Read De La Noche a La Mañana Online
Authors: Federico Jiménez Losantos
Tags: #Ensayo, Economía, Política
También los otros tres más identificados (que Luis me perdone) con el Vaticano hubieran apoyado en cualquier otro asunto al Gobierno del PP contra las movilizaciones de la izquierda, pero la guerra era algo mucho más delicado de abordar, porque en ella la emotividad se desborda, la diferencia de criterio se traduce en deslegitimación y la propaganda («el otro nervio de la guerra», decía Napoleón y repetía Azaña) es parte tan importante de las acciones bélicas que, en las democracias modernas, pueden perderse en los medios de comunicación las guerras que se han ganado en el campo de batalla. Desde Vietnam, la sociedad occidental ha demostrado su pavorosa fragilidad moral ante la imagen de las víctimas civiles e incluso militares en el telediario a la hora de cenar. No importa que sean incapaces de distinguir a qué batalla o a qué país o a qué conflicto pertenecen las imágenes: los ciudadanos euroamericanos, tras saciar su morbo visual, deciden que ya han visto bastante y que su gobierno tiene que salir de allí, esté donde esté, defendiendo no importa qué causa. Esa engañosa piedad para con los muertos supone a menudo una pavorosa falta de empatia o piedad para las víctimas presentes y futuras, una forma moralmente presentable de desentenderse del problema, tal y como los franceses, ingleses y demás «pacifistas», delicados partidarios del «apaciguamiento» ante Hitler se desentendieron con razones morales grandiosas de la pequeña y triste suerte de los judíos, de los pueblos y países condenados a muerte por el régimen nazi.
En cuanto empezara la guerra y la más que previsible manipulación izquierdista de la postura vaticana, se pondría en marcha en la COPE, desde dentro o inducida desde fuera, esa diferenciación de posturas y, de forma tan sutil como inevitable, se plantearía esa lucha de poder que supone también todo conflicto de legitimidad. Luis creía que se podía interpretar perfectamente la guerra como legítima desde el punto de vista católico y yo creo que toda lucha contra la tiranía, más violenta cuanto más violento el tirano, es deseable o está justificada. Pero, naturalmente, también tenían argumentos los sectores católicos más de izquierdas o antioccidentales. Por eso era importante la interpretación que hiciera Rouco, si la hacía, de la guerra en ciernes y la posición del Papa.
Curiosamente, esa interpretación se redujo a una sola frase en el momento en que realmente empezó el comentario a fondo sobre la clásica oposición a la guerra del Vaticano. Y la planteó, tal y como Luis Herrero había previsto, José Luis Restan. Al citar la guerra de Afganistán, de la que la de Irak era evidente continuación, dijo Rouco:
—Bueno, José Luis, la condena de la guerra de Afganistán, como de toda guerra en principio, fue muchísimo más matizada que la que se hizo de la guerra del Golfo por la liberación de Kuwait, donde creo que nosotros participamos bajo gobierno del PSOE. Léete lo que se dijo entonces y hace un año y verás que es muy distinto. La diferencia es que en Afganistán se trata de la lucha contra el terrorismo, y eso supone matices de autodefensa y de uso legítimo de la fuerza que no se pueden dejar de contemplar.
Luis y yo nos habíamos sentado cerca, como hacíamos habitualmente, bien junto a don Bernardo y enfrente de Rouco, bien junto a Rouco y enfrente de don Bernardo, según el número de comensales y las características del evento culinario-institucional. Al oír al cardenal, Luis no tardó ni tres segundos en hacerme una mueca de agradable sorpresa, tranquilidad sobrevenida, placidez en la zozobra y confortamiento en el desasosiego. Todo ello y algo más en un gesto de una décima de segundo. Al salir, después de seguir el convite y la charla durante un buen rato, me dijo en el pasillo, mientras bajábamos a su despacho en la redacción:
—¡Ufff! No hay fuera de juego. El árbitro se ha mostrado más bien casero.
—Querrás decir justísimo.
—Exactamente. Aplicando el reglamento en función de la jugada, como debe ser. ¿Y has visto cómo se desplegaban las fuerzas previsibles contra los objetivos previstos?
—He visto, Luisewitz, he visto y he admirado tu clarividencia estratégica. Pero de no oírlo de Rouco, no creerlo. Ahora bien, ¿qué ha dicho? Interprétame al oráculo.
—Rouco está preocupado. No sabe qué va a pasar cuando empiece la guerra y la campaña política en contra, pero no piensa condenar a priori a Bush ni a Aznar. Salvo…
—Salvo que el Vaticano la condene de forma expresa. No sólo genéricamente.
—O sea, que, pasando al tenis, hemos salvado una pelota de
set
y de partido.
—Sí, pero el partido continúa. Cuidado con las voleas en la red.
—Nunca he jugado al tenis.
—Ya me lo parecía.
