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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Déjame entrar (19 page)

BOOK: Déjame entrar
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—¡Filas rectas! ¡Hoy simulacro de evacuación! ¡Con cuerdas!

Algunos sonrieron nerviosos. El maestro era un apasionado de los simulacros de evacuación. Una vez por semestre los alumnos tenían que probar a deslizarse fuera desde las ventanas con ayuda de cuerdas, mientras el maestro controlaba todo el proceso cronómetro en mano. Si conseguían superar el récord anterior podían jugar al juego de las sillas. Pero había que ganárselo.

Johan volvió rápidamente a la fila. Menos mal, porque apenas unos segundos después apareció el maestro por la puerta principal de la escuela y con paso rápido se encaminó al gimnasio. Con la mirada al frente, no dirigió al grupo ni siquiera una ojeada. Cuando se encontraba a mitad de camino hizo un gesto de
¡adelante!
con la mano, sin dejar de andar, sin volver la cabeza.

La fila se puso en marcha intentando mantener la distancia de un brazo con el anterior. Tomas, que iba detrás de Oskar, tropezó con el talón de éste e hizo que se le saliera el zapato por detrás. Oskar siguió marchando.

Después de lo de la paliza de anteayer lo habían dejado en paz. No es que le hubieran pedido perdón o así, pero la herida de la mejilla seguía allí, y les habría parecido que era suficiente. De momento.

Eli.

Oskar, apretando los dedos del pie para que no se le saliera el zapato, siguió marchando hacia el gimnasio. ¿Dónde estaba Eli? Había acechado desde su ventana la noche anterior para ver si el padre de la muchacha volvía a casa. Pero en vez de eso lo que vio fue a Eli saliendo a eso de las diez. Después llegó la hora del cacao y los bollos con su madre y puede que se hubiera perdido su vuelta a casa. Pero no había contestado a sus golpecitos.

La clase tomó al asalto el vestuario, la fila se rompió. El maestro Ávila estaba de pie con los brazos cruzados, esperándolos.

—Bien. Hoy entrenamiento físico. Con barra, plinto y cuerdas.

Protestas. El maestro asintió.

—Si lo hacéis bien, si trabajáis, la próxima vez balón fantasma. Pero hoy entrenamiento físico. ¡Vamos!

No había nada que discutir. Uno tenía que contentarse con lo del balón fantasma y la clase comenzó a cambiarse apresuradamente. Oskar procuró, como de costumbre, ponerse de espaldas a los otros mientras se quitaba los pantalones. Su bola del pis hacía que se notara algo raro en los calzoncillos.

Arriba, en el gimnasio, los otros estaban colocando los plintos y bajando las barras. Johan y Oskar colocaron juntos las colchonetas. Cuando todo estuvo listo, el maestro sopló su silbato. Había circuito con cinco estaciones, así que los dividió en cinco grupos de a dos.

Oskar y Staffe formaron un grupo, lo cual estaba bien porque Staffe era el único de la clase al que se le daba la gimnasia peor que a Oskar. Era fuertote pero torpe. Más gordo que Oskar. Sin embargo, nadie se metía con él. Había algo en la actitud de Staffe que decía que si alguien se metía con él lo pagaría caro.

El maestro hizo sonar el silbato y se pusieron en marcha.

Flexiones de brazos en la barra. La barbilla sobre la barra, abajo, arriba. Oskar consiguió hacer dos. Staffe, cinco; luego lo dejó. Sonó el silbato. Abdominales. Staffe no hizo más que estar tumbado en la colchoneta mirando al techo. Oskar estuvo haciendo falsos abdominales hasta la siguiente señal. La comba. Eso se le daba bien a Oskar. Él le dio a la cuerda mientras Staffe no hacía más que trabarse con ella. Luego flexiones de brazos normales. De ésas podía hacer Staffe las que quisiera. Finalmente el plinto, el maldito plinto.

