Read Definitivamente Muerta Online
Authors: Charlaine Harris
Por desgracia, había otros seis.
Sólo hicieron falta dos de ellos para someterme. Yo no paraba de gritar, patear, morder y golpear con cada átomo de energía de mi cuerpo. Fueron necesarios cuatro para reducir a Quinn, y lo consiguieron únicamente porque emplearon una pistola paralizante. De lo contrario, estoy segura de que hubiera podido con los seis, o con ocho, en vez de los tres con los que pudo antes de que lo tumbaran.
Sabía que me superarían y que me podría ahorrar unas cuantas magulladuras, y puede que algunos huesos rotos, si dejaba que me cogieran. Pero una tiene su orgullo. Pragmática de mí, lo que quería era que Amelia oyese todo el jaleo del piso de arriba. Ella haría algo. No sabía el qué, pero estaba segura de que actuaría.
Me llevaron en volandas escaleras abajo, sin que mis pies casi tocaran el suelo, dos hombres fornidos a los que nunca había visto antes. También me ataron las muñecas con cinta aislante. Hice lo que pude para que se dejaran algún descuido, pero tuve que admitir que hicieron bien su trabajo.
—Mmm, huele a sexo —dijo el más bajo mientras me daba una palmada en el trasero. Pasé por alto su mirada lasciva y abundé en la satisfacción de la herida que le había hecho en el pómulo con el puño, el cual, por cierto, me dolía y me escocía en los nudillos. No se puede golpear a alguien sin pagar un precio.
Tuvieron que arrastrar a Quinn, y no fueron cuidadosos. Se fue golpeando con los peldaños y luego lo soltaron. Era un tipo grande. Y, ahora, era un tipo grande que sangraba, ya que uno de los golpes le había cortado la piel sobre su ojo izquierdo. Recibió el mismo tratamiento de cinta aislante que yo, y me pregunté cómo reaccionaría su pelaje al contacto del pegamento.
Nos mantuvieron brevemente en el patio, uno al lado del otro, y Quinn me miró como si quisiera decirme algo desesperadamente. La sangre avanzaba por su mejilla, procedente de la herida sobre el ojo, y aún parecía aturdido. Sus manos estaban volviendo a la forma normal. Me incliné hacia él, pero los licántropos nos obligaron a separarnos.
Dos furgonetas accedieron a la vía circular. A los lados, llevaban unos letreros que ponían: «SERVICIOS ELÉCTRICOS BIG EASY». Eran blancas, largas y no tenían ventanas en la parte de atrás. Habían tapado el logotipo lateral con barro, lo cual resultaba muy sospechoso. El conductor de cada una de las furgonetas saltó de la cabina, y el primero abrió las puertas traseras.
Mientras nuestros captores conducían a Quinn a empujones hacia el vehículo, el resto de los asaltantes bajaba las escaleras. Me alegré de comprobar que los hombres que Quinn había conseguido tumbar estaban mucho peor que él. Las garras pueden hacer un daño increíble, sobre todo si se manejan con la fuerza que un tigre puede desplegar. El tipo al que había golpeado con la lámpara estaba inconsciente, y el que había llegado primero a Quinn, probablemente muerto. Lo cierto es que estaba cubierto de sangre y que se le veían, expuestas a la luz, cosas que deberían haber estado bien metidas en su estómago.
Sonreía, satisfecha, cuando los hombres que me custodiaban me empujaron hacia la furgoneta, cuyo interior descubrí que estaba lleno de porquería y apestaba. Se trataba de una operación de alto nivel. Una malla metálica separaba los dos asientos frontales de la parte posterior del vehículo, y habían vaciado los estantes posteriores, supongo que para que cupiésemos nosotros.