La verdad es que estábamos felices y lo único que podía alegrarnos era una sola frase de Rouco, interpretada de la manera que creíamos correcta. Nada más. Es curioso que, incluso ahora, esa frase pueda interpretarse de una u otra forma, incluso de ninguna forma. Sin embargo, en su contexto significó lo que creímos que significaba porque todos actuamos en consecuencia, tanto los que pretendían imponer una cierta disciplina vaticana como los que queríamos mantener la tradicional libertad de los programas de la COPE. Unos y otros interpretamos que Rouco avalaba la continuidad, la autonomía de los comunicadores. Y como los hechos no nos desmintieron, creemos que era así. Sin embargo, se trataba sólo de un equilibrio temporal que podía venirse abajo en cuanto empezara la guerra. Evidentemente, la guerra había empezado mucho antes de empezar.
Después del 11-M y, sobre todo, después de las investigaciones periodísticas que han desmontado toda la versión socialista sobre la masacre que, repugnantemente manipulada, les llevó al Poder, muchos ven el comienzo de un auténtico golpe de Estado en las movilizaciones del
Prestige
y de la guerra de Irak. Yo no quiero actualizar con datos de hoy las sensaciones de ayer ni contar lo que ayer vivimos por lo que hoy sabemos. Para ello, lo mejor será recuperar algunos párrafos del prólogo de
El adiós de Aznar
, que salió en Planeta a comienzos de 2004, cuando todo indicaba que el presidente del Gobierno, tras superar la terrible prueba de la izquierda en la calle, se iba por la puerta grande y dejaba a su designado heredero, Mariano Rajoy, en La Moncloa.
Tras recordar la tradición golpista y las campañas de destrucción personal y política de los líderes de la derecha que cerraban su acceso al Poder, singularmente Antonio Maura durante la Restauración y Lerroux durante la II República, yo escribí que la gigantesca movilización callejera contra Aznar,
a mi juicio, fue un verdadero intento de golpe de Estado civil de toda la izquierda (parlamentaria y antiparlamentaria) y todo el nacionalismo (pro terrorista o menos) contra el primer partido de España, el PP, que tras su mayoría absoluta en las elecciones del 2000 ostentaba legítimamente el gobierno de la nación y tenía la hegemonía parlamentaria. Tras el ensayo general del
Prestige
en Galicia, la guerra de Irak supuso la extensión a toda España de una violencia sin precedentes en la historia de la democracia española contra ningún partido político, ni siquiera Herri Batasuna tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Tras una sumaria y violenta identificación del PP con la guerra, el crimen o el asesinato de inocentes, sin contemplaciones ni matices, sin distinguir Gobierno, Parlamento y Partido, política y personas, representantes y representados, más de doscientas sedes del PP fueron atacadas en toda España, el Parlamento fue cercado varias veces por miles de manifestantes encabezados por actores y artistas, que tanto en la gala de los Premios Goya como en la calle hicieron gala de un insultante sectarismo izquierdista y disfrutaron con su papel de mascarón de proa de las manifestaciones convocadas por la izquierda en el mejor estilo de la Komintern, gigantescas al principio, luego cada vez menos masivas pero más radicalizadas y violentas, que se extendieron durante casi dos meses.
En el Congreso, el PP debía afrontar no sólo a los bancos de la izquierda sino a la tribuna de invitados (por la izquierda), en la que artistas autoproclamados líderes de la sociedad española, gritaban e insultaban a los diputados del PP cuando tomaban la palabra. Nunca se vio tan claro el desprecio que la izquierda tiene por la democracia, «burguesa» si ella no manda. Y nunca se vio tan claro el papel sectario y manipulador de la mayor parte de los periodistas españoles, que igualaron e incluso superaron a los actores en su agresión contra el Gobierno, contra la derecha y contra cualquier ética de la profesión periodística, arrasada por el sectarismo. Si el gremio del teatro y el cine se lució en los prolegómenos de la guerra, el de los periodistas tuvo su momento de dudosa gloria tras la muerte accidental de Julio Anguita Parrado por un proyectil iraquí y del cámara de Tele 5 José Couso por el disparo de un tanque norteamericano. Uno en una tienda de campaña de las tropas aliadas y otro en uno de los últimos pisos de un hotel de Bagdad fueron convertidos en símbolos de la supuesta barbarie criminal de los USA, Occidente y el PP.
Los momentos más hirientes y grotescos de aquella campaña fueron, como nadie que los vivió podrá olvidar, protagonizados por los actores, encabezados por los Bardem y organizados por un sindicato afín a Comisiones Obreras y no alejado de los predios batasunos, como mostró durante el alto el fuego de ETA homenajeando con rosas blancas a Jone Gorizelaia, abogada y dirigente de Batasuna durante muchos años que jamás condenó uno solo de los crímenes etarras. Casi como los actores.
