Read Definitivamente Muerta Online
Authors: Charlaine Harris
—Eres muy amable —dijo, recuperando el aire impertérrito—. Es un diamante, un gran diamante, y está engarzado a un brazalete de platino.
No recordaba haber visto nada parecido entre las cosas de Hadley, pero tampoco había mirado con cuidado. Había pensado llevarme el joyero tal cual, y mirar lo que tenía en mi tiempo libre, en Bon Temps.
—Mire ahora —sugerí—. Sé que sería toda una metedura de pata perder un regalo de su marido.
—Oh —dijo amablemente—, ni te lo imaginas. —Sophie-Anne cerró los ojos durante un segundo, como si estuviese demasiado ansiosa para usar palabras—. Andre —llamó, y bastó para que éste se dirigiese al dormitorio. Me di cuenta de que no requirió de más instrucciones. Durante su ausencia, la reina pareció extrañamente incompleta. Me sorprendía que no la hubiera acompañado a Bon Temps y, en un impulso, se lo pregunté.
Ella me miró, con sus cristalinos ojos amplios y vacíos.
—Se suponía que no podía ir —dijo—. Sabía que si Andre se dejaba ver por Nueva Orleans, todo el mundo daría por sentado que yo también estaba en la ciudad. —Me preguntaba si al revés sería lo mismo. De estar la reina aquí, si todo el mundo asumiría que Andre también. Y aquello me produjo un pensamiento que se desvaneció antes de que pudiera agarrarlo.
Andre regresó en ese momento, indicando a la reina con un gesto mínimo de la cabeza que no había encontrado lo que fue a buscar. Por un instante, Sophie-Anne no pareció muy contenta.
—Hadley lo hizo en un momento de ira —dijo, pensando que hablaba para sí misma—, pero podría acabar conmigo desde el otro lado del velo. —Y su rostro se relajó a su habitual neutralidad.
—Estaré atenta por si aparece el brazalete —dije. Sospechaba que el valor del brazalete nada tenía que ver con su tasación—. ¿Lo dejó aquí la noche antes de la boda? —pregunté con cautela.
Supuse que mi prima robó el brazalete de la reina por puro resentimiento ante su boda. Era algo muy típico de ella. De haberlo sabido, habría pedido a los brujos que echaran el reloj atrás en la reconstrucción ectoplásmica. Quizá habríamos visto a Hadley escondiendo el objeto.
La reina hizo un breve gesto con la cabeza.
—Tengo que recuperarlo —explicó—. Entiendes que lo que me preocupa no es el valor del diamante, ¿verdad? Entiendes que el matrimonio entre dos gobernantes vampiros no es cuestión de amor, en la que ambos vayan a perdonarse deslices, ¿verdad? Perder el obsequio de un esposo es una ofensa muy grave. Y el baile de primavera está previsto para dentro de dos noches. El rey espera que lleve puestos sus regalos. Si no... —Su voz se apagó, e incluso Andre pareció preocupado.
—Entiendo lo que quiere decir —dije. Ya había notado la tensión rondar por los pasillos de la sede de Sophie. Habría mucho que resarcir, y Sophie-Anne sería la que tendría que pagar—. Si está aquí, lo recuperará, ¿de acuerdo? —Extendí mis manos, como preguntando si me creía.
—Está bien —respondió ella—. Andre, ya no puedo permanecer más tiempo aquí. Flor de Jade informará de que he subido aquí con Sookie. Sookie, tenemos que fingir que hemos mantenido sexo.
—Lo siento, pero cualquiera que me conozca, sabe que lo mío no son las mujeres. No sé a quién se imagina que informará Flor de Jade... —Claro que lo sabía. Informaría al rey. Pero no me parecía de mucho tacto decir «Sé lo que os lleváis entre manos» en ese preciso momento—. Pero si han hecho sus deberes, ésa es la verdad sobre mí.
—Entonces, quizá lo hiciste con Andre —dijo con calma—. Y me dejaste mirar.
