Read Definitivamente Muerta Online
Authors: Charlaine Harris
Dado que no quería dar nada por sentado, saqué el directorio de Shreveport del cajón que había debajo del teléfono colgado en la pared. Figuraba el nombre de la doctora Amy Ludwig. ¿Amy? Sofoqué un estallido de carcajadas.
Me ponía muy nerviosa el abordar a la doctora Ludwig por mi cuenta, pero al ver lo preocupado que estaba Jason, no pude negarme a hacer una triste llamada.
Sonó cuatro veces. Saltó un contestador. Una voz mecánica dijo:
—Ha llamado al teléfono de la doctora Ludwig. La doctora Ludwig no acepta nuevos pacientes, estén o no asegurados. La doctora Ludwig no desea muestras farmacéuticas y no necesita ningún tipo de seguro. No está interesada en invertir su dinero o hacer donativos a quienes no haya seleccionado ella personalmente... —Hubo un largo silencio, durante el cual probablemente la mayoría de las personas colgaban. Yo no lo hice. Al cabo de un momento, escuché un chasquido en la línea.
—¿Diga? —dijo una vocecilla gruñona.
—¿Doctora Ludwig? —pregunté con cautela.
—¿Sí? ¡No acepto nuevos pacientes, ya lo sabe! ¡Estoy demasiado ocupada! —sonaba impaciente a la par que cauta.
—Soy Sookie Stackhouse. ¿Es usted la doctora Ludwig que me trató en el despacho de Eric, en el Fangtasia?
—¿Eres la joven envenenada por las garras de la ménade?
—Sí. Volví a verla hace unas semanas, ¿recuerda?
—¿Dónde fue? —Lo recordaba muy bien, pero quería otra prueba de mi identidad.
—En un edificio vacío de un polígono industrial.
—¿Y quién organizaba el espectáculo allí?
—Un tipo calvo y grande llamado Quinn.
—Oh, está bien —suspiró—. ¿Qué es lo que quieres? Estoy bastante ocupada.
—Tengo una paciente para usted. Le ruego que venga a verla.
—Tráemela.
—Está demasiado enferma para viajar.
Escuché que la doctora murmuraba para sí, pero no pude distinguir las palabras.
—Ufff —dijo la doctora—. Oh, está bien, señorita Stackhouse. Dime cuál es el problema.
Se lo expliqué lo mejor que pude. Jason se movía por la cocina, demasiado ocupado como para estarse quieto.
—Idiotas, necios —dijo la doctora Ludwig—. Dime cómo llegar a tu casa. Luego podrás llevarme adonde esté la chica.
—Puede que tenga que marcharme a trabajar antes de que llegue usted —dije, tras echar una mirada al reloj y calcular el tiempo que le llevaría conducir desde Shreveport—. Mi hermano la estará esperando aquí.
—¿Es el responsable?
No sabía si se refería al responsable de pagar la factura por sus servicios o del embarazo. En cualquiera de los casos, le dije que así era.
—Está de camino —le comuniqué a mi hermano, antes de dar las oportunas indicaciones a la doctora y colgar el teléfono—. No sé lo que cobrará, pero le he dicho que tú le pagarás.
—Claro, claro. ¿Cómo la reconoceré?
—No podrás confundirla con nadie que conozcas. Dijo que vendría con chófer. No es lo bastante alta como para ver por encima del volante, así que debí de habérmelo imaginado.
Lavé los platos mientras Jason se movía con nerviosismo. Llamó a Crystal para comprobar su estado. Por lo que escuchó, parecía que no estaba peor. Al final, le dije que fuera al cobertizo de las herramientas y se deshiciera de los nidos de las avispas alfareras. Parecía no poder estarse quieto, así que decidí aprovecharlo.
