Read Definitivamente Muerta Online
Authors: Charlaine Harris
Para no salirme de terreno seguro, decidí no hablar más, y el resto del viaje transcurrió en silencio.
Rasul no quiso meter la limusina en el patio, y me acordé también de que Diantha había aparcado en la calle. Rasul se apeó para abrir la puerta a la reina y Andre salió primero, miró alrededor durante un buen rato, e hizo un gesto con la cabeza para indicar que era seguro que la reina saliera. Rasul permaneció preparado, fusil en mano, barriendo la zona con la vista en busca de potenciales atacantes. Andre estaba igual de atento.
Flor de Jade se deslizó fuera del asiento trasero y sumó sus ojos a los que ya vigilaban. Protegiendo a la reina con sus cuerpos, avanzaron hacia el patio. Sigebert fue el siguiente en salir, hacha en mano, y me esperó. Cuando me reuní con él en la acera, él y Wybert me escoltaron por la verja abierta con menos pompa de la que los demás habían empleado con la reina.
Había visto a la reina en mi propia casa, sin más protección que la de Cataliades. La había visto en su propio despacho, protegida por una persona. Supongo que, hasta ese momento, no me había dado cuenta de lo importante que era la seguridad para Sophie-Anne, lo precaria que debía de ser su situación en el poder. Me hubiera gustado saber contra quién le estaban protegiendo esos guardias. ¿Quién iba a querer matar a la reina de Luisiana? Puede que todos los gobernantes vampíricos compartieran el mismo peligro, o quizá Sophie-Anne era la única. De repente, la conferencia de otoño me pareció una propuesta más escalofriante de lo que pensé en un primer momento.
El patio estaba bien iluminado, y Amelia se encontraba en la vía circular con sus amigos. Para que conste: ninguno de ellos llevaba sombrero de cucurucho y escoba. Uno de ellos era un crío con aspecto de misionero mormón: pantalones negros, camisa blanca, corbata oscura y zapatos pulidos negros. Había una bici apoyada contra el árbol que presidía el centro del patio. Puede que, después de todo, sí que fuese un misionero mormón. Parecía tan joven que pensé que aún estaría en edad de crecimiento. La mujer alta que estaba a su lado rondaba los sesenta años, pero tenía cuerpo de gimnasio. Vestía una camiseta ajustada, pantalones de tela, sandalias y unos grandes pendientes de aro. La tercera bruja rondaba mi edad, unos veintitantos, y era hispana. Era mofletuda, de labios muy rojos y pelo negro ondulado. Era de baja estatura y tenía más curvas que una S. Llamó la atención de Sigebert (era evidente por sus miradas), pero ella omitió a todos los vampiros como si no los viera.
Puede que Amelia se sintiera intimidada por los vampiros presentes, pero hizo las presentaciones con aplomo. Evidentemente, la reina ya se había identificado antes de que me acercara.
—Su Majestad —estaba diciendo Amelia—. Le presento a mis colegas —señaló, haciendo un gesto con la mano, como si estuviese mostrando un coche a unos posibles compradores—. Bob Jessup, Patsy Sellers y Terencia Rodríguez, aunque la llamamos Terry.
Las brujas y el brujo se intercambiaron breves miradas antes de saludar a la reina con la cabeza. Resultaba difícil saber cómo se estaba tomando esa falta de deferencia, pues su expresión no mostraba el más mínimo atisbo de emoción, aunque devolvió el gesto y la atmósfera siguió siendo tolerable.
—Nos estábamos preparando para la reconstrucción —continuó Amelia. Parecía muy confiada, pero me di cuenta de que le temblaban las manos. Sus pensamientos no eran tan seguros como su voz. Amelia estaba repasando mentalmente los preparativos, haciendo un frenético recuento del material mágico que habían reunido y reevaluando ansiosamente a sus compañeros para convencerse de que estaban a la altura del ritual. Me di cuenta tardíamente de que Amelia era una perfeccionista.
