Déjame entrar (2 page)

Read Déjame entrar Online

Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

BOOK: Déjame entrar
9.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

Había levantado la mano, demostrado que era alguien, que sabía algo. Aquello estaba prohibido. Para él. Se inventaban un montón de razones para humillarle: que estaba demasiado gordo, que era demasiado feo, demasiado asqueroso. Pero el verdadero problema era que él no existía para nada, y todo lo que les recordara su existencia era un crimen.

Probablemente no harían más que «bautizarle», meterle la cabeza en el retrete y tirar de la cadena. Con independencia de lo que se les ocurriera sentía siempre un gran alivio cuando ya había pasado. Entonces, ¿por qué no podía quitar el pestillo, que de todos modos iba a saltar en cualquier momento, y dejarles que se divirtieran?

Con la vista puesta en el pestillo vio cómo éste se iba doblando hasta que saltó de la armella, la puerta que se abrió de golpe contra la pared de la cabina, la sonrisa de triunfo en la cara de Micke Siskovs, lo sabía.

Porque el juego no era así.

Ni él había corrido el pestillo ni los otros habían saltado la pared de su cabina en tres segundos, porque ésas no eran las reglas del juego.

La euforia de los cazadores era de los otros; el terror de la víctima, suyo. Cuando le cogieran se acabaría la diversión, y la paliza propiamente dicha sería una obligación impuesta. Si se rendía demasiado pronto corría el riesgo de que pusieran toda su energía en el castigo en lugar de ponerla en la persecución. Lo que sería peor.

Jonny Forsberg asomó la cabeza.

—Levanta la tapa si vas a cagar… Vamos, chilla como un cerdo.

Oskar chilló como un cerdo. Estaba previsto. A veces, si lo hacía le perdonaban el castigo. Se esforzó al máximo temiendo que, si no, durante el castigo le obligaran a levantar las manos y descubrir su asqueroso secreto.

Arrugó la nariz como si fuera el hocico de un cerdo gruñendo y chillando, gruñendo y chillando. Jonny y Micke se reían.

—Joder, Cerdo. Venga, más.

Oskar siguió. Apretó los ojos y siguió. Cerró los puños con tanta fuerza que las uñas se le clavaron en las palmas de las manos y siguió. Gruño y chilló hasta que notó un sabor raro en la boca. Entonces paró. Abrió los ojos.

Se habían ido.

Se quedó allí, acurrucado encima de la tapa del retrete, mirando al suelo. Había una mancha roja en el azulejo que estaba debajo de él. Mientras miraba, cayó al suelo otra gota de sangre de su nariz. Cogió un trozo de papel higiénico y se tapó las fosas nasales.

Le pasaba a veces, cuando tenía miedo. Empezaba a sangrar por la nariz, sin más. Esto le había ayudado en algunas ocasiones justo cuando iban a pegarle; entonces lo dejaban, puesto que ya estaba sangrando.

Oskar Eriksson permanecía acurrucado con un trozo de papel en una mano y su bola del pis en la otra. Sangraba, se orinaba y hablaba demasiado. Tenía escapes en todos los agujeros. Pronto empezaría a cagarse también. El Cerdo.

Se levantó y salió de los lavabos. Dejó la mancha de sangre en el suelo. Para que alguien la viera y sospechara. Para que creyera que alguien había sido asesinado allí, puesto que alguien había sido asesinado allí. Por centésima vez.

Håkan Bengtsson, un hombre de cuarenta y cinco años con incipiente barriga, incipiente calva y dirección desconocida para la autoridad, iba en el metro mirando por la ventana, estudiando la que iba a ser su nueva casa.

La verdad es que esto era algo feo. Norrköping era más bonito. De todas formas, estas poblaciones del oeste no se parecían en nada a los suburbios de Estocolmo que él había visto por la televisión; Kista y Rinkeby y Hallonbergen. Esto era diferente.

—PRÓXIMA ESTACIÓN, RÅCKSTA.

