Read Definitivamente Muerta Online
Authors: Charlaine Harris
—Ahora se calmará —dijo la mujer, delatando por la cadencia de su voz que tenía más de africana que de americana—. Creo que lo hemos sometido.
Amelia y yo nos dejamos caer al suelo después de que el compañero de uniforme nos hiciera saber con un gesto que ya no había peligro.
—Lamento la confusión sobre quién era el agresor —dijo con una voz tan cálida como la mantequilla derretida—. ¿Están bien, señoritas? —Menos mal que su voz era tranquilizadora, porque tenía los colmillos extendidos. Supongo que el frenesí de la acción y la sangre habían suscitado esa reacción, pero no dejaba de resultar desconcertante en un agente de la ley.
—Creo que no —dije—. Amelia está sangrando mucho, y creo que yo también. —La mordedura no dolía tanto como lo haría más tarde. La saliva de los vampiros segrega una leve cantidad de anestésico, junto con el agente curativo. Pero su función era curar las heridas de los colmillos, no enormes heridas de carne casi arrancada—. Vamos a necesitar un médico. —Conocí a un vampiro en Misisipi capaz de curar heridas así de graves, pero era un talento poco frecuente.
—¿Ambas sois humanas? —preguntó el agente. Su compañera cantaba dulcemente al neonato en un idioma extranjero. No estaba segura de si el antiguo licántropo, Jake Purifoy, comprendía el idioma, pero reconoció la seguridad cuando la vio. Las quemaduras de su cara se curaron poco a poco.
—Sí —dije.
Mientras esperábamos a la ambulancia, Amelia y yo permanecimos acurrucadas una junto a otra sin decir nada. ¿Era ése el segundo cadáver que encontraba en un armario, o el tercero? Me pregunté por qué seguía abriendo puertas de armarios.
—Debimos haberlo imaginado —dijo Amelia, fatigosamente—. Debimos imaginarlo cuando no olimos a podredumbre.
—Lo cierto es que se me pasó por la cabeza, pero como fue unos treinta segundos antes de que se despertara, de nada nos ha servido —dije. Mi voz era tan débil como la suya.
Hubo mucha confusión después de eso. Pensé que aquél era el mejor momento para desmayarme, si es que iba a hacerlo, ya que no me apetecía nada estar presente en ese proceso, pero sencillamente no podía. Los técnicos sanitarios eran dos muchachos muy agradables que parecían pensar que habíamos montado una fiesta con un vampiro y se nos fue de las manos. No pensaba que ninguno de ellos fuese a llamarnos a Amelia o a mí para salir por ahí a corto plazo.
—Más vale que no juegues con vampiros,
cherie
—dijo el hombre que me estaba tratando. En su placa identificadora ponía DELAGARDIE—. Se supone que son muy atractivos para las mujeres, pero ni te imaginarías la cantidad de pobres chicas a las que hemos tenido que remendar. Y tuvieron suerte —continuó Delagardie con amabilidad—. ¿Cómo te llamas, señorita?
—Sookie —dije—. Sookie Stackhouse.
—Encantado de conocerte, señorita Sookie. Tu amiga y tú parecéis buenas chicas. Tenéis que frecuentar mejores personas, personas vivas. Ahora esta ciudad está atestada de muertos. La verdad es que se estaba mejor cuando todo el mundo respiraba. Y ahora al hospital, a poner unos puntos. Te estrecharía la mano si no estuvieras empapada en sangre —dijo. Me dedicó una rápida y encantadora sonrisa, de blancos dientes—. El consejo es gratis, guapa.
Sonreí, aunque sería la última vez que lo liaría en un tiempo. Empezaba a sentir el dolor. Rápidamente me preocupó si podría aguantarlo.
