»Pero algo tendremos que hacer.
»¿Qué hacemos?
Giselle le miraba. Luego empezó a lamerle la mano.
Cuando Oskar llegó a casa desde el bosque, el cuchillo estaba manchado de virutas viejas. Lo lavó bajo el grifo de la cocina y lo secó con una toalla que después remojó con agua fría, la escurrió y se la puso en la mejilla.
Su madre iba a llegar de un momento a otro. Tenía que salir un rato, necesitaba un poco más de tiempo —tenía aún el nudo en la garganta, las piernas le escocían—. Buscó las llaves en el armario de la cocina, escribió una nota: «Vuelvo enseguida. Oskar». Luego puso el cuchillo en su sitio y bajó al sótano. Abrió la pesada puerta y se deslizó dentro.
Olor a sótano. Le gustaba. Un olor confortable a madera, a cosas viejas y a espacio cerrado. Algo de luz se filtraba por una ventana a ras de la calle y la oscuridad sugería secretos de sótano, tesoros ocultos.
A su izquierda había un pasillo alargado que tenía cuatro trasteros. Las paredes y las puertas eran de madera; las puertas, cerradas con candados más o menos grandes. Una de ellas tenía el candado reforzado; alguien a quien habían robado.
En la pared más alejada del pasillo ponía «BESO» escrito con rotulador. La S estaba escrita como si fuera una Z, al revés.
Lo más interesante estaba en el otro extremo: el cuarto de la basura. Allí Oskar había encontrado un globo terráqueo con su bombilla y todo que ahora estaba en su habitación, también unos cuantos ejemplares viejos de
El Increíble Hulk
. Y más cosas.
Pero hoy no había casi nada. Debían de haberlo vaciado recientemente. Unos pocos periódicos, algunas carpetas en las que ponía «inglés» y «sueco». Carpetas ya tenía más que suficientes. Hacía unos años había salvado una caterva de ellas de los contenedores de al lado de la imprenta.
Siguió hasta llegar al sótano del siguiente portal, el de Tommy. Abrió la puerta y entró. Aquel sótano olía diferente: un vago aroma a pintura o a disolvente.
Allí estaba también el refugio aéreo del edificio. Sólo había entrado en él una vez, hacía tres años, cuando los chicos mayores organizaron allí un club de boxeo. Una tarde, pudo acompañar a Tommy como espectador. Los chicos se golpeaban unos a otros con los guantes de boxeo puestos y Oskar se asustó un poco. Berridos y sudor, los cuerpos tensos y concentrados, el sonido de los golpes absorbido por las gruesas paredes de cemento. Después, alguien resultó herido o algo así y el volante que se giraba para descorrer los cerrojos de la puerta de hierro había sido bloqueado con cadenas y candado. Se acabó el boxeo.
Oskar encendió la luz y fue hasta el refugio. Si venían los rusos, quitarían el candado.
Si no han perdido la llave.
Estaba frente a la maciza puerta y se le ocurrió este pensamiento: que alguien… algo estaba encerrado allí. Que por eso había cadenas y candados. Un monstruo.
Escuchó. Sonidos lejanos de la calle, de personas que hacían cosas en los pisos de arriba. Le gustaba realmente el sótano. Uno estaba como en un mundo diferente al mismo tiempo que sabía que el otro mundo estaba ahí fuera, arriba, cuando uno lo necesitara. Pero aquí abajo reinaba el silencio y no llegaba nadie a decirle cosas, a hacerle cosas. A mandarle cosas.
Enfrente del refugio estaba el local del Club del Sótano. Territorio prohibido.
No tenían cerradura, por cierto, pero eso no significaba que cualquiera pudiera entrar allí. Aspiró profundamente y abrió la puerta.
No había gran cosa en aquel trastero. Un sofá viejo y una butaca igual de vieja. Una alfombra en el suelo. Una cómoda con la pintura desconchada. Desde la bombilla del pasillo salía un cable conectado de forma clandestina hasta la bombilla pelada que colgaba en el techo. Estaba apagada.