De aquella puesta en escena kominterniana, que empezó con la manipulación totalitaria de los Premios Goya y, tras vociferantes manifestaciones a las puertas de las Cortes, terminó en la tribuna de invitados del Congreso, con los titiriteros más ricos y famosos exhibiendo camisetas contra la guerra e insultando al Gobierno y diputados del PP, lo que a mí me resultaba más insoportable era que unos sujetos apenas alfabetizados se proclamaran catedráticos de Historia, Política y Etica para guiar a la sociedad civil, la misma a la que sacan dinero por la espalda de sus impuestos puesto que se niega a dárselo voluntariamente en las taquillas. Encima de atracadores, moralistas. Pero dentro de la COPE el ambiente cada vez más enrarecido por la movilización de las izquierdas no llegó al máximo de crispación por la capacidad de convicción moral e intelectual de los actores, que es aproximadamente nula entre quienes los conocen, sino por la movilización de los propios periodistas, que, dentro y fuera de los medios, a raíz de la muerte de Anguita Parrado y Couso, tomaron corporativamente el relevo de los titiriteros.
Muchos se preguntaban cómo pudimos coexistir en la COPE rebaños políticos tan diferentes mientras el pastor tocaba en la lejanía el caramillo y cada día llegaban noticias que inflamaban más un panorama al rojo vivo. Pues debo decir que, en lo que cabe y durante bastante tiempo, recurriendo a la profesionalidad y al juego limpio. La información que dábamos en la cadena era exhaustiva, tanto en
La mañana
como en
La linterna
y demás programas, amén de los servicios informativos. La COPE tuvo como enviado especial en Bagdad a José Miguel Azpíroz, cuyas convicciones de izquierda radical no le impidieron desarrollar su tarea, al menos en lo que a mí respecta, con la profesionalidad necesaria para informar sin manipular y para separar los datos de la opinión. Si en otros programas hubo deslices propagandísticos, debo decir que en el mío el comportamiento fue versallesco. Claro que yo no hubiera tolerado otro, pero ambos lados hubiéramos salido perdiendo y la tensión hubiera hecho aún más insoportable el ambiente dentro de la redacción.
Sucedió justo al revés: el juego limpio de partidarios y detractores de la Alianza contra el genocida Sadam Hussein nos permitió salvar las tres semanas de guerra con un nivel excelente de servicio al oyente, al margen de lo que se dijera en las tertulias. Sin embargo, nosotros veíamos cómo día a día, a medida que se iba estrechando el cerco sobre Bagdad, también se iba estrechando el cerco sobre los que defendíamos al Gobierno, que éramos sólo tres medios: el
ABC
en papel, sobre todo por los excelentes análisis diarios del GEES (Bardají, Portero y Cosido);
Libertad Digital
en Internet, que llegó a su mayoría de edad y se convirtió definitivamente en el medio de referencia de los jóvenes liberal-conservadores, y, naturalmente, la COPE, que cada día, de mediodía a medianoche, dispensaba información fiable y opinión implacable a la media España aterrorizada por la campaña de la izquierda, calcada de la de 1934-1936.
Vuelvo al testimonio de
El adiós de Aznar
para recoger literalmente lo que, menos de un año después de los hechos, pensaba yo sobre lo sucedido en la radio:
Estoy convencido de que sólo diez días más de guerra habrían liquidado la principal trinchera de opinión que en esos días le quedó a la derecha y que fue la COPE. Con Radio Nacional absolutamente tomada por los profesionales izquierdistas, y con los informativos de TVE oscilando entre la apertura gubernamental y la cobertura antioccidental y rabiosamente anti-israelí de «las huríes de Ferrari», con «Fátima» Rodicio a la cabeza, sólo
ABC
en la prensa de papel y
Libertad Digital
en Internet suministraban cada mañana argumentos a favor de los aliados en la guerra y del Gobierno en el Parlamento. Pero eran
La linterna
, de forma abierta, y
La mañana
, de forma más matizada, los únicos vínculos diarios que mantuvieron unidos a un Gobierno cercado y una base social acosada y angustiada. La COPE fue el único medio que, con las diferencias propias de directores y colaboradores de esos programas, no abandonó a la derecha. Sólo meses después supimos hasta qué punto nos lo agradecía la audiencia
No insisto en el importantísimo papel de la COPE en esos días por presumir o pasar factura ninguna ni a Aznar ni al PP ni a nadie. Uno hace lo que cree que tiene que hacer, a veces se equivoca y a veces acierta, pero, como suele repetir Luis Herrero, nunca se equivoca si opta por el camino más difícil. Y la gran dificultad que tenía defender aquella trinchera era la oposición del Papa a aquella guerra (como a todas las guerras en general) que fue utilizada desvergonzadamente por la izquierda contra el Gobierno y el PP para deslegitimarlo ante su base social y darle jaque mate en la calle y en las urnas. La cuestión de fondo no era si en los programas de más audiencia e influencia de la COPE estábamos a favor de la guerra (algo en lo que había diferencias y matices), sino si admitíamos que con la excusa de la guerra se echara al Gobierno legítimo y se triturase a la derecha, es decir, si con la excusa del Papa «se sacaba del mapa político» precisamente a los que van a misa.