Algo más acabado y más acogedor. Aunque ahí se veía un auténtico rascacielos. Alzó la vista para poder ver el último piso de la torre de oficinas de Vattenfall. No recordaba un edificio semejante en Norrköping. Aunque claro, nunca había estado en el centro.

Se tenía que bajar en la próxima estación, ¿no? Miró el mapa de la red del metro pegado encima de las puertas. Sí, la próxima.

—ATENCIÓN A LAS PUERTAS. CIERRE DE PUERTAS.

No le miraba nadie, ¿verdad?

No, en el vagón sólo iban unas pocas personas ocupadas con sus periódicos de la tarde. Mañana hablarían de él en esos periódicos.

Fijó la vista en un anuncio de ropa interior. Una mujer posaba provocadora con bragas negras y sujetador de encaje. Era una locura. Por todas partes piel desnuda. ¡Y eso estaba permitido! ¿Cómo influía realmente aquello en las personas, en el amor?

Le temblaban las manos y las apoyó en las rodillas. Estaba muy nervioso.

—¿De verdad que no hay otra manera?

—¿Crees que te expondría a esto si hubiera otra manera?

—No, pero…

—No hay ninguna otra manera.

Ninguna otra manera. No había más remedio que hacerlo. Sin torpezas. Había consultado el mapa en la guía de teléfonos y elegido una zona de bosque que probablemente iría bien, después hizo la bolsa y salió.

Había cortado el logotipo de Adidas con el cuchillo que llevaba en la bolsa, entre los pies. Ésa era una de las cosas que habían ido mal en Norrköping. Alguien había recordado la marca de la bolsa y luego la policía la había encontrado en el contenedor en el que él la había tirado, no muy lejos de su piso.

Hoy se la llevaría a casa. Tal vez la cortaría en trozos pequeños y los echaría al retrete. ¿Se hacía así?

¿Cómo se hace en realidad?

—FINAL DEL TRAYECTO. POR FAVOR, ABANDONEN LOS VAGONES.

El metro vomitó su carga y Håkan siguió a los otros pasajeros con la bolsa en la mano. Le pareció que pesaba, aunque lo único pesado que había en ella era la botella de gas. Trató de andar con naturalidad, no como un hombre camino de su propia ejecución. La gente no tenía que fijarse en él.

Pero sus piernas parecían de plomo, como si quisieran soldarse al andén. ¿Y si se quedara allí? ¿Si se quedara totalmente quieto sin mover ni un músculo y permaneciera así? Esperando a que llegara la noche, a que alguien se fijara en él y llamara a… alguien que le buscara, que le llevara a otro sitio.

Siguió andando a paso normal. Pierna derecha, pierna izquierda. No podía fallar. Ocurrirían cosas terribles si fallaba. Lo peor que se pudiera imaginar.

Arriba, junto a los torniquetes, miró a su alrededor. Tenía muy mal sentido de la orientación. ¿Hacia qué lado estaría esa zona del bosque? Lógicamente, no podía preguntárselo a nadie. Probaría suerte. No había más que seguir adelante, acabar con ello de una vez. Derecha, izquierda.

Tiene que haber otra manera.

Pero no se le ocurría nada. Había ciertos requisitos, ciertos criterios. Y ésta era la única manera de cumplirlos.

Lo había hecho ya dos veces, y las dos la había cagado. En Växjö no tanto, pero lo suficiente como para verse obligado a marcharse de allí. Hoy lo iba a hacer bien, recibiría muchos elogios.

Caricias, tal vez.

Dos veces. Ya estaba condenado. ¿Qué importancia podía tener una tercera vez? Absolutamente ninguna. El castigo de la sociedad sería probablemente el mismo: cadena perpetua.

¿Y el moral? ¿Cuántos golpes dará la cola, rey Minos?

El camino del parque por el que iba torcía más adelante, donde empezaba el bosque. Tenía que ser el bosque que había visto en el mapa. La botella y el cuchillo golpeaban el uno contra el otro. Intentó llevar la bolsa de modo que no sonaran.

