno de esta entente, sino, lo que es más, ya no necesitaría temer nada del Imperio, aunque no lo incluyese. Tampoco debería nada a la Santa Sede; sospecho que alimenta secretamente esa intención... Ya consiguió separar Flandes de Francia; interviene en los asuntos españoles; despliega antenas hacia el Mediterráneo. ¡Ah!, podéis imaginar que si tuviese Francia haría muchas cosas, y podría mucho sobre esa base. Por lo demás, su idea no es del todo nueva. Su abuelo, el rey Felipe el Hermoso, ya había concebido un plan de paz perpetua destinado a unir Europa.

Eduardo se complace en hablar francés con los franceses, inglés con los ingleses. Puede dirigirse a los flamencos en su propia lengua, lo cual los halaga y ha valido al monarca muchos éxitos con esa gente. Con el resto, habla en latín.

Me diréis: si es un rey tan dotado y capaz, a quien sonríe la fortuna, ¿por qué no concertar un acuerdo con él y apoyar sus pretensiones en Francia? ¿Por qué hacer tanto para mantener en el trono a este inútil arrogante, nacido con tan mala estrella, el hombre que la Providencia nos regaló, sin duda para poner a prueba a este infortunado reino?

Ah, sobrino, es que ese hermoso acuerdo que se concertará entre los reinos de Poniente, sin duda lo deseamos, pero lo deseamos francés; quiero decir, con dirección y preeminencia francesas. Estamos convencidos de que Inglaterra se alejaría muy pronto, si fuese demasiado poderosa, de las leyes de la Iglesia. Francia es el reino designado por Dios. Y el rey Juan no durará eternamente.

Other books

The Downtown Deal by Mike Dennis
Doves Migration by Linda Daly
For Your Tomorrow by Melanie Murray
Reuniting with the Cowboy by Shannon Taylor Vannatter
The Woman by David Bishop
The Panda’s Thumb by Stephen Jay Gould
The Dead Love Longer by Scott Nicholson
A World Apart by Steven A. Tolle