Se me ocurrieron numerosas preguntas, siendo la primera de todas ellas: «¿Siempre haces eso?», seguida de «¿No está bien perder brazaletes, pero sí menear la pelvis con un desconocido?», pero mantuve la boca cerrada. Si alguien me hubiese puesto una pistola en la sien, habría preferido acostarme con la reina antes que con Andre, al margen de mis preferencias de género, porque Andre me ponía los pelos como escarpias. Pero si sólo era fingir...
De un modo muy sobrio, Andre se quitó la corbata, la dobló, se la guardó en el bolsillo y se desabrochó unos cuantos botones de la camisa. Me hizo unas señas con los dedos. Me acerqué a él con cautela. Me rodeó con los brazos, me mantuvo cerca, apretada contra él, e inclinó la cabeza sobre mi cuello. Por un momento pensé que me iba a morder, y tuve un estallido de pánico, pero sin embargo sólo inhaló. Para un vampiro, ése es un acto deliberado, no necesitan hacerlo.
—Pon tu boca en mi cuello —dijo, después de otro largo olfateo sobre mí—. Tu pintalabios se transferirá.
Hice lo que me dijo. Estaba frío como el hielo. Era como... Bueno, era raro. Recordé la sesión fotográfica con Claude; últimamente me pasaba demasiado tiempo fingiendo que mantenía relaciones sexuales.
—Me encanta el olor de hada. ¿Crees que sabe que tiene sangre de hada? —le preguntó a Sophie-Anne mientras yo me encontraba en pleno proceso de transferencia de pintalabios.
Retiré la cabeza de golpe. Lo miré directamente a los ojos, y él me devolvió la mirada. Aún me sostenía, y comprendí que se estaba asegurando de que oliera como él y viceversa, como si de verdad nos hubiésemos acostado. Era evidente que no estaba por la labor de hacerlo de verdad. Menudo alivio.
—¿Que yo qué? —No le había escuchado correctamente, estaba segura—. ¿Que tengo qué?
—Tiene buen olfato para estas cosas —dijo la reina—. Mi Andre. —Parecía ligeramente orgullosa.
—Hoy he estado con mi amiga Claudine —dije—. Ella es un hada. De ahí viene el olor. —Estaba claro que necesitaba darme una ducha.
—¿Me permites? —preguntó Andre y, sin esperar una respuesta, me pasó una uña por el brazo herido, justo por encima del vendaje.
—¡Ay! —protesté.
Se impregnó el dedo con un poco de sangre y se lo llevó a la boca. Se lo pasó por toda la boca, como si paladeara un sorbo de vino, y al fin dijo:
—No, el olor a hada no es por asociación. Está en tu sangre —Andre me miró de tal forma que sus palabras no admitían debate alguno—. Tienes un ligero aroma de hada. ¿Alguno de tus abuelos era medio faérico?
—No sé nada al respecto —dije, a sabiendas de que sonaba a estúpida, aunque no hubiera sabido qué otra cosa responder—. Si alguno de mis abuelos era algo más que humano, no me lo dijeron.
—Claro que no —apuntó la reina, como si fuese lo más obvio—. La mayoría de los humanos de ascendencia faérica lo ocultan porque realmente no se lo creen. Prefieren pensar que sus padres estaban locos. —Se encogió de hombros. ¡Inexplicable!—. Pero esa sangre explicaría por qué tienes tantos pretendientes sobrenaturales y ningún admirador humano.
—No tengo admiradores humanos porque no los quiero —dije, francamente molesta—. Puedo leer sus mentes, y eso los espanta, si es que no les repele de antemano mi reputación de tía rara —añadí, insistiendo en mi tono ya pasado de honestidad.
—Es muy triste que un humano que puede leer la mente admita que ninguno de sus congéneres le resulta tolerable —dijo la reina.
