Read Definitivamente Muerta Online
Authors: Charlaine Harris
Dado que nadie me había informado sobre cuál era el protocolo adecuado, incliné mi cabeza hacia la reina y dije:
—Me alegro de volver a verla, señora. —Y traté de agradar al rey repitiendo el gesto de la cabeza. Los dos de atrás, que debían de ser asistentes o guardaespaldas, recibieron inclinaciones menores. Me sentí como una idiota, pero no quería pasarlos por alto. Aun así, ellos no tuvieron ningún problema en ignorarme a mí, después de lanzarme unas miradas exhaustivas y amenazadoras.
—Has vivido algunas aventuras en Nueva Orleans —dijo la reina a modo de cauta introducción. No sonreía, pero tampoco parecía hacerlo a menudo.
—Así es, señora.
—Sookie, te presento a mi marido, Peter Threadgill, rey de Arkansas. —No mostró el menor rastro de afecto en su cara. Bien podría haber estado presentándome a su mascota,
Copito de Nieve
.
—Hola, ¿qué tal? —dije, y repetí el gesto de la cabeza, añadiendo rápidamente «señor». Vale, ya estaba cansada del jueguecito.
—Señorita Stackhouse —dijo, antes de devolver su atención a los papeles que tenía delante. La mesa redonda era amplia, y estaba cubierta de cartas, impresiones de ordenador y un surtido de papeles (¿documentos bancarios?).
Mientras me sentía aliviada por no ser objeto del interés del rey, empecé a preguntarme qué hacía yo allí. Me hice una idea cuando la reina empezó a preguntarme por la noche anterior. Le conté con todo el detalle posible lo ocurrido.
Parecía muy seria mientras le contaba lo del conjuro estático de Amelia, y sus efectos sobre el cuerpo.
—¿No crees que la bruja sabía de la presencia del cuerpo cuando lanzó el conjuro? —preguntó la reina. Me di cuenta de que, si bien los ojos del rey estaban clavados en sus papeles, no los había movido desde que empecé a hablar. Claro que quizá era una persona de lectura lenta.
—No, señora. Sé que Amelia no tenía ni idea de que hubiera un cuerpo.
—¿Lo sabes por tu habilidad telepática?
—Sí, señora.
Peter Threadgill me miró entonces, y vi que sus ojos eran de un gris glacial algo inusual. Su cara era muy angulosa: nariz como una hoja afilada, labios finos y rectos, pómulos altos.
Los monarcas eran atractivos, pero no de una forma que me impresionara especialmente. Tuve la sensación de que el sentimiento era mutuo. A Dios gracias.
—Tú eres la telépata que mi querida Sophie quiere llevar a la conferencia —dijo Peter Threadgill.
Como me estaba diciendo algo que ya sabía, no sentí la necesidad de responder. Pero la discreción le ganó la mano a la llana irritación.
—Así es.
—Stan tiene uno —explicó la reina a su marido, como si los vampiros coleccionasen telépatas del mismo modo que los entusiastas de los perros springer spaniels.
El único Stan al que conocía era el líder de los vampiros de Dallas, y el único telépata al que había conocido vivía allí. Por las palabras de la reina, deduje que la vida de Barry el botones había cambiado mucho desde que nos vimos. Al parecer, ahora trabajaba para Stan Davis. No sabía si Stan era el sheriff o el rey, porque por aquel entonces no sabía que los vampiros tuvieran cosas parecidas.
—¿Eso quiere decir que deseas igualar tu séquito al de Stan? —le preguntó Peter Threadgill a su esposa de un modo claramente poco afectivo. A tenor de las pistas que me habían lanzado, saltaba a la vista que no era una relación romántica. Si tuviese que decidir de qué se trataba, diría que no llegaba tan siquiera a una relación lujuriosa. Sabía que la reina se había aficionado a mi prima Hadley carnalmente, y los dos hermanos de la puerta me dieron a entender que les daba marcha. Peter Threadgill no se acercaba a ninguno de esos casos en el espectro. Pero puede que eso tan sólo demostrase que la reina era omnisexual, si es que la palabra existe. Tendría que consultar el término cuando volviese a casa. Si alguna vez volvía.
—Si Stan ve una ventaja emplear a una persona así, no puedo por menos que tenerlo en consideración, especialmente dado que tenemos una tan fácilmente disponible.
Así que yo era una mercancía.
El rey se encogió de hombros. No me había hecho tampoco muchas expectativas, pero esperaba que el rey de un estado tan agradable, pobre y pintoresco como Arkansas fuese menos sofisticado y tuviese más sentido del humor. Puede que Peter Threadgill fuera un aventurero de Nueva York. Los acentos de los vampiros solían abarcar todo el mapa (literalmente), y era imposible reconocer el suyo.
—¿Y qué crees que pasó en el apartamento de Hadley? —me preguntó la reina, volviendo al tema original.
—No sé quién atacó a Jake Purifoy —dije—, pero la noche que Hadley fue al cementerio con Waldo, el cuerpo exangüe de Jake acabó en su armario. No sabría decir cómo llegó allí. Por eso Amelia va a hacer una ecto no sé qué esta noche.
