—No lo sé. Seguro que lo hacen. Mi hermano conoce a uno que fue y meó en un raíl eléctrico.
—¿Qué pasó?
—Murió. La corriente subió por el pis hasta su cuerpo.
—No me digas.
¿Quería
morir entonces?
—No. Estaba borracho. Joder. Imagínatelo…
Johan hizo como que se cogía el pito y meaba, y empezó a temblar con todo el cuerpo. Oskar se reía.
Abajo, junto a la escuela, se despidieron. Oskar se dirigió a casa con los recién encontrados pantalones atados alrededor de la cintura y silbando la sintonía de
Dallas.
Había dejado de nevar, pero un manto blanco lo cubría todo. Había luz en las grandes ventanas esmeriladas de la piscina pequeña a la que iba a ir el jueves por la tarde. Iba a empezar a entrenar. Hacerse más fuerte.
Viernes por la noche en el chino. El reloj redondo con los bordes de acero que parece tan mal colocado entre lámparas de papel de arroz y dragones dorados en una de las paredes alargadas, señala las nueve menos cinco. Los colegas están sentados con sus cervezas, perdidos en el paisaje de los mantelitos de papel. Fuera, sigue cayendo la nieve.
Virginia mueve un poco su San Francisco y sorbe con la pajita coronada por una figurita de Johnny Walker.
¿Quién era Johnny Walker? ¿Adónde iba?
Da un golpecito en el vaso con la pajita y Morgan alza la vista.
—¿Vas a dar un discurso?
—Alguien tendrá que hacerlo.
Se lo habían contado a ella. Todo lo que Gösta había dicho sobre Jocke, el puente, el niño. Luego se habían quedado en silencio. Virginia hacía sonar los hielos del vaso observando cómo la luz velada del techo se reflejaba en los hielos medio deshechos.
—Hay algo que no entiendo. Si esto ha ocurrido como dice Gösta, ¿dónde está? Jocke, quiero decir.
Karlsson se animó, como si ésa fuera la ocasión que andaba esperando.
—Exactamente lo que yo he tratado de decir. ¿Dónde está el cadáver? Si es que uno va a…
Morgan apuntó a Karlsson con un dedo acusatorio en el aire.
—Tú no llamas cadáver a Jocke.
—¿Y cómo le llamo entonces?
¿El finado?
—No le vas a llamar nada hasta que sepamos lo que ha pasado.
—Eso es precisamente lo que estoy tratando de decir. Mientras no tengamos un c… mientras ellos no lo hayan… encontrado, no podemos…
—¿Qué
ellos
?
—Bueno, ¿tú qué crees? ¿La división de helicópteros de Berga? La policía, claro.
Larry se frotó un ojo y dijo:
—Ése es el problema. Mientras no lo hayan encontrado no se van a tomar interés, y si no se toman interés no van a buscarlo.
Virginia meneó la cabeza.
—Es que tenéis que ir a la policía y contar lo que pasa.
—Sí, sí, ¿qué te parece que vamos a decir? —dijo Morgan cloqueando—. Hola, dejad toda esa mierda del asesino de niños, el submarino, todo, porque aquí estamos tres borrachines y un borrachín colega nuestro ha desaparecido y resulta que otro de nuestros colegas, también borrachín, ha contado que una tarde, cuando estaba realmente en las nubes, vio… ¿qué?
—Pero Gösta, ¿entonces? Él es precisamente quien lo ha visto, él es quien…
—Sí, sí. Claro. Pero está tan deteriorado… Haz un poco de ruido con un uniforme delante de él y se desmorona, queda listo para el manicomio de Beckomberga. No aguanta. Interrogatorios y mierdas. —Morgan se encogió de hombros—. Está jodido.
—¿Y vais a dejarlo
estar
sin más?
—Sí, ¿qué cojones podemos hacer?
Lacke, que se había bebido su cerveza mientras discurría la conversación, dijo algo demasiado bajo como para que los otros pudieran entenderlo. Virginia se inclinó hacia él y puso la cabeza en su hombro.
—¿Qué has dicho?
Lacke miraba fijamente el paisaje envuelto en la niebla hecho a tinta china e impreso en el mantelito que tenía encima de la mesa y susurró:
—Tú dijiste que lo íbamos a coger.
Morgan dio tal golpe en la mesa que hizo saltar los vasos de cerveza, y poniendo la mano en alto delante de él como una garra afirmó:
—Y lo vamos a hacer. Pero primero tenemos que tener algo en lo que apoyarnos.
Lacke asintió medio sonámbulo y empezó a levantarse.
—Sólo tengo que…
Las piernas se le doblaron y cayó de bruces sobre la mesa con un estrépito de vasos que hizo que los ocho comensales se volvieran a ver lo que pasaba. Virginia agarró a Lacke por los hombros y lo sentó de nuevo en la silla. Los ojos de Lacke estaban perdidos.
—Perdón, yo…
El camarero acudió rápidamente a su mesa secándose frenéticamente las manos en el delantal. Se inclinó hacia Lacke y Virginia mascullando en voz baja:
—Esto es un
restaurante
, no una pocilga.
