Su padre estaba algo echado hacia delante, como si quisiera acercarse él también pero sin atreverse. La foto no representaba a una familia. Representaba a un niño con su madre. A su lado un hombre, probablemente el padre. A juzgar por la expresión de la cara.
Pero Oskar quería a su padre, y su madre también lo quería. En cierto modo. A pesar… de lo que pasaba. De lo que acabó pasando.
Oskar cogió el anillo y leyó lo que ponía dentro de él: Erik 22/4/967.
Se habían separado cuando Oskar tenía dos años. Ninguno de los dos había encontrado aún otra pareja. «No ha surgido». Los dos usaban la misma expresión.
Dejó el anillo en su sitio, cerró la caja de madera y la depositó en el armario. Se preguntó si su madre miraría alguna vez el anillo, por qué lo tendría guardado. No dejaba de ser oro. Diez gramos, seguro. Valdría aproximadamente cuatrocientas coronas.
Oskar se puso la cazadora de nuevo, salió al patio. Empezaba a oscurecer, aunque no eran más que las cuatro. Descartado lo de ir al bosque ahora.
Tommy pasaba por delante del portal, se detuvo cuando vio a Oskar.
—Hola.
—Hola.
—¿Qué haces?
—Nada, he repartido la propaganda y no sé…
—¿Se saca algo de dinero con eso?
—Así, así. Setenta, ochenta coronas. Cada vez.
Tommy asintió con la cabeza.
—¿Quieres comprar un walkman?
—No sé. ¿Por qué lo dices?
—Un walkman de Sony. Por cincuenta coronas.
—¿Nuevo?
—Sí. En su caja. Con auriculares. Cincuenta coronas.
—Ahora no tengo dinero.
—Pero si acabas de ganar setenta, ochenta coronas con eso, como has dicho.
—Sí, pero recibo un sueldo mensual. La próxima semana.
—Vale. Pero si quieres te lo doy ahora y cuando tengas el dinero me lo das.
—Bueno…
—Venga. Baja y espérame, que voy a buscarlo. Tommy hizo un gesto con la cabeza señalando hacia el parque y Oskar bajó y se sentó en un banco. Enseguida se levantó y fue hasta la escalera del tobogán, miró. No estaba la chica. Volvió rápidamente al banco y se sentó de nuevo, como si hubiera hecho algo prohibido.
Después de un rato, llegó Tommy y le dio la caja.
—Cincuenta coronas dentro de una semana, ¿de acuerdo?
—Mmm.
—¿Qué sueles escuchar?
—Kiss.
—¿Cuáles tienes?
—Alive.
—¿No tienes
Destroyer
? Te lo dejo prestado si quieres. Grábalo.
—Sí, qué bien.
Oskar tenía el disco doble de
Alive
con Kiss, lo había comprado hacía unos meses, pero no lo escuchaba nunca. Miraba más las fotografías del concierto. Parecían realmente duros con la cara maquillada. Figuras de terror vivientes. Y
Beth
, donde Peter Cross cantaba, le gustaba realmente mucho, pero las demás canciones eran demasiado… como si no tuvieran ninguna melodía. A ver si
Destroyer
era mejor.
Tommy se levantó para irse. Oskar estaba abrazado a la caja.
—¿Tommy?
—Sí.
—Ese chico. El que fue asesinado. ¿Sabes tú…
cómo
fue asesinado?
—Sí. Lo colgaron en un árbol y le cortaron el cuello.
—¿No lo acuchillaron? Como si le hubieran dado cortes. En el tórax.
—No. Sólo en el cuello.
Phhhhhssst
.
—Vale, vale.
—¿Algo más?
—No.
—Hasta luego.
—Hasta luego.
Oskar se quedó sentado en el banco un rato, pensando. El cielo estaba de color lila oscuro, la primera estrella, ¿o sería Venus?, se podía ver claramente. Se levantó y entró para esconder el walkman antes de que volviera su madre.
