Read Definitivamente Muerta Online
Authors: Charlaine Harris
A nadie pareció sorprenderle o escandalizarle aquello. De hecho, Miss
Fashion Victim
encogió sus huesudos hombros desnudos.
—Eran licántropos —dijo Quinn.
Ahí sí se produjo una gran reacción. Cabezas y manos se agitaron, y luego se quedaron quietas. Alcide hizo por levantarse de su asiento, pero luego volvió a sentarse.
—¿Licántropos de la manada de Colmillo Largo? —preguntó Amanda. Su voz denotaba incredulidad.
Quinn se encogió de hombros.
—Iban a matarnos, así que no me paré a hacer preguntas. Eran dos licántropos mordidos muy jóvenes, y, a tenor de su comportamiento, estaban drogados.
Más reacciones de asombro. Nos estábamos convirtiendo en la atracción de la noche.
—¿Estás herida? —me preguntó Alcide, como si Quinn no estuviera a mi lado.
Ladeé la cabeza para dejar el cuello visible. Ya no sonreía. A esas alturas, las marcas que el chico me había dejado en el cuello ya estaban bien ennegrecidas. Me lo pensé antes de hablar.
—Como amiga de la manada, no esperaba que me fuera a pasar nada aquí en Shreveport —dije.
Me imaginé que mi condición de amiga de la manada no habría cambiado con el nuevo régimen, o al menos eso esperaba. En fin, era mi comodín, y me lo jugué.
—El coronel Flood nombró a Sookie amiga de la manada —explicó Amanda inesperadamente. Todos los licántropos se miraron unos a otros, y el momento pareció congelarse en el tiempo.
—¿Qué ha sido de los cachorros? —preguntó el motero de la barra.
—Están vivos —dijo Quinn, dándoles primero las noticias importantes. Dio la sensación de que todo el bar lanzaba un suspiro, ya fuese de alivio o de lamento, eso no me quedó claro—. La policía los ha detenido —prosiguió Quinn—. Como nos atacaron delante de otros humanos, ha sido imposible no implicarla.
Habíamos hablado de Cal Myers de camino al bar. Quinn apenas había reparado en el policía licántropo, pero sin duda lo conocía. Me pregunté si en ese momento mi compañero sacaría la presencia de Cal Myers en la comisaría de policía, pero Quinn no dijo nada. A decir verdad, ¿para qué comentar algo que ya conocían con seguridad los licántropos? La manada se haría una piña contra los forasteros, por muy dividida que estuviese.
La implicación de la policía en los asuntos de los licántropos era algo indeseable, obviamente. Si bien la presencia de Cal Myers en la policía sería de utilidad, cada investigación aumentaba la posibilidad de que los humanos descubriesen la existencia de criaturas que preferían el anonimato. Yo no tenía ni idea de cómo habían volado (o arrastrado, o reptado) por debajo del radar durante tanto tiempo, pero estaba convencida de que el precio en vidas humanas había sido considerable.
—Deberías llevarte a Sookie a casa —dijo Alcide—. Está cansada.
Quinn me rodeó con el brazo y me tiró hacia su lado.
—Cuando nos asegures que la manada llegará al fondo de este ataque no provocado, nos marcharemos.
Gran discurso. Quinn parecía un maestro de la diplomacia y la firmeza en la expresión. La verdad es que era un poco agobiante. El poder manaba de él en una corriente sostenida, y su presencia física era innegable.
—Dejaremos el asunto al líder de la manada —dijo Amanda—. Estoy segura de que emprenderá una investigación. Alguien ha debido de contratar a los cachorros.
—Alguien los ha convertido, eso para empezar —afirmó Quinn—. A menos que vuestra manada se haya degradado hasta el punto de convertir a criminales callejeros y a enviarlos para hacer el trabajo sucio.
Vale, ahí estaba de nuevo la atmósfera hostil. Miré a mi gran compañero y vi que Quinn estaba a un pelo de perder los nervios.
—Gracias a todos —le dije a Amanda, estirando los labios de nuevo en una amplia sonrisa—. Alcide, María Estrella, me alegro de haberos visto. Nos tenemos que ir. Nos queda todavía un largo camino hasta Bon Temps. —Saludé fugazmente con la mano al barman y a la cría de las medias de rejilla. El primero asintió con el ceño fruncido. Probablemente, la segunda no estuviera interesada en convertirse en mi mejor amiga. Me retorcí bajo el brazo de Quinn y le cogí de la mano.
—Vamos, Quinn, la carretera nos espera.
Por un fugaz e incierto momento, sus ojos no me reconocieron. Entonces se despejaron y se relajaron.
—Claro, cielo. —Se despidió de los licántropos y les dimos la espalda para irnos. A pesar de que entre ellos estaba Alcide, en quien confiaba casi ciegamente, fue un momento muy incómodo para mí.
No pude sentir miedo o ansiedad procedentes de Quinn. O tenía una gran capacidad de concentración y control, o de verdad no le asustaba ese bar lleno de licántropos, lo cual resultaba admirable y todo eso, aunque algo... poco creíble.
