Read Definitivamente Muerta Online
Authors: Charlaine Harris
Diantha había dejado mi bolsa deportiva y mi maleta junto a una de las dos puertas del piso superior. Había una amplia galería cubierta que se extendía bajo las ventanas y las puertas del piso superior, y que proporcionaba buena sombra a quienes estuvieran en el inferior. La magia vibraba alrededor de todas esas puertas y ventanas francesas. Reconocí su olor y su tacto. El apartamento había sido sellado con algo más que cerrojos.
Titubeé, con las llaves en las manos.
—Te reconocerá —dijo el abogado desde el patio. Así que abrí el cerrojo con manos torpes y empujé la puerta. Me recibió un soplo de aire tibio. El apartamento llevaba semanas cerrado. Me preguntaba si alguien habría entrado para ventilarlo. En realidad, no olía mal, sólo a cerrado, y estaba claro que habían dejado encendida la calefacción. Busqué a tientas el interruptor de luz más cercano, el de una lámpara con base de mármol a la derecha de la puerta. Proyectó un chorro de luz dorada sobre los brillantes suelos de madera dura y algún mobiliario de diseño clásico (suponía que no eran verdaderas antigüedades). Di otro paso hacia el interior del apartamento, tratando de imaginar allí a Hadley, la que se pintó los labios de negro para la foto de la graduación y se compraba los zapatos en Payless.
—Sookie —dijo Bill a mis espaldas, para hacerme saber que estaba en el umbral. No le había dicho que podía pasar.
—Tengo que acostarme, Bill. Te veré mañana. ¿Tengo el número de teléfono de la reina?
—Cataliades te metió una tarjeta en el bolso mientras dormías.
—Oh, bien. Vale, buenas noches.
Y le cerré la puerta en las narices. Fui grosera, pero empezaba a ponerse pesado, y la verdad es que no estaba de humor para hablar con él. Me había chocado despertarme con la cabeza sobre su regazo; era como si aún estuviéramos juntos.
Al cabo de un momento, escuché sus pasos descendiendo la escalera. Nunca en mi vida me sentí más aliviada por quedarme sola. Por culpa de la breve cabezada y la noche que había pasado en el coche, me sentía desorientada, chafada, y con una desesperada necesidad de hacerme con un cepillo de dientes. Había llegado el momento de explorar el piso, poniendo el énfasis en el cuarto de baño.
Miré con cuidado. El segmento más corto de la L invertida era el salón, donde me encontraba. Su disposición abierta incluía la cocina, junto a la pared del fondo a la derecha. A mi izquierda, formando el segmento largo de la L, había un pasillo jalonado de ventanas francesas que daban directamente a la galería. La pared que formaba el otro lado del pasillo estaba salpicada de puertas.
Con mis bultos en las manos, inicié el recorrido del pasillo, echando un ojo por cada puerta abierta. No encontré el interruptor para iluminar el pasillo, aunque debía de haber uno a tenor de los huecos practicados en el techo a intervalos regulares.
Pero por las ventanas de las habitaciones se colaba suficiente luz de luna como para permitirme ver lo que necesitaba. La primera estancia era el cuarto de baño, a Dios gracias, aunque, al cabo de un momento, me di cuenta de que no era el de Hadley. Era muy pequeño y muy limpio, con una estrecha ducha, un retrete y un lavabo; dos toalleros y ni rastro de desorden personal. Pasé de largo y miré en la siguiente puerta. Daba a una habitación que seguramente fue pensada como dormitorio para invitados. Hadley había puesto una mesa de ordenador sobre la que descansaba un gran equipo informático, nada de lo cual era de interés para mí.
Además de un estrecho sofá cama, había una estantería atestada de cajas y libros, y me prometí que repasaría todo aquello al día siguiente. La puerta siguiente estaba cerrada, pero la abrí para mirar qué había dentro. Daba a un estrecho y profundo armario con baldas llenas de objetos que no me preocupé en identificar.
Para mi gran alivio, la siguiente puerta era la del cuarto de baño principal, la de la ducha y la bañera, el lavabo grande y el tocador incorporado. Los bordes estaban llenos de cosméticos y un rizador eléctrico, aún enchufado. En un estante había cinco o seis botellas de perfume alineadas, y en la cesta de ropa sucia había toallas arrugadas con manchas negras. Acerqué la cara y, a esa distancia, noté que despedían un tremendo hedor. No llegué a comprender por qué el olor no había invadido todo el apartamento. Cogí la cesta, abrí la ventana francesa del otro lado del pasillo, y la saqué. Dejé encendida la luz del cuarto de baño, porque tenía intención de volver en poco tiempo.
La última puerta estaba dispuesta en ángulo recto con respecto a todas las demás, culminaba el pasillo y daba al dormitorio de Hadley. Era bastante grande, aunque no tanto como el de mi casa. Contaba con otro gran armario, lleno de ropa. La cama estaba hecha, lo cual no iba mucho con Hadley. Me pregunté quién habría estado en el apartamento desde que la mataron. Alguien había entrado antes de que sellaran el lugar mágicamente. El dormitorio, por supuesto, estaba totalmente a oscuras. Las ventanas habían sido cubiertas con paneles de madera maravillosamente pintados, y había dos puertas que conducían a la habitación, entre las cuales había espacio apenas suficiente para una persona.