Virginia puso la mejor sonrisa que pudo mientras ayudaba a Lacke a levantarse.
—Vamos, Lacke. Vamos a mi casa.
Con una mirada acusatoria hacia el resto del grupo, el camarero rodeó rápidamente a Lacke y a Virginia, ayudando a Lacke por el otro lado para mostrar a los comensales que estaba tan interesado como ellos en alejar a este elemento distorsionador de la paz de la mesa.
Virginia ayudó a Lacke a ponerse su pesado y en otros tiempos elegante abrigo, una herencia de su padre, que había muerto dos años antes, y lo arrastró hacia la puerta.
Detrás oyó un par de silbidos maliciosos de Morgan y Karlsson. Con el brazo de Lacke sobre los hombros se volvió hacia ellos y les sacó la lengua. Luego abrió la puerta de fuera y salió.
La nieve caía en copos grandes y lentos creando un espacio de frío y silencio para los dos. Las mejillas de Virginia ardían cuando guiaba a Lacke hacia abajo, hacia el camino del parque. Era mejor así.
—Hola. He quedado con mi papá, pero no llega y… ¿puedo entrar a llamar por teléfono?
—Sí, claro.
—¿Puedo entrar?
—El teléfono está ahí.
La mujer señalaba hacia el pasillo: en una mesita estaba el teléfono gris. Eli permanecía fuera, todavía no había sido invitada. Al lado de la puerta había un erizo de hierro con púas de fibra vegetal. Eli se limpió los pies en él para disimular que no podía entrar.
—¿Seguro que puedo?
—Sí, sí. Pasa, pasa.
Hizo un gesto cansado: Eli estaba invitada. La mujer parecía haber perdido el interés y se fue al cuarto de estar, desde donde Eli podía oír el monótono zumbido de un televisor. Una larga cinta de seda de color amarillo, atada alrededor del pelo lleno de canas grises, se deslizaba por la espalda de la mujer como una serpiente amaestrada.
Eli pasó al recibidor, se quitó los zapatos y la cazadora, levantó el auricular del teléfono. Marcó un número al azar, hizo como si hablara con alguien, colgó el auricular.
Aspiró a través de la nariz. Olor a fritura, productos de limpieza, tierra, betún, manzanas de invierno, ropa húmeda, electricidad, polvo, sudor, cola para papeles pintados y… orina de gato.
Sí. Un gato negro como el tizón estaba en el vano de la puerta de la cocina ronroneando con las orejas echadas para atrás, la piel desgreñada y el lomo encorvado. Alrededor del cuello llevaba una cinta roja con un pequeño cilindro metálico, probablemente para meter un papel con el nombre y la dirección.
Eli dio un paso hacia el gato y éste mostró los dientes, bufó. El cuerpo erguido para saltar. Un paso más.
El gato se retiró, escurriéndose hacia atrás mientras seguía bufando, sin apartar la mirada de los ojos de Eli. El odio que sacudía su cuerpo hizo temblar el cilindro de metal. Se estaban midiendo. Eli avanzaba lentamente obligando al gato a retroceder hasta que estuvo dentro de la cocina, y cerró la puerta.
El gato continuó bufando y maullando al otro lado. Eli fue al cuarto de estar.
La mujer estaba sentada en un sofá de piel tan reluciente que reflejaba la luz del televisor. Con la espalda recta miraba con fijeza la resplandeciente pantalla azul. Llevaba una cinta amarilla atada en el pelo, rematada en un lazo. En la mesa que tenía delante había un cuenco con galletitas saladas y una bandeja con tres clases de queso, una botella de vino sin abrir y dos vasos.
La mujer parecía no notar la presencia de Eli, ocupada como estaba con lo que sucedía en la pantalla. Un programa de naturaleza. Pingüinos en el Polo Sur.
El macho lleva el huevo en los pies para que no entre en contacto con el hielo.
Una caravana de pingüinos se movía torpemente sobre un desierto de hielo. Eli se sentó en el sofá, al lado de la mujer. Ésta estaba rígida, como si la tele fuera un maestro severo a punto de leerle la cartilla.
Cuando vuelve la hembra después de tres meses, la capa de grasa del macho se ha consumido.
Dos pingüinos se frotaban el pico el uno al otro, saludándose.
—¿Esperas visita?
La mujer se estremeció y miró confundida unos segundos directamente a los ojos de Eli. El lazo amarillo resaltaba lo ajado que parecía su rostro. Meneó un poco la cabeza.
—No, coge lo que quieras.
Eli no se movió. La imagen de la pantalla cambió a una vista panorámica de Georgia del Sur, con música. En la cocina, los maullidos del gato habían dado paso a una especie de… súplica. El olor en el cuarto era químico. La mujer destilaba un olor a hospital.
—¿Va venir alguien? ¿Aquí?
La mujer se estremeció de nuevo como si la hubieran despertado, se volvió hacia Eli. Esta vez, sin embargo, parecía irritada: una arruga bien marcada entre las cejas.
—No. No va venir nadie. Come si quieres —dijo con el dedo índice bien estirado señalando los quesos de uno en uno—: camembert, gorgonzola, roquefort. Come, come.