Había estado aquí un par de veces antes y sabía que para encender la bombilla no había más que enroscarla. Pero no se atrevía. La luz que se filtraba por los resquicios de las tablas era más que suficiente. El corazón le latía cada vez más deprisa. Si le pillaban aquí le iban a…
¿Qué? No sé. Eso es lo terrible. Pegarme no, pero…
Se puso de rodillas en la alfombra, levantó uno de los cojines del sofá. Debajo había un par de tubos de pegamento y un rollo de bolsas de plástico, un envase de gas para encendedores. Debajo del cojín de la otra esquina había revistas porno. Algunos ejemplares viejos de
Lektyr
y
Fib Aktuellt.
Cogió un
Lektyr
y se acercó un poco hacia la puerta, donde había más luz. Todavía de rodillas puso la revista en el suelo delante de él, la hojeó. Sentía la boca seca. La mujer de la foto estaba echada en una hamaca y no llevaba más que unos zapatos de tacón. Se apretaba los pechos y tenía los labios abultados. Tenía las piernas abiertas y en medio de la mata de pelo entre sus muslos aparecía una franja de carne rosa con una hendidura en el medio.
¿Cómo entra uno ahí?
Conocía la palabra por comentarios que había oído, pintadas que había leído. Coño. Agujero.
Labios menores. Pero eso no
era
un agujero. Sólo esa hendidura. Habían tenido educación sexual en la escuela y sabía que tenía que haber un… túnel desde el coño hacia dentro. ¿Pero en qué dirección? Todo recto o hacia arriba o… no se podía ver.
Siguió hojeando. Relatos de los propios lectores. Una piscina. Un compartimento en el cuarto de cambiarse de las chicas. Los
pezones se pusieron rígidos bajo el traje de baño. La polla golpeaba como un martillo dentro del bañador. Ella se agarró a los colgadores y volvió su culito hacia mí, se restregó: «Tómame, tómame ahora».
¿Aquello sucedía todo el tiempo, a puerta cerrada, en los sitios donde uno lo veía?
Había empezado una nueva historia sobre una reunión familiar que había tomado un rumbo inesperado cuando oyó abrirse la puerta del sótano. Cerró la revista, la puso en su sitio debajo del cojín y no supo qué hacer consigo mismo. Se le hizo un nudo en la garganta, no se atrevía ni a respirar. Pasos en el pasillo.
Oh Dios mío, no los dejes venir. No los dejes venir.
Se abrazó desesperadamente las rótulas, apretando los dientes hasta hacerse daño en las mandíbulas. La puerta se abrió. Fuera estaba Tommy guiñándole un ojo.
—¿Pero qué cojones?
Oskar quería decir algo, pero tenía las mandíbulas bloqueadas. Siguió allí de rodillas en medio de la alfombra a la luz de la puerta, haciendo esfuerzos para tomar aire por la nariz.
—¿Qué cojones haces aquí? ¿Y qué has hecho?
Sin mover apenas las mandíbulas, Oskar logró decir:
—… nada.
Tommy entró en el trastero, se inclinó sobre él.
—En la mejilla, me refiero. ¿Qué te has hecho ahí?
—Yo… nada.
Tommy meneó la cabeza, enroscó la bombilla hasta que se encendió la luz y cerró la puerta. Oskar se puso de pie en medio de la habitación con los brazos rígidos a lo largo del cuerpo, sin saber qué hacer. Dio un paso hacia la puerta. Tommy se dejó caer en la butaca con un suspiro, señaló el sofá.
—Siéntate.
Oskar se sentó en el cojín de en medio, en el que no había nada debajo. Tommy permaneció en silencio unos instantes observándolo. Luego dijo:
—Bueno. Cuéntamelo entonces.
—¿El qué?
—Lo que te ha pasado en la mejilla.
—… yo… sólo…
—Te ha pegado alguien, ¿no? ¿No?
—… sí…
—¿Por qué?
—No lo sé.
—¿Cómo? ¿Sólo te pegan, sin motivo?
—Sí.
Tommy asintió con la cabeza, recogió algunos hilos sueltos que estaban colgando de la butaca. Sacó una caja de tabaco en pasta y se puso una bolsita bajo el labio superior, le tendió la caja a Oskar.
—¿Quieres?
Oskar negó con la cabeza. Tommy se volvió a guardar la caja, colocó bien la bolsita con la lengua y se echó hacia atrás en la butaca, se puso las manos entrelazadas sobre el estómago.
—Bueno. ¿Y entonces qué estás haciendo aquí?
—No, sólo iba a…
—¿Mirar tías? ¿Eh? Porque tú no esnifas. Ven aquí. Oskar se levantó, se acercó a Tommy.
—Acércate más. Échame el aliento.
Oskar hizo lo que le mandó y Tommy asintió, señalando el sofá le dijo Oskar que se sentara otra vez.
—Tienes que mandar a la mierda esto, ¿me oyes?
—Yo no he…
—No, no lo has hecho. Pero tienes que mandarlo a la mierda, ¿me oyes? No es bueno. La pasta de tabaco es buena. Pruébala. —Hizo una pausa—. Bueno. ¿Vas a estar ahí toda la tarde mirándome? —Hizo un gesto hacia el cojín que tenía Oskar al lado—. ¿No vas a leer un poco más?
Oskar negó con la cabeza.
—Bueno, hombre. Pues vete a casa entonces. Los otros están a punto de llegar y no se alegrarán de encontrarte a ti aquí. Venga, vete a casa.
Oskar se levantó.
—Y esto… —Tommy le miraba, meneando la cabeza, lanzó un suspiro—. No, no era nada. Vete a casa ahora. No vengas aquí más.
Oskar asintió, abrió la puerta. Allí se detuvo.
—Perdón.
—Está bien. Sólo que no vengas más aquí. Oye, otra cosa: ¿el dinero?
—Lo tendré mañana.
—Vale. Otra cosa. Te he conseguido una cinta con
Destroyer
y
Unmasked
. Sube a buscarla algún día.
Oskar asintió. Notó cómo le crecía el nudo en la garganta. Si se quedaba un poco más iba a empezar a llorar. Así que sólo susurró:
—Gracias —y se fue.
Tommy siguió sentado en su butaca, absorbiendo el tabaco y mirando las pelusas que se amontonaban debajo del sofá.
Sin remedio.
Oskar seguiría cobrando hasta que terminara noveno. Era el típico. A Tommy le habría gustado hacer algo, pero una vez que ha empezado no hay manera de pararlo. Nada que hacer.
Sacó un encendedor del bolsillo, se lo puso en la boca y dejó salir el gas. Cuando empezó a notar el frío en el paladar retiró el encendedor, lo encendió y expulsó el aire.
Una bocanada de fuego en la cara. No le hizo gracia. Se sentía inquieto; se levantó y dio algunos pasos por la alfombra. Las pelusas se arremolinaban a su paso.
¿Qué cojones hace uno?
Midió los pasos de la alfombra, imaginando que era una cárcel. Uno no sale. Donde te han sentado, ahí te quedas, bla, bla. Blackeberg. Debería largarse de aquí, hacerse… marinero o algo. Lo que fuera.
Fregar la cubierta, seguir la ruta de Cuba, hola y adiós.
Había un cepillo que no se usaba casi nunca apoyado contra la pared. Lo cogió, empezó a barrer. El polvo le entraba por la nariz. Cuando había barrido un poco se dio cuenta de que no había ningún recogedor. Barrió el montón del polvo debajo del sofá.
Mejor un poco de mierda en un rincón que un puro infierno.
Hojeó una revista porno, la volvió a dejar en su sitio. Dio vueltas a su bufanda alrededor del cuello y tiró hasta que sintió que la cabeza le iba a estallar. Soltó. Se levantó, dio unos pasos por la alfombra. Cayó de rodillas, rezando.