La expresión de la reina cambió; de hecho, parecía interesada.
—¿Va a realizar una reconstrucción ectoplásmica? Había oído hablar de ellas, pero nunca había visto una.
El rey parecía más que interesado. Durante una fracción de segundo, pareció extremadamente enfadado.
Me obligué a centrarme en la reina.
—Amelia se preguntaba si usted no tendría inconveniente en... financiarla. —Me pregunté si sería apropiado añadir «mi señora», pero no fui capaz de hacerlo.
—No sería mala inversión, habida cuenta de que nuestro nuevo vampiro podría habernos metido en un buen lío. Si se hubiese perdido entre la población... Estaré encantada de pagar.
Lancé un suspiro de puro alivio.
—Creo que yo también miraré —añadió la reina antes de que pudiera exhalar.
Me pareció la peor idea del mundo. Pensé que la presencia de la reina halagaría tanto a Amelia que la dejaría seca de magia. No obstante, no tenía la menor intención de decirle a Su Majestad que no era bienvenida.
Peter Threadgill alzó la mirada de golpe cuando la reina anunció que observaría la reconstrucción.
—No creo que debas hacerlo —dijo con voz suave y autoritaria—. A los gemelos y a Andre les costará protegerte en un barrio como ése.
Me pregunté si el rey de Arkansas tenía la menor idea de cómo era el barrio de Hadley. Lo cierto es que era una zona tranquila de clase media, sobre todo si la comparábamos con el zoo que era la sede central de los vampiros, con el constante flujo de turistas, piquetes y fanáticos con cámaras.
Sophie-Anne ya se disponía a salir. Su preparación consistió en mirarse en un espejo para asegurarse de que su aspecto impecable seguía impecable y deslizarse en sus zapatos de tacón alto, que estaban bajo la mesa. Había estado sentada, descalza. El detalle me dibujó una Sophie-Anne Leclerq más real. Había una personalidad detrás de esa brillante apariencia.
—Supongo que querrás que Bill nos acompañe —me dijo la reina.
—No —solté. Vale, eso sí que era personalidad, y era desagradable y cruel.
La reina pareció genuinamente sorprendida. Su marido se mostró ultrajado ante mi grosería, alzando de repente la cabeza y taladrándome con esos ojos grises refulgentes de ira. La reina simplemente dio marcha atrás ante mi reacción.
—Pensaba que erais pareja —dijo con una voz perfectamente equilibrada.
Me mordí la lengua para cortar mi primera respuesta. Traté de recordar con quién estaba hablando y, casi en un susurro, expliqué:
—Ya no lo somos —respiré hondo e hice un gran esfuerzo—. Lamento haber sido tan brusca. Perdóneme, se lo ruego.
La reina se limitó a mirarme durante unos segundos más, y ni así obtuve la menor pista sobre sus pensamientos, emociones o intenciones. Era como mirar a una antigua bandeja de plata: superficie brillante, con motivos elaborados, y áspera al tacto. Hadley había sido toda una osada al acostarse con una mujer tan alejada de mi comprensión.
—Estás perdonada —dijo, finalmente.
—Eres demasiado indulgente —señaló su marido, mostrando al fin algo de sí mismo. Sus labios se torcieron en algo parecido a una mueca de refunfuño, y descubrí que no quería ser el centro de esa luminosa mirada durante un segundo más. Tampoco me gustaba la forma en que la asiática de rojo me miraba. Cada vez que me fijaba en su corte de pelo, se me ponía el mío de punta. Dios, si hasta la señora mayor que le hacía la permanente a mi abuela tres veces al año habría hecho un mejor trabajo que el Peluquero Diabólico.
—Regresaré dentro de una o dos horas, Peter —dijo Sophie-Anne, con mucha precisión y en un tono que podría haber partido un diamante. El hombre bajito, con su rostro aniñado e inexpresivo, se colocó a su lado en un segundo, extendiendo el brazo para ayudarla a levantarse. Supuse que se trataba de Andre.
La atmósfera podía cortarse a cuchillo. Qué ganas tenía de estar en otra parte.
—Me quedaría más tranquilo si supiese que Flor de Jade te acompaña —dijo el rey. Hizo un gesto hacia la mujer de rojo. Flor de Jade, y una mierda; más bien parecía Asesina de Piedra. La expresión de la asiática no varió un ápice ante la oferta del rey.
—Pero eso te dejaría solo —dijo la reina.
—No es verdad. El edificio está lleno de guardias y vampiros leales —contestó Peter Threadgill.
Vale, hasta yo pillé ésa. Los guardias, que servían a la reina, estaban separados de los vampiros leales, que eran los que suponía que Peter había traído consigo.
—En ese caso, será un orgullo contar con una luchadora como Flor de Jade a mi lado.
Puaj. No sabía si la reina hablaba en serio o simplemente trataba de aplacar a su marido, aceptando la oferta. A lo mejor se reía delante de su cara ante la triste estrategia del rey por asegurarse de que su espía estuviese presente durante la reconstrucción ectoplásmica. La reina utilizó el intercomunicador para llamar a la habitación segura de abajo (o arriba, a saber), donde tenían a Jake Purifoy y lo estaban educando en la forma de vida vampírica.