Me preguntaba dónde estaría Claudine. Quizá había visto a los vampiros y había optado por una prudente huida hacia algún rincón oscuro. Mientras la buscaba con la vista, el dolor de cabeza que había estado reprimiendo me tendió una emboscada. Era como esos momentos que tuve después de la muerte de mi abuela, cuando hacía algo tan familiar como cepillarme los dientes y, de repente, la negrura me asaltaba. Me permití un instante para reponerme y volver a la superficie.
Duraría un rato, así que no me quedaba más remedio que apretar los dientes y soportarlo.
Me obligué a tomar nota de los que me rodeaban. Los brujos habían tomado sus posiciones. Bob se sentó en una tumbona del patio y le observé con un destello de interés mientras sacaba unos polvos de una bolsita de plástico sellable. Amelia subió las escaleras hacia el apartamento mientras Terry se quedaba a medio camino, en el piso de abajo, y Patsy, la bruja alta y mayor, ya estaba en la galería, mirando hacia nosotros.
—Si queréis mirar, probablemente sea mejor desde aquí arriba —dijo Amelia, y la reina y yo subimos. Los guardias formaron una piña en la entrada, de modo que estuvieran tan lejos de la magia como fuera posible. Incluso Flor de Jade parecía respetuosa con el poder que estaba a punto de emplearse, a pesar de que no respetara a las brujas como personas.
Andre siguió a la reina escalera arriba sin rechistar, pero percibí una postura poco entusiasta en sus hombros.
Me alegraba de centrarme en algo nuevo, en vez de seguir medrando en mis particulares miserias, y escuché con interés a Amelia, que parecía como si estuviera a punto de jugar un partido de vóley playa, mientras nos impartía las instrucciones sobre el conjuro que estaba a punto de lanzar.
—Hemos establecido el tiempo en dos horas antes de que viera llegar a Jake —dijo—, así que es posible que presenciemos muchas cosas aburridas. Si la cosa se pone pesada, puedo intentar acelerar la reconstrucción.
De repente, tuve un pensamiento que me cegó por el puro e inesperado hallazgo que suponía. Le pediría a Amelia que regresara conmigo a Bon Temps y que repitiera allí el mismo proceso en mi jardín; así podría averiguar lo que le pasó a la pobre Gladiola. Ahora que había tenido la idea, me sentía mucho mejor, y me animé a prestar atención al aquí y al ahora.
—¡Empecemos! —gritó Amelia, y empezó a recitar unas palabras, supongo que en latín. Escuché un leve eco procedente del patio y de la escalera a medida que sus compañeros se unían en la letanía.
No sabíamos qué esperar, y al cabo de un par de minutos escuchando el mismo cántico empezamos a aburrirnos. Me pregunté qué sería de mí si la reina se aburría demasiado.
Entonces mi prima Hadley entró en el salón.
Estaba tan sorprendida que casi me puse a hablar con ella. Cuando centré la vista unos segundos más, supe que no era ella. Tenía su aspecto y se movía como ella, pero no era más que un descolorido simulacro. Su pelo no era tan oscuro. Parecía agua teñida en movimiento. Se podía ver el brillo de la superficie. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que nos vimos. Por eso Hadley parecía mayor. También parecía más dura, con una expresión sardónica en los labios y una mirada escéptica en los ojos.
Ajena a la presencia de los demás en la habitación, la reconstrucción se sentó en el sofá de dos plazas, cogió un mando a distancia fantasma y encendió el televisor. Miré a la pantalla por si se veía algo, pero, como era de esperar, no se veía nada.
Sentí un movimiento a mi lado y miré a la reina. Si yo estaba conmocionada, podría decirse que ella estaba electrizada. Nunca hubiera creído que la reina quisiera de verdad a Hadley, pero entonces pude ver que así era, tanto como era posible.
