Read Definitivamente Muerta Online
Authors: Charlaine Harris
«Así que no te canses demasiado», pensó. Volví a asentir. No tenía muy claro cómo iba a prevenir el cansancio, pero trataría de aunar un poco de energía.
La comisaría era como me la esperaba. Aunque se pueden decir muchas cosas de Shreveport, lo cierto es que allí ocurren más crímenes de lo que cabe esperar. Nadie nos prestó demasiada atención hasta que los policías que se habían acercado a la escena informaron a sus compañeros. Entonces, unas cuantas miradas fugaces trataron de evaluar a Quinn. Su aspecto era lo suficientemente formidable como para desterrar la idea de la fuerza normal en la derrota de los dos asaltantes. Pero el incidente ya era de por sí lo bastante extraño, tenía suficientes toques peculiares en las declaraciones de los testigos... Y entonces mi vista dio con una cara curtida y familiar. Ay, ay.
—Detective Coughlin —dije, recordando ahora por qué el nombre me resultaba tan conocido.
—Señorita Stackhouse —respondió con el mismo entusiasmo que yo—. ¿En qué lío se ha metido?
—Nos han atacado —expliqué.
—La última vez que la vi, salía con Alcide Herveaux, y acababa de descubrir uno de los cadáveres más enfermizos que he visto jamás —dijo tranquilamente. Su barriga parecía haber aumentado en los meses transcurridos desde que lo conocí en la escena de un asesinato, aquí en Shreveport. Al igual que muchos hombres con una barriga desproporcionada, vestía pantalones holgados abrochados por debajo de la protuberancia, por así llamarla. Como su camisa tenía unas amplias rayas blancas, el efecto era el de una lona que cubriera una elevación de tierra.
Me limité a asentir. Lo cierto es que no había nada que decir.
—¿Se encuentra bien el señor Herveaux después de la pérdida de su padre? —El cuerpo del padre de Alcide fue hallado medio hundido en un tanque de alimentación lleno de agua, en una vieja granja propiedad de la familia. A pesar de que los periódicos habían dudado sobre el origen de algunas de las heridas, resultó convincente que habían sido las alimañas quienes habían roído algunos de sus huesos. La teoría que se manejaba sostenía que el anciano Herveaux se había caído en el tanque y se había roto la pierna al chocar con el fondo. Había logrado arrastrarse hasta el borde por sí mismo, pero en ese momento había muerto. Según la misma teoría, como nadie sabía que estaba en la granja, nadie acudió a su rescate, y murió solo.
Lo cierto era que mucha gente había presenciado la muerte de Jackson, y entre ellos se encontraba el hombre que tenía a mi lado.
—No he hablado con Alcide desde que encontraron a su padre —dije con sinceridad.
—Vaya por Dios, no sabe cómo lamento que no haya funcionado lo suyo —dijo el detective Coughlin, fingiendo que no sabía que estaba junto a mi nuevo novio—. Hacían una hermosa pareja.
—Sookie es preciosa independientemente de con quién se encuentre —añadió Quinn.
Le sonreí, y él me devolvió la sonrisa. Estaba reaccionando como era debido en todo momento.
—Bien, si me acompaña un momento, señorita Stackhouse, redactaremos su declaración y podrá marcharse.
Quinn me apretó de la mano. Me estaba advirtiendo. Un momento, ¿quién era por allí la que leía la mente? Le devolví el apretón. Era plenamente consciente de que el detective Coughlin estaba convencido de que yo era culpable de algo, y que haría todo lo que estuviera en su mano para descubrirlo. Pero el hecho es que yo no tenía la culpa de nada.
Habíamos sido sus objetivos. Lo pude leer en la mente de los asaltantes. Pero ¿por qué?
El detective Coughlin me condujo hasta uno de los muchos escritorios de una habitación llena de ellos y sacó un formulario de un cajón. La actividad en la habitación no cesaba; algunos de los escritorios estaban desiertos, y tenían ese aspecto de «cerrado durante la noche», pero otros mostraban signos de trabajo en marcha. Unas cuantas personas no dejaban de entrar y salir de la habitación, y a dos mesas de allí, un detective más joven de pelo rubio, casi blanco, se afanaba tecleando en su ordenador. Estaba teniendo mucho cuidado, y abrí la mente para saber que me miraba mientras yo lo hacía en otra dirección. Supe que el detective Coughlin le indicó que ocupara esa posición, o que al menos le urgió para que me observara mientras estuviera en la habitación.
Crucé una franca mirada con él. El pasmo del reconocimiento fue mutuo. Lo había visto en la competición por el liderazgo de la manada. Era un licántropo. Actuó en calidad de lugarteniente de Patrick Fuman en el duelo. Lo pillé haciendo trampa. María Estrella me dijo que su castigo consistiría en afeitarle la cabeza. A pesar de la victoria de su candidato, se exigió la aplicación del castigo. Ahora el pelo le empezaba a crecer de nuevo. Me odiaba con la pasión de quien sabe que es culpable. Se medio levantó de la silla, azuzado por el instinto de llegar hasta mí y sacudirme, pero cuando asumió el hecho de que alguien ya había intentado hacerlo, se limitó a sonreír burlonamente.