Supongo que ésa era la última palabra sobre el valor de la habilidad para leer la mente. Decidí que lo mejor sería acabar ahí con la conversación. Tenía muchas cosas en las que pensar.
Bajamos las escaleras, Andre por delante, seguido por la reina y yo cerrando la fila. Andre insistió en que me quitara los zapatos y los pendientes para que se entendiera mejor que me había desnudado y que me acababa de vestir de nuevo.
Los demás vampiros aguardaban obedientes en el patio, y llamamos su atención cuando empezamos a bajar. La cara de Flor de Jade no cambió un ápice cuando leyó las pistas de lo que había pasado en la última media hora, pero al menos no parecía escéptica. Los hermanos Bert parecían saberlo, aunque no mostraban ningún interés, como si la escena de Sophie-Anne mirando a su guardaespaldas tener relaciones sexuales (con una virtual desconocida) fuese algo rutinario.
Mientras permanecía en la entrada a la espera de nuevas instrucciones, Rasul desprendía desde su rostro un leve pesar, como si lamentara que no lo hubieran incluido en la fiesta. Quinn, por su parte, tenía los labios apretados en una línea tan fina, que no se le podría haber metido en la boca ni el papel más fino. Había una cerca que remendar.
Pero, mientras salíamos del apartamento de Hadley, la reina me dijo muy específicamente que no compartiese su historia con nadie, con énfasis en el «nadie». Tendría que idear una forma para que Quinn se enterara de las cosas, sin que las supiera realmente.
Sin más discusión o charla social, los vampiros se metieron en su coche. Mi mente estaba tan atestada de ideas y conjeturas, que me sentí como ebria. Quería llamar a mi hermano Jason, y decirle que, después de todo, no era tan irresistible, sino que era la sangre que tenía, sólo para ver qué decía. No, un momento, Andre había dicho que los humanos no se veían afectados por la cercanía de un hada igual que los vampiros. O sea, que los humanos no querían consumir hadas, aunque las encontraran sexualmente atractivas (pensé en la cantidad de gente que siempre rodeaba a Claudine en el Merlotte's). Y Andre había dicho que la sangre de hada también atraía a otros seres sobrenaturales, aunque no de los que se las comen, como los vampiros. ¿Acaso no se sentiría Eric aliviado? ¡Se alegraría de saber que en realidad no me quería! ¡Todo era por la sangre de hada!
Observé cómo se alejaba la limusina real. Mientras luchaba contra una oleada compuesta de media docena de emociones, Quinn hacía lo propio con una sola.
Estaba justo delante de mí, con gesto enfadado.
—¿Cómo te ha convencido ella, Sookie? —inquirió—. Si hubieras gritado, habría subido en un segundo. ¿O es que querías hacerlo? Habría jurado que no eras de ese tipo.
—No me he acostado con nadie esta noche —dije, mirándole directamente a los ojos. Después de todo, eso no revelaba nada de lo que la reina me había comentado. Simplemente... corregía el error—. Está bien que los demás lo piensen —expliqué con tranquilidad—, pero tú no.
Se me quedó mirando un largo instante, sus ojos interrogando a los míos, como si llevaran algo escrito tras los globos oculares.
—¿Y te gustaría acostarte con alguien esta noche? —preguntó. Me besó. Me besó durante un buen, buen rato, de pie, los dos pegados en el patio. Los brujos no volvieron; los vampiros se habían marchado. Sólo el ocasional gato cruzando la calle o una lejana sirena nos recordó que estábamos en medio de una ciudad. Aquello era muy diferente a cómo imaginaba que habría sido estar con Andre. Quinn era cálido y podía sentir sus músculos bajo la piel. Podía escuchar su respiración y sus latidos. Podía sentir la agitación de sus pensamientos, que ahora estaban centrados en la cama que sabía que habría en alguna parte, arriba, en el apartamento. Le encantaba mi olor, mi tacto, la sensación que le transmitían mis labios..., y una buena parte de Quinn atestiguaba tal hecho. Esa gran parte estaba apretada entre los dos en ese preciso momento.