Pensé acerca de la situación mientras cargaba la lavadora y me ponía el uniforme del bar (pantalones negros, camiseta blanca con el logotipo del Merlotte's bordado en el pecho izquierdo y unas Adidas negras). No estaba contenta. Me sentía preocupada por Crystal, y eso que no me caía bien. Lamentaba que hubiese perdido a su bebé porque sé que es una experiencia muy triste, pero por otra parte me sentía satisfecha porque no me apetecía que Jason se casara con ella, y estoy seguro de que lo habría hecho si el embarazo hubiera tenido un desenlace feliz. Miré alrededor en busca de algo que me hiciera sentir mejor. Abrí el armario para contemplar mi ropa nueva, la que había comprado en Prendas Tara para la cita. Pero ni eso me animó.
Finalmente, hice lo que había planeado antes de escuchar las noticias de Jason: cogí un libro y me apalanqué en una silla del porche delantero, leyendo un par de frases de vez en cuando mientras admiraba el peral que crecía en el jardín delantero, cubierto de flores blancas y rodeado de abejas.
Hacía un sol radiante, los narcisos acababan de florecer y yo tenía una cita el viernes. Y ya había hecho mi buena acción del día, llamando a la doctora Ludwig. El fondo de preocupación que tenía en el estómago cedió un poco.
De vez en cuando, podía escuchar vagos sonidos que llegaban desde el patio trasero; Jason había encontrado algo con lo que mantenerse ocupado después de librarse de los nidos. Quizá estuviera deshaciéndose de los hierbajos que había en los parterres. Me alegré. Eso estaría bien, ya que yo no tenía el mismo entusiasmo que mi abuela en cuanto a la jardinería. Admiraba los resultados, pero no disfrutaba del proceso, como sí lo hacía ella.
Tras comprobar el reloj varias veces, me sentí bastante aliviada al ver un gran Cadillac color perla acceder a la zona de aparcamiento. Había una diminuta forma ocupando el asiento del copiloto. La puerta del conductor se abrió y salió una licántropo llamada Amanda. Las dos habíamos tenido nuestras diferencias, pero las cosas ya habían quedado más o menos resueltas. Me alegró ver a alguien conocido. Amanda, que tenía el aspecto de la típica madre de mediana edad, rondaba los treinta y pico. Su pelo rojo parecía natural, bastante diferente al de mi amiga Arlene.
—Hola, Sookie —saludó—. Cuando la doctora me dijo adonde íbamos me sentí aliviada porque ya sabía llegar.
—¿No eres su chófer habitual? Me gusta tu corte de pelo, por cierto.
—Oh, gracias. —Amanda se acababa de cortar el pelo con un estilo desgreñado, casi masculino, que le iba muy bien, por extraño que pareciera. Digo extraño porque su cuerpo era definitivamente femenino—. Aún no me he acostumbrado a él —admitió, pasándose la mano por el cuello—. En realidad es mi hijo mayor el que suele llevar a la doctora Ludwig, pero hoy tenía que ir a la escuela, por supuesto. ¿Es tu cuñada la afectada?
—La novia de mi hermano —dije, tratando de acompañar con una expresión afable—. Crystal. Es una pantera.
Amanda parecía casi respetuosa. Los licántropos suelen despreciar a los demás cambiantes, pero algo tan admirable como una pantera llamó su atención.
—Había oído que hay un grupo de panteras en alguna parte, pero nunca me había topado con ellos.
—Tengo que irme al trabajo, pero mi hermano os hará de anfitrión.
—Entonces, ¿no eres muy íntima de la novia de tu hermano?
Me sorprendió la insinuación de que no me importaba el bienestar de Crystal. ¿Será que debía haber corrido a su lecho y haber dejado que Jason guiara a la doctora? De repente vi el disfrute de mis momentos de paz como un insensible desprecio hacia Crystal. Pero no había tiempo para revolcarse en la culpabilidad.
—A decir verdad —dije—, no la conozco tanto. Pero Jason dio a entender que no había nada que yo pudiera hacer por ella, y mi presencia no sería precisamente de mucho consuelo, ya que le caigo como ella me cae a mí.
