Los chillidos quedaron ahogados, pero la mano libre de la mujer se movía sobre la mesa del sofá, agarró el mando a distancia y golpeó la cabeza de Eli. Los trozos de plástico se esparcieron al tiempo que el sonido de la tele se puso en marcha.
La sintonía de
Dallas
flotó por el cuarto y Eli despegó su cabeza del cuello de la mujer.
La sangre sabía a medicina. Morfina.
La mujer miraba a Eli con los ojos muy abiertos. Entonces la muchacha apreció otro sabor más, un sabor a podrido que se deslizaba junto con el olor al queso mohoso.
Cáncer. Tenía cáncer.
El estómago se le revolvió del asco y tuvo que soltarla y sentarse en el sofá para no vomitar.
La cámara sobrevolaba Southfork mientras la música se acercaba a su crescendo. La mujer había dejado de gritar, permanecía tendida boca arriba mientras la sangre salía de ella cada vez con menos fuerza, corría en hilillos hacia abajo, hacia los cojines del sofá. Sus ojos estaban humedecidos, ausentes cuando buscaban los de Eli y decía:
—Por favor, por favor…
Eli, tragándose un amago de vómito, se inclinó sobre ella.
—¿Perdón?
—Por favor…
—Sí. ¿Qué quieres que haga?
—Por favor… por favor…
Después de un momento los ojos de la mujer cambiaron, se pusieron rígidos. Se volvieron ciegos. Eli le cerró los párpados. Se volvieron a abrir. Eli cogió la manta del suelo y se la puso sobre la cara, se sentó en el sofá.
La sangre servía como alimento aunque sabía mal, pero la morfina…
En la pantalla del televisor, un rascacielos de espejos. Un hombre con traje y sombrero de vaquero salía de su coche, frente al rascacielos. Eli intentó levantarse del sofá. No podía. El rascacielos empezó a inclinarse, a girar. Los espejos reflejaban las nubes que se deslizaban por el cielo a cámara lenta, recreando formas de animales, plantas.
Eli se echó a reír cuando el hombre con el sombrero de vaquero se sentó tras la mesa de un escritorio y empezó a hablar en inglés. Eli entendía lo que estaba diciendo, pero no tenía sentido. Todo el cuarto había empezado a inclinarse tanto que era raro que la tele no se hubiera caído rodando. La voz del vaquero le retumbaba en la cabeza. Buscó el mando a distancia, pero estaba hecho pedazos sobre la mesa y el suelo.
Tenía que hacer callar al vaquero.
Se deslizó del sofá y, gateando, llegó frente al televisor con la morfina dándole vueltas en el cuerpo; se rio de las figuras que se descomponían en colores, sólo colores. No podía más. Cayó de bruces delante del televisor con los colores chisporroteándole en los ojos.
Algunos niños se deslizaban todavía con sus trineos por la cuesta que había entre la calle Björnsonsgatan y el pequeño campo junto al camino del parque. La cuesta de la muerte, como por alguna razón la llamaban. Tres sombras se pusieron en marcha al mismo tiempo desde la cima y se oyó bien alto una palabrota cuando una de ellas se salió al bosque; risas de los otros que seguían cuesta abajo, salieron volando en un bache y aterrizaron con golpes y tintineos sordos.
Lacke se detuvo, miraba al suelo. Virginia intentaba con cuidado llevarlo consigo.
—Venga, vamos ya, Lacke.
—Es tan jodidamente duro.
—No puedo contigo, ya lo sabes.
Una mueca que podía haber sido una sonrisa acabó en tos. Lacke retiró la mano del hombro de Virginia, quedándose con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo y la cabeza vuelta hacia la cuesta.
—Joder, ahí están los jóvenes tirándose con sus trineos, y allí… —hizo un gesto vago hacia el puente, al final de la colina de la que era parte la cuesta—, ahí mataron a Jocke.
—No pienses más en eso ahora.
—¿Cómo voy a dejarlo? A lo mejor fue uno de esos jóvenes quien lo hizo.
—No lo creo.
Ella le cogió el brazo para ponerlo alrededor de sus hombros de nuevo, pero Lacke lo retiró.
—No, puedo andar.
Lacke caminó a pulso a lo largo del camino del parque. La nieve crujía bajo sus pies. Virginia permanecía parada mirándole. Ahí iba él, el hombre al que amaba y con el que no podía vivir.
Lo había intentado.
Durante una temporada, hacía ya ocho años, justo cuando la hija de Virginia se había ido de la casa materna, Lacke se había mudado a vivir con ella. Virginia trabajaba entonces, igual que ahora, en una tienda de la cadena de supermercados ICA, en la calle Arvid Mörnes, encima del parque China. Vivía en un apartamento de un dormitorio, cuarto de estar y cocina en Arvid Mörnes, a sólo tres minutos del trabajo.
Durante los cuatro meses que vivieron juntos, Virginia no consiguió averiguar lo que Lacke
hacía
realmente. Sabía algo de electricidad: montó un regulador en la lámpara del cuarto de estar. Sabía algo de cocina: la sorprendió un par de veces con platos fantásticos a base de pescado. Pero ¿qué
hacía
?