Me había acostado con otros dos hombres, y ninguna de las dos veces salió muy bien. No les conocía demasiado. Actuaba impulsivamente. Hay que aprender de los errores. Por un instante, no me sentí especialmente lista.
Afortunadamente para mi habilidad de toma de decisiones, el teléfono de Quinn escogió ese momento para sonar. Dios lo bendiga. Estuve a nada de tirar todo mi buen juicio por la ventana porque me había sentido sola y asustada durante la noche, y Quinn se me antojaba muy familiar y me anhelaba con todo su ser.
Quinn, sin embargo, no seguía el mismo derrotero de mis pensamientos (ni por asomo), y maldijo cuando el teléfono sonó por segunda vez.
—Perdona —dijo, furioso, y cogió la llamada—. Está bien —contestó, después de escuchar durante un rato la voz del otro lado de la línea—. Está bien, allí estaré. —Cerró el diminuto móvil—. Jake pregunta por mí.
Estaba tan perdida entre la lujuria y el alivio, que me llevó un momento atar los cabos. Jake Purifoy, el empleado de Quinn, pasaba su segunda noche como vampiro. Tras alimentarse de un voluntario, había vuelto en sí y quería hablar con Quinn. Había pasado semanas en un armario, en suspensión animada, y había mucho sobre lo que ponerse al día.
—Entonces, te tienes que ir —dije, orgullosa de que mi voz saliera prácticamente llana—. Quizá recuerde quién le atacó. Mañana te diré lo que he visto aquí esta noche.
—¿Habrías accedido? —preguntó—. ¿Si no nos hubieran molestado?
Lo medité.
—De haber sido así, me habría arrepentido —respondí—. No porque no me gustes. Me gustas. Pero llevo un par de días sin dormir. Sé que soy bastante fácil de engatusar. —Traté de que lo que decía sonara obvio, sin autocompasión. A nadie le gusta una llorica, y menos a mí—. No me apetece hacer nada con alguien sólo porque está cachondo en ese momento. Nunca me he considerado una mujer de una noche. Si tengo sexo contigo, quiero estar segura de que es porque quieres estar conmigo y porque te gusto por quien soy, no por lo que soy.
Puede que un millón de mujeres hubieran dado el mismo discurso. Yo lo sentía con la misma sinceridad que ese millón. Y Quinn me dio la respuesta perfecta: —¿Y quién querría una sola noche contigo? —dijo, antes de marcharse.
Dormí el sueño de los muertos. Bueno, probablemente no, pero estuve tan cerca como cualquier humano podría estarlo nunca. En sueños, escuché a los brujos volver de su juerga al patio. Aún se estaban dando la enhorabuena bajo los efectos del alcohol. Pude encontrar auténticas sábanas de algodón entre la ropa blanca, así que metí las negras en la lavadora, por lo que no me costó nada dormir.
Me desperté pasadas las diez de la mañana. Alguien llamaba a la puerta. Me tambaleé por el pasillo para abrirla tras ponerme unas mallas de ejercicio de Hadley y una camiseta rosa. Vi cajas por la mirilla, y abrí la puerta muy contenta.
—¿Señorita Stackhouse? —dijo un joven negro que sostenía la pila de cajas de cartón aplastadas. Cuando asentí, contestó—: He recibido órdenes de traerle cuantas cajas necesite. ¿Bastará con treinta para empezar?
—Oh, sí —dije—. Eso será perfecto.
—También tengo instrucciones —dijo con precisión— de llevarle cualquier cosa que desee transportar. Aquí traigo cinta de embalar, cinta adhesiva protectora, algunos rotuladores, tijeras y etiquetas adhesivas.
La reina me había enviado un
shopper
personal.
—¿Necesita puntos de colores? A algunas personas les gusta poner las cosas del salón en cajas con un punto naranja, las del dormitorio con un punto verde, y así sucesivamente.