Esta tarde iba a ver a la chica para que le devolviera su cubo. Las persianas estaban aún bajadas. ¿
Viviría
realmente allí? ¿Qué hacían allí dentro, todos los días? ¿Tendría amigos?
Probablemente no.
—Esta noche.
—¿Qué has hecho?
—Me he lavado.
—No sueles hacerlo.
—Håkan, esta noche tienes que…
—No, he dicho.
—Por favor.
—No se trata de… Otra cosa, lo que sea. Dilo. Lo haré. Coge de mí, por el amor de Dios. Aquí. Aquí tienes un cuchillo. Ah, no. De acuerdo, entonces tendré que…
—No lo hagas.
—¿Por qué no? Es preferible esto. ¿Por qué te has lavado? Hueles a… jabón.
—¿Qué quieres que haga?
—No puedo.
—No.
—¿Qué piensas hacer?
—Ir yo misma.
—¿Necesitas lavarte para eso?
—Håkan…
—Yo te ayudo con cualquier
otra cosa
. Lo que quieras, yo…
—Sí, sí. Está bien.
—Perdona.
—Sí.
—Ve con cuidado. Yo iba con cuidado.
Kuala Lumpur, Phnom Penh, Mekong, Rangoon, Chungking…
Oskar estaba mirando la fotocopia que acababa de completar, los deberes del fin de semana. No le decían nada aquellos nombres, no eran más que un montón de letras. Había cierta satisfacción en abrir el atlas y ver que realmente existían ciudades y ríos justo en el sitio donde aparecían marcados en la fotocopia, pero…
Sí, se lo iba a aprender de memoria y su madre se lo iba a preguntar. Podría señalar los puntos y decir esas palabras extrañas. Chungking, Phnom Penh. Su madre quedaría impresionada. Y, claro, algo divertido sí que eran todos esos nombres raros de sitios lejanos, pero…
¿Por qué?
En cuanto les dieron fotocopias con la geografía de Suecia se había aprendido todo de memoria. Se le daba bien eso. ¿Pero ahora? Intentó acordarse del nombre de
uno
de los ríos de Suecia.
Äskan, Väskan, Piskan…
Era algo así. Ätran, quizá. Sí. ¿Pero dónde estaba? Ni idea. Y la misma suerte iban a correr Chungking y Rangoon en unos años. No tenía sentido.
Lo cierto era que aquellos sitios no existían. Y si existían… él no iba a ir nunca allí. ¿Chungking? ¿Qué iba a hacer él en Chungking? No era más que una superficie grande, blanca y un punto pequeño.
Observó las líneas rectas en las que se balanceaba su escritura desgarbada. Era la escuela. Nada más. Así era la escuela. Le decían a uno que hiciera un montón de cosas, y uno las hacía. Esos sitios los habían creado para que los profesores pudieran repartir fotocopias. No
significaba
nada. Él podría escribir igual Tjippiflax, Bubbelibäng y Spitt en las líneas. Era igual de razonable.
La única diferencia sería que la señorita diría que estaba
mal
. Que no se
llamaban
así. Apuntaría en el mapa y diría:
—Mira, se llama Chungking, no Tjippiflax.
Floja demostración. Alguien se habría inventado también lo que ponía en el atlas. No por eso tenía que ser cierto. A lo mejor la tierra era en realidad plana, pero por alguna razón se mantenía en secreto.
Embarcaciones que caen al abismo. Dragones.
Oskar se levantó de la mesa. La fotocopia estaba lista, rellenada con letras que la señorita daría por buenas. Eso era todo.
Eran más de las siete, a lo mejor la chica ya había salido. Acercó la cara a la ventana y puso las manos alrededor para poder ver fuera en la oscuridad. Sí, claro que había algo que se movía abajo, en el parque.
Salió al pasillo. Su madre estaba sentada haciendo punto, o ganchillo, en el cuarto de estar.
