Read Definitivamente Muerta Online
Authors: Charlaine Harris
Lo conseguí.
Todo estaba más tranquilo fuera, y el aire era tibio. Soplaba algo de brisa. Estaba descalza, sin un centavo, de pie bajo las brillantes luces de la entrada. No sabía dónde me encontraba en relación con la casa y no tenía ni idea de hacia dónde me dirigiría, pero ya no estaba en el hospital.
Un mendigo se puso delante de mí.
—¿Tienes cambio, colega? —preguntó—. A mí también me ha mirado mal la suerte.
—¿Acaso tengo aspecto de tener algo? —le pregunté con voz razonable.
Se quedó tan perplejo como la enfermera de antes.
—Lo siento —dijo, y se dispuso a marcharse. Di un paso en pos de él. Grité.
—¡No tengo nada! —Y luego, con una voz completamente tranquila, añadí—. Nunca he tenido nada.
Farfulló y se estremeció, pero lo ignoré. Empecé a caminar. La ambulancia había girado a la derecha al llegar, así que yo lo hice a la izquierda. No recordaba cuánto había durado el paseo. Había estado hablando con Delagardie. Entonces era una persona diferente. Caminé y caminé. Pasé bajo unas palmeras, oí el rico ritmo de la música, me deslicé junto a las contraventanas desconchadas de las casas que bordeaban la acera.
De una calle donde se daban cita varios bares, salió un grupo de jóvenes justo cuando pasaba, y uno de ellos me cogió del brazo. Me volví hacia él con un grito, y con un esfuerzo sobrehumano lo empujé contra la pared. Allí se quedó, perplejo y rozando la cabeza, hasta que sus amigos se lo llevaron.
—Está loca —dijo uno de ellos en voz baja—. Déjala. —Y se perdieron en otra dirección.
Al cabo de un rato, me recuperé lo suficiente como para preguntarme por qué estaba haciendo eso. Pero la respuesta era vaga. Cuando me caí por un desnivel de la acera y me rocé la rodilla hasta hacerla sangrar, el nuevo dolor físico me hizo volver en sí, por poco que fuese.
—¿Y haces esto para que lamenten haberte hecho daño? —Me pregunté a mí misma en voz alta—. ¡Oh, Dios mío, pobre Sookie! ¡Se fue del hospital por su propio pie, enloquecida por el dolor, y vagó sola por las peligrosas calles del Big Easy sólo porque Bill la ha hecho enfadar!
No quería que los labios de Bill pronunciasen mi nombre nunca más. Cuando volví a ser yo misma (apenas un poco), la intensidad de mi reacción me sorprendió. Si aún hubiéramos estado juntos cuando se me dijo todo, lo habría matado; lo tenía más claro que el agua. Pero la razón por la que había tenido que salir corriendo del hospital era igualmente diáfana; en ese momento no me sentía capaz de tratar con nadie. Había recibido un golpe a traición con lo que más me podía doler: el primer hombre que había dicho quererme nunca lo había hecho de verdad.
Su pasión había sido artificial.
Su cortejo había sido coreografiado.
Debí de haberle parecido una presa tan fácil, tan manejable, tan acogedora para el primer hombre que invirtiera un poco de tiempo y esfuerzo para ganarme. ¡Ganarme! La misma frase hacía que el dolor se intensificara. Jamás había pensado en mí como un premio.
Hasta que el andamiaje fuera derribado en un solo instante, no me había dado cuenta de hasta qué punto mi vida se había cimentado en el falso amor y aprecio de Bill.
—Le salvé la vida —dije, asombrada—. Fui a Jackson y arriesgué mi vida por la suya, porque me quería. —Una parte de mi mente sabía que eso no era del todo correcto. En parte lo hice porque yo lo quería a él. Y también me asombró darme cuenta de que la atracción de su creadora, Lorena, había sido incluso más fuerte que el de su reina. Pero no estaba de humor para hacer distingos emocionales. Cuando pensé en Lorena, otra toma de conciencia me dio de lleno en la boca del estómago—. Maté a alguien por él —dije, dejando que mis palabras flotaran en la oscura densidad de la noche—. Oh, Dios mío, he matado a alguien por él.