Me apiñaron en el estrecho espacio entre los estantes, y a Quinn lo metieron detrás de mí. Tuvieron que trabajar duro, porque aún estaba muy aturdido. Mis dos escoltas cerraron de un portazo el vehículo, mientras otros cargaban a los licántropos fuera de combate en la otra furgoneta. Pensé que las habían aparcado fuera brevemente para que no pudiéramos escuchar el sonido de los vehículos acercarse por el camino privado. Sólo cuando estuvieron listos para cargarnos, metieron las furgonetas en el patio. Incluso en una ciudad tan populosa como Nueva Orleans, alguien se daría cuenta de que estaban metiendo dos cuerpos apaleados en una furgoneta... bajo la densa lluvia.
Rogué por que los licántropos no pensaran en apresar a Amelia y a Bob, y aposté por que ella obraría con inteligencia y se escondería, lejos de lanzarse a cometer alguna gesta de bruja. Sé que es una contradicción, ¿vale? Rogar por una cosa (es decir, pedirle algo a Dios), mientras deseas que tus enemigos acaben muertos. Tengo la sensación de que los cristianos llevan haciendo eso desde el principio de los tiempos; al menos los cristianos malos, como yo.
—Vamos, vamos, vamos —gritó el más bajo, que se había subido delante. El conductor arrancó con un innecesario derrape y salimos del patio, como si acabaran de disparar al presidente y tuviéramos que llevarlo al Walter Reed
[3]
.
Quinn se repuso mientras girábamos por Chloe Street en dirección a nuestro destino final, estuviese donde estuviese. Tenía las manos atadas por detrás. Le dolían, y aún no había dejado de sangrar por la cabeza. Había esperado que permaneciera atontado y conmocionado, pero cuando sus ojos se centraron en mi cara dijo:
—No debo de tener muy buen aspecto.
—Sí, bueno, bienvenido al club —dije. Sabía que el conductor y su compañero podían escucharnos, pero me importaba un bledo.
—Menudo defensor que soy —dijo, con un sombrío intento de sonrisa.
Para los licántropos, yo no debía de ser muy peligrosa, porque me ataron las manos por delante. Me retorcí hasta que pude aplicar algo de presión en la herida de Quinn. Aquello debió de dolerle incluso más, pero no emitió protesta alguna. Los movimientos de la furgoneta, los efectos de la paliza, los cambios constantes y el hedor a basura se aliaron para hacer de los siguientes minutos un infierno. Si hubiese sido muy lista, habría sabido en qué dirección nos estábamos moviendo, pero no me sentía especialmente inteligente en ese momento. Me maravilló que, en una ciudad tan llena de buenos restaurantes como era Nueva Orleans, la furgoneta estuviese atestada de envoltorios del Burger King y vasos del Taco Bell. Si tuviese la oportunidad de hurgar entre los desechos, quizá encontrase algo de utilidad.
—Siempre que estamos juntos, nos atacan licántropos —dijo Quinn.
—Es culpa mía —dije—. Soy famosa por estar rodeada de colgados.
Estábamos tumbados cara a cara, y Quinn me dio un leve rodillazo. Trataba de decirme algo, pero no lo pillaba.
Luego, los dos hombres de delante se pusieron a hablar entre ellos sobre una chica bonita que estaba cruzando en el semáforo. Casi bastaba con oír la conversación para odiar a los hombres, pero al menos no nos estaban escuchando.
—¿Recuerdas cuando hablamos de mi habilidad mental? —pregunté lentamente— ¿Recuerdas lo que te dije?
Le llevó un momento, porque le dolía todo, pero lo pilló. Su cara se tensó, como si fuese a partir unas tablas por la mitad, o cualquier otra cosa que requiriese de toda su concentración, y luego sus pensamientos fluyeron por mi mente. «Teléfono en mi bolsillo», me dijo. El problema era que el teléfono estaba en su bolsillo derecho. No tenía apenas espacio para darse la vuelta.
