Read Definitivamente Muerta Online
Authors: Charlaine Harris
—Eh, George, la está mordiendo —dijo Clete desde el asiento del copiloto—. Puedo ver cómo se le mueve la mandíbula.
Pero estábamos tan pegados y la iluminación era tan escasa, que no pudo ver que lo que mordía Quinn eran mis ataduras. Menos mal. Me esforzaba por aferrarme a lo positivo de las cosas, porque en ese momento todo apuntaba a que las cosas estaban muy negras, allí tumbada, bajo la lluvia, en una furgoneta por una carretera desconocida en dirección al sur de Luisiana.
Estaba enfadada, sanguinolenta, dolorida y tumbada sobre mi brazo izquierdo ya herido. Lo que quería, lo que sería ideal, era estar limpia, en una cómoda cama con las heridas vendadas y enfundada en un camisón limpio. Y con Quinn a mi lado, en su forma humana, limpio y vendado también. Y él estaría descansado, y no llevaría nada puesto. Pero el dolor de mis brazos heridos y sangrantes era demasiado exigente como para seguir omitiéndolo, y ya no me podía concentrar para permanecer en mi sueño con los ojos abiertos. Justo cuando estaba a punto de empezar a sollozar (o quizá sólo ponerme a gritar), sentí que se me separaban las muñecas.
Me quedé un rato quieta mientras jadeaba, tratando de controlar mi reacción al dolor. Por desgracia, Quinn no podía morderse las ataduras de sus propias manos, ya que las tenía atadas por detrás. Finalmente logró darse la vuelta para que pudiera ver sus muñecas.
—¿Qué están haciendo? —dijo George.
Clete nos echó una ojeada, pero yo mantuve las manos juntas. Dada la oscuridad, no pudo vernos con demasiada claridad.
—No hacen nada. Ha dejado de morderla —respondió Clete, decepcionado.
Quinn logró clavar una garra en la cinta aislante plateada. No las tenía afiladas a lo largo de su recorrido, como las cimitarras, sino que su ventaja consistía en la capacidad de penetración, merced a la potencia del tigre. Pero en ese momento Quinn no se podía permitir el despliegue de esa potencia, así que eso llevaría su tiempo, y sospeché que la cinta haría ruido al resquebrajarse.
No nos quedaba demasiado tiempo. En cualquier momento, incluso un idiota como Clete se daría cuenta de que las cosas no iban bien.
Inicié la difícil maniobra de bajar las manos hasta los pies de Quinn, tratando de no delatar el hecho de que ya no estaban atados. Clete miró hacia atrás cuando percibió mi movimiento, y tiré de golpe los estantes vacíos, con las manos juntas en el regazo. Traté de parecer desesperada, lo cual no me costó en absoluto. Al momento, Clete se mostró más interesado en encenderse un cigarrillo, dándome la oportunidad de examinar la tira de plástico que apresaba los tobillos de Quinn. A pesar de recordarme al cierre de la bolsa que empleamos en el último día de Acción de gracias, este plástico era negro, denso y muy resistente, y no tenía un cuchillo para cortarlo o la llave para quitarlo. Pensé que Clete había cometido un error colocándola, y me apresuré para aprovecharlo. Quinn aún llevaba los zapatos puestos, claro. Se los desabroché y se los quité. Luego le coloqué un pie de puntilla y empezó a deslizarse fuera de la cinta de plástico. Como sospechaba, los zapatos habían mantenido una separación entre los pies que ya no existía.
A pesar de que mis manos y muñecas estaban sangrando sobre los calcetines de Quinn (que no retiré para evitar que el plástico le lastimara), me las estaba arreglando bastante bien. Él se mostraba de lo más estoico ante los exigentes movimientos de sus pies. Finalmente oí que sus huesos protestaban ante la forzada posición de su pie, pero consiguió salirse de la cinta. Oh, gracias a Dios.
Me había llevado más tiempo pensar en ello que hacerlo. Parecían haber pasado horas.