Aquí es donde era un alivio estar con Staffe. Oskar había visto de reojo cómo Micke, Jonny y Olof volaban por el plinto vía trampolín. Staffe tomó impulso, corrió, botó estrepitosamente en el trampolín y, no obstante, no llegó al plinto. Se dio media vuelta para esperar su turno de nuevo. El maestro se acercó a él.

—¡Súbete al plinto!

—No puedo.

—Tendrás que coger impulso.

—¿Qué?

—Coger impulso. Coger impulso. Arriba y salta.

Staffe agarró el plinto, se encaramó en él y se deslizó como un perezoso por el otro lado. El maestro hizo la señal de
ven
y Oskar echó a correr.

En algún punto de aquella carrera hacia el plinto tomó la decisión. Iba a
intentarlo.

El maestro le había dicho en alguna ocasión que no tuviera miedo al plinto, que todo dependía de eso. Normalmente no se impulsaba fuerte con el pie, por miedo a perder el equilibrio y a darse un golpe. Pero ahora iba a echar los restos, a hacer como si pudiera. El maestro lo miraba. Oskar echó a correr a toda velocidad hacia el trampolín.

Apenas pensó en el impulso, se concentró totalmente en subir al plinto. Por primera vez botó en la tabla con todas sus fuerzas, sin frenarse, y el cuerpo salió volando por sí mismo, los brazos se extendieron al frente para hacer fuerza y dirigir el cuerpo hacia delante. Pasó sobre el plinto a tal velocidad que perdió el equilibrio y cayó de bruces cuando aterrizó por el otro lado. ¡Había conseguido subir!

Se volvió y miró al maestro: no reía, pero asentía dándole ánimos.

—Bien, Oskar. Únicamente más equilibrio.

El silbato sonó y pudieron descansar un minuto antes de empezar otra vuelta. Aquella vez Oskar logró subir al plinto y mantener el equilibrio al aterrizar.

El maestro pitó el fin de la clase y salió fuera mientras ellos recogían las cosas. Oskar bajó las ruedas del plinto y lo empujó hasta el cuarto donde se guardaba, dándole unas palmaditas como a un buen caballo que finalmente se hubiera dejado montar. Lo colocó en su sitio y se dirigió al vestuario. Quería hablar con el profesor de una cosa.

A medio camino de la puerta fue detenido. Un lazo de cuerda voló sobre su cabeza y aterrizó alrededor de su estómago. Alguien lo había cazado. A sus espaldas oyó la voz de Jonny:

—Arre, Cerdo.

Se volvió de manera que la lazada se le deslizó sobre el estómago y quedó alrededor de su espalda. Jonny estaba frente a él con la agarradera de la cuerda en las manos, moviéndola arriba y abajo, chascando la lengua.

—Arre, arre.

Oskar agarró la cuerda con las dos manos y se la arrebató a Jonny. La cuerda sonó al caer al suelo detrás de Oskar. Jonny, señalándola, dijo:

—Ahora tendrás que recogerla
tú.

Oskar cogió la cuerda por el medio con una mano y, dándole vueltas, la sacó por la cabeza de forma que las agarraderas sonaron. Gritó:

—¡Cógela! —y la soltó. La cuerda salió volando y Jonny se tapó instintivamente la cara con las manos. La cuerda sobrevoló su cabeza y chirrió detrás contra las espalderas. Oskar salió del gimnasio y bajó corriendo las escaleras. El corazón tamborileaba en sus oídos. Esto
ha empezado
. Bajó los peldaños de tres en tres y aterrizó con los pies juntos en el rellano, cruzó el vestuario y entró en el cuarto del maestro.

Éste, en ropa de deporte, estaba sentado hablando por teléfono en un idioma extranjero, probablemente español. La única palabra que pudo entender Oskar fue «perro», que sabía lo que significaba. El maestro le indicó que se sentara en la otra silla que había en el cuarto. El maestro siguió hablando, varios «perro», mientras Oskar oyó cómo Jonny entraba en el vestuario y empezaba a dar voces.