—Doblen la guardia de Purifoy —ordenó—. Y que me informen en cuanto recuerde algo. —Una voz servil le hizo saber a Sophie-Anne que sería la primera en enterarse.
Me pregunté por qué Jake necesitaría que le redoblaran la guardia. Me costó preocuparme genuinamente por su bienestar, pero estaba claro que la reina sí lo estaba.
Y allá nos fuimos, la reina, Flor de Jade, Andre, Sigebert, Wybert y yo. Supongo que no era la primera vez que estaba en una compañía pintoresca, pero me costó saber cuándo me había visto en una parecida. Después de dar muchas vueltas por los pasillos, accedimos a un garaje custodiado y nos metimos en una limusina alargada. Andre hizo un gesto con el dedo gordo a uno de los guardias, indicando que le tocaba conducir. Aún no había escuchado al vampiro con cara de niño decir una sola palabra. Para mi regocijo, el conductor resultó ser Rasul, que ya me parecía un viejo amigo en comparación con los demás.
Sigebert y Wybert se sentían incómodos en el coche. Eran los vampiros más inflexibles que jamás había conocido, y me pregunté si su íntima asociación con la reina no habría sido la causa de su decadencia. No habían tenido la necesidad de cambiar, y cambiar con el paso del tiempo era el método de supervivencia vampírico por excelencia, antes de la Gran Revelación. Y así había sido durante los siglos en los que no se había aceptado la existencia de los vampiros con la tolerancia que había mostrado actualmente Estados Unidos. Los dos vampiros habrían sido felices llevando puestas unas pieles y prendas tejidas a mano, y se habrían sentido como en casa, metidos en unas botas de cuero igualmente confeccionadas, y llevando consigo sus escudos y sus espadas.
—Eric, tu sheriff, vino a hablar conmigo anoche —me contó la reina.
—Lo vi en el hospital —dije, esperando sonar igual de despreocupada.
—Comprendes que el nuevo vampiro, el que antes era licántropo... no tuvo elección. Lo comprendes, ¿verdad?
—Suele pasar mucho con los vampiros —dije, recordando las veces en las que Bill se había excusado diciendo que no había podido evitarlo. Entonces lo había creído, pero ya no estaba tan segura. De hecho, me sentía tan profundamente cansada y miserable que ya no encontraba las fuerzas para seguir limpiando el apartamento y las cosas de Hadley. Me di cuenta de que si volvía a Bon Temps dejando atrás esos asuntos inconclusos, me quedaría mirando al vacío sin complejo alguno.
Lo sabía, pero en ese momento era algo difícil de afrontar.
Era momento de una de mis conversaciones de autoayuda. Me dije con determinación que ya había disfrutado de uno o dos momentos de aquéllos cada noche, y que seguiría disfrutando de algunos segundos de cada día hasta que volviese a mi antiguo estado de autocomplacencia. Siempre había disfrutado de la vida, y sabía que volvería a hacerlo. Pero tendría que sudar tinta en el camino para conseguirlo.
No creo que nunca haya sido una persona de demasiadas ilusiones. Si eres capaz de leer la mente, no suelen quedarte demasiadas dudas acerca de lo malas que pueden ser hasta las mejores personas.
Pero estaba claro que ésta no la había visto venir.
Me horrorizó sentir que las lágrimas empezaban a recorrer mi cara. Metí la mano en mi pequeño bolso y saqué un pañuelo. Me sequé las mejillas mientras los vampiros me observaban. Flor de Jade tenía la expresión más identificable que le había visto hasta ahora: desprecio.
—¿Algo te duele? —preguntó la reina, señalando mi brazo.
No creía que le importase de verdad; estaba convencida de que se había educado durante tanto tiempo para emitir la respuesta humana adecuada que para ella no era más que un acto reflejo.
—Dolor en el corazón —dije, y me pude haber mordido la lengua.
—Oh —dijo—. ¿Bill?
—Sí —repuse, y tragué saliva, haciendo un esfuerzo por detener ese despliegue de emociones.
—Guardé luto por Hadley —dijo inesperadamente.
—Es bueno que tuviera a alguien a quien le importara. —Al cabo de un momento, añadí—: Me hubiera gustado saber que estaba muerta antes de lo que lo supe. —Que era la forma más cauta que se me ocurrió de exponerlo. No descubrí que mi prima había muerto hasta semanas después de los hechos.
—Hay razones por las que tuve que esperar antes de enviar a Cataliades —respondió Sophie-Anne. Su terso rostro y sus ojos claros eran tan impenetrables como un muro de hielo, pero tuve la clara sensación de que deseó que no hubiera sacado el tema. Miré a la reina, tratando de encontrar alguna pista, y noté que esbozaba un imperceptible gesto del ojo hacia Flor de Jade, que se sentaba a su derecha. No me explicaba como la de rojo podía estar sentada tan cómodamente con la larga espada enfundada a la espalda. Pero estaba segura de que, tras su impertérrita expresión y ojos insípidos, escuchaba cada una de las palabras que se estaban diciendo.