La respuesta correcta resultó ser «capacidad de concentración y control», según descubrí cuando llegamos a la penumbra del aparcamiento. Con movimientos más rápidos de lo que pude registrar, me encontré arrinconada contra el coche y con su boca sobre la mía. Después de un instante de sobresalto, me dejé llevar por el momento. Compartir el peligro conlleva esas cosas, y era la segunda vez (en nuestra primera cita) que habíamos estado en peligro. ¿Sería eso un mal presagio? Deseché los pensamientos racionales cuando la lengua y los dientes de Quinn se deslizaron por esa parte sensible, donde el cuello se une al hombro. Hice un sonido incoherente ya que, aparte de la excitación que siempre sentía cada vez que me besaban ahí, percibía el innegable dolor de los cardenales que rodeaban mi cuello. Era una incómoda combinación.
—Lo siento, perdona —murmuró sobre mi piel, con sus labios empeñados en el asalto. Sabía que si bajaba la mano, podría tocarle más íntimamente. No diré que no estuve tentada. Pero estaba aprendiendo a ser cauta mientras avanzaba... Bueno, puede que tampoco tanto, pensé con la porción de mi mente que no estaba cada vez más ebria del calor que surgía de mis bajas entrañas para encontrarse con el fuego de los labios de Quinn. Oh, Dios, oh, oh.
Me cimbreé contra su cuerpo. Era un acto reflejo, ¿vale? Pero también un error, porque su mano se deslizó bajo mi pecho y empezó a frotarme con el dedo gordo. Me estremecí y gemí. Él también lanzaba algún que otro sonido. Era como saltar sobre el estribo de un coche que cruzara a toda velocidad y en la oscuridad una calle.
—Vale —exhalé y me aparté un poco—. Vale, paremos ahora que podemos.
—Hmmm —me dijo él a la oreja, jugueteando en ella con la lengua.
—No pienso seguir con esto —exclamé, tratando de dotar a mis palabras un tono indiscutible. Entonces auné toda mi compostura—. ¡Quinn, no pienso hacer el amor contigo en este asqueroso aparcamiento!
—¿Ni siquiera un poquito?
—¡No, claro que no!
—Tu boca —la besó— está diciendo una cosa, pero tu cuerpo —me besó el hombro— dice otra.
—Escucha lo que dice mi boca, machote.
—¿Machote?
—Vale. Quinn.
Suspiró y se ir guió.
—Está bien —dijo, con una sonrisa picara—. Lo siento. No tenía planeado asaltarte así.
—Ir a un sitio donde no eres precisamente bienvenida y salir de una pieza... Eso sí que es excitante —dije.
Volvió a lanzar un hondo suspiro.
—Vale —dijo.
—Me gustas mucho —confesé. Pude leer su mente con bastante claridad, justo en ese instante. Yo también le gustaba; en ese momento le gustaba horrores. Y tenía muchas ganas de demostrármelo contra la pared.
Aseguré mis escotillas.
—Pero he tenido un par de experiencias que me han aconsejado que lo mejor es soltar el acelerador. No he ido muy despacio contigo esta noche. Incluso teniendo en cuenta las..., eh, circunstancias especiales. —De repente me sentí lista para sentarme en el coche. Me dolía la espalda y empecé a sentir un leve calambre. Por un momento me preocupé, pero luego pensé en mi ciclo menstrual. Aquello sin duda bastaba para agotarme, era el remate a una noche tan emocionante como accidentada.
Quinn me miraba desde la altura. Se preguntaba cosas sobre mí. No estaba muy segura de cuál era su preocupación, pero de repente preguntó:
—¿Quién de nosotros fue el objetivo del ataque frente al teatro?
Bien, estaba claro que su mente ya no discurría en clave de sexo. Bien.
—¿Crees que iban a por uno de nosotros?
Tuvo que meditarlo.
—Lo había dado por sentado —dijo.
—También tendríamos que averiguar quién los contrató. Supongo que les pagaron de alguna manera, ya sea con dinero, drogas o ambas cosas. ¿Crees que hablarán?
—No creo que sobrevivan a la noche en la cárcel.
Ni siquiera figuró en portada. Apareció en la sección de noticias locales del periódico de Shreveport, en la parte baja del pliegue. «HOMICIDIOS EN LA CÁRCEL», decía el titular. Suspiré.
Dos jóvenes que aguardaban un traslado de sus celdas a una institución de menores fueron asesinados la pasada medianoche.
Dejaban el periódico todas las mañanas en un buzón especial que estaba al final del camino privado, junto al buzón del correo. Pero ya oscurecía cuando di con el artículo, mientras estaba sentada en mi coche, a punto de salir hacia Hummingbird Road e ir al trabajo. No había salido de casa hasta ese momento. Dormir, hacer la colada y realizar alguna tarea de jardinería habían copado mi jornada. No recibí ninguna llamada ni ninguna visita, justo como decían los anuncios. Pensé que Quinn podría llamar para ver cómo estaban mis heridas... pero no.