Tiré hacia abajo de la tira y la arrojé a los desperdicios. Miré a Quinn. Él asintió. Su garra, clavada en la cinta aislante, acabó de rasgarla. Apareció un agujero. El sonido no fue tan alto. Yo me tumbé junto a Quinn para camuflar la actividad.
Metí los pulgares en el agujero de la cinta aislante y tiré con fuerza. El resultado no fue el esperado. Por alguna razón la cinta aislante es tan popular. Es un producto fiable.
Teníamos que salir de esa furgoneta antes de que llegase a su destino, y teníamos que escapar antes de que la segunda nos pudiera seguir. Hurgué a ciegas por todos los envoltorios y papeles tirados y, en una pequeña hendidura del suelo, encontré un destornillador Phillips. Era largo y delgado.
Lo miré y respiré hondo. Sabía lo que tenía que hacer. Las manos de Quinn estaban atadas y él no podía hacerlo. Las lágrimas seguían surcando mi cara. Estaba siendo una llorona, pero no podía evitarlo. Miré a Quinn un momento. Sus rasgos estaban acerados. Sabía tan bien como yo lo que había que hacer.
Justo entonces, la furgoneta redujo y se metió por una carretera, secundaria razonablemente bien pavimentada, hacia lo que parecía un camino de grava que atravesaba el bosque. Era un camino privado, estaba segura de ello. Estábamos cerca de nuestro destino. Era la mejor oportunidad, puede que la última, que tendríamos.
—Separa las muñecas —murmuré, y clavé la cabeza del destornillador en el agujero de la cinta. Se hizo más grande. Volví a hacerlo. Los dos hombres, sintiendo mis movimientos frenéticos, se empezaron a volver cuando clavé el destornillador en la cinta por última vez. Mientras Quinn tiraba para romper las perforadas ataduras, yo me puse de rodillas, agarrando la reja que nos separaba de la cabina con la mano izquierda, y grité:
—¡Clete!
Se volvió y se inclinó entre los asientos, acercándose a la reja para ver mejor. Respiré hondo, y con mi mano derecha empujé el destornillador a través de la reja. Se le clavó directamente en la mejilla. Gritó, ensangrentado, y George apenas pudo girarse a tiempo. Con un rugido, Quinn separó las manos. A continuación, se movió como el relámpago. En cuanto la furgoneta se detuvo, ambos nos encontramos corriendo por el bosque. Gracias a Dios que estaba justo bordeando el camino.
Unas sandalias de correa con cuentas de cristal no son lo ideal para correr por el bosque, que quede claro, y Quinn sólo llevaba puestos los calcetines. Pero conseguimos recorrer cierta distancia, y, para cuando el desconcertado conductor de la segunda furgoneta pudo parar, y los pasajeros saltaron en nuestra persecución, ya estábamos fuera de su vista. Seguimos corriendo porque eran licántropos y podían rastrearnos. Había arrancado el destornillador de la mejilla de Clete y lo llevaba en la mano, y recordé lo peligroso que puede ser correr con un objeto puntiagudo. Recordé el dedo de Clete presionándome entre las piernas, y no me sentí tan mal por lo que había hecho. En los instantes que siguieron, mientras saltaba sobre un árbol caído rodeado de unas plantas trepadoras espinosas, el destornillador se me cayó de la mano y no tuve tiempo de recogerlo.
Tras correr durante cierto tiempo, llegamos al pantano. Los pantanos y los brazos de río abundan en Luisiana, y son ricos en vida animal. Pueden ser preciosos de contemplar, y puede que de recorrer en canoa o algo parecido, pero cuando tienes que meterte mientras llueve a cántaros, resultan repugnantes.
Quizá fuese una bendición para despistar a los que nos pisaban los talones, porque en el agua no dejaríamos olor alguno. Sin embargo, desde mi punto de vista personal, el pantano era asqueroso, porque estaba sucio, había serpientes, caimanes y sólo Dios sabe qué más.