—¿Es ése su compañero? —le pregunté al detective Coughlin.
—¿Qué? —miró hacia el ordenador a través de sus gafas de leer y reparó en el joven. Luego me volvió a mirar—. Sí, es mi nuevo compañero. El tío con el que estaba la última vez que nos vimos se jubiló el mes pasado.
—¿Cómo se llama? Su nuevo compañero.
—¿Por qué? ¿Va a ser su próximo ligue? Parece que le cuesta mantenerse un tiempo con el mismo hombre, ¿no es así, señorita Stackhouse?
De haber sido una vampira, podría haber hecho que me respondiera, y con la habilidad suficiente ni se daría cuenta de que lo hizo.
—Más bien son ellos quienes no se adaptan a mí, detective Coughlin —le dije, y me lanzó una curiosa mirada. Señaló con el dedo al detective rubio.
—Es Cal, Cal Myers. —Al parecer, había cogido el formulario adecuado, porque me hizo repasar de nuevo el incidente mientras respondía a sus preguntas con genuina indiferencia. Por una vez, tenía muy poco que ocultar.
—Lo que sí me pregunté —dije cuando terminamos— es si habrían tomado drogas.
—¿Sabe usted mucho acerca de las drogas, señorita Stackhouse? —Sus pequeños ojos se volvieron a clavar en mí.
—No por experiencia, pero, lógicamente, de vez en cuando viene alguien al bar después de tomar algo que no debería haber tomado. Esos jóvenes definitivamente parecían... influidos por algo.
—Bueno, en el hospital les tomarán muestras de sangre y lo sabremos.
—¿Tendré que volver?
—¿Para testificar en su contra? Claro que sí.
No había forma de librarse.
—Bien —dije tan firme y neutralmente como pude—. ¿Hemos terminado?
—Supongo que sí. —Me miró a los ojos, con los suyos llenos de suspicacia. No tenía sentido que me molestara; tenía toda la razón, había algo raro en mí, algo que él no sabía. Coughlin hacía todo lo que podía por ser un buen policía. Sentí una repentina lástima por él, por que tuviera que moverse en un mundo del que apenas sabía la mitad.
—No confíe en su compañero —le susurré, a la espera de que llamara a Cal Myers y me ridiculizara delante de él. Pero algo en mis ojos o mi voz detuvo ese impulso. Mis palabras estimularon una alerta que ya rondaba su mente, quizá desde el momento en que conoció a ese licántropo.
No dijo nada, ni una sola palabra. Su mente estaba llena de miedo, miedo y aversión..., pero creía que le decía la verdad. Al cabo de un instante, me levanté y abandoné la habitación. Para mi gran alivio, Quinn me estaba esperando en el vestíbulo.
Un agente de uniforme, que no era Boling, nos llevó de regreso hasta el coche de Quinn. Guardamos silencio durante el paseo. El vehículo yacía en solitario esplendor en el aparcamiento, frente al Strand, que ya tenía sus puertas cerradas y las luces apagadas. Sacó las llaves y pulsó el botón para abrir las puertas. Nos metimos lenta y cansadamente.
—¿Adonde vamos? —pregunté.
—Al Pelo de perro.
El Pelo de perro se encontraba en las cercanías de la Kings Highway, no demasiado lejos de Centenary College. Era un viejo establecimiento con fachada de ladrillo visto. Las amplias ventanas que daban a la calle estaban cubiertas por cortinas opacas de color crema, y doblamos por la izquierda del edificio para meternos por una callejuela que daba a una zona de aparcamiento en la parte de atrás. A pesar de la escasa iluminación, pude ver que el suelo estaba atestado de latas vacías, cristales rotos, condones usados y cosas peores. Había varias motocicletas, varios automóviles pequeños y baratos y uno o dos todoterrenos. La puerta trasera tenía un cartel que ponía: «PROHIBIDO EL PASO-SÓLO PERSONAL».
Aunque mis pies ya empezaban a protestar por la falta de costumbre de los tacones altos, tuvimos que recorrer de nuevo todo el camino hasta la puerta delantera. El frío que me recorría la columna se hizo más intenso a medida que nos acercábamos a la puerta. Luego fue como si me hubiese dado contra un muro. Un conjuro me había inmovilizado de repente y me paré en seco. Pugné por seguir avanzando, pero fui incapaz de moverme. Podía olerse la magia. El Pelo de perro estaba protegido. Alguien le había pagado a alguna bruja una buena suma de dinero para rodear la puerta con un conjuro de repulsa.
Luché por no ceder al impulso de girarme y caminar en otra dirección, fuese la que fuese.
Quinn avanzó unos pasos y se volvió para mirarme con cierta sorpresa, hasta que se dio cuenta de lo que estaba pasando.
—Me olvidé —declaró, con la misma sorpresa prendida en la voz—. Me olvidé de que eres humana.
—Eso suena a cumplido —dije, no sin cierto esfuerzo. A pesar del frío nocturno, tenía la frente perlada de sudor. Mi pie derecho avanzó un centímetro.