Estaba en el apartamento, salía de paseo, hablaba con gente, leía bastantes libros y periódicos. Eso era todo. Para Virginia, que había trabajado desde que terminó la escuela, aquélla era una manera incomprensible de vivir. Le había preguntado:
—Bueno, Lacke, no quiero decir que… Pero tú en realidad ¿qué
haces
? ¿De dónde sacas el dinero?
—No tengo dinero.
—
Algo
de dinero tendrás.
—Esto es Suecia. Cógete una silla y ponía en la acera. Siéntate en la silla y espera. Si esperas suficiente llegará alguien a darte dinero. O a hacerse cargo de ti de alguna manera.
—¿Es así como me ves a mí?
—Virginia. Cuando digas «Lacke, vete de aquí», me iré.
Pasó un mes antes de que se lo dijera. Entonces él apretujó su ropa en un bolso, sus libros en otro, y se fue. Después no volvió a verlo en medio año. Fue durante esa temporada cuando ella empezó a beber más, sola.
Cuando vio de nuevo a Lacke, éste había cambiado. Más triste. Durante aquel medio año había vivido con su padre, que se consumía lentamente de cáncer en una casa en Småland. Cuando su padre murió, Lacke y su hermana heredaron la casa, la vendieron y se repartieron el dinero. La parte de Lacke había sido suficiente para un piso de cooperativa con bajas cuotas mensuales en Blackeberg, y había vuelto para quedarse.
En los años siguientes se encontraron cada vez más a menudo en el chino, adonde Virginia había empezado a ir una noche sí y otra también. A veces volvían a casa juntos, se amaban en silencio y, mediante un pacto silencioso, Lacke ya se había ido cuando ella volvía a casa del trabajo al día siguiente. Vivía cada uno en su casa en condiciones máximas de libertad; a veces pasaban un par de meses o tres sin compartir cama y eso les iba a los dos estupendamente, y así estaban las cosas ahora.
Pasaron por delante del supermercado ICA con sus anuncios de carne picada barata y su «Come, bebe y sé feliz». Lacke se detuvo a esperarla. Cuando llegó a su altura, tendió un brazo hacia ella. Virginia enlazó su brazo con el de él. Lacke asintió con la cabeza en dirección a la tienda.
—¿Y el trabajo?
—Lo normal —Virginia se paró y señaló el cartel—: Lo he hecho yo. Un cartel en el que ponía:
TOMATE TRITURADO. TRES BOTES, 5 CORONAS.
—Bonito.
—¿Te parece?
—Sí. A uno le entran muchas ganas de comer tomate triturado. Ella le dio un empujón con cuidado. Sintió las costillas de Lacke contra su codo.
—Al menos te acuerdas de cómo sabe la comida, ¿eh?
—No tienes que…
—No, pero lo voy a hacer de todas formas.
—Eeeeli… Eeeeliii…
La voz de la tele era conocida. Eli intentó alejarse de ella, pero el cuerpo no le obedecía. Sólo las manos se deslizaron a cámara lenta por el suelo, buscando algo a lo que agarrarse. Encontraron un cable. Lo agarró fuerte con la mano como si se tratara de una cuerda de salvamento para salir del túnel en cuyo extremo estaba la tele hablándole.
—Eli… ¿dónde estás?
La cabeza le pesaba demasiado como para levantarla del suelo; lo único que consiguió fue levantar la vista hacia la pantalla, y lógicamente era… Él.
Sobre los hombros de la bata de seda caían mechas claras de la peluca rubia hecha de pelo natural que hacía que la cara femenina pareciera aún más pequeña de lo que era. Los labios delgados y apretados dibujaban una sonrisa de pintalabios, brillaban como un tajo de cuchillo en el rostro pálidamente empolvado.
Eli consiguió levantar un poco la cabeza y vio toda su cara. Los ojos azules, puerilmente grandes, y por encima de los ojos… el aire que salía de los pulmones a sacudidas, la cabeza sin fuerzas tendida en el suelo de tal manera que le crujía el tabique nasal. Divertido. Él tenía en la cabeza un sombrero de vaquero.
—Eeeliii…
Otras voces. Voces de niños. Eli levantó la cabeza de nuevo, temblando como un recién nacido. De su nariz salían gotas de la sangre enferma y le entraron en la boca. El hombre había extendido los brazos en un gesto de bienvenida, enseñando el forro rojo de la bata. El forro se movía, era un hervidero lleno de labios. Cientos de labios de niños que se retorcían haciendo muecas, susurrando su historia, la historia de Eli.
—Eli… vuelve a casa…
Eli sollozó, cerró los ojos. Esperando la mano fría en la nuca. No ocurrió nada. Los abrió de nuevo. La imagen había cambiado. Ahora mostraba una larga fila de niños mal vestidos que caminaban sobre una gran llanura nevada, andando torpemente en dirección a un castillo de hielo, lejos, en el horizonte.