Contemplamos cómo Hadley veía la tele mientras se pintaba las uñas de los pies, se bebía un vaso fantasma de sangre y hacía una llamada telefónica. No podíamos oírla, sólo verla, y a cierta distancia. Los objetos aparecían al segundo de tocarlos ella, pero no antes, de tal forma que sólo podíamos estar seguros de lo que tenía en la mano cuando empezaba a usarlo. Cuando se inclinó hacia delante para volver a dejar el vaso de sangre sobre la mesa, pudimos ver el vaso, la mesa y algunos de los objetos que había posados junto a Hadley, todo a la vez, y todo con esa pátina brillante. La mesa fantasma se impuso a la real, que seguía casi en el mismo espacio que la noche reconstruida, para hacerlo todo más extraño. Cuando Hadley soltó el vaso, vaso y mesa se desintegraron sin más.
Contemplamos un par de minutos más de rutina hasta que fue evidente que Hadley escuchó que alguien llamaba a la puerta (volvió la cabeza hacia la puerta, sorprendida). Se levantó (el sofá de dos plazas, a apenas centímetros del real, se esfumó) y trotó sobre el suelo. Atravesó mis zapatillas, que seguían junto al sofá real.
Vale, sí que es extraño. Todo eso era de lo más raro, pero fascinante.
Era de esperar que quienes seguían en el patio hubieran visto a quien llamaba, pues pude oír un largo juramento por parte de uno de los Bert; Wybert, creo. Cuando Hadley abrió la puerta fantasma, Patsy, que estaba en la galería, abrió la de verdad para que pudiéramos ver desde dentro. Por la expresión avergonzada de Amelia, supe que aquel detalle se le había escapado, como a mí.
En la puerta se encontraba el fantasma de Waldo, un vampiro que había estado años con la reina. Había sufrido mucho castigo durante los años previos a su muerte, y aquello le había dejado una piel llena de arrugas. Como Waldo fue un albino extremadamente delgado antes de su castigo, se me antojó horrible la única noche que tuve la oportunidad de verlo. Su reflejo acuoso tenía mejor aspecto, la verdad.
Hadley pareció sorprendida de verlo. Su expresión era lo bastante poderosa como para percibirse sin dificultad. Luego pareció asqueada, pero dio un paso atrás para dejarle pasar.
Cuando volvió a la mesa para retomar su vaso, Waldo miró a su alrededor, como si comprobara si había alguien más en casa. La tentación de advertir a Hadley era tan poderosa que casi resultó irresistible.
Después de una conversación que, por supuesto, no pudimos escuchar, Hadley se encogió de hombros y pareció estar de acuerdo con algún plan. Al parecer, se trataba de la idea de la que Waldo me habló la noche que confesó que había matado a mi prima. Dijo que la idea de ir al cementerio de St. Louis para invocar el fantasma de Marie Laveau fue suya, pero las imágenes sugerían lo contrario.
—¿Qué lleva en la mano? —dijo Amelia, tan bajo como pudo, y Patsy accedió desde la galería para comprobarlo.
—Un folleto —le respondió a Amelia, tratando de emplear el mismo tono—. Sobre Marie Laveau.
Hadley miró su reloj de pulsera y le dijo algo a Waldo. Era algo poco amable, a juzgar por su expresión y el gesto de su cabeza, mientras le indicaba la salida. Decía «No» con una claridad diáfana.
Y aun así, la siguiente noche lo acompañó. ¿Qué había pasado para que cambiase de opinión?
Hadley regresó a su dormitorio y la seguimos. Mirando hacia atrás, vimos que Waldo abandonaba el apartamento, dejando el folleto en la mesa junto a la puerta.
Me sentí como una extraña voyeur al quedarme delante de la puerta del dormitorio de Hadley junto a Amelia, la reina y Andre, viendo cómo se quitaba la bata y se ponía un vestido muy elegante.