—Ya —aseguró, y me cogió en brazos, como Rhett a Escarlata O'Hara. A medida que su aura me rodeó, el molesto efecto del conjuro de repulsa fue cediendo. La magia ya no me reconocía como humana, al menos no de forma inequívoca. A pesar de que el bar seguía pareciendo poco atractivo y algo repelente, quería entrar sin impedimentos.
Puede que fueran los efectos secundarios del conjuro, pero, una vez dentro, el bar seguía resultándome poco atractivo y algo repelente. No diré que todas las conversaciones se interrumpieron cuando entramos, pero sin duda hubo un bajón en el continuo murmullo que inundaba el local. En el tocadiscos sonaba
Bad Moon Rising
, que era como el himno nacional de los hombres lobo, y todos los abigarrados licántropos y cambiantes que estaban allí parecieron girarse hacia nosotros.
—¡No se admiten humanos en este sitio! —Una mujer muy joven saltó sobre la barra de un solo movimiento y avanzó a grandes zancadas. Vestía medias de rejilla y botas de tacón alto, así como un
top
de cuero rojo (bueno, ya le gustaría a ella que fuese de cuero, probablemente no fuera más que imitación) y una tira de tela negra que ella llamaría falda. Era como si se hubiese pasado un tubo por la cabeza y se lo hubiese ido bajando. Iba tan ajustada que pensé que podía enrollarse hacia arriba en cualquier momento, igual que el estor de una ventana.
No le gustó mi sonrisa, interpretándola correctamente como mi apreciación de su conjunto.
—Saca tu culo humano de aquí —dijo, acompañando sus palabras de un gruñido. Desgraciadamente, no sonó muy amenazadora, pues se veía que lo suyo no era poner en práctica sus amenazas y yo sentí que mi sonrisa no hacía sino ampliarse. La adolescente del conjunto ridículo gozaba del escaso autocontrol de los licántropos jóvenes, y cargó el puño para golpearme.
Entonces Quinn aulló.
El sonido procedía de las mismas entrañas, atronador mientras penetraba en cada rincón del bar. El barman, un tipo con aspecto de motero con el cabello y la barba de una considerable longitud, y los brazos desnudos llenos de tatuajes echó mano a los bajos de la barra. Sabía que iba a sacar una escopeta.
No era la primera vez que se me pasaba por la mente la posibilidad de ir armada a todas partes. Mi vida había sido siempre tan escrupulosamente respetuosa con la ley que jamás había visto la necesidad... hasta hacía un par de meses. La música se cortó en ese preciso instante, y el silencio que imperó en el bar resultó tan ensordecedor como el ruido que hubo momentos antes.
—Por favor, no saques la escopeta —pedí, sonriendo ampliamente al barman. Podía sentir como se estiraban mis labios propiciando esa mueca sobreactuada que me hacía parecer un poco irracional—. Venimos en son de paz —añadí en un impulso de locura mientras mostraba mis manos vacías.
Uno de los cambiantes que estaba junto a la barra se echó a reír en un agudo estallido de sorprendida diversión. La tensión pareció reducirse un grado. La joven dejó caer las manos a los costados y dio un paso atrás. Su mirada pasaba de Quinn a mí continuamente. Ahora, las dos manos del barman estaban a la vista.
—Hola, Sookie —dijo una voz familiar. Amanda, la licántropo pelirroja que había ejercido de chófer para la doctora Ludwig el día anterior, estaba sentada a una mesa en un rincón oscuro (lo cierto es que todo el bar parecía lleno de rincones así).
Con ella estaba un hombre fornido, de unos treinta y muchos. Ambos tenían delante sus bebidas y un buen suministro de mezcla de aperitivos. Les acompañaba una pareja que estaba sentada de espaldas a mí. Cuando se volvieron, pude reconocer a Alcide y a María Estrella. Lo hicieron con cautela, como si cualquier movimiento repentino pudiera desencadenar una reacción violenta. La mente de María Estrella era un amasijo de ansiedad, orgullo y tensión. Alcide emanaba sensaciones encontradas. No tenía muy claro cómo debía sentirse.
Ya éramos dos.
—Hola, Amanda —dije con un tono de voz tan radiante como la sonrisa. De nada servía dejar que el silencio se hiciera más denso.
—Me honra contar con el legendario Quinn en mi bar —dijo Amanda, y me di cuenta de que, al margen de los demás trabajos que pudiera tener, era propietaria del Pelo de perro—. ¿Habéis salido a tomar algo, o existe alguna razón especial para vuestra visita?
Dado que no tenía la menor idea de qué hacíamos allí, tuve que dejar la respuesta en manos de Quinn, lo que, en mi opinión, no me dejaba en muy buen lugar.
—Hay una razón muy buena, aunque hace tiempo que tengo ganas de visitar tu bar —contestó Quinn cortésmente, con un estilo formal que no sé de dónde se había sacado. Amanda inclinó la cabeza, lo que parecía una señal para que Quinn prosiguiera—. Esta noche, mi acompañante y yo hemos sido atacados en un lugar público lleno de gente: