Definitivamente Muerta (17 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Definitivamente Muerta
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El teléfono sonó en el interior de la casa, así que me arranqué de mis agridulces pensamientos para cogerlo.

—Hola, cielo —dijo una tibia voz al otro lado de la línea.

—Quinn —dije, tratando de controlar mi alegría. No es que hubiese perdido los papeles por ese hombre, pero necesitaba que ocurriera algo positivo justo en ese momento, y Quinn era tan formidable como atractivo.

—¿Qué estás haciendo?

—Oh, estaba sentada en mi porche delantero, tomándome un café en bata.

—Ojalá estuviese allí para compartir el café contigo.

Hmmm, un deseo inofensivo, o quizá un «venga, pregúntame».

—Hay de sobra en la cafetera —dije cautelosamente.

—Si no estuviese en Dallas, estaría allí en un abrir y cerrar de ojos —dijo.

Bajón.

—¿Cuándo te marchaste? —pregunté, pues me pareció la pregunta más segura y menos curiosa.

—Ayer. Recibí una llamada de la madre de un tipo que trabaja para mí de vez en cuando. Abandonó en medio de un proyecto que tenemos en Nueva Orleans, hace algunas semanas. Me cabreé bastante, aunque no puede decirse que estuviera preocupado. Era uno de esos espíritus libres, y tenía muchos asuntos que le mantenían de acá para allá por todo el país. Pero su madre dice que aún no se ha presentado en ninguna parte, y cree que le ha pasado algo. Voy a mirar en su casa y registrar sus papeles para echarle una mano, pero estoy dando con un callejón sin salida. La pista parece acabarse en Nueva Orleans. Mañana regreso a Shreveport. ¿Te toca trabajar?

—Sí, el primer turno. Saldré a eso de las cinco.

—¿Entonces me puedo invitar a cenar? Llevaré los pinchos. ¿Tienes parrilla?

—Pues, a decir verdad, sí. Es bastante vieja, pero funciona.

—¿Tienes carbón?

—Tendré que mirarlo. —No cocinaba al aire libre desde que murió mi abuela.

—No te preocupes. Yo lo llevaré.

—Está bien —dije—. Yo me encargo del resto.

—Qué bien, ya tenemos plan.

—¿Nos vemos a las seis?

—Claro, a las seis.

—Muy bien. Hasta luego, entonces.

La verdad es que me habría encantado seguir charlando con él, pero no estaba muy segura de qué decir, ya que mi experiencia en conversaciones con chicos no era muy dilatada. Mi carrera de citas con el sexo opuesto había empezado el año anterior, cuando conocí a Bill. Tuve que recuperar mucho tiempo perdido. No era como, digamos, Lindsay Popken, que fue elegida Miss Bon Temps el año que me gradué en el instituto. Lindsay era capaz de reducir a los chicos a idiotas babeantes para que le siguieran el rastro como hienas atontadas. La había observado desde entonces, y seguía sin comprender el fenómeno. A mí no me daba la impresión de que nunca hablase de nada en particular. Incluso me había permitido escuchar su mente, pero lo cierto es que estaba atestada de ruido blanco. Concluí que la técnica de Lindsay era instintiva, y que se basaba en nunca decir nada serio.

Bueno, ya estaba bien de recuerdos. Me metí en la casa para ver qué tenía que preparar de cara a la visita de Quinn la noche siguiente y para hacer una lista de las compras necesarias. Era una alegre forma de pasar la tarde del domingo. Me iría de compras. Me metí en la ducha, sumida en la contemplación del maravilloso día.

Una llamada a la puerta delantera me interrumpió alrededor de media hora después, mientras me estaba pintando los labios. Esta vez, miré por la mirilla. El corazón me dio un vuelco. Aun así, tuve que abrir la puerta.

Una limusina larga y negra que me era familiar estaba aparcada en mi camino privado. Mi única experiencia previa con esa limusina me inspiró malas noticias y problemas.

El hombre (el ser) que estaba de pie en mi porche era el representante personal y abogado de la reina vampira de Luisiana, y su nombre era señor Cataliades (pronúnciese acentuando la segunda sílaba). Lo conocí cuando me abordó para hacerme saber que mi prima Hadley había muerto asesinada, y el vampiro responsable fue castigado delante de mis ojos. La noche había estado repleta de sobresaltos: no sólo descubrir que Hadley había dejado este mundo, sino que lo había hecho como vampira, y que había sido la favorita de la reina, en sentido platónico.

Hadley era uno de los pocos familiares que me quedaban, y lamenté su pérdida. También tenía que admitir que, en sus años adolescentes, Hadley había sido la causa de mucho sufrimiento para su madre y mucho dolor para mi abuela. De haber seguido viviendo, puede que hubiera intentado compensarlo..., o puede que no. No tuvo la oportunidad.

Respiré profundamente.

—Señor Cataliades —dije, sintiendo que mi sonrisa nerviosa se adueñaba de mis labios sin mucha convicción. El abogado de la reina era un hombre compuesto de círculos. La cara era redonda, la barriga lo era aún más, y sus ojos eran círculos parecidos a cuentas oscuras. No creía que fuese humano, o al menos completamente humano, aunque no estaba segura de qué podía ser. Estaba claro que no era un vampiro; ahí estaba, a plena luz del día. Tampoco un licántropo o un cambiante; ni rastro del zumbido rojo que suele rodear sus mentes.

—Señorita Stackhouse —dijo, clavándome la mirada—. Es un placer volver a verla.

—Lo mismo digo —dije, mintiendo entre dientes. Titubeé, sintiéndome de repente achacosa y nerviosa. Estaba segura de que Cataliades, al igual que los demás seres sobrenaturales que había conocido, sabía que tenía el periodo. Genial—. ¿Quiere pasar?

—Gracias, querida —contestó, y me aparté, llena de recelo por dejar entrar en mi casa a esa criatura.

—Siéntese, por favor —dije, decidida a ser amable—. ¿Le apetece beber algo?

—No, gracias. Parece que iba a alguna parte. —Miraba con el ceño fruncido mi bolso, que había dejado sobre la silla de camino a la puerta.

Vale, se me escapaba algo.

—Sí —afirmé, arqueando las cejas—. Tenía pensado hacer algunas compras, pero puedo aplazarlo una hora.

—¿No está lista para volver a Nueva Orleans conmigo?

—¿Cómo?

—¿No recibió mi mensaje?

—¿Qué mensaje?

Nos miramos mutuamente, decepcionados.

—Le envié a un mensajero con una carta de mi bufete —explicó el señor Cataliades—. Debió llegar aquí hace cuatro noches. La carta estaba sellada mágicamente. Nadie, salvo usted, podría abrirla.

Negué con la cabeza mientras mi expresión anonadada me ahorraba las palabras.

—¿Me está diciendo que Gladiola no llegó aquí? Esperaba que llegase el miércoles por la noche, como muy tarde. No lo habría hecho en coche. Le gusta correr. —Por un segundo, esbozó una indulgente sonrisa. Pero la sonrisa se desvaneció enseguida. Si hubiera parpadeado, me la habría perdido—. El miércoles por la noche —insistió.

—Fue la noche que escuché que había alguien fuera —señalé, estremeciéndome al recordar la tensión que sentí entonces—. Nadie tocó a mi puerta. Nadie intentó forzarla. Nadie me llamó. Simplemente tuve la sensación de que algo se movía, y todos los animales se callaron.

Era imposible que alguien tan poderoso como un abogado sobrenatural quedara desconcertado, pero sí que se quedó pensativo. Al cabo de un momento se irguió pesadamente e inclinó la cabeza hacia la puerta. Volvimos a salir. En el porche, miró hacia el coche e hizo unos gestos.

Una mujer muy delgada se deslizó fuera del asiento del conductor. Era más joven que yo, puede que recién estrenada la veintena. Al igual que el señor Cataliades, sólo era humana en parte. Tenía el pelo rojizo oscuro y de punta, y parecía que se hubiera maquillado con una paleta. Hasta el desconcertante conjunto de la muchacha en el Pelo de perro palidecía en comparación con el de esta joven. Llevaba unas medias rayadas negras y rosas, y sus botas hasta el tobillo eran muy negras y de tacón muy alto. Su falda era transparente, negra y desgreñada, y su camiseta rosa era lo único que le cubría la mitad superior.

Simplemente me dejó sin aliento.

—Hola, ¿qué hay? —saludó, alegre, revelando una sonrisa de dientes tan blancos y afilados que cualquier dentista se enamoraría justo antes de perder un dedo.

—Hola —dije, extendiendo la mano—. Soy Sookie Stackhouse.

Recorrió el espacio que nos separaba a gran velocidad, a pesar de esos tacones ridículos. Su mano era pequeña y huesuda.

—Encantada —dijo—. Diantha.

—Bonito nombre —dije, cuando me di cuenta de que no era el fruto de su particular forma de hablar.

—Gracias.

—Diantha —dijo el señor Cataliades—, necesito que busques a alguien.

—¿A...?

—Mucho me temo que estamos buscando los restos de Glad.

La sonrisa de la muchacha se le cayó de la cara.

—No jodas —dijo con bastante claridad.

—No, Diantha —aseguró el abogado—. No jodo.

Diantha se sentó en los peldaños y se quitó las botas y las medias. No pareció importarle que, sin las medias, la falda transparente apenas dejaba nada a la imaginación. Como la expresión del señor Cataliades no varió lo más mínimo, decidí que yo podría comportarme con la misma naturalidad e ignorarlo también.

En cuanto se desembarazó de sus cosas, la chica echó a andar, husmeando el aire de tal modo que me resultó menos humana de lo que había creído. Pero me di cuenta de que no se movía como los licántropos, o las mujeres pantera. Su cuerpo parecía girar y doblarse de un modo que sencillamente nada tenía que ver con los mamíferos.

El señor Cataliades la observó, mano sobre mano. Ambos guardábamos silencio. La chica recorrió el jardín como un colibrí enloquecido, vibrando casi literalmente con una energía incierta.

Aun con tanto movimiento, no pude escuchar el menor ruido por su parte.

No pasó mucho tiempo hasta que se detuvo delante de una masa de arbustos en el linde del bosque. Estaba inclinada mirando al suelo, completamente inmóvil. Entonces, sin despegar los ojos del suelo, alzó una mano como una escolar que acabara de dar con la respuesta correcta.

—Vayamos a ver —sugirió el señor Cataliades, y, con paso deliberado, cruzó el camino privado y el césped, hasta un montón de mirtos cerosos cerca del linde. Diantha no alzó la mirada cuando nos aproximamos, sino que permaneció centrada en algo que había en el suelo, detrás de los arbustos. Sus mejillas estaban surcadas de lágrimas. Tomé aire y miré hacia lo que tan poderosamente captaba su atención.

La muchacha había sido un poco más joven que Diantha, aunque era igual de delgada. Tenía el pelo teñido de un vivo tono dorado, en franco contraste con su piel de chocolate con leche. La muerte había retraído los labios, otorgándole una mueca que mostraba unos dientes tan afilados y blancos como los de Diantha. Extrañamente, no se encontraba tan deteriorada como cabría esperar, sobre todo habida cuenta del tiempo que había pasado a la intemperie. Apenas unas cuantas hormigas recorrían el cuerpo, lo cual distaba mucho de la habitual actividad de los insectos en esos casos... Y tenía un buen aspecto para alguien que estaba partida en dos por la cintura.

La cabeza me zumbó por un instante, y a punto estuve de caer al suelo sobre una rodilla. Había visto cosas impactantes, incluidas dos masacres, pero jamás había visto a nadie dividida en dos como esa chica. Podía verle las entrañas. No parecían las entrañas de un ser humano. Y parecía que cada mitad hubiera sido cauterizada. Había muy pocos fluidos derramados.

—La han cortado con una espada de acero —dijo el señor Cataliades—. Una espada muy buena.

—¿Qué hacemos con sus restos? —pregunté—. Puedo sacar una manta vieja. —No me hizo falta preguntar para saber que no llamaríamos a la policía.

—Tenemos que quemarla —indicó el señor Cataliades—. Allí, en la grava de su aparcamiento, señorita Stackhouse, será lo más seguro. ¿Espera alguna visita?

—No —dije, conmocionada desde más de un punto de vista—. Disculpe, pero ¿por qué hay que... quemarla?

—Nadie se comerá a un demonio o, en este caso, a medio demonio, como Glad o Diantha —explicó, como si me estuviera contando que el sol sale por el este—. Ni siquiera los insectos, como puede ver. La tierra no la digerirá, como hace con los humanos.

—¿No se la quiere llevar a casa, con su gente?

—Diantha y yo somos su gente. No es costumbre nuestra llevar a los muertos de vuelta al lugar donde vivieron.

—Pero ¿qué la mató?

El señor Cataliades alzó una ceja.

—Hombre, ya sé que ha sido algo que la ha cortado por la mitad, ¡eso ya lo veo! Pero ¿quién empuñaba la hoja?

—¿Qué crees tú, Diantha? —preguntó el señor Cataliades, como si estuviera dando una clase.

—Algo muy, pero que muy fuerte y sigiloso —dijo Diantha—. Conocía bien a Gladiola, no era ninguna estúpida. No somos fáciles de matar.

—Tampoco he visto rastro de la carta que llevaba encima. —El señor Cataliades se inclinó para peinar el suelo con la mirada. Luego se puso tieso—. ¿Tiene usted leña para prender, señorita Stackhouse?

—Sí, señor. Tengo un montón de leños de roble en el cobertizo de las herramientas. —Jason había cortado algunos árboles que la última tormenta de hielo había echado a perder.

—¿Necesita hacer las maletas, querida?

—Sí —dije, casi demasiado impresionada como para responder—. ¿Para..., para qué?

—Para el viaje a Nueva Orleans. Puede ir ahora, ¿verdad?

—Yo..., supongo que sí. Tendré que consultarlo con mi jefe.

—En ese caso, Diantha y yo nos ocuparemos de esto mientras usted pide permiso para salir —dijo el señor Cataliades, y yo parpadeé.

—Está bien —dije. No era capaz de pensar con mucha claridad.

—Luego tendremos que marcharnos a Nueva Orleans —continuó—. Pensé que la encontraría lista. Pensé que Glad se había quedado para ayudarla.

Arranqué mi mirada del cuerpo para centrarla en el abogado.

—No acabo de entender todo esto —dije, pero recordé algo—. Mi amigo Bill se ofreció para acompañarme a Nueva Orleans cuando fuese a limpiar el apartamento de Hadley —añadí—. Si él pudiera..., si él pudiera, ¿habría algún problema?

—Quiere que Bill la acompañe —dijo con una sombra de sorpresa en la voz—. Bill goza del favor de la reina, así que no veo inconveniente en que vaya.

—Bien, me pondré en contacto con él en cuanto haya anochecido —dije—. Espero que esté en la ciudad.

Podría haber llamado a Sam por teléfono, pero me apetecía estar lejos del extraño funeral que tuvo lugar en mi camino privado. Cuando me marché, el señor Cataliades llevaba una de las mitades del cuerpo fuera del bosque. Era la mitad inferior.

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