Aquello requirió de mucha maniobra, y no quería que nuestros captores nos viesen. Pero, finalmente, logré meter los dedos en el bolsillo de Quinn, y tomé nota mental para comentarle que, dadas las circunstancias, sus vaqueros estaban demasiado ajustados (en otras, no habría puesto reparo alguno). Pero sacar el teléfono mientras la furgoneta no paraba de zarandearse y nuestros agresores miraban de vez en cuando, eso sí que era difícil.
«Sede de la reina, en marcación rápida», me dijo cuando sintió que el teléfono salía de su bolsillo. Pero eso me superaba. No sabía cómo acceder a la marcación rápida. Me llevó unos minutos hacérselo entender, y aún no estoy segura de cómo lo conseguí, pero finalmente pensó el número hacia mí. Lo pulsé torpemente y luego pulsé el botón de llamada. Puede que no lo planeásemos a la perfección, porque cuando la vocecita repuso al otro lado de la línea, los licántropos la oyeron.
—¿No lo registraste? —le preguntó el conductor al pasajero, incrédulo.
—Joder, no. Tenía prisa por meterlo y cubrirme de la lluvia —repuso con la misma agresividad el hombre que me había atacado—. ¡Para ahí, maldita sea!
«¿Alguien ha tomado tu sangre?», preguntó Quinn silenciosamente, a pesar de haber podido hablar. Un segundo después, mi mente iluminó un nombre. «Eric», dije mientras los otros dos salían por sus puertas y se dirigían a la parte posterior de la furgoneta.
—Quinn y Sookie han sido secuestrados por unos licántropos —dijo Quinn al teléfono que yo sostenía junto a su boca—. Eric Northman puede rastrearla.
Ojalá Eric siguiera en Nueva Orleans. Y ojalá quienquiera que hubiera contestado desde la sede de la reina fuese avispado. Pero los dos licántropos ya estaban abriendo la puerta trasera de la furgoneta y arrastrándonos hacia atrás. Uno de ellos me dio un puñetazo, mientras el otro golpeaba a Quinn en la tripa. Me arrancaron el teléfono de mis dedos doloridos y lo arrojaron a unos setos que crecían junto a la carretera. El conductor había aparcado en un solar vacío, pero la carretera estaba jalonada por viviendas separadas entre sí, rodeadas de amplios espacios de césped. El cielo estaba demasiado encapotado para poder deducir qué dirección llevábamos, pero estaba segura de que nos dirigíamos al sur, hacia los pantanos. Conseguí mirar el reloj de nuestro captor y ver, con sorpresa, que eran pasadas las tres de la tarde.
—¡Eres un jodido inútil, Clete! ¿A quién estaba llamando? —gritó una voz desde la segunda furgoneta, que también había hecho una parada junto a la carretera. Nuestros dos captores intercambiaron miradas con idénticas expresiones de consternación. Me hubiera partido de la risa de no sentir dolores por todas partes. Era como si hubieran practicado para parecer imbéciles.
Esta vez registraron a Quinn exhaustivamente, y a mí también, a pesar de no tener ningún bolsillo en el que esconder nada, a menos que quisieran realizar espeleología corporal. Pensé que Clete, don Tocaculos, iba a hacerlo, cuando hincó sus dedos en el
spandex
. Quinn lo pensó también. Lancé un terrible sonido, un jadeo ahogado de miedo, pero lo que salió de boca de Quinn iba más allá del rugido. Era un sonido profundo, gutural y áspero que prometía amenaza.
—Deja a la chica en paz, Clete, y volvamos a la carretera —dijo el conductor alto, con un tono que proyectaba un «Ya estoy hasta las narices de ti»—. No sé quién es este tipo, pero no creo que se transforme en nutria.
Me pregunté si Quinn los amenazaría con su identidad (la mayoría de los licántropos lo conocían o habían oído hablar de él), pero ya que no sacó a relucir su nombre, yo me quedé callada.
