La noche anterior había caído una buena helada y hacía frío de verdad, bajo cero, por eso no llamaba mucho la atención el hecho de que llevara un pasamontañas con aberturas para los ojos y la boca que le ocultaba la cara.
Pero no podía andar dando vueltas así por mucho tiempo. Al final, alguien acabaría sospechando.
¿Y si no pillaba a nadie? ¿Si llegaba a casa sin nada? Su amada no moriría, de eso estaba ahora seguro. No como la primera vez. Pero ahora había algo más, un maravilloso algo más. Una noche entera. Una noche entera con el cuerpo de su amada a su lado. Esos tensos y suaves miembros, el vientre plano para acariciarlo despacio. Una vela encendida en el dormitorio cuyo resplandor temblara sobre la piel aterciopelada, suya por una noche.
Se frotó la polla que latía y gritaba de ganas.
Tengo que tranquilizarme, tengo que…
Sabía lo que iba a hacer. Una locura, pero iba a hacerla.
Entrar en la piscina cubierta de Vällingby y buscar allí a su víctima. Estaría casi vacía a esta hora, y puesto que ya se había decidido sabía exactamente cómo iba a hacerlo. Arriesgado, claro. Pero totalmente factible.
Si salía mal echaría mano de la última salida. Pero no iba a salir mal. Lo vio ante sí con todo detalle cuando aceleró el paso y se dirigió a la entrada. Se sentía ebrio. El tejido del pasamontañas se humedeció alrededor de la nariz a causa de la condensación que provocaba su respiración agitada.
Esto iba a ser algo para contarle a su amada esa noche, contárselo mientras acariciaba su culo duro y respingón con la mano temblorosa, atesorándolo en la memoria por toda la eternidad.
Cruzó la entrada, sintió el conocido, suave olor a cloro en la nariz. Tantas horas como había pasado en la piscina. Con los otros, o solo. Los cuerpos jóvenes relucientes por el sudor o el agua, próximos pero no al alcance de la mano. No eran más que imágenes para recordar y a las que recurrir cuando estaba acostado y con el papel higiénico en una mano. El olor a cloro le hacía sentirse seguro, como en casa. Se acercó a la taquilla.
—Uno, por favor.
La señora de la taquilla levantó la mirada de la revista. Sus ojos se abrieron un poco. Él hizo un gesto señalando la cara y el gorro:
—Frío.
Ella asintió algo desconfiada. ¿Sería mejor quitarse el pasamontañas? No. Sabía lo que tenía que hacer para que no sospechara.
—¿Armario?
—Cabina, por favor.
La mujer le dio una llave y pagó. Mientras se daba la vuelta se quitó el pasamontañas. Así ella se habría cerciorado de que se lo quitaba, pero sin verle la cara. Era estupendo. Con paso rápido se dirigió a los vestuarios, mirando al suelo para no encontrarse con nadie.
—Bienvenidos. Pasad a mi modesto apartamento.
Tommy entró en el recibidor sin cruzar palabra con Staffan; detrás de él se oyeron los chasquidos cuando su madre y Staffan se besaron. Staffan dijo en voz baja:
—¿Le has…?
—No. Pensé…
—Mmm. Tenemos que…
Chasquidos de nuevo. Tommy echó un vistazo. No había estado nunca en casa de un madero y, aunque no quería, sentía un poco de curiosidad. Por cómo vive alguien así.
Pero ya en la entrada se dio cuenta de que Staffan apenas podía ser representativo del cuerpo en su conjunto. Se había imaginado algo así… sí, así como en las novelas policíacas. Algo pobre y frío. Un sitio al que uno iba para dormir cuando no estaba fuera persiguiendo canallas.
Gente como yo, vamos.
No. El apartamento de Staffan estaba lleno de pijaditas. La entrada parecía como si hubiera sido decorada por alguien que compraba
todo
de esas pequeñas revistas que llegaban por correo.
Aquí colgaba un cuadro de terciopelo con una puesta de sol, ahí había una pequeña cabaña alpina con una vieja montada en un palo que salía por la puerta. Un centro con puntillas hechas a ganchillo en la mesita del teléfono; al lado del teléfono, una figura de escayola de un niño y un perro. En la base leyó este texto: ¿NO SABES HABLAR?
Staffan levantó la figura.
—Es divertida, ¿no? Cambia de color según el tiempo que haga.
Tommy asintió. O bien Staffan había pedido prestado el piso a su anciana madre, exclusivamente para esta visita, o estaba realmente como una regadera. Staffan volvió a colocar con cuidado la figura en su sitio.
—Colecciono este tipo de cosas, ¿sabes? Cosas que muestran qué tiempo va a hacer. Como ésta, por ejemplo.
Dio un golpecito a la vieja que asomaba en la cabaña alpina, la vieja se dio la vuelta y entró en la cabaña al tiempo que, en su lugar, salía un viejecito.
—Cuando sale la vieja va a hacer mal tiempo, y cuando sale el viejo…
—Hace todavía peor.
Staffan rio la broma, algo forzado a los ojos de Tommy.
—No funciona tan bien.