Amelia era toda una guerrera. Tuvo que apretar los dientes para mantenerse de una pieza, pero lo consiguió hasta el hospital. La sala de urgencias estaba hasta arriba. Gracias a la sangre, el hecho de ir acompañadas de dos oficiales de policía y las buenas palabras del simpático Delagardie y su compañero, conseguimos que nos pusieran a Amelia y a mí en cubículos individuales inmediatamente. No estábamos en cubículos adyacentes, pero sí en lista para ver al médico. Me sentí aliviada. Sabía que no tardaría al ser una sala de urgencias de ciudad.
Mientras escuchaba el bullicio que me rodeaba, traté de no blasfemar por culpa del dolor de mi brazo. En los momentos que no me palpitaba demasiado, encontré tiempo para preguntarme qué habría sido de Jake Purifoy. ¿Lo habrían metido los policías vampiros en una celda, o estaría todo perdonado por tratarse de un neonato sin guía? Se había aprobado una ley al respecto, pero no conseguía recordar sus estipulaciones. Me costaba concentrarme. Sabía que el joven era víctima de su nuevo estado; que el vampiro que lo convirtió debía haber estado allí para guiarle en su primer despertar y su hambre. Seguramente, a quien había que culpar por ello era a mi prima, pero ella probablemente no esperaba ser asesinada. Lo único que había impedido que Jake se despertara meses atrás fue el conjuro estático de Amelia. Era una situación extraña, probablemente sin precedentes en los anales vampíricos. ¡Y un licántropo convertido en vampiro! Nunca había oído hablar de algo así. ¿Seguiría siendo capaz de transformarse?
Tuve un buen rato para pensar en eso y algunas cosas más, ya que Amelia estaba demasiado lejos como para mantener una conversación, aunque hubiese estado dispuesta a ello. Al cabo de unos veinte minutos, durante los cuales sólo me interrumpió una enfermera que vino a anotar alguna información, me sorprendió ver a Eric asomar por la cortina.
—¿Se puede? —preguntó secamente. Tenía los ojos bien abiertos y hablaba con mucho cuidado. Me di cuenta de que, para un vampiro, el olor a sangre de la sala de urgencias debía de ser seductor y penetrante. Vi sus colmillos fugazmente.
—Sí. —respondí, asombrada por la presencia de Eric en Nueva Orleans. No me encontraba precisamente de humor para ver a Eric, pero no tenía sentido decirle al antiguo vikingo que no podía estar en la zona de los cubículos. Era un edificio público y mis palabras no le obligaban a nada. En todo caso, podía permanecer sencillamente al otro lado de la cortina y hablar a través de ella hasta averiguar lo que fuera que vino a descubrir. Eric era muy persistente—. ¿Qué demonios haces en la ciudad, Eric?
—He venido a negociar con la reina por tus servicios en la cumbre. Su Majestad y yo tenemos que negociar también el número de gente que puedo traer. —Me sonrió. El efecto fue desconcertante a la vista de los colmillos desplegados—. Casi hemos llegado a un acuerdo. Puedo llevar a tres, pero quiero subir a cuatro.
—Oh, por el amor de Dios, Eric —salté—. Es la excusa más pobre que he escuchado jamás. ¿Has oído hablar de un invento moderno al que llaman teléfono? —Me removí inquieta en la estrecha cama. No lograba encontrar una postura cómoda. Cada nervio de mi cuerpo chirriaba en las postrimerías del horror por el encuentro con Jake Purifoy, nuevo chiquillo de la noche. Albergaba la esperanza de que el médico me recetara un buen analgésico—. Déjame en paz, ¿quieres? No tienes derecho a reclamarme nada, ni eres responsable de mí.
—Pero lo reclamo. —Tuvo los redaños de aparentar sorpresa—. Tenemos un vínculo. Te di mi sangre cuando necesitaste la fuerza para liberar a Bill en Jackson. Y, según tus palabras, hemos hecho el amor a menudo.
—Me obligaste a decírtelo —protesté. Puede que sonara un poco lastimero, pero, qué demonios, creo que tenía derecho a llorar un poco. Eric accedió a salvar a una amiga mía del peligro si le decía toda la verdad. ¿Es eso chantaje? Yo creo que sí.