Tuve que hacer un verdadero esfuerzo para atravesarlo detrás de Quinn. El agua estaba helada y oscura, pues aún era primavera. En verano, sería como vadear sopa caliente. En un día tan lluvioso, una vez nos halláramos bajo los árboles que colgaban desde lo alto, seríamos prácticamente invisibles a ojos de nuestros perseguidores, lo cual era muy bueno; pero las mismas condiciones implicaban también que cualquier criatura al acecho sólo sería visible cuando le pusiéramos un pie encima, o cuando nos mordiese. Y eso no era tan bueno.
Quinn sonreía ampliamente, y recordé que muchos tigres disfrutan de los pantanos en sus hábitats naturales. Al menos uno de los dos estaba contento.
El pantano se hizo cada vez más profundo, y pronto nos encontramos nadando. Quinn lo hacía con brazadas muy amplias que no hacían sino desanimarme. Trataba con todas mis fuerzas de permanecer en silencio y ser sigilosa. Por un instante, estuve tan helada y asustada que pensé que... No, no sería mejor seguir en la furgoneta..., pero casi. Sólo durante un instante.
Estaba agotada. Me temblaban los músculos después del estallido de adrenalina de la huida, la carrera por el bosque, por no hablar de la anterior lucha en el apartamento, y antes que eso... Oh, Dios, había hecho el amor con Quinn. Más o menos. Era sexo, sin duda. Más o menos.
No habíamos dicho una palabra desde que salimos de la furgoneta, y de repente recordé que había visto su brazo sangrando cuando escapamos. Lo había apuñalado con el destornillador mientras trataba de liberarlo, al menos una vez.
Y allí me encontraba yo, sollozando.
—Quinn —dije—. Deja que te ayude.
—¿Ayudarme? —preguntó. No pude captar su tono, y dado que estaba nadando delante de mí, tampoco pude verle la cara. Pero su mente, ah, ésa sí que estaba llena de excitada confusión y rabia por no poder cebarse con nadie—. ¿Acaso te he ayudado yo? ¿Te he protegido de los putos licántropos? No, dejé que ese hijo de puta te metiera el dedo y miré, sin poder hacer nada.
Ay, el orgullo masculino.
—Me liberaste las manos —señalé—. Y ahora puedes ayudarme.
—¿Cómo? —Se volvió hacia mí, profundamente exasperado. Me di cuenta de que era un tipo que se tomaba muy en serio eso de ser protector. Era uno de esos desequilibrios misteriosos de Dios, lo de que los hombres fueran más fuertes que las mujeres. Mi abuela me decía que era su forma de equilibrar la balanza, dado que las mujeres eran más duras y resistentes. No estoy segura de que eso sea cierto, pero sabía que Quinn, quizá por ser tan grande y formidable, o por ser capaz de transformarse en aquella letal y maravillosa criatura, estaba profundamente frustrado por no haber podido acabar con todos los atacantes y salvarme de ser mancillada por sus dedos.
Yo también hubiera preferido de lejos ese escenario, sobre todo teniendo en consideración nuestra actual situación, pero las cosas habían salido como habían salido.
—Quinn —dije, con una voz tan agotada como el resto de mi cuerpo—. Debían de dirigirse a alguna parte de por aquí, cerca de este pantano.
—Por eso giramos —convino. Vi una serpiente enrollada en una rama de árbol que colgaba sobre el agua, justo detrás de él, y mi expresión debió de parecer tan conmocionada como mi ser, porque Quinn se volvió más deprisa de lo que pude captar y se hizo con la serpiente en la mano, la golpeó una y dos veces, y la dejó flotando en el agua oscura. Estaba muerta. Pareció sentirse mucho mejor después de eso—. No sabemos hacia dónde nos dirigimos, pero está claro que es lejos de ellos, ¿verdad? —preguntó.