Tommy echó una mirada a su madre y casi se asustó por lo que vio. Llevaba la gabardina puesta, las manos cogidas y fuertemente apretadas y una sonrisa que podría asustar a un caballo. Despavorida. Tommy decidió hacer un nuevo esfuerzo.
—¿Como un barómetro entonces?
—Sí, exactamente. Con eso empecé, con los barómetros. Coleccionándolos, quiero decir.
Tommy señaló una pequeña cruz de madera con un Jesús de plata que colgaba de la pared.
—¿Es también un barómetro?
Staffan miró a Tommy, a la cruz, a Tommy de nuevo. Se puso serio de repente.
—No, no lo es. Es Cristo.
—El de la Biblia.
—Sí. Claro.
Tommy se metió las manos en los bolsillos y entró en el cuarto de estar. Anda, mira, aquí estaban los barómetros. Alrededor de veinte en distintas versiones colgaban de la pared alargada detrás de un sofá gris de piel con una mesa de cristal delante.
No estaban en absoluto sincronizados. Cada uno marcaba una cosa; parecía más bien como una de esas paredes con relojes que mostraban la hora en distintas partes del mundo. Dio un golpecito en el cristal de uno de ellos y la aguja se movió un poco. No sabía lo que quería decir, pero la gente, por algún motivo, siempre daba un golpecito en los barómetros.
En un mueble esquinero con las puertas de cristal había un montón de copas pequeñas. Cuatro, algo más grandes, estaban alineadas sobre un piano al lado del esquinero. En la pared por encima del piano colgaba un gran cuadro de la Virgen María con el Niño Jesús en brazos. Le estaba dando de mamar con esa expresión ausente en los ojos que parece estar diciendo: ¿qué he hecho yo para merecer esto?
Staffan carraspeó al entrar en el cuarto de estar.
—Sí, esto… Tommy. ¿Hay algo que te llame la atención?
Tommy no era tan tonto como para no entender qué era lo que se esperaba que preguntase.
—¿De qué son esas copas?
Staffan señaló con la mano los trofeos sobre el piano.
—¿Éstas?
No, pedazo de idiota. Las copas que tienen en las instalaciones del club abajo junto al estadio, evidentemente
.
—Sí.
Staffan señaló una figura de plata de unos veinte centímetros de altura sobre un pedestal de piedra que estaba en medio de las copas del piano. Tommy había pensado que se trataba de una escultura, pero también eso era un trofeo. La figura tenía las piernas abiertas y los brazos al frente sujetando una pistola, apuntando.
—Tiro con pistola. Ése es el primer premio del campeonato del distrito. Ese otro, el tercer premio en calibres suecos de 0,45, de pie… y así todos.
La madre de Tommy entró y se colocó al lado de su hijo.
—Staffan es uno de los cinco mejores en tiro con pistola de Suecia.
—¿Y eso te sirve para algo?
—¿Qué quieres decir?
—Que si puedes disparar a la gente, y eso.
Staffan pasó el dedo por el pedestal de uno de los trofeos y se miró el dedo.
—Todo el mérito del trabajo de la policía es conseguir no disparar a la gente.
—¿Lo has hecho alguna vez?
—No.
—Pero te gustaría, ¿no?
Staffan, con gesto ostentoso, respiró profundamente y expulsó el aire con un lento suspiro.
—Voy a… mirar la comida.
Se fue a la cocina. La madre de Tommy lo agarró por el codo y le susurró:
—¿Por qué dices eso?
—Sólo estaba preguntando.
—Es una buena persona, Tommy.
—Sí. Debe de serlo. Tantos premios de tiro como Vírgenes Marías. ¿Puede ser mejor?
Håkan no se encontró con nadie en los pasillos de la piscina. Como había supuesto, no había mucha gente a esas horas. En el vestuario había dos hombres de su edad vistiéndose. Cuerpos gordos y deformados. Con el sexo encogido bajo el vientre descolgado. La fealdad misma.
Encontró su cabina, entró y cerró la puerta. Los preparativos listos. Se puso de nuevo el pasamontañas, por seguridad. Quitó el seguro de la botella de halotano, colgó el abrigo en un gancho. Abrió la bolsa y puso los utensilios a mano. El cuchillo, la cuerda, el embudo, el bidón. Había olvidado el impermeable. Mierda. Entonces tendría que desnudarse. El riesgo de que le salpicara era grande, pero de esa manera podría ocultar las manchas
bajo
la ropa cuando hubiera acabado. Sí. Además estaba en una piscina. No era nada raro estar desnudo aquí.
Probó la resistencia del otro gancho agarrándolo con las dos manos y levantando los pies del suelo. Aguantaba. Podría fácilmente soportar un cuerpo probablemente treinta kilos más ligero que el suyo. La altura era un problema. La cabeza iba a dar en el suelo. Tendría que intentar atarlo por las rodillas, había espacio suficiente entre el gancho y el borde superior de la cabina como para que no asomaran los pies. Eso despertaría sospechas.
Parecía que los dos hombres estaban a punto de marcharse. Escuchó lo que decían:
—¿Y el trabajo?
—Como siempre. Libertad, igualdad y fraternidad.
—¿Cómo dices?
—Eso, sólo que al revés.
Håkan sonrió; algo estaba a punto de explotar dentro de su cabeza. Se sentía demasiado excitado, respiraba demasiado rápido. Su cuerpo parecía hecho de mariposas que quisieran volar en distintas direcciones.
Tranquilo. Tranquilo. Tranquilo.
Respiró profundamente hasta que sintió que se le iba la cabeza y luego se desnudó. Dobló la ropa y la puso en la bolsa. Los dos hombres salieron del vestuario. Se quedó en silencio. Probó a subirse al banco y mirar hacia fuera. Sí, sus ojos alcanzaban a ver justo por encima del borde. Entraron tres chicos de trece, catorce años. Uno de ellos le dio un azote a otro en el culo con la toalla enrollada.
—¡Joder, déjalo!
Agachó la cabeza. Algo más abajo notó que su erección se apretaba contra el rincón como entre dos nalgas duras y abiertas.
Tranquilo. Tranquilo.
Volvió a mirar por encima del borde. Dos de los chicos se habían quitado el bañador y se inclinaban dentro de sus armarios para coger su ropa. Su diafragma se comprimió en un espasmo total y el esperma mojó el rincón, chorreó hasta el banco en el que se encontraba.
Ahora. Tranquilo.
Sí. Ya se sentía mejor. Pero el esperma no era bueno. Por el rastro.
Sacó los calcetines de la bolsa, limpió el rincón y el banco lo mejor que pudo. Volvió a guardar los calcetines, se puso el pasamontañas mientras escuchaba la conversación de los chicos.
—… nuevo Atari. Enduro. ¿Te vienes a casa a jugar un poco?
—No. Tengo cosas que hacer…
—¿Y tú?
—De acuerdo. ¿Tienes dos
joysticks
?
—No, pero…
—¿Entonces vamos primero a buscar el mío? Así podemos jugar los dos.
—Vale. Hasta luego, Matte.
—Hasta luego.
Parecía que dos de los chicos se disponían a salir. La situación era perfecta. Se iba a quedar uno solo, sin que los otros lo esperaran. Se arriesgó a mirar de nuevo. Dos de los chicos estaban listos, a punto de salir. El último estaba poniéndose los calcetines. Se ocultó al darse cuenta de que llevaba puesto el pasamontañas. Suerte que no lo habían visto.
Cogió la botella de halotano, la sujetó agarrando con los dedos el dosificador. ¿Debería seguir con el gorro puesto? Y si el chico se escapaba. Si entraba alguien en el cuarto.
Si…
Mierda. Había sido un error desnudarse. Si tenía que huir rápidamente, no había tiempo que perder. Oyó cómo el chico cerraba su armario y empezaba a ir hacia la salida. En cinco segundos pasaría por la puerta de la cabina. Demasiado tarde para consideraciones.
Por la abertura entre el borde interior de la puerta y la pared vio pasar una sombra. Bloqueó todos los pensamientos, quitó el cerrojo, golpeó la puerta hacia fuera y salió.
Mattias se dio la vuelta y vio un cuerpo grande y blanco, desnudo, con un gorro de esquí en la cabeza que se abalanzaba sobre él. Un solo pensamiento, una sola palabra cruzó por su cabeza antes de que su cuerpo instintivamente se echara para atrás:
Muerte.
Retrocedió ante la Muerte que quería cogerlo. La Muerte llevaba algo negro en la mano. Aquella cosa negra voló hasta su cara y tomó aire para gritar.
Pero antes de que el grito alcanzara a salir lo negro se le vino encima, cubriéndole la boca y la nariz. Una mano le cogió la cabeza por detrás, apretándole la cara contra aquella cosa negra y suave. El grito se quedó en un gemido ahogado y, mientras lanzaba su quejido mutilado, oyó un silbido como procedente de una máquina de humo.
Intentó gritar de nuevo, pero cuando tomó aire sucedió algo con su cuerpo. Un entumecimiento se extendió por todos sus miembros y al siguiente chillido no dijo ni pío. Volvió a respirar y las piernas le fallaron, velos multicolores revolotearon ante sus ojos.
No quería gritar más. No tenía fuerzas. Los velos cubrían ahora todo su campo visual. Le bailaban los colores.
Se cayó hacia atrás en el arco iris.
Oskar sujetaba el papel con el código Morse en una mano y con la otra golpeaba las letras en la pared. Un golpe con el nudillo para el punto, un golpe con la palma de la mano para el guión, tal como habían acordado.
Nudillo. Pausa. Nudillo, palmada, nudillo, nudillo. Pausa. Nudillo, nudillo.
(E.L.I.)
Y.O.S.A.L.G.O.
Tras unos segundos llegó la respuesta:
Y.O.V.O.Y.
Se encontraron fuera del portal de ella. En un solo día se había… transformado. Hacía algunos meses había estado en la escuela una mujer judía hablando del exterminio, mostrando diapositivas. Eli se parecía ahora un poco a las personas que aparecían en aquellas imágenes.