Amanda se encogió de hombros.
—Vale, ¿dónde está?
Jason apareció doblando la esquina de la casa justo en ese momento. Suspiré de alivio.
—Oh, genial —exclamó—. ¿Eres la doctora?
—No —dijo Amanda—. La doctora está en el coche. Hoy soy su chófer.
—Os llevaré hasta allí. Acabo de hablar con Crystal y no mejora.
Sentí otra oleada de remordimiento.
—Llámame al trabajo, Jason, y dime cómo le va, ¿de acuerdo? Podré acercarme cuando salga y pasar allí la noche, si me necesitas.
—Gracias, hermanita. —Me dio un rápido abrazo y luego me miró con extrañeza—. Eh, me alegro de no haberlo mantenido en secreto como Crystal me pidió. No creía que fueras a ayudarla.
—Me gustaría pensar que al menos soy una persona lo suficientemente buena como para ayudar a cualquiera que lo necesite, me lleve bien con ella o no. —Confiaba en que Crystal no me imaginara indiferente, o incluso feliz, ante su sufrimiento.
Desalentada, observé cómo esos dos vehículos tan diferentes recorrían el camino de vuelta a Hummingbird Road. Lo cerré todo y me monté en el mío con un humor menos alegre.
Siguiendo con la tónica de la jornada, tan llena de acontecimientos, Sam me llamó desde su despacho en cuanto entré esa tarde por la puerta trasera del Merlotte's.
Acudí a ver qué quería, consciente antes de llegar de que había algunas personas más esperando. Para mi desconsuelo, descubrí que el padre Riordan me había tendido una emboscada.
Había cuatro personas en el despacho de Sam, además de mi jefe. Sam no estaba muy contento, pero se esforzaba por que no se le notara. Lo sorprendente era que el padre Riordan tampoco parecía encontrarse a gusto con la gente que le había acompañado. Sospechaba de quién se trataba. Mierda. No sólo el padre Riordan se había traído a los Pelt, sino que estaba también una joven de unos diecisiete años que debía de ser Sandra, la hermana de Debbie.
Los tres nuevos me miraron atentamente. Los Pelt mayores eran altos y espigados. Él llevaba gafas y se estaba quedando calvo, y las orejas le sobresalían de la cabeza como las asas de una jarra. Ella era atractiva, aunque quizá llevara excesivo maquillaje. Vestía unos pantalones de Donna Karan y llevaba un bolso con un famoso logotipo adosado. No le faltaban los tacones. Sandra Pelt iba más informal, con vaqueros y una camiseta muy ajustada sobre su estrecha figura.
Estaba tan pasmada por el hecho de que esa gente se metiera en mi vida hasta tal punto, que apenas oí que el padre Riordan me presentaba formalmente a los Pelt. A pesar de que le dije al padre que no quería verlos, aquí estaban. Los padres me devoraron con ojos ávidos. «Salvajes», los había tildado María Estrella. «Desesperados», fue la palabra que me vino a la cabeza.
Sandra era harina de otro costal: dado que era la segunda hija, no era (no podía ser) cambiante, como sus familiares, pero tampoco era una humana normal. Capté algo con la mente que me invitó a hacer una pausa. Sandra Pelt sí que era algún tipo de cambiante. Me habían dicho que los Pelt estaban más concentrados en su hija pequeña de lo que nunca lo habían estado con Debbie. Ahora, entresacando retazos de información de ellos, empezaba a comprender el porqué de todo ello. Puede que Sandra Pelt fuese menor, pero era formidable. Era una licántropo pura.
Pero eso no podía ser, a menos que...
Vale, Debbie Pelt, mujer zorra, había sido adoptada. Ya había oído alguna vez que los licántropos eran propensos a la esterilidad, así que asumí que los Pelt se dieron por vencidos en la tarea de tener una pequeña licántropo y adoptaron a un bebé que fuese al menos cambiante, aunque no de su propia naturaleza.