—Salgo un rato.
—¿Pero vas a salir ahora otra vez? Te iba a preguntar los deberes.
—Sí. Lo hacemos luego.
—Era Asia, ¿no?
—¿Qué?
—La fotocopia que tenías. Que era de Asia, ¿verdad?
—Sí, eso creo. Chungking.
—¿Eso dónde está? ¿En China?
—No sé.
—¿No
sabes
? Pero…
—Luego vengo.
—Bueno. Ten cuidado. ¿Tienes el gorro?
—Que sí.
Oskar se metió el gorro en el bolsillo de la cazadora y salió. Cuando se iba acercando al parque sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y vio que la chica estaba sentada en lo alto de la escalera del tobogán. Se acercó y se quedó debajo de ella con las manos en los bolsillos.
Hoy parecía distinta. Seguía con el jersey de color rosa —¿es que no tenía otro?—, pero el pelo no lo tenía tan enredado. Caía liso, negro, siguiendo la forma de la cabeza.
—Hei.
—Hola.
—Hola.
Nunca más en toda su vida iba a decir «hei» a alguien. Sonaba tan increíblemente ridículo. La chica se levantó.
—Sube.
—De acuerdo.
Oskar trepó por la escalera y se colocó a su lado, respiró discretamente por la nariz. Ya no olía mal.
—¿Huelo mejor?
Oskar se puso totalmente rojo. La chica sonrió y le dio algo. Su cubo.
—Gracias por el préstamo.
Oskar cogió el cubo y lo miró. Volvió a mirarlo. Lo puso a la luz lo mejor que pudo, lo volvió, mirando todas las caras. Estaba hecho. Todas las caras de un solo color.
—¿Lo has desmontado?
—¿Cómo?
—Pues… desmontando las piezas y… poniéndolas bien.
—¿Se puede hacer eso?
Oskar tocaba el cubo como para comprobar si las piezas estaban sueltas después de haberlas desmontado. Él lo había hecho una vez, asombrado de los pocos giros que hacían falta para que se perdiera y fuera incapaz de conseguir que las caras estuvieran de nuevo de un solo color. Las piezas, evidentemente, no habían quedado sueltas cuando él lo desmontó, pero no era posible que ella lo hubiera completado.
—
Tienes que
haberlo desmontado.
—No.
—Pero si no habías visto uno antes.
—No. Era divertido. Gracias.
Oskar se puso el cubo delante de los ojos como si esperara que le contase cómo había ocurrido. No sabía por qué, pero estaba casi seguro de que la chica no mentía
—¿Cuánto tiempo has tardado?
—Unas cuantas horas. Ahora iría más rápido.
—Increíble.
—No es tan difícil.
La muchacha se volvió hacia él. Sus pupilas eran tan grandes que casi ocupaban todo el ojo, la luz de los portales se reflejaba en su negra superficie y parecía como si ella tuviera una lejana ciudad dentro de la cabeza.
El cuello alto, muy subido, ocultaba su cuello destacando aún más sus rasgos suavemente perfilados, lo que le daba una apariencia de… personaje de cómic. Su piel, las líneas eran como un cuchillo de untar mantequilla que uno hubiera estado lijando durante varias semanas con papel de lija bien fino hasta que la madera quedaba como la seda.
Oskar carraspeó:
—¿Cuántos años tienes?
—¿Cuántos me echas?
—Catorce, quince.
—¿Aparento tantos?
—Sí. ¿O no? No, pero…
—Tengo doce.
—¡Doce!
¡Toma ya! Probablemente era más joven que Oskar, que iba a cumplir los trece dentro de un mes.
—¿Cuándo cumples años?
—No lo sé.
—¿No lo sabes? Pero bueno… ¿cuándo celebras tu cumpleaños y eso?
—No suelo celebrarlo.
—¡Pero lo sabrán tu papá y tu mamá!