Una niña apareció en la calle delante de él. Una niña de unos ocho años de vuelta a casa después de la escuela con la cartera golpeándole la cadera.

¡No! ¡Nunca!

Ahí estaba el límite. Una niña tan pequeña, no. Preferible él mismo, hasta que cayera muerto. La niña iba cantando algo. Aceleró el paso para acercarse, para poder escucharla.

Pequeño rayo de sol que entras

por la ventana en mi casa…

¿Todavía cantaban los niños esa canción? La niña tal vez tenía una profesora mayor. Qué bien que esa canción todavía existiera. Le habría gustado acercarse más para oírla mejor, sí, tan cerca como para sentir el olor de su pelo.

Caminó más despacio. Nada de liarla. La niña dejó la calle, continuó por un sendero hacia el bosque. Probablemente vivía en las casas que había al otro lado. Que los padres se atrevieran a dejarla ir así, totalmente sola. Tan pequeña.

Se detuvo, dejó que la niña aumentara la distancia y desapareciera en el bosque.

Ahora sigue, pequeña. No te entretengas jugando en el bosque
. Esperó cosa de un minuto, escuchando a un pinzón que cantaba en un árbol próximo. Luego siguió tras la niña.

Oskar iba de vuelta a casa después de la escuela; muy abatido. Siempre se sentía peor cuando conseguía evitar el castigo de esa manera: haciendo de cerdo, o de cualquier otra cosa. Peor que si le hubieran dado una paliza. Lo sabía y, sin embargo, no era capaz de aceptar el castigo cuando éste se avecinaba. Prefería rebajarse a lo que fuera. Ningún orgullo.

Robin Hood y el Hombre Araña tenían orgullo. Cuando Sir John o el Doctor Octopus los tenían arrinconados, ellos desafiaban al miedo, aunque no hubiera posibilidad de escapar.

Pero ¿qué sabía realmente el Hombre Araña? Como ya se sabe, conseguía escapar siempre, aunque fuera imposible. Era un personaje de cómic que tenía que sobrevivir para el siguiente número. Él tenía sus fuerzas de Hombre Araña; Oskar, su gruñido. Cualquier cosa con tal de sobrevivir.

Necesitaba consolarse. Había pasado un día terrible y ahora iba a tener un poco de compensación. Aun a riesgo de encontrarse con Jonny y Micke caminó hasta el centro de Blackeberg, hasta el Sabis. Subió arrastrando los pies por la vereda zigzagueante en lugar de subir por las escaleras, se relajó. Lo importante era estar tranquilo, no sudar.

Ya le habían pillado una vez robando en Konsum, el año pasado. El guardia de seguridad quería llamar a su madre, pero estaba en el trabajo y Oskar no sabía su número, no, no. Pasó una semana angustiado cada vez que sonaba el teléfono. Sin embargo, en lugar de eso llegó una carta dirigida a su madre.

Idiotas. En el sobre ponía incluso «Comisaría de Policía de Estocolmo», y naturalmente Oskar lo abrió, leyó sus delitos, falsificó la firma de su madre y después envió la carta de nuevo para confirmar que la había leído. Cobarde puede, pero no tonto.

Y lo de cobarde… ¿Era de cobardes lo que estaba haciendo ahora? Llenándose los bolsillos de la cazadora con Dajm, Japp, Coco y Bounty para terminar con una bolsa de cochecitos entre la cinturilla del pantalón y el estómago; fue a la caja y pagó por un chupa chups de Dumle.

Volvió a casa con la cabeza alta y el paso ligero. No era el Cerdo al que todos podían patear, era el jefe de los ladrones que desafiaba los peligros para sobrevivir. Podía engañarlos a todos.

Cuando cruzó el arco de entrada al patio se sintió seguro. Ninguno de sus enemigos vivía allí, un círculo irregular dentro del círculo más amplio que era la calle Ibsen. Una doble fortificación. Allí estaba seguro. En ese patio no le había pasado nada malo de verdad. Casi nada.