Pero no había forma de volver atrás. Suspiré.
—¿Cómo has llegado hasta aquí?
—La reina sigue muy de cerca todo lo que les pasa a los vampiros de su ciudad. Pensé que podría acercarme a darte mi apoyo moral. Y, por supuesto, si necesitas que te limpie la sangre... —Sus ojos titilaron mientras repasaban mi brazo—. Estaría encantado de poder ayudar.
Casi sonreí, aunque muy reacia. No se rendía nunca.
—Eric —dijo la fría voz de Bill, y se deslizó por la cortina para colocarse junto a mi cama, junto a Eric.
—¿Por qué no me sorprende encontrarte aquí? —dijo Eric con una voz que dejaba claro que no estaba contento.
La ira de Eric no era algo que Bill pudiera pasar por alto. Eric le superaba en rango, y lo miró condescendiente desde la prominencia de su nariz. Bill tenía alrededor de ciento treinta y cinco años; Eric rondaba los mil (una vez le pregunté cuántos, pero, honestamente, no parecía saberlo). Eric tenía una personalidad para el liderazgo. Bill prefería la soledad. Lo único que tenían en común es que ambos habían hecho el amor conmigo; y en ese preciso instante los dos eran una molestia en mi trasero.
—Escuché por la radio de la policía desde la sede de la reina que habían llamado a una patrulla para someter a un vampiro neonato, y reconocí la dirección —explicó Bill—. Averigüé adonde habían traído a Sookie y he venido tan rápido como he podido.
Cerré los ojos.
—Eric, la estás cansando —dijo Bill, en un tono de voz más frío que de costumbre—. Deberías dejarla en paz.
Hubo un largo momento de silencio. Estaba cargado de emociones intensas. Abrí los ojos y mi mirada pasó de una cara a otra. Por una vez, deseé poder leer la mente de los vampiros.
Por lo que pude ver en su expresión, Bill lamentaba profundamente sus palabras, pero ¿por qué? Eric miraba a Bill con una compleja expresión compuesta de determinación y algo menos definible; arrepentimiento, quizá.
—Entiendo que quieras mantener aislada a Sookie mientras esté en Nueva Orleans —insinuó Eric, pronunciando con más intensidad las erres, como solía pasar cuando se enfadaba.
Bill apartó la mirada.
A pesar del dolor que palpitaba en mi brazo, a pesar de mi exasperación general con ambos, algo en mi interior se despertó y tomó nota. Había una indiscutible significancia en el tono de Eric. La falta de respuesta de Bill resultaba curiosa... y funesta.
—¿Qué? —dije, pasando mi mirada de uno a otro. Traté de apoyarme sobre los codos. Había logrado aposentar uno cuando, al intentar hacer lo mismo con el otro, un calambre de dolor me recorrió el brazo mordido. Pulsé el botón para elevar la cabecera de la cama—. ¿De qué van todas estas insinuaciones, Eric? ¿Bill?
—Eric no debería venir a molestarte cuando ya tienes bastantes problemas —dijo Bill, al fin. Aunque no era conocido por su expresividad, su cara era lo que mi abuela hubiera descrito como «más tensa que un tambor».
Eric cruzó los brazos sobre el pecho y se nos quedó mirando.
—¿Bill? —dije.
—Pregúntale por qué volvió a Bon Temps, Sookie —dijo Eric muy suavemente.
—Bueno, al morir el viejo señor Compton, él quiso reclamar su... —No era capaz de describir la expresión de Bill. El corazón empezó a latirme más deprisa. El miedo se convirtió en un nudo en el estómago—. ¿Bill?
Eric dejó de mirarme, pero no antes de que captara una pizca de lástima en su cara. Nada me podría haber asustado más. Puede que no fuera capaz de leer la mente de los vampiros, pero su lenguaje corporal lo decía todo. Eric se dio la vuelta porque no quería presenciar cómo me clavaban el puñal.