Miró a Eli como dándole una orden y Eli cogió una galletita, se la llevó a la boca y la masticó despacio. La mujer asintió y volvió de nuevo la vista a la pantalla. Eli escupió la masa pegajosa de galleta en la mano y la tiró al suelo detrás del reposabrazos del sofá.
—¿Cuándo te vas a ir? —preguntó la mujer.
—Pronto.
—Quédate el tiempo que quieras. A mí no me importa.
Eli se fue acercando como para poder ver mejor la tele hasta que sus brazos se rozaron. Algo le ocurrió entonces a la mujer. Tembló y se hundió en el sofá como un paquete de café agujereado. Cuando miró a Eli, lo hizo con una mirada suave y soñadora.
—¿Quién eres?
Los ojos de Eli estaban tan sólo a un par de centímetros de los suyos. La boca de la mujer exhalaba olor a hospital.
—No sé.
La mujer asintió, se estiró para coger el mando a distancia que estaba sobre la mesa y quitó el volumen de la tele.
—En primavera florece Georgia del Sur con una belleza árida…
Las suplicas del gato se oían ahora con nitidez, pero la mujer no parecía preocupada por eso. Señaló los muslos de Eli.
—¿Puedo…?
—Sí, claro.
Eli se retiró un poco de la mujer, que se acurrucó en el sofá y puso la cabeza sobre las piernas de la niña. Ésta le acarició suavemente el pelo. Estuvieron así un rato. Los lomos resplandecientes de las ballenas rompieron la superficie del mar, lanzando chorros de agua; desaparecieron.
—Cuéntame algo —pidió la mujer.
—¿Qué quieres que te cuente?
—Algo bonito.
Eli peinó una mecha del pelo de la mujer sobre la oreja. Ésta respiraba ahora tranquila y tenía el cuerpo totalmente relajado. Eli habló en voz baja.
—Una vez… hace mucho, mucho tiempo, había un campesino pobre y su mujer. Tenían tres hijos: un chico y una chica que eran ya lo bastante mayores para trabajar con los adultos y un niño pequeño que tenía sólo once años. Todos los que lo veían decían que era el niño más guapo que habían visto.
»El padre era un siervo de la gleba y tenía que trabajar muchas jornadas en las propiedades del señor de la tierra. Por eso eran la madre y los hijos los que debían hacerse cargo de la casa y de la huerta. El hijo más pequeño no servía para mucho.
»Un día, el señor de las tierras anunció un concurso en el que todas las familias que vivían en sus tierras debían participar. Todas las que tuvieran un chico entre ocho y doce años. No se prometía ningún premio. Nada de premios. Sin embargo, se llamaba concurso.
»El día de la competición la madre llevó consigo al más joven al castillo del señor. No estaban solos. Otros siete niños acompañados por uno o por los dos padres ya se habían reunido en el patio del castillo. Y llegaron otros tres. Familias pobres, los niños vestidos con lo mejor que tenían.
»Pasaron todo el día esperando en el patio. Al anochecer salió un hombre del castillo y dijo que ya podían entrar…
Eli escuchó la respiración de la mujer, lenta y profunda. Estaba dormida. Su aliento calentaba las rodillas de la muchacha. Justo debajo de la oreja, Eli pudo verle el pulso marcado bajo su piel flácida y arrugada.
El gato se había callado.
En la tele pasaban ahora la lista de créditos del programa de naturaleza. Eli puso el dedo índice sobre la arteria carótida de la mujer, sintió su corazón palpitante bajo la yema del dedo.
La niña se echó hacia atrás y movió con cuidado la cabeza de la mujer de manera que descansara sobre sus rodillas. El fuerte aroma del queso roquefort mitigaba todos los demás olores. Eli cogió una manta del respaldo del sofá y tapó con ella los quesos.
Un débil gemido: la respiración de la mujer. Eli agachó la cabeza con la nariz apretada contra la arteria visible. Jabón, sudor, olor a piel vieja… ese olor a hospital… y algo más, que era el olor propio de la mujer. Y debajo, a través de todo ello, la sangre.
La mujer se rascó cuando la nariz de Eli le rozó el cuello; intentó moverse, pero la muchacha la agarró firmemente por el pecho con un brazo y con el otro mantuvo fija su cabeza. Abrió la boca tanto como le fue posible y la puso sobre el cuello que sujetaba hasta que la lengua hizo presión contra la arteria y mordió. Cerró las mandíbulas.
La mujer pataleó como si hubiera recibido una descarga. El cuerpo se descontroló y los pies golpearon contra el reposabrazos con tanta fuerza que se desplazó y quedó con la espalda en las rodillas de Eli.
La sangre salía a borbotones de la arteria abierta salpicando la piel marrón del sofá. Gritaba y agitaba las manos, tiró la manta de la mesa. Un tufo a queso mohoso llenó los orificios nasales de Eli cuando ésta se echó a lo largo sobre la mujer y, apretando la boca contra su cuello, bebió a grandes sorbos. Los gritos reventaban los oídos de Eli y tuvo que soltarle un brazo para poder ponerle una mano en la boca.