Los dos menores, llevados a la comisaría de policía por los cargos de asalto y agresión, fueron depositados en una de las celdas a la espera del autobús que debía trasladarlos a la institución de menores a la mañana siguiente. La celda de menores está separada de la de adultos, y ellos dos eran las únicas personas encerradas esa noche. En algún momento cercano a la medianoche, fueron estrangulados por uno o varios desconocidos. Ningún otro recluso fue dañado, y todos han negado presenciar actividades sospechosas. Ambos jóvenes contaban con numerosos antecedentes. «Se las habían visto muchas veces con la policía», ha revelado una fuente cercana a la investigación.
«Investigaremos este asunto en profundidad», declaró el detective Dan Coughlin, que atendió la denuncia inicial y está llevando las investigaciones del incidente por el que ambos jóvenes fueron arrestados. «Fueron arrestados tras atacar presuntamente a una pareja de una forma extraña, y sus muertes no lo son menos.» Su compañero, Cal Myers, añadió: «Se hará justicia».
Aquello me pareció especialmente siniestro. Tiré el periódico en el asiento del copiloto y cogí mi montón de correo para añadirlo a la pequeña pila. Ya lo revisaría al acabar mi turno en el Merlotte's.
Estaba pensativa cuando llegué al bar. Me encontraba tan preocupada por el destino de los dos asaltantes de la noche anterior que apenas parpadeé cuando me dijeron que trabajaría con la nueva empleada de Sam. Tanya era una chica de mirada brillante y era eficiente, como ya había comprobado. Sam estaba muy contento con ella; de hecho, la segunda vez que me expresó lo satisfecho que estaba, le dije de manera algo afilada que ya me lo había dicho.
Me alegró que Bill se pasara y escogiera una mesa de mi sección. Quería una excusa para escaparme antes de tener que responder a la pregunta que se estaba formando en la mente de Sam: «¿Por qué no te gusta Tanya?».
No espero que me caigan bien todas las personas que conozco, del mismo modo que no espero caerles yo bien a ellas.
Pero suelo fundamentar el que me caigan mal, más allá de la vaguedad en la desconfianza y el menosprecio. Si bien Tanya era algún tipo de cambiante, debí poder leer en ella lo suficiente como para confirmar o descartar mis sospechas instintivas. Pero era incapaz de leer a Tanya. Sacaba una palabra aquí y otra allí, como una señal de radio que se va desvaneciendo. Os imaginaréis que una está deseando encontrar a alguien de la misma edad y sexo con quien compartir una amistad. Sin embargo, me puso nerviosa descubrir que era como un libro cerrado. Curiosamente, Sam no había dicho una sola palabra acerca de su naturaleza esencial. No dijo nada en plan: «Oh, es una mujer topo» o «Es una auténtica cambiante, como yo».
Me sentía afligida cuando me dirigí hacia Bill para tomarle nota. Mi mal humor se sumó al cóctel cuando vi a Selah Pumphrey en la puerta repasando con la mirada a la gente del bar, probablemente en busca de Bill. Solté unos cuantos tacos por lo bajo, me di la vuelta y me marché. Muy poco profesional.
Selah me observaba cuando miré de reojo su mesa al cabo de un rato. Arlene se acercó a tomarles nota. Escuché a Selah sin más; estaba de mal humor. Se preguntaba por qué Bill siempre quedaba con ella allí, cuando los parroquianos éramos obviamente hostiles. Le costaba creer que un hombre tan juicioso y sofisticado como Bill hubiese salido jamás con una camarera. Y encima con una que, por lo que ella sabía, ni siquiera había ido a la universidad y, lo que era peor, ¡cuya abuela había sido asesinada!
Supongo que aquello me había dado mala fama.
Trato de tomarme esas cosas con filosofía. Después de todo, me podría haber escudado perfectamente contra esos pensamientos. Dicen que «Pajarillo que escucha el reclamo, escucha su daño», ¿no? Un viejo dicho, y muy cierto. Me dije (unas seis veces seguidas) que no era asunto mío, que sería un poco drástico ir allí y abofetearla o dejarla calva de un tirón. Pero la rabia se hacía con mis entrañas, y parecía incapaz de controlarla. Serví tres cervezas en la mesa de Catfish, Dago y Hoyt con una fuerza innecesaria. Los tres me miraron a la vez, asombrados.
—¿Hemos hecho algo malo, Sook? —dijo Catfish—. ¿O es que estás en esos días del mes?
—No habéis hecho nada —contesté. Y no eran mis días del mes... Oh. Sí que lo eran. Recibí el aviso con el dolor en la espalda, la pesadez de estómago y los dedos hinchados. Mi vieja amiga estaba de visita. Lo sentí mientras me daba cuenta de que estaba contribuyendo a mi irritación general.
Miré de soslayo a Bill y lo pillé mirándome, con las aletas nasales dilatadas. Podía oler la sangre. Me recorrió una oleada de aguda vergüenza que me puso la cara colorada. Por un instante pude ver un hambre desnuda en su rostro, pero inmediatamente despejó la cara de toda expresión.
Ya que no se pasaba los días llorando en mi puerta por un amor no correspondido, al menos que sufriera un poco. Cuando me miré en un espejo tras la barra, vi que tenía una leve sonrisa de satisfacción dibujada en los labios.