—Sookie, lo habrías descubierto cuando vieras a la reina... Puede que debiera habértelo ocultado, porque no lo comprenderás... Pero Eric ya se ha encargado de evitarlo. —Bill miró a la espalda de Eric de un modo que podría haberle hecho un agujero en el corazón—. Cuando tu prima se convirtió en la favorita de la reina...
Y, de repente, lo vi todo claro. Supe lo que iba a decir, y me incorporé en la cama del hospital con la boca abierta y una mano en el pecho, pues sentía que el corazón se me quebraba. Pero la voz de Bill siguió, a pesar de que yo agitaba la cabeza con violencia.
—Al parecer, Hadley hablaba mucho de ti y de tu don para impresionar a la reina y mantener su interés. Y la reina sabía que yo era oriundo de Bon Temps. Algunas noches me pregunto si no enviaría a alguien para matar al viejo Compton y acelerar las cosas. Pero puede que de veras muriera de viejo.
Bill tenía la mirada clavada al suelo y no vio mi mano derecha extendida en un gesto de «alto».
—Me ordenó regresar a mi antiguo hogar, ponerme en tu camino, seducirte si era necesario...
No podía respirar. Por mucho que me apretara el pecho con la mano, no podía ralentizar el ritmo de mi corazón mientras la hoja del puñal se hundía cada vez más en mi carne.
—Quería emplear tu don en provecho propio —dijo, y abrió la boca para decir algo más. Mis ojos estaban tan llenos de lágrimas que no podía ver bien, no podía ver la expresión de su cara, y me importaba un bledo. Pero no podía llorar mientras estuviese cerca. No lo haría.
—Sal de aquí—dije con un terrible esfuerzo. Pasase lo que pasase, no podía soportar que viese el dolor que me había provocado.
Trató de mirarme directamente a los ojos, pero los tenía anegados. Fuese lo que fuese lo que quisiera decirme, me lo perdí.
—Por favor, deja que termine —suplicó.
—No quiero volver a verte, jamás en la vida —susurré—. Jamás.
No dijo nada. Sus labios se movieron, como si intentara formar palabras, pero meneé la cabeza.
—Sal de aquí —dije con una voz tan ahogada en angustia que no parecía la mía. Bill se volvió y atravesó la cortina para salir de la sala de urgencias. Eric no se giró para mirarme a la cara, gracias a Dios. Extendió el brazo para darme unas palmadas en la pierna y se marchó también.
Quería gritar. Quería matar a alguien con mis propias manos.
Necesitaba estar sola. No podía permitir que nadie viese mi sufrimiento. El dolor físico estaba sofocado por una rabia tan honda como nunca la había sentido. Estaba enferma de furia y dolor. El mordisco de Jake Purifoy no era nada en comparación con aquello.
No podía quedarme quieta. Me levanté de la cama, no sin cierta dificultad. Aún estaba descalza, claro, y con una extraña porción desprendida de mi mente me di cuenta de que tenía los pies muy sucios. Me arrastré fuera de la zona de clasificación de urgencias, localicé las puertas de la sala de espera y emprendí la marcha en esa dirección. Caminar ya era un problema de por sí.
Una enfermera acudió a mí a la carrera con un portapapeles en la mano.
—Señorita Stackhouse, un médico la atenderá en un momento. Sé que ha tenido que esperar, y lo lamento, pero...
Me volví para mirarla y se sobresaltó, dando un paso hacia atrás. Seguí mi camino hacia las puertas con paso incierto pero determinación inquebrantable. Quería salir de allí. Después, no sabía. Alcancé las puertas y las empujé. Me arrastré por una sala de espera atestada de gente. Me fundí a la perfección en esa mezcla de pacientes y familiares que esperaban ver a un médico. Algunos estaban más sucios y ensangrentados que yo, y los había más jóvenes y más viejos. Me apoyé con una mano contra la pared y seguí moviéndome hacia las puertas de salida.