El vestuario se había quedado vacío antes de que el maestro estuviera listo con su «perro». Se volvió hacia Oskar.

—Bueno, Oskar, ¿qué quieres?

—Sí, quería saber… de esos entrenamientos de los jueves.

—¿Sí?

—¿Puede uno apuntarse?

—¿Te refieres a los entrenamientos de pesas en la piscina?

—Sí. Eso. ¿Puede uno apuntarse, o…?

—No tienes que apuntarte. Sólo ir. El jueves a las siete. ¿Quieres entrenar?

—Sí, yo… sí.

—Está bien. Entrena. Después podrás hacer… cincuenta flexiones en la barra.

El maestro mostraba las flexiones en la barra con los brazos en alto. Oskar meneó la cabeza.

—No. Pero… sí, iré.

—Bien. Entonces nos vemos el jueves. Oskar asintió; se iba a ir, pero dijo:

—¿Qué tal está el perro?

—¿El perro?

—Sí, oí que decías «perro» y sé lo que quiere decir.

El maestro se quedó pensando un momento.

—Ah, «perro» no.
Pero
. Que significa 'men'. Como en
men inte jag
. Se dice
pero yo no
. ¿Entiendes? ¿Vas a empezar un curso de español también?

Oskar meneó la cabeza sonriendo. Dijo que ya era bastante con las pesas.

El vestuario estaba vacío salvo la ropa de Oskar. Oskar se quitó los pantalones de deporte y se quedó parado. Sus pantalones no estaban. Claro. Tenía que haberlo supuesto. Miró en el vestuario, en los servicios. Nada.

El frío le pellizcaba las piernas al volver a casa sólo con los pantalones de deporte puestos. Había empezado a nevar mientras tenían gimnasia. Los copos de nieve caían y se deshacían sobre sus piernas desnudas. Ya en el patio se detuvo bajo la ventana de Eli. Las persianas estaban bajadas. Ni un movimiento. Gruesos copos de nieve le cayeron en la cara mientras miraba hacia arriba. Atrapó algunos con la lengua. Estaban buenos.

—Mira a Ragnar.

Holmberg apuntaba hacia la plaza de Vällingby donde la nieve que caía cubría con un ligero manto el empedrado colocado en forma circular. Uno de los borrachines estaba sentado en un banco sin moverse, envuelto en un abrigo grande mientras la nieve lo convertía en un mal amasado muñeco. Holmberg suspiró.

—Tendré que salir a ver qué le pasa si no se mueve pronto. ¿Y tú qué tal estás?

—Así, así.

Staffan había puesto otro cojín en la silla de su escritorio para mitigar el dolor de la columna. Preferiría estar de pie, o mejor aún, acostado en la cama. Pero el informe de los sucesos del día anterior tenía que llegar a la brigada de homicidios antes del domingo.

Holmberg miraba su cuaderno de notas golpeando en él con el lapicero.

—Esos tres que estaban dentro, en el vestuario, dijeron que el asesino ese, antes de echarse el ácido clorhídrico encima, había gritado «¡Eli, Eli!», yo me pregunto…

El corazón le brincó en el pecho a Staffan, se inclinó sobre la mesa.

—¿Dijo eso?

—Sí. ¿Sabes lo que…?

—Sí.

Staffan se echó para atrás en la silla de forma brusca y el dolor disparó una flecha hasta la mismísima raíz del pelo. Se agarró a los bordes de la mesa, se sentó bien y se llevó las manos a la cara. Holmberg lo miraba.

—Joder, ¿has ido al médico?

—No, es sólo… se me pasará. Eli, Eli.

—¿Es un nombre?

Staffan asintió con cuidado.

—Sí… significa… Dios.

—Bueno, así que llamaba a Dios. ¿Crees que le oyó?

—¿Qué?