Estaba cubierta de heridas, magulladuras y suciedad cuando alcé la vista y vi un cartel que ponía CHLOE STREET. Allí se encontraba el apartamento de Hadley, me di cuenta lentamente. Giré a la derecha y reanudé la marcha.
Ambos pisos de la casa estaban a oscuras. Puede que Amelia siguiera en el hospital. No tenía la menor idea de qué hora era, ni de cuánto tiempo llevaba caminando.
El apartamento de Hadley estaba cerrado con llave. Bajé y cogí una de las macetas que Amelia había puesto cerca de su puerta. La llevé hasta arriba y rompí uno de los paneles de cristal de la puerta. Metí el brazo, quité el pestillo y entré. No saltó ninguna alarma. Estaba convencida de que la policía no conocía el código para activarla cuando se marcharon de allí.
Recorrí el apartamento, que seguía completamente desordenado por nuestro enfrentamiento con Jake Purifoy. Tendría que hacer limpieza extra a la mañana siguiente, o cuando fuese... Cuando pudiera reanudar mi vida. Me dirigí al cuarto de baño y me quité la ropa como pude. Sostuve las prendas y me quedé mirándolas un momento. Luego salí al pasillo, abrí la ventana francesa más cercana y tiré la ropa por la barandilla de la galería. Ojalá fuese tan fácil deshacerse de los problemas, pero al mismo tiempo mi auténtica personalidad se empezaba a desperezar, se me había activado el sentimiento de culpa al ensuciar algo que luego otra persona tendría que limpiar. No eran formas para una Stackhouse. Pero el sentimiento de culpa no era tan poderoso como para hacerme bajar y retirar la ropa destrozada. En ese momento, no.
Tras apalancar una silla bajo la puerta que había roto y activar la alarma con los números que me había indicado Amelia, me metí en la ducha. El agua mordió mis numerosos cortes y rozaduras, y el profundo mordisco del brazo volvió a sangrar. Mierda. Mi prima, la vampira, no necesitaba botiquines, por supuesto. Encontré unas almohadillas de algodón que probablemente empleaba para desmaquillarse y hurgué en una de las bolsas de ropa hasta que encontré un pañuelo con llamativos motivos de leopardo. Puse las almohadillas sobre el mordisco con torpeza y las apreté con el pañuelo.
Al menos, ensuciar aquellas odiosas sábanas era la última de mis preocupaciones. Me puse el camisón y me metí en la cama, rogando por poder olvidar.
Me desperté agotada, con la horrible sensación de que en cualquier momento algo malo asaltaría mi memoria.
La sensación dio de lleno en la diana.
Pero los malos recuerdos tendrían que esperar, porque el día empezó con sorpresa. Claudine estaba tumbada a mi lado, en la cama, apoyada sobre un codo, mirándome compasivamente. Y Amelia se encontraba a los pies de la cama, sentada en una butaca, con la pierna vendada apoyada sobre una otomana. Estaba leyendo.
—¿Qué hacéis aquí? —le pregunté a Claudine. Tras ver a Bill y a Eric la noche anterior, me preguntaba si alguno más de mis conocidos me habría seguido. Quizá Sam apareciera por la puerta de un momento a otro.
—Ya te dije que soy tu hada madrina —dijo Claudine. Era el hada más feliz que conocía. Claudine una mujer tan encantadora como lo era su gemelo Claude, en versión masculina, puede que incluso un poco más, porque la alegre personalidad de ella se proyectaba desde su mirada. Compartían el mismo tono, tanto en el negro del cabello como en el blanco de la piel. Hoy llevaba unos pantalones frescos, azul pálido, y una túnica azul y negra a juego. Tenía un aspecto etéreamente encantador, o al menos tan etéreo como podía aparentarse con unos pantalones así.