Clete volvió a meterme en la furgoneta mientras gruñía frases como «¿Quién ha muerto y te ha nombrado Dios? No eres mi jefe». Era evidente que el alto era el jefe de Clete, lo cual resultaba algo tranquilizador. Quería a alguien con cerebro y un atisbo de decencia entre mí y los dedos de Clete.
Tuvieron que sudar para volver a meter a Quinn en la furgoneta. No se iba a dejar, y finalmente dos hombres de la otra, muy reacios ellos, tuvieron que echar una mano a Clete y al conductor. Ataron las piernas de Quinn con una de esas cosas de plástico con mecanismo corredero. Usamos una parecida el año pasado, en Acción de gracias, para cerrar la bolsa del pavo. La que emplearon con Quinn era negra y de plástico, y lo cierto es que se cerraba con lo que parecían unas llaves de esposas.
A mí no me ataron las piernas.
Me resultó halagador que Quinn se enfureciera ante el trato que me estaban propinando, tanto como para intentar liberarse, pero el resultado final fue que mis piernas estaban libres y las suyas no (porque yo seguía sin suponer una amenaza para ellos, al menos en su escala de convicciones).
Probablemente tuvieran razón. No se me ocurría nada para evitar que nos llevaran adondequiera que estuviésemos yendo. No tenía ningún arma, y aunque me molestaba la cinta aislante que me apresaba las muñecas, mis dientes no parecían lo suficientemente fuertes como para aliviar la situación. Me relajé un momento, cerrando los ojos con preocupación. El último golpe me había provocado un corte en la mejilla. Una gran lengua me raspó la cara ensangrentada. Otra vez.
—No llores —dijo una voz extraña y gutural, y abrí los ojos para comprobar que procedía de Quinn.
Tenía tanto poder que era capaz de detener la transformación una vez había comenzado. Sospeché que también era capaz de provocarla, aunque ya sabía que una pelea causaría la mutación en cualquier cambiante. Contó con sus garras en el apartamento de Hadley, y casi decantan la balanza a nuestro favor. El episodio de Clete en el borde de la carretera lo había enfurecido tanto que su nariz se había aplanado y ensanchado. Pude ver de cerca sus dientes, que se habían transformado en diminutas dagas.
—¿Por qué no te has transformado por completo? —pregunté en un susurro.
«Porque no habría espacio suficiente para ti en este lugar, cielo. Cuando me transformo, mido más de dos metros y peso más de doscientos kilos».
Eso basta para que una chica trague saliva. Sólo podía estar agradecida porque lo hubiese pensado. Lo miré un instante más.
«¿No te da asco?».
Clete y el conductor estaban intercambiando recriminaciones acerca del incidente con el teléfono.
—Válgame Dios, qué dientes más grandes tienes —susurré. Los caninos superiores e inferiores eran tan largos y afilados que daban auténtico miedo (los llamo caninos, pero puede que para los felinos eso sea un insulto).
Afilados... Estaban afilados. Conseguí poner mis manos cerca de su boca y le rogué con los ojos que comprendiera. Hasta donde yo podía advertir en su rostro alterado, Quinn parecía preocupado. Mientras que la situación avivaba sus instintos defensivos, la idea que trataba de transmitirle empezó a excitarle otros instintos. «Te haré heridas en las manos», me advirtió con un tremendo esfuerzo. Ahora era prácticamente un animal, y los procesos mentales de los animales no tienen por qué ir por los mismos derroteros que los de los humanos.
Me mordí el labio inferior para reprimir un grito mientras los dientes de Quinn mordían la cinta. Tuvo que ejercer mucha presión para que sus caninos de ocho centímetros la atravesaran, y eso significaba que los incisivos, más cortos, atravesarían mi piel, por mucho cuidado que le pusiera. Las lágrimas empezaron a rodar por mi cara en un infinito torrente, y noté cómo titubeaba. Agité mis manos atadas para insistir en que siguiera y, reacio, volvió a ponerse dientes a la obra.