—Dios. Que si crees que le oyó. Dadas las circunstancias parece poco… probable. Aunque claro, tú eres el experto en esas cosas. Bueno, tú sabrás.

—Son las últimas palabras que Cristo dijo en la cruz. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Eli, Eli, lema sabachtani?».

Holmberg guiñó un ojo y siguió mirando sus notas.

—Sí, eso.

—Según san Mateo y san Marcos. Holmberg asintió, chupó el lápiz.

—¿Lo vamos a poner en el informe?

Cuando llegó a casa de la escuela Oskar se puso un par de pantalones limpios y bajó al kiosco del Amante para comprar el periódico. Había oído comentar que el asesino había sido detenido y quería saberlo todo. Cortar y guardar.

Notó algo raro cuando bajaba al kiosco, algo que no era normal, aparte de que estaba nevando.

De vuelta a casa con el periódico supo lo que era. No estaba todo el tiempo alerta. Sólo caminaba. Había recorrido el camino hasta el kiosco sin ir vigilando a todos aquellos que pudieran meterse con él.

Empezó a correr. Corrió todo el camino hasta casa con el periódico en la mano mientras los copos le lamían la cara. Cerró la puerta de la calle. Fue a la cama, se echó boca abajo y dio unos golpecitos en la pared. No hubo respuesta. Le habría gustado hablar con Eli, contárselo.

Abrió el periódico. La piscina de Vällingby. Coches de policía. Ambulancias. Intento de asesinato. Las lesiones del individuo de tal naturaleza que dificultaban su identificación. Fotografía del hospital de Danderyd donde estaba siendo atendido el hombre. Referencias al anterior asesinato. Ningún comentario.

Después submarino, submarino, submarino. Reforzado el estado de alerta.

Llamaron a la puerta.

Oskar saltó de la cama, salió rápidamente al pasillo. Eli, Eli, Eli.

Cuando tenía ya la mano en el picaporte, se detuvo. ¿Y si eran Jonny y esos? No, nunca vendrían así a su casa. Abrió. Fuera estaba Johan.

—Hola.

—Sí… hola.

—¿Vamos a jugar?

—Sí, ¿a qué?

—No sé. A algo.

—Vale.

Oskar se puso los zapatos y la cazadora mientras Johan lo esperaba en el rellano de la escalera.

—Jonny estaba bastante enfadado. En gimnasia.

—Cogió mis pantalones, ¿verdad?

—Sí. Sé dónde están.

—¿Dónde?

—Allí detrás. Al lado de la piscina. Te lo voy a enseñar.

Oskar pensó, aunque no lo dijo, que en ese caso los podría
haber cogido
al venir. Pero a tanto no llegaba su buena voluntad. Oskar asintió y dijo:

—Bien.

Fueron hasta la piscina y buscaron los pantalones, que colgaban de un arbusto. Luego dieron una vuelta y curiosearon un poco. Hicieron bolas de nieve y las tiraron a los árboles. En un contenedor encontraron un cable eléctrico que se podía cortar en trozos, doblarlos y usarlos como munición para el tirachinas. Hablaron del asesino, del submarino y de Jonny, Micke y Tomas, que a Johan le parecía que estaban mal de la cabeza.

—Totalmente idos.

—A ti no te suelen hacer nada.

—No. Pero de todas formas.

Fueron al kiosco de las salchichas al lado del metro y se compraron dos «vagabundos» cada uno. A una corona cada «vagabundo»; sólo el pan tostado con mostaza, ketchup, aliño para hamburguesas y cebolla. Empezaba a oscurecer. Johan hablaba con la chica del kiosco y Oskar miraba los vagones del metro que iban y venían, observando el tendido eléctrico que corría por encima de las vías.

Echando vaho con sabor a cebolla por la boca bajaron hacia la escuela, donde sus caminos se separaban. Oskar dijo:

—¿Crees que la gente se quita la vida saltando por esos cables que van por encima de la vía?

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