Allí había crecido y allí había tenido amigos antes de empezar la escuela. Fue en quinto cuando comenzó a sentirse rechazado en serio. A finales de ese curso se convirtió en el saco de los golpes de todos sus compañeros, y aquello se extendió incluso a otros chicos que no iban a su clase. Llamaban cada vez menos para preguntarle si quería salir a jugar.

Fue también durante ese periodo cuando empezó con su cuaderno de recortes, al que ahora acudía de nuevo, para entretenerse.

—¡JIIINNN!

Se oyó un zumbido y algo le golpeó los pies. Un coche teledirigido de color granate echó marcha atrás, dio la vuelta y subió por la cuesta en dirección a su portal a toda velocidad. Detrás de los espinos, a la derecha del arco, apareció Tommy con una larga antena que salía de su estómago, chuleando un poco.

—Te ha sorprendido, ¿eh?

—Qué rápido va.

—Sí. Te lo vendo.

—¿Por cuánto…?

—Trescientas coronas.

—No. No las tengo.

Tommy le hizo una señal con el índice para que se acercara, dio la vuelta al coche en la cuesta y lo condujo hacia abajo a velocidad de rally, lo paró con un derrape delante de sus pies, lo cogió y, haciéndole una caricia, dijo en voz baja:

—Cuesta novecientas en la tienda.

—Seguro.

Tommy miró el coche, examinó a Oskar de arriba abajo.

—¿Doscientas entonces? Es totalmente nuevo, ya ves.

—Sí, es muy bonito, pero…

—¿Pero?

—Nada.

Tommy asintió, puso el coche en el suelo y lo dirigió entre los arbustos de manera que las ruedas grandes y estriadas chirriaron, dio una vuelta al tendedero de las alfombras y otra vez cuesta abajo.

—¿Me dejas probarlo?

Tommy miró a Oskar como para decidir si era o no digno de ello, le tendió el mando a distancia señalando el labio superior.

—Te han pegado, ¿no? Tienes sangre. Aquí.

Oskar se pasó el índice por el labio, algunas partículas de color marrón se le quedaron pegadas.

—No, es sólo…

Mejor no contarlo. No servía para nada. Tommy era tres años mayor. Duro. Sólo diría algo sobre que hay que devolverla y Oskar contestaría que «claro», y el único resultado sería que descendería aún más en el aprecio de Tommy.

Oskar manejó el coche un poco, luego miró mientras Tommy lo dirigía. Le habría gustado tener doscientas coronas en efectivo y que pudieran hacer un negocio Tommy y él. Algo en común. Se metió las manos en los bolsillos y tocó las golosinas.

—¿Quieres un Dajm?

—No, no me gustan.

—¿Japp, mejor?

Tommy levantó la vista del mando a distancia, sonriendo.

—¿Tienes de los dos?

—Sí.

—¿Mangados?

—… Sí.

—Vale.

Oskar alargó la mano y le dio un Japp que Tommy se guardó en el bolsillo trasero de sus vaqueros.

—Gracias. Adiós.

—Adiós.

Cuando llegó a casa, Oskar echó todas las golosinas encima de la cama. Iba a empezar con el Dajm para seguir luego con los dobles y terminar con el Bounty, su favorito. Después los coches, que parecía como si enjuagaran la boca.

Dispuso las golosinas en hilera a lo largo de la cama, en el orden en que se las iba a comer. En el frigorífico encontró una botella de coca cola a medias a la que su madre había puesto un trozo de papel de aluminio en la boca. Perfecto. Le gustaba más así, cuando se le habían ido las burbujas, sobre todo con las golosinas.

Other books

Slow Homecoming by Peter Handke
The Potter's Field by Ellis Peters
Moving_Violations by Christina M. Brashear
The Novel Habits of Happiness by Alexander McCall Smith
Rembrandt's Ghost by Paul Christopher
The Last Werewolf by Glen Duncan
Witchmoor Edge by Mike Crowson
Hero of Hawaii by Graham Salisbury
White Death by Philip C. Baridon