—No, mi mamá ha muerto.
—¡Huy! Ya, ya. ¿De qué murió?
—No lo sé.
—Pero tu papá… lo sabrá.
—No.
—Entonces… qué pasa… ¿no recibes regalos de cumpleaños y eso?
Ella se le acercó más. Su aliento se extendió ante la cara de Oskar y la luz de la ciudad reflejada en sus ojos se apagó bajo la sombra del muchacho. Las pupilas, dos grandes agujeros negros en su rostro.
Ella está triste. Tan terrible, terriblemente triste.
—No. No me dan ningún regalo. Nunca.
Oskar asintió paralizado. El mundo que tenía a su alrededor había dejado de existir. Sólo aquellos dos agujeros negros a un palmo de distancia. El vaho de sus bocas se mezclaba, ascendía, se dispersaba.
—¿Te gustaría hacerme un regalo?
—Sí.
Su voz sonó menos que un susurro. Sólo un suspiro. La cara de la chica estaba cerca y sus mejillas, suaves como el cuchillo de untar la mantequilla, atrajeron la mirada de Oskar.
Eso le impidió ver cómo le cambiaban los ojos, se le achinaban, tenían otra expresión. Cómo el labio superior se levantaba dejando al descubierto un par de colmillos amarillentos. Él no vio más que sus mejillas y, mientras los dientes de ella se acercaban a su cuello, él le acarició la mejilla con la mano.
La chica se detuvo, paralizada por un instante, luego se apartó. Sus ojos recuperaron su aspecto anterior, la luz de la ciudad volvió a encenderse.
—¿Qué has hecho?
—Perdón… yo…
—¿Qué? ¿Qué hiciste?
—Yo…
Oskar se miró la mano en la que tenía el cubo, aflojó un poco. Lo había apretado tan fuerte que los bordes le habían dejado señales oscuras en la mano. Puso el cubo delante de la chica.
—¿Lo quieres? Te lo doy.
La chica negó moviendo despacio la cabeza.
—No. Es tuyo.
—¿Cómo… te llamas?
—Eli.
—Yo me llamo Oskar. ¿Cómo has dicho? ¿Eli?
—… Sí.
La muchacha parecía de pronto inquieta. Con la mirada perdida como si buscara algo en la memoria, algo que no podía encontrar.
—Yo… me tengo que ir ahora.
Oskar asintió. La chica le miró directamente a los ojos durante un par de segundos, luego se volvió para irse. Llegó hasta el borde superior del tobogán y dudó un poco. Se sentó y bajó deslizándose, y se dirigió a su portal.
Oskar apretó el cubo con la mano.
—¿Vas a venir mañana?
La chica se detuvo y dijo en voz baja:
—Sí. —Y sin volverse, continuó andando. Oskar la siguió con la mirada. No entró en su portal, sino que fue hacia el arco que conducía fuera del patio. Desapareció.
Oskar miró el cubo que tenía en la mano. Increíble.
Giró un poco una sección, para que no estuviera completo. Lo volvió a poner en su sitio. Iba a guardarlo así. Durante un tiempo.
Jocke Bengtsson iba riéndose para sí de vuelta a casa tras el cine. Joder, qué película más divertida,
Sällskapsresan
. Especialmente los dos tíos dando vueltas todo el rato buscando la Bodega de Pepe, y cuando uno de ellos llevaba a su compañero borracho perdido en la silla de ruedas por la aduana: «inválido». Joder, qué divertido.
Tal vez habría que coger y marcharse a uno de esos viajes con alguno de los colegas. ¿Pero con quién se podía ir?
Karlsson era tan aburrido que paraba los relojes, cualquiera se volvería loco después de dos días. Morgan podía ponerse muy desagradable si bebía demasiado, y fijo que lo haría si realmente aquello era tan barato. Larry era majete, pero tan decrépito que al final tendría que llevarlo en una silla de ruedas. «Inválido».