—Se lo puso para la fiesta que celebramos antes de la boda —dijo la reina en voz baja. Era un vestido ajustado y corto, de color rojo, salpicado de lentejuelas de un tono rojo más oscuro, que llevaba junto a unos magníficos zapatos de piel de lagarto. Estaba claro que quería que la reina echase de menos lo que estaba a punto de perder.
Vimos cómo Hadley se contemplaba en el espejo, se peinaba el pelo con dos estilos distintos y se lo pensaba largo y tendido antes de escoger un pintalabios. La novedad se estaba perdiendo en el proceso y me dieron ganas de acelerar la acción, pero la reina disfrutaba de cada instante de poder volver a ver a su amada. No pensaba protestar, máxime cuando la reina firmaría la factura.
Hadley no paraba de dar vueltas sobre sí misma ante el espejo de cuerpo entero, al parecer satisfecha con lo que veía. Pero, de improviso, estalló en un mar de lágrimas.
—Oh, Dios mío —dijo la reina en un susurro—. Lo siento tanto.
Sabía exactamente lo que quería decir, y por vez primera sentí el parentesco con mi prima que se había diluido tras tantos años de separación. Era la reconstrucción de la noche anterior a la boda de la reina, y Hadley tendría que acudir a una fiesta para ver a su reina y a su novio formar una pareja. Y al día siguiente tendría que presenciar su boda; o eso pensaba ella. No sabía que, para entonces, estaría muerta; definitivamente muerta.
—Alguien está subiendo —dijo Bob el brujo. Su voz se coló por las ventanas francesas hasta la galería. En el mundo fantasmagórico, debió de sonar el timbre, porque Hadley se quedó tiesa, echó una última mirada al espejo (justo hacia nosotros, porque estábamos enfrente) y se dio ánimos. Cuando bajó al pasillo, lo hizo con un familiar meneo de caderas y media sonrisa congelada en el rostro.
Abrió la puerta. Como Patsy había dejado la puerta abierta tras la «llegada» de Waldo, pudimos ver lo que ocurrió. Jake Purifoy vestía formalmente y tenía muy buen aspecto, tal como Amelia había dicho. Miré a Amelia cuando él pasó al apartamento. Miraba al fantasma con pesar.
No le importaba que lo hubieran enviado a recoger a la querida de la reina, eso saltaba a la vista, pero era demasiado político y cortés como para sacárselo a colación a Hadley. Aguardó pacientemente mientras ella cogía un diminuto bolso y se daba un último retoque al pelo. Al poco, los dos estaban en la puerta.
—Bajan por aquí —dijo Bob, y salimos por la puerta a la galería para mirar desde la barandilla. Los dos fantasmas se subieron en un brillante coche y salieron del patio. Ahí terminaba la zona afectada por el conjuro. En cuanto el coche atravesó la puerta de acceso, se desvaneció delante del grupo de vampiros que estaban allí apiñados. Sigebert y Wybert mantenían los ojos muy abiertos y una actitud muy solemne. Flor de Jade parecía descontenta, y Rasul ligeramente divertido, como si pensase en las buenas anécdotas que contaría al resto de sus camaradas.
—Hora de acelerar —gritó Amelia. Tenía pinta de cansada, y me pregunté cuánta energía requeriría coordinar ese ritual de brujería.
Patsy, Terry, Bob y Amelia empezaron a recitar otro conjuro al unísono. Si había un eslabón débil en el equipo, ése era Terry. La pequeña bruja de cara redonda sudaba profusamente y temblaba por el esfuerzo de mantener su parte de magia. Empecé a preocuparme por ella cuando vi el esfuerzo en su cara.
—Despacio, ¡despacio! —exhortó Amelia a su equipo tras darse cuenta de los mismos síntomas. Entonces todos reanudaron el cántico, y Terry pareció llevarlo mejor; ya no parecía tan desesperada—. Despacio... —insistió Amelia—. Id... parando. —Y el cántico fue disminuyendo el ritmo.