—Me lo puedes explicar en cuanto vuelva del baño —dije, recordando toda el agua que había bebido en la pila la noche anterior. Tanto paseo me había dado sed. Claudine se bajó grácilmente de la cama y la seguí con torpeza.
—Con cuidado —aconsejó Amelia cuando traté de incorporarme con demasiada rapidez.
—¿Cómo está tu pierna? —le pregunté cuando el mundo se puso derecho. Claudine me agarraba del brazo, por si acaso. Me reconfortó encontrármela allí, y me alegré sorprendentemente de ver a Amelia, cojeando y todo.
—Muy dolorida —dijo—. Pero, a diferencia de ti, me quedé en el hospital para que me trataran la herida como es debido. —Cerró el libro y lo depositó sobre una mesa que había cerca de la butaca. Tenía mejor aspecto del que sospechaba que yo presentaba, pero aún estaba lejos de la alegre y radiante bruja que había conocido el día anterior.
—Nos han dado toda una lección, ¿no crees? —dije, y se me cortó la respiración cuando recordé cuánto había aprendido.
Claudine me ayudó a llegar al cuarto de baño, y sólo me dejó sola cuando le aseguré que podría arreglármelas por mi cuenta. Hice mis necesidades y salí sintiéndome mejor, casi humana. Ella había sacado algunas prendas de mi bolsa de deportes, y en la mesilla había una taza humeante. Me senté cuidadosamente sobre la cama, apoyándome contra el cabecero, las piernas cruzadas, y me acerqué la taza a la cara para saborear su aroma.
—Explícame eso del hada madrina —pedí. No me apetecía hablar de nada más apremiante, aún no.
—Las hadas son tu ser sobrenatural básico —explicó Claudine—. De nosotras surgen los elfos, los duendes, los ángeles y los demonios. Los duendes del agua, los hombres verdes, todos los espíritus naturales... Todos proceden de las hadas.
—Entonces, ¿tú qué eres? —preguntó Amelia. No pensó en marcharse, lo que no pareció importarle a Claudine.
—Intento convertirme en un ángel —dijo Claudine con suavidad. Sus grandes ojos marrones parecieron iluminarse—. Tras años de ser..., lo que podríamos llamar «una buena ciudadana», tengo a alguien a quien custodiar. A Sook, aquí presente. Y la verdad es que me ha mantenido muy ocupada. —Claudine parecía orgullosa y contenta.
—¿Y no entra en tus funciones evitar el dolor? —pregunté. Si así era, Claudine estaba haciendo un trabajo pésimo.
—No. Ojalá pudiera. —La expresión de su rostro ovalado se abatió ligeramente—. Pero puedo ayudarte a que te recuperes de los desastres y, a veces, puedo impedirlos.
—¿Las cosas podrían ser todavía peores si no te tuviera cerca?
Asintió vigorosamente.
—Te tomaré la palabra —dije—. ¿Cómo es que he conseguido que me asignen un hada madrina?
—No te lo puedo decir —dijo Claudine, y Amelia puso los ojos en blanco.
—No nos estamos enterando de muchas cosas, que digamos —dijo—. Y, en vista de los problemas que tuvimos anoche, a lo mejor no eres el hada madrina más competente del mercado, ¿eh?
—Oh, claro, señorita He-sellado-el-apartamento-para-que-todo-siguiera-fresco —repuse con ironía, indignada ante las dudas sobre la competencia de mi hada madrina.
Amelia saltó de la butaca, con el rostro enrojecido de la rabia.
—¡Pues sí que lo sellé! ¡Él se hubiera despertado del mismo modo cuando le tocara! ¡Yo no hice más que ralentizar el proceso!
—¡Habría sido de ayuda saber que estaba aquí dentro!
—¡Habría sido de más ayuda que tu prima no lo hubiera matado en un principio!
Ambas chillamos hasta alcanzar un parón en el diálogo.
—¿Estás segura de que eso fue lo que ocurrió? —pregunté—. ¿Claudine?