A las cinco y media llegaron Robban y Lasse. Tommy se encontraba entonces recostado en la butaca como si no hubiera ningún problema en el mundo. Lasse se mordía los labios, parecía nervioso. Robban sonrió con coña dando unas palmaditas a Lasse en la espalda.
—Lasse necesita otro radiocasete.
Tommy alzó las cejas.
—¿Eso por qué?
—Lasse, cuéntaselo.
Lasse resopló, no se atrevía a mirar a Tommy a los ojos.
—Esto… es un chico del trabajo…
—¿Que quiere comprar?
—Mmm.
Tommy se encogió de hombros, se levantó de la butaca y rebuscó la llave del refugio en el relleno. Robban parecía decepcionado, había contado con una buena bronca, pero Tommy pasaba. Lasse podía gritar: ¡SE VENDEN OBJETOS ROBADOS! en los altavoces del trabajo si quería. No pasaba nada.
Tommy apartó a Robban y salió al pasillo, abrió el candado, sacó la cadena de la rueda y se la tiró a Robban. La cadena resbaló en las manos de Robban y chirrió contra el suelo.
—¿Qué te pasa? ¿Estás picado o qué?
Tommy meneó la cabeza, giró la rueda y empujó la puerta. El tubo fluorescente del refugio estaba roto, pero la luz que llegaba del pasillo era suficiente para ver las cajas de cartón apiladas a lo largo de una de las paredes. Tommy sacó una caja con un radiocasete y se la dio a Lasse.
—Que te diviertas.
Lasse miró indeciso a Robban, como para que le ayudara a interpretar el comportamiento de Tommy. Robban hizo una mueca que podía significar cualquier cosa; se volvió hacia Tommy, que estaba cerrando de nuevo.
—¿Has oído algo más de Staffan?
—No —Tommy hizo chascar el candado y lanzó un suspiro—. Mañana iré a su casa a comer. Ya veremos.
—¿A comer?
—Sí. ¿Qué pasa?
—No, nada. Yo creía que los maderos iban a base de… gasolina o algo así.
Lasse respiró aliviado, contento de que la tensión en el ambiente se hubiera aligerado.
—Gasolina…
Había mentido a su madre. Y ella le había creído. Ahora estaba echado en la cama y se sentía mal.
Oskar. Ése del espejo. ¿Quién era? Le pasan un montón de cosas. Cosas malas. Cosas buenas. Cosas raras. Pero ¿quién es? Jonny lo mira y ve al Cerdo al que tiene que pegar. Su madre lo mira y ve su Corazón mío al que nada malo puede ocurrirle.
Eli lo mira y ve… ¿qué ve?
Oskar se volvió hacia la pared, hacia Eli. Las dos figuras miraban escondidas entre el ramaje. Tenía aún la mejilla dolorida e hinchada, había empezado a hacerse una costra en la herida. ¿Qué le iba a decir a Eli si salía aquella tarde?
Estaba relacionado. Lo que le iba a decir dependía de lo que él fuera para ella. Eli era nueva para él y por eso tenía la posibilidad de ser otro, de decirle cosas diferentes de las que decía a los demás.
¿Cómo hace uno en realidad? ¿Para conseguir gustarle a otro?
El reloj que había sobre el escritorio marcaba las siete y cuarto. Miró el ramaje intentando encontrar nuevas figuras: había encontrado un duendecillo con el sombrero apuntado y un troll boca abajo cuando se oyeron unos golpecitos en la pared.
Toc-toc-toc.
Unos golpes suaves. Él contestó golpeando. Toc-toc-toc.
Esperó. Tras un par de segundos, nuevos golpes. Toc-toctoctoc-toc.
Él completó los dos que faltaban: toc-toc. Esperó. No hubo más golpes.
Cogió el papel con el alfabeto Morse, se puso la cazadora, dijo adiós a su madre y bajó al parque. No había alcanzado a dar más que unos pasos cuando se abrió el portal de Eli y ésta salió. Llevaba unas deportivas, vaqueros y una sudadera negra en la que ponía Star Wars con letras plateadas.