Hasta una zorra pura habría sido preferible a una sencilla humana. Luego, los Pelt adoptaron a otra hija, una licántropo.
—Sookie —dijo el padre Riordan, con su encantadora entonación irlandesa, aunque no muy contento—. Barbara y Gordon se presentaron hoy a mi puerta. Cuando les dije lo que me contaste sobre la desaparición de Debbie, no se quedaron satisfechos. Insistieron en que les trajera hasta aquí conmigo.
Mi intensa rabia hacia el sacerdote disminuyó un poco. Pero otra emoción ocupó su lugar. Estaba lo suficientemente ansiosa ante el encuentro como para notar que mi risa nerviosa se abría paso en mi expresión. Miré a los Pelt y capté la oleada de su desaprobación.
—Lamento su situación —indiqué—. Lamento que tengan que seguir preguntándose lo que le pasó a Debbie. Pero no sé qué más puedo decirles.
Una lágrima recorrió la mejilla de Barbara Pelt y yo abrí el bolso para sacar un pañuelo. Se lo di, pero ella se la enjugó con la mano.
—Pensó que querías quitarle a Alcide —dijo.
No hay que hablar mal de los muertos, pero Debbie Pelt era un caso perdido.
—Señora Pelt, voy a ser franca —le contesté, aunque sin demasiada franqueza—. Debbie estaba con otra persona en el momento de su desaparición, un hombre llamado Clausen, si mal no recuerdo. —Barbara Pelt asintió, reacia—. Esa unión dejó a Alcide toda la libertad para salir con quien le viniera en gana, y ambos pasamos una breve temporada juntos. —Eso no era mentira—. Hace semanas que no nos vemos, y él ahora está saliendo con otra chica. Así que Debbie se equivocaba de largo si pensaba eso.
Sandra Pelt se mordió el labio inferior. Era enjuta, de piel clara y pelo marrón oscuro. Estaba un poco maquillada, y sus dientes eran deslumbrantemente blancos y regulares. Sus pendientes de aro eran tan grandes que habrían sido una percha ideal para un periquito. Tenía un cuerpo estrecho enfundado en ropas caras: lo mejor del centro comercial.
Su expresión era de ira. No le gustaba lo que estaba diciendo, ni una pizca. Era una adolescente y tenía unas fuertes erupciones emocionales. Recordé cómo era mi vida cuando tenía la edad de Sandra y recé por ella.
—Dado que los conoces a ambos —dijo Barbara Pelt con cuidado, haciendo caso omiso de mis palabras—, tenías que saber que los dos mantenían..., mantienen una intensa relación de amor-odio, al margen de lo que hiciera Debbie.
—Sí, eso es muy cierto —añadí, y puede que no sonara lo suficientemente respetuosa. Si hubo alguien a quien le hice un gran favor matando a Debbie, ése fue a Alcide Herveaux. De lo contrario, esos dos se habrían pasado los años tirándose los trastos a la cabeza, por no decir el resto de sus vidas.
Sam se volvió cuando sonó el teléfono, pero pude atisbar una sonrisa en su rostro.
—Simplemente pensamos que debe de haber algo que sepas, algún detalle, por pequeño que sea, que nos ayude a descubrir qué le pasó a nuestra hija. Si..., si ha muerto, queremos que su asesino sea juzgado.
Me quedé mirando a los Pelt durante un largo instante. Podía escuchar la voz de Sam de fondo, mientras reaccionaba con asombro ante algo que estaba escuchando por el teléfono.
—Señores Pelt, Sandra —dije—, ya hablé con la policía cuando Debbie desapareció. Colaboré con ellos al máximo. Hablé con sus investigadores privados cuando vinieron aquí, a mi lugar de trabajo, igual que lo han hecho ustedes. Dejé que entraran en mi casa. Respondí a todas sus preguntas... —Aunque no del todo sinceramente.
Sé que toda la base era una mentira, pero hacía todo lo que podía.