De cómo un rey perdió Francia (34 page)

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Authors: Maurice Druon

Tags: #Novela, Histórico

BOOK: De cómo un rey perdió Francia
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VIII.- El contingente del rey

Quedaba el contingente real... Brunet, sírvenos un poco más de este mosela... ¿Cómo? ¿El arcipreste?... Ah, sí, el de Verdún. Lo veré mañana, y ojalá nuestro encuentro se demorase un poco. Vinimos aquí para pasar tres días, tan rápido hemos viajado con este tiempo primaveral que se prolonga, al extremo de que los árboles tienen brotes en diciembre...

Sí, quedaba el rey Juan en el campo de batalla de Maupertuis...

Maupertuis... Caramba, no había pensado en ello. Uno repite los nombres, y ya no presta atención al sentido... Mal destino, mal paso...

Había que desconfiar de una batalla librada en un lugar que lleva ese nombre.

En primer lugar, el rey había visto huir desordenadamente, antes incluso del choque con el enemigo, a los regimientos capitaneados por su hermano. Después, se dispersaron y desaparecieron, tras un breve combate, los destacamentos de su hijo. Sí, se sentía decepcionado, pero no creía que se hubiera perdido nada. Su propio contingente todavía era más numeroso que todos los ingleses reunidos.

Un capitán más diestro sin duda habría comprendido el peligro y modificado un tanto su maniobra. Pero el rey Juan permitió que los caballeros de Inglaterra repitiesen con él la carga que tan buenos resultados les había dado. Se arrojaron sobre él, lanza en ristre, y quebraron su frente de batalla.

¡Pobre Juan II! Su padre, el rey Felipe, fue derrotado en Crécy porque lanzó a su caballería contra los infantes, y Juan consiguió que lo derrotaran en Poitiers exactamente por la razón contraria.

«¿Qué puede uno hacer cuando se enfrenta a individuos sin honor que siempre usan armas diferentes de las vuestras?» Es lo que me dijo cuando volví a verlo. Puesto que Juan avanzaba a pie, los ingleses hubieran debido, ateniéndose a las reglas de la caballería, combatir también a pie. Oh, no es el único príncipe que achaca la culpa de su fracaso a un adversario que no se atuvo a las reglas del juego que se quiso imponerle.

También me dijo que la profunda cólera que esta situación provocó en él había terminado por infundir mayor vigor a sus miembros. Ya no sentía el peso de la armadura. Había quebrado su maza de hierro, pero antes de llegar a eso había acabado con más de un atacante. Por otra parte, prefería aplastar con la maza antes que tajar con la espada; pero como ahora sólo le quedaba el hacha de guerra de doble filo, la blandía, describía círculos y la descargaba. Se hubiese dicho un carnicero loco en un bosque de acero. Nunca se vio a un hombre tan enfurecido como él en un campo de batalla. No sentía ni la fatiga ni el miedo, sólo la cólera que lo cegaba, y ni siquiera advertía la sangre que le corría por la cara y le brotaba del párpado izquierdo.

Un momento antes había tenido la certeza de que vencería; ¡tenía la victoria en la mano! Y todo se había echado a perder. ¿A causa de qué, a causa de quién? ¡A causa de Clermont, a causa de Audrehem, esos perversos mariscales que habían partido con excesiva prisa, a causa de ese asno del condestable! ¡Que revienten, que revienten todos! Si de eso se trata, el buen rey puede tranquilizarse; por lo menos ese anhelo se verá satisfecho. El duque de Atenas ha muerto; lo hallarán poco después, el cuerpo apoyado contra un matorral, abierto en canal por un golpe de alabarda y pisoteado por los caballos que pasaron sobre él durante una carga. El mariscal de Clermont ha muerto; recibió tantas flechas que su cadáver parece una cola de pavo real. Audrehem cayó prisionero, con la nalga atravesada.

Cólera y furor. Todo está perdido, pero el rey Juan sólo desea matar, matar, matar todo lo que se le pone delante. ¡Y después, tanto peor si muere con el corazón destrozado! Su cota de malla, azul y adornada con los lises de Francia está completamente desgarrada. Vio caer el estandarte apretado contra el pecho por el valeroso Godofredo de Charny; cinco escuderos cayeron sobre él; un arquero galés o un infante irlandés, armado con un mal cuchillo de carnicero, se llevó la bandera de Francia.