—No detecto ninguna actividad mental en las cercanías —contesté, después de una rápida comprobación—. Pero nunca he tenido muy claro cuál es mi alcance. Es todo lo que te puedo decir. Tratemos de salir un poco del agua mientras pensamos, ¿vale? —Ya empezaba a temblar.
Quinn avanzó con dificultad por el agua y me cogió.
—Pasa tus brazos por mi cuello —dijo.
Por mí bien, si quería hacerse el hombre, yo encantada. Le rodeé el cuello con los brazos y empezó a avanzar por el agua.
—¿No sería esto más fácil si te convirtieras en tigre? —pregunté.
—Puede que lo necesite más tarde, y ya me he transformado parcialmente dos veces en lo que va de día. Mejor ahorro fuerzas.
—¿Qué tipo de tigre eres?
—De Bengala —dijo, y, justo entonces, el tableteo de la lluvia sobre el agua se detuvo.
Empezamos a oír voces, y nos quedamos quietos en el agua, ambos con las caras vueltas hacia el origen de las voces. Mientras permanecíamos allí quietos y callados, noté que algo grande se deslizaba en el agua a nuestra derecha. Volví la mirada en esa dirección, aterrada ante la anticipación de lo que podría ver, pero el agua estaba casi tranquila, como si algo acabase de pasar. Sabía que se organizaban tours por los brazos de río del sur de Nueva Orleans, y sabía que los lugareños se sacaban su buen dinero llevando a los turistas a esos parajes y enseñándoles los caimanes. Lo bueno de eso es que sacaban una ganancia, y los forasteros veían algo que, de otro modo, les sería imposible. Lo malo era que los lugareños a veces lanzaban cebos para atraer a los caimanes. Supuse que los lagartos asociaban a los humanos con la comida.
Posé mi cabeza sobre el hombro de Quinn y cerré los ojos. Pero las voces no se acercaron más, no oímos aullidos de lobos y nada me mordió la pierna o trató de arrastrarme agua adentro.
—Eso es lo que hacen los caimanes, ¿sabes? —le dije a Quinn—. Tiran de ti hacia abajo, te ahogan y te clavan a algo para que puedas servirles de tentempié.
—Cielo, hoy no nos van a comer ni los lobos, ni los caimanes. —Se rió con un profundo y quedo murmullo desde su pecho. Cómo me alegré de escuchar ese sonido. Tras un instante, reanudamos nuestro avance por el agua. Los árboles y las porciones de tierra se arracimaban, los brazos de río cada vez eran más estrechos, y finalmente llegamos a una porción de tierra firme lo bastante amplia como para albergar una cabaña.
Quinn me llevaba parcialmente en brazos cuando emergimos del agua.
Como refugio, la cabaña no era gran cosa. Puede que la estructura fuese en su día un campamento de caza venido a más, tres paredes y un tejado, poco más. Ahora era una ruina semiderruida. La madera se había podrido, y el tejado de metal se había doblado y roto. Me acerqué y la registré con cuidado, pero no encontré nada que nos pudiera servir como arma.
Quinn estaba ocupado deshaciéndose de los restos de cinta aislante de sus muñecas, sin siquiera pestañear cuando algunas veces se llevaba algo de piel en el proceso. Yo hice lo mismo, pero con más delicadeza. Al final, quedé rendida.
Me dejé caer al suelo de forma deprimente, deslizando la espalda por un roble lleno de matojos. La corteza me fue dejando marcas en la espalda. Pensé en todos los gérmenes del agua, gérmenes que, sin duda, se apresuraban a invadir mi organismo en cuanto accedieron por mis heridas. El mordisco aún no curado, todavía cubierto con un repugnante vendaje, seguramente también recibió su parte de partículas nocivas. La cara se me empezaba a hinchar por la paliza que había recibido. Me acordé cuando me miré en el espejo el día anterior y vi que las marcas de mordisco de los licántropos convertidos de Shreveport finalmente se habían desvanecido casi por completo. Y ahora, de qué me había servido.