Dejé los bultos en el suelo, junto a la cómoda de Hadley, y rebusqué hasta encontrar mi bolsa de cosméticos y mis tampones. Volviendo a tientas al cuarto de baño, saqué el cepillo de dientes y la pasta de un pequeño bolso y disfruté mientras me los cepillaba y me lavaba la cara. Después de aquello me sentí un poco más humana, pero no demasiado. Apagué la luz del baño y retiré las mantas de la cama, que era demasiado baja y ancha. Las sábanas me sorprendieron tanto que me quedé allí, mirándolas con la boca crispada. Eran repugnantes, ¡de satén negro, por el amor de Dios! Y ni siquiera era satén auténtico, sino sintético. A mí que me den percal o algodón cien por cien. Aun así, no estaba dispuesta a salir a la caza de un nuevo conjunto de ropa de cama a esas horas de la mañana. Además, ¿y si eso era todo lo que tenía?
Me metí en la cama tamaño XXL (más bien me escurrí dentro) y, al cabo de un par de incómodas vueltas para acostumbrarme a ellas, conseguí dormir decentemente entre esas sábanas.
Alguien me estaba pellizcando el dedo gordo del pie mientras decía:
—¡Despierta! ¡Despierta!
Volví a la consciencia con un rugido de terror mientras abría los ojos en ese dormitorio que me era ajeno, ahora inundado por la luz del sol. Había una mujer que no conocía al pie de la cama.
—¿Quién demonios eres? —Estaba molesta, pero ya no tan asustada. No parecía peligrosa. Tendría mi edad, y era muy morena. Su pelo castaño era corto, sus ojos de un brillante azul, y vestía unos pantalones cortos caqui y una camisa blanca abierta sobre una camiseta coral. Se estaba adelantando un poco a la estación.
—Me llamo Amelia Broadway, soy la propietaria.
—¿Y qué haces aquí despertándome?
—Oí a Cataliades en el patio anoche e imaginé que te trajo para limpiar el apartamento de Hadley. Quería hablar contigo.
—¿Y no podías esperar a que me despertara yo sola? ¿Y has usado una llave para entrar, en vez de llamar al timbre? Pero ¿a ti qué te pasa?
Sin duda estaba desconcertada. Por primera vez, Amelia Broadway pareció darse cuenta de que podría haber manejado la situación mejor.
—Bueno, verás, estaba preocupada —dijo, algo apocada.
—¿Sí? Pues yo también —dije—. Bienvenida al club. Ahora mismo estoy bastante preocupada. Sal ahora mismo de aquí y espérame en el salón, ¿vale?
—Claro —asintió—. Eso puedo hacerlo.
Esperé a que el ritmo cardíaco me volviera a la normalidad antes de salir de la cama. A continuación la hice y saqué algo de ropa de mi maleta. Me metí rápidamente en el cuarto de baño, echando de paso una rápida ojeada a mi inesperada huésped. Estaba limpiando el polvo del salón con un paño que se parecía sospechosamente a una camisa de franela de hombre. Pues vaya.
Me duché tan rápidamente como pude, me puse algo de maquillaje y salí descalza, pero enfundada en unos vaqueros y una camiseta azul.
Amelia Broadway hizo un parón en sus labores domésticas y se me quedó mirando.
—No te pareces a Hadley en nada —dijo, y no supe por su tono si aquello era algo bueno o malo.
—No sabes lo poco que nos parecíamos —dije lisamente.
—Pues eso está bien. Hadley era bastante horrible —señaló Amelia inesperadamente—. Ay, lo siento, no estoy siendo muy sutil que digamos.
—¿Tú crees? —Traté de mantener un tono uniforme de voz, pero es posible que se me escapara un toque de sarcasmo—. Bueno, si sabes dónde está el café, ¿te importaría indicarme la dirección? —Estaba mirando la zona de la cocina, por primera vez a la luz del día. Tenía ladrillo y cobre a la vista, una encimera de acero inoxidable y una nevera a juego. La pila y el grifo debían de costar más que mi ropa. Pequeña, pero con mucho estilo, como el resto del lugar.
Y todo aquello para una vampira que no necesitaba cocina para nada.
—La cafetera de Hadley está justo ahí —dijo Amelia, y la divisé. Era oscura y se mimetizaba con el entorno. Hadley siempre había sido una loca del café, así que supuse que, incluso después de su conversión, mantendría un buen suministro de la que fue su bebida favorita. Abrí el armario que había encima de la cafetera y vi dos latas de Community Coffee y algunos filtros. El sello plateado estaba intacto en la primera que abrí, pero la segunda estaba abierta y medio llena. Inhalé el maravilloso aroma del café con placentera tranquilidad. Parecía asombrosamente fresco.