—No lo sé —dijo con voz plácida—. No soy ni omnipotente, ni omnisciente. Tan sólo aparezco para intervenir cuando puedo. ¿Recuerdas aquella vez que te quedaste dormida al volante y llegué justo a tiempo para salvarte?
Y, de paso, también me provocó un ataque al corazón del susto, apareciendo en el asiento del copiloto en un abrir y cerrar de ojos.
—Sí—dije, tratando de sonar humilde y agradecida—. Lo recuerdo.
—Es muy, muy difícil llegar a alguna parte tan deprisa —continuó ella—. Sólo puedo hacer cosas así en verdaderos casos de emergencia. Me refiero a una cuestión de vida o muerte. Afortunadamente, tuve algo más de tiempo cuando se incendió tu casa...
Claudine no nos diría cuáles eran las reglas, ni nos explicaría la naturaleza de quien las dictaba. Lo único que podría hacer era creerla sin más, algo que me había ayudado en buena parte de mi vida. Bien pensado, si me equivocaba, no quería saberlo.
—Interesante —dijo Amelia—. Pero hay algunas cosas nuevas de las que hablar.
A lo mejor se mostraba tan desdeñosa porque ella no tenía un hada madrina.
—¿De qué quieres hablar primero? —pregunté.
—¿Por qué abandonaste el hospital anoche? —Su expresión estaba llena de resentimiento—. Debiste habérmelo dicho. Me arrastré por esas escaleras anoche para buscarte, y mira dónde estabas. Y habías bloqueado la puerta. Así que tuve que bajar otra vez por las malditas escaleras a por mis llaves, acceder por una de las ventanas francesas y apresurarme, sobre esta pierna, para desactivar el sistema de alarma. Y me encuentro a esta loca sentada al pie de la cama, que bien podría haberme abierto sin más.
—¿No podrías haber abierto las ventanas con magia? —pregunté.
—Estaba demasiado cansada —dijo, llena de dignidad—. Tenía que recargar mis baterías mágicas, por así decirlo.
—Por así decirlo —dije con voz áspera—. Pues anoche descubrí. .. —y me quedé muda. Sencillamente era incapaz de hablar de ello.
—¿Descubriste el qué? —Amelia estaba exasperada, y no me extraña.
—Bill, su primer amante, fue enviado a Bon Temps para seducirla y ganarse su confianza —dijo Claudine—. Anoche lo admitió ante ella y su único otro amante, otro vampiro.
Como resumen, era perfecto.
—Pues... vaya mierda —dijo Amelia en voz baja.
—Sí —dije—. Y tanto.
—Ay.
—Sí.
—No puedo matarlo por ti —dijo Claudine—. Tendría que retroceder muchos pasos.
—No pasa nada —le dije—. No merece la pena perder
duendepuntos
por él.
—Oh, no soy un duende —explicó amablemente—. Pensaba que lo habías comprendido. Soy un hada de pura cepa.
Amelia estaba intentando no reírse. Le clavé la mirada.
—Venga, suéltalo ya, bruja —le dije.
—Vale, telépata.
—¿Y ahora qué? —pregunté al aire. No pensaba seguir hablando de mi corazón roto y mi destrozada autoestima.
—Tenemos que averiguar qué es lo que pasó —dijo la bruja.
—¿Cómo? ¿Llamamos al CSI?
Claudine parecía confusa, por lo que deduje que las hadas no veían mucho la tele.
—No —dijo Amelia con elaborada paciencia—. Haremos una reconstrucción ectoplásmica.
Estaba segura de que ahora mi expresión era clavada a la de Claudine.
—Vale, os lo explicaré —dijo Amelia con una amplia sonrisa—. Esto es lo que haremos.
Amelia, en el séptimo cielo del exhibicionismo de sus maravillosos poderes de bruja, nos contó a placer cómo se realizaba el procedimiento. Dijo que consumiría tiempo y energía, razón por la cual no se realizaba más a menudo. Y había que reunir al menos a cuatro brujas, según sus cálculos, para cubrir los metros cuadrados implicados en el asesinato de Jake.