El rey llama a los suyos. «¡A mí, Artois! ¡A mí, Borbón! » Estaban allí un momento antes. ¡Pues sí! Pero ahora, el hijo del conde Roberto, el delator del rey de Navarra, el gigante de poco seso, «mi primo Juan, mi primo Juan», ha caído prisionero, y la misma suerte corrieron su hermano Carlos de Artois y mi señor de Borbón, el padre de la delfina.

«¡A mí, Regnault, a mí, obispo! ¡Habla con Dios!» Si Regnault Chauveau hablaba con Dios en ese momento, lo hacía cara a cara. El cuerpo del obispo de Châlons yacía por ahí, los ojos cerrados bajo la mitra de hierro.

Nadie respondía al rey, salvo quizás una vocecita que exclamaba: «¡Padre, padre, cuidaos! ¡A la derecha, padre, cuidaos!»

El rey tuvo un momento de esperanza cuando vio a Landas, a Voudenay y a Guichard que se incorporaban montados a la batalla. ¿Los fugitivos habían regresado? ¿Los destacamentos de los príncipes regresaban al galope, para salvarlo?

—¿Dónde están mis hijos?

—¡En lugar seguro, señor!

Landas y Voudenay habían cargado. Solos. El rey sabría después que murieron, murieron por haber regresado al combate, para que no se les tomase por cobardes después de haber salvado a los príncipes de Francia. Al lado del rey permanece sólo uno de sus hijos, el más joven y el preferido, Felipe, que continúa gritando: « ¡A la izquierda, padre, cuidaos! Padre, padre, cuidaos a la derecha», y confesémoslo, que lo molesta más de lo que lo ayuda. Pues la espada pesa demasiado en las manos del niño y no puede dañar mucho al enemigo, y así el rey Juan a veces tiene que apartar con su larga hacha esa hoja inútil para descargar golpes que detienen a los atacantes. ¡Pero por lo menos este niño Felipe no huyó!

De pronto, Juan II se encuentra rodeado por veinte adversarios de a pie, tan ansiosos de acercarse que se estorban unos a otros. Oye sus gritos: «¡Es el rey, es el rey, vamos al rey!»

Ni una cota francesa en ese círculo terrible. Sobre los pechos y los escudos, únicamente divisas inglesas o gasconas. «Rendíos, rendíos, porque de lo contrario sois hombre muerto», le gritan.

Pero el rey loco no oye nada. Continúa batiendo el aire con su hacha.

Como lo han reconocido, los hombres se mantienen a cierta distancia; caramba, quieren apresarlo vivo. Y él descarga golpes a derecha, a izquierda, sobre todo a la derecha porque a la izquierda tiene el ojo cerrado por la sangre. «Padre, cuidaos...»

Un golpe alcanza al rey en el hombro. De pronto, un caballero enorme atraviesa el círculo de enemigos, con su cuerpo abre una brecha en el muro de acero, y llega frente al rey jadeante, que continúa describiendo salvajes círculos con el hacha. No, no es Juan de Artois; ya os lo dije, ha caído prisionero. Con una potente voz francesa el caballero exclama:

«Señor, señor, rendíos.»

Entonces, el rey Juan deja de batir el aire, contempla a quienes lo rodean, a los hombres que lo encierran, y responde al caballero:

—¿A quién me rendiré, a quién? ¿Dónde está mi primo el príncipe de Gales? Con él hablaré.

—Señor, no está aquí; pero rendíos a mí y os llevaré con él —responde el gigante.

—¿Quién sois?

—Soy Denis de Morbecque, caballero, pero desde hace cinco años residente del reino de Inglaterra, porque ya no puedo habitar en el vuestro.

Morbecque, condenado por homicidio y por el delito de guerra privada, hermano de este Juan de Morbecque que tan bien ha trabajado para los de Navarra, el hombre que negoció el tratado entre Felipe de Evreux y Eduardo III. Ciertamente, el destino hacía bien las cosas y condimentaba el infortunio para lograr que fuese aún más amargo.