Tras preparar la cafetera y pulsar el botón para que empezara a hacerse el café, encontré dos tazas dispuestas a su lado. También había un azucarero, pero cuando lo abrí sólo encontré un residuo solidificado. Eché el contenido al cubo de la basura, que tenía bolsa, pero estaba vacío. Alguien lo había limpiado después de la muerte de Hadley. Puede que tuviera algo de crema para el café en la nevera. En el sur, la gente que no la usa mucho suele guardarla ahí.
Pero cuando abrí la reluciente nevera de acero inoxidable, no encontré nada más que cinco botellas de TrueBlood.
Nada podría haberme dejado más claro el hecho de que mi prima Hadley murió como vampira. Nunca había conocido a nadie que hubiera pasado por el antes y el después. Era chocante. Tenía tantos recuerdos de ella, algunos felices y otros desagradables, pero en todos ellos mi prima respiraba y su corazón latía. Permanecí con los labios rígidos, contemplando las botellas rojas, hasta que pude recuperarme lo suficiente y cerré la puerta muy despacio.
Después de una vana búsqueda de crema para el café por los armarios, le dije a Amelia que esperaba que lo tomara solo.
—Vale, no hay problema —dijo Amelia remilgadamente. Era evidente que trataba de mostrar su mejor cara, y yo sólo podía estarle agradecida por ello.
La casera de Hadley estaba sentada en una de las butacas. La tapicería era realmente bonita, hecha de un material sedoso amarillo estampado con tonos rojo oscuro y flores azules, pero me disgustaba el aspecto frágil del mueble. Me gustan las sillas que parecen aguantar bien a la gente corpulenta, pesada, sin crujir o lamentarse. Me gustan los muebles que no se van a echar a perder porque se te caiga un poco de Coca-Cola encima, o si el perro se sube para echarse una siesta. Traté de ponerme en el sofá de dos plazas que había enfrente. Bonito, sí. Cómodo, no. Sospecha confirmada.
—¿Y qué eres tú, Amelia?
—¿Perdona?
—Que qué eres.
—Oh, una bruja.
—Ya me lo imaginaba. —No capté el sentido sobrenatural que desprenden las criaturas cuyas células originales han sido cambiadas por la naturaleza de su nuevo ser. Amelia había adquirido su «distinción»—. ¿Lanzaste tú los conjuros para sellar el apartamento?
—Sí —contestó, orgullosa. Me lanzó una mirada de evidente evaluación. Notó que me di cuenta de que el apartamento estaba protegido por conjuros; que ella pertenecía al mundo sobrenatural, el mundo oculto. Quizá fuera una humana normal, pero sabía por dónde me movía. Leí todos esos pensamientos con la misma facilidad que si Amelia me los hubiera revelado de viva voz. Era una emisora excepcional, tan limpia y clara como su complexión—. La noche de la muerte de Hadley, el abogado de la reina me llamó. Estaba durmiendo, por supuesto. Me dijo que sellara este sitio, que Hadley no iba a volver, pero que la reina quería que se mantuviera intacto para su heredera. Al día siguiente, vine temprano para empezar a limpiar. —También llevó guantes de goma; lo podía ver en su imagen mental de aquella mañana, después de la muerte de Hadley.
—¿Vaciaste el cubo de la basura e hiciste la cama?
Parecía avergonzada.
—Así es. No me di cuenta de que por «intacto» quería decir «sin modificar nada». Cataliades vino y me lo dejó bien claro. Pero me alegro de haber sacado la basura. Es extraño, porque esa noche alguien registró el cubo de la basura antes de que la pudiera sacar.
—¿No sabrás si se llevaron algo?
Me miró con incredulidad.
—No suelo hacer inventarios de lo que hay en la basura —dijo, y añadió, reacia—: le habían lanzado un conjuro, pero no sé para qué.
Vale, no eran buenas noticias. Amelia ni siquiera se lo admitía a sí misma; no quería pensar que la casa pudiera ser el objetivo de un ataque sobrenatural. Amelia estaba orgullosa porque sus sellos habían aguantado, pero no pensó en proteger el cubo de la basura.
—Ah, me llevé todas sus macetas a mi piso para cuidar de las plantas, así que, si quieres llevártelas adondequiera que sea, son todas tuyas.
—Bon Temps —le corregí. Amelia bufó. Tenía ese desprecio por los pueblos de quien nace en la gran ciudad—. ¿Así que eres la propietaria del edificio y le alquilaste el apartamento a Hadley? ¿Cuándo?
—Hace un año, más o menos. Ya era una vampira —dijo Amelia—. También era la novia de la reina, desde hacía bastante tiempo. Así que pensé que era un buen seguro, ya me entiendes. Nadie va a atacar a la nena de la reina, ¿no? Y nadie va a irrumpir en su apartamento tampoco.
Quise preguntar cómo se podía permitir Amelia un lugar tan bueno, pero era algo demasiado grosero para enunciarlo en voz alta.
—¿Y vives del negocio de la brujería? —pregunté, tratando de sonar moderadamente interesada.
Se encogió de hombros, pero pareció alegrarse de que preguntara. A pesar de que su madre le había dejado mucho dinero, Amelia estaba encantada con poder mantenerse sola. Lo escuché con la misma claridad que si lo hubiera dicho.