No está pasando.
Eli escupió la sangre de la boca, contra la tele. Unas manchas rojas acabaron con la blanca nieve, cayeron sobre el castillo de hielo.
Eso no existe.
Eli se agarró a la cuerda de salvamento intentando salir del túnel. Se oyó un sonido cuando el enchufe se soltó de la toma y el televisor se oscureció. Manchas espesas de sangre mezclada con saliva resbalaban cruzando la negra pantalla, goteando al suelo. Eli se sujetó la cabeza con las manos y desapareció en un remolino de color rojo oscuro.
Virginia preparó un guiso rápido con unos trozos de carne, cebolla y tomate triturado mientras Lacke se duchaba. Cuando la carne estaba lista fue al cuarto de baño. Él estaba sentado en la bañera con la cabeza colgando y con la boquilla de la ducha apoyada en la nuca. Las vértebras parecían una sucesión de pelotas de ping-pong bajo la piel.
—¿Lacke? La comida está lista.
—Bien. Bien. ¿Llevo aquí mucho tiempo?
—No. Pero acaban de llamar del servicio de distribución de agua diciendo que las reservas están a punto de acabarse.
—¿Qué?
—Venga, vamos —descolgó su albornoz del colgador y se lo alcanzó. Él se levantó de la bañera agarrándose con las dos manos a los bordes. Virginia se asustó al ver lo escuálido que tenía el cuerpo. Lacke lo notó y dijo:
—Entonces emergió de las aguas, como un dios, digno de ser contemplado.
Después comieron, compartieron una botella de vino. Lacke no pudo comer mucho, pero lo hizo de todos modos. Compartieron otra botella en el cuarto de estar, luego se fueron a la cama. Estuvieron un rato acostados el uno al lado del otro, mirándose a los ojos.
—He dejado de tomar la píldora.
—Bueno. No tenemos que…
—No, pero ya no la necesito. Adiós a la regla.
Lacke asintió. Se quedó pensando. Le acarició la mejilla.
—¿Estás triste?
Virginia sonrió.
—Creo que eres el único hombre que conozco que haría una pregunta así. Sí, un poco. Es como si… lo que hace que sea una mujer, pues que ya no lo tengo.
—Mmm. Para mí es más que suficiente.
—¿Seguro?
—Sí.
—Ven entonces.
Él le hizo caso.
Gunnar Holmberg arrastró los pies en la nieve para no dejar huellas que pudieran dificultar la tarea a los técnicos de la brigada criminal y se puso a observar las huellas que se alejaban de la casa. La luz del fuego hacía que la nieve resplandeciera de color rojo amarillento y el calor era lo bastante intenso como para que se le formaran gotas de sudor en el nacimiento del pelo.
Holmberg había aguantado mucho cachondeo por su quizá ingenua confianza en la bondad esencial de los jóvenes. Eso era lo que intentaba alentar con sus continuas visitas a las escuelas, con sus muchas y largas conversaciones con los muchachos que tenían problemas en la sociedad, y era eso lo que le hacía sentirse tan mal al ver lo que tenía ante sus pies.
Las huellas que había en la nieve eran de zapatos pequeños. Ni siquiera de lo que se podría llamar un «joven»; no, eran huellas de zapatos de niño. Marcas pequeñas y nítidas con una increíble distancia entre los pasos. Alguien había corrido. Rápido.
Con el rabillo del ojo vio al aspirante Larsson acercándose.
—Arrastra los pies, ¡joder!
—¡Huy!,
sorry.
Larsson se acercó arrastrando los pies y se colocó al lado de Holmberg. El aspirante tenía los ojos grandes y saltones con una expresión constante de asombro que ahora dirigía hacia las huellas que había en la nieve.
—Joder.
—Yo mismo no habría podido decirlo mejor. Es un niño.
—Sí, pero… esto es puro… —Larsson siguió las huellas con la vista un tramo más allá—, puro triple salto.
—Largo entre las pisadas, sí.
—Más que largo, esto es… esto es una locura. Lo largo que es.
—¿Qué quieres decir?
—Que soy corredor. No podría correr de esta manera. Más que… dos pasos. Y esto es todo el camino.
Staffan llegó corriendo entre los chalés, se abrió camino entre los grupos de curiosos que se habían reunido alrededor de la parcela y se acercó al grupo del centro, que en ese momento estaba vigilando al personal de la ambulancia que justo entonces introducía el cadáver de una mujer, cubierto con una tela azul, en una ambulancia.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó Holmberg.
—Nada… salió por… la calle Bällstavägen y luego… no se podía… seguir más… los coches… habrá que poner… a los perros en ello.
Holmberg asintió, atento a la conversación que se desarrollaba justo al lado. Un vecino que había sido testigo de una parte de los hechos estaba contando sus impresiones a un policía de la brigada criminal.
—Primero pensé que se trataba de fuegos artificiales o algo así, ¿no? Luego vi las manos… que eran manos que se movían. Y ella salió hasta aquí… por la ventana… ella salió…
—¿Así que la ventana estaba abierta?