«Me rindo a vos», dice el rey, y arroja al suelo su hacha de guerra, se quita el guantelete y lo ofrece al corpulento caballero. A continuación, inmóvil por un instante, los ojos cerrados, permitió que la derrota descendiera sobre él.

Y de pronto, los hombres comienzan a sacudirlo, a empujarlo, a arrastrarlo, a ahogarlo. Los veinte soldados gritan al mismo tiempo:

—¡Yo lo prendí, yo lo prendí, fui yo quien lo hizo! Un gascón aullaba más fuerte que el resto:

—¡Es mío! Fui el primero en atacarlo. Y vos, Morbecque, habéis venido cuando todo estaba resuelto. A su vez, Morbecque contesta:

—¿Qué pretendéis, Troy? Se rindió a mí, no a vos.

¡Es que la captura del rey de Francia debía aportar honores y dinero!

Y todos trataban de aferrarlo para asegurar su derecho. Tomado del brazo por Bertrand de Troy, del cuello por otro, el rey acabó por caer al suelo, todavía revestido con su armadura. Parecían dispuestos a repartírselo a trozos.

—¡Señores, señores! —gritaba—, llevadme cortésmente, por favor, y también a mi hijo, adonde está el príncipe, mi primo. No continuéis disputando acerca de mi captura. Soy tan grande que puedo ser la fortuna de todos.

Pero no lo escuchaban. Continuaban aullando:

—Yo lo prendí. ¡Es mío!

Y se peleaban, los caballeros de rostro patibulario, con las viseras levantadas, disputando por un rey como los perros por un hueso.

Pasemos ahora al príncipe de Gales. Su buen capitán Juan Chandos acababa de reunirse con el monarca sobre un montículo que dominaba gran parte del campo de batalla; y allí se habían reunido todos. Los caballos, con los hocicos ensangrentados, los arreos empapados de baba pegajosa, estaban cubiertos de espuma. También los animales jadeaban.

«Cada uno oía el jadeo del otro, cuando trataba de respirar hondo», me contó Chandos. El rostro del príncipe relucía y su malla de acero, unida al casco, la malla que le protegía el rostro y los hombros, se elevaba cada vez que Eduardo tomaba aliento.

Frente a ellos, empalizadas destruidas, arbolillos rotos, viñedos pisoteados. Por doquier monturas y hombres abatidos. Aquí, un caballo no acababa de morir y agitaba los cascos. Allá, una armadura se movía.

Un poco más lejos, tres escuderos acercaban a un árbol el cuerpo de un caballero agonizante. Por doquier, los arqueros galeses y los escuderos irlandeses despojaban los cadáveres. De algunos lugares llegaba todavía el golpeteo de las armas en combate. Varios caballeros ingleses pasaron a poca distancia, tratando de rodear a uno de los últimos franceses que intentaba retirarse.

Chandos dijo:

—Dios sea loado, la jornada es vuestra, mi señor.

—Sí, por Dios, lo es. ¡Hemos vencido! —respondió el príncipe.

—Creo que sería conveniente que os detengáis aquí y enarboléis el estandarte sobre ese alto matorral —intervino Chandos—. Así se reunirán todos los hombres, que están muy dispersos. Y vos mismo podréis descansar un poco, pues os veo muy fatigado. Ya no hay a quién perseguir.

—Pienso lo mismo —convino el príncipe.

Y mientras se enarbolaba el estandarte de los leones y las flores de lis, y los trompeteros tocaban la llamada del príncipe, Eduardo ordenó que le quitaran el yelmo, se sacudió los cabellos rubios y se secó el bigote empapado.

¡Qué jornada! Es inevitable reconocer que había trabajado bien, galopando sin descanso, para mostrarse a cada uno de los contingentes, alentar a sus arqueros, exhortar a los caballeros, decidir los lugares donde convenía enviar refuerzos... en realidad, quienes decidieron fueron sobre todo Warwick y Suffolk,l_os mariscales del príncipe; pero él estaba siempre ahí para decirles: «Id, hacéis bien.» A decir verdad, adoptó por sí mismo una sola decisión, aunque fundamental, y que fue la razón principal de la gloria cosechada ese día. Cuando vio el desorden provocado en el contingente de Orleans por el mero reflujo de la carga francesa, ordenó inmediatamente que una parte de su tropa volviese a montar y provocase un efecto semejante en el cuerpo del duque de Normandía. El propio príncipe Eduardo intervino diez veces en el combate. Uno tenía la impresión de que estaba en todas partes. Y cuando se acercaba a alguno de sus jefes, éste le decía: «La jornada es vuestra. La jornada es vuestra. Es un gran día y los pueblos lo recordarán eternamente. La jornada es vuestra, habéis hecho maravillas.»

Sus hidalgos se apresuraron a levantar el pabellón en el lugar y a ordenar que se acercase la carreta que contenía todo lo necesario para la comida: asientos, mesas, cubiertos, vino.

No podía decidirse a desmontar, como si la victoria no estuviese del todo segura. «¿Dónde está el rey de Francia? ¿Lo habéis visto?», preguntaba a sus escuderos.

Excitado por la acción, se paseaba por el campo dispuesto a afrontar una lucha suprema.

Y de pronto vio, entre los matorrales, una armadura inmóvil. El caballero estaba muerto y había sido abandonado por todos sus escuderos salvo un anciano servidor herido, que se escondía en un matorral. Cerca del caballero, su pendón: las armas de Francia en campos azules. El príncipe ordenó retirar el yelmo del muerto. Sí, Archambaud... precisamente lo que pensáis; era mi sobrino... era Roberto de Durazzo.

No me avergüenzo de mis lágrimas. Ciertamente, su amor propio lo había impulsado a una acción que, por el honor de la Iglesia y el mío propio, habríamos debido impedir. Pero lo comprendo. Y además, fue un valiente. No pasa día sin que pida a Dios que lo perdone.

El príncipe ordenó a sus escuderos: «Poned a este caballero sobre un carro, llevadlo a Poitiers y, en mi nombre, entregadlo al cardenal de Périgord y decidle que lo saludo.»

Y así supe que la victoria pertenecía a los ingleses. ¡Y pensar que por la mañana el príncipe estaba dispuesto a tratar, a devolver todas sus capturas, a evitar durante siete años la toma de las armas! Al día siguiente, cuando volvimos a vernos en Poitiers, me lo reprochó. Ah, no ahorró comentarios. Yo había querido servir a los franceses, lo había engañado acerca de las fuerzas que ellos tenían, había volcado en la balanza todo el peso de la Iglesia para obligarlo a concertar un acuerdo.

Me limité a contestarle: «Buen príncipe, por amor a Dios, habéis agotado los medios pacíficos. Y la voluntad de Dios se ha manifestado.» Eso fue lo qué le dije.

Pero Warwick y Suffolk habían llegado al montículo y con ellos venía lord Cobham.

—¿Tenéis noticias del rey Juan? —preguntó el príncipe.

—No, nada vimos, pero tenemos la certeza de que ha muerto o fue capturado, pues no partió con sus contingentes.

Entonces el príncipe les dijo:

—Os lo ruego, partid y cabalgad para conocer la verdad. Encontrad al rey Juan.

Los ingleses se habían dispersado y estaban distribuidos sobre un territorio que abarcaba cerca de dos leguas, y perseguían a los franceses, y los capturaban o combatían. Ahora que habían ganado la batalla, cada uno buscaba su propio provecho. ¡Vaya! Todo lo que un caballero capturado lleva encima —trátese de armas o de joyas— pertenece a quien lo apresa. Y los barones del rey Juan solían adornarse bastante. Muchos llevaban cinturones de oro. Por supuesto, sin hablar de los rescates, que se discutirían y fijarían de acuerdo con el rango del prisionero. Los franceses son tan vanidosos que vale la pena permitirles que fijen ellos mismos el precio que juzgan apropiado. Uno podía fiarse de su pomposidad. De modo que cada cual buscaba su oportunidad. Los que habían tenido la suerte de apoderarse de Juan de Artois, o del conde de Vendôme, o el conde de Tancarville bien podían pensar en la posibilidad de construir su propio castillo. Los que se habían apoderado de un noble de menor rango o de un simple escudero, a lo sumo conseguirían cambiar los muebles de la sala de su casa y ofrecer algunos vestidos a su dama. Y además, había que contar con las mercedes del príncipe, destinadas a premiar los hechos más excelsos y las proezas destacadas.

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