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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Déjame entrar (44 page)

BOOK: Déjame entrar
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¿Sería el… viejo? Pero… y el chico del bosque… ¿por qué?

Oskar podía ver a Tommy delante de él sentado en el banco, abajo, en el parque, el movimiento con el dedo.

Colgado en un árbol… con un corte en el cuello… zas.

Comprendió. Lo comprendió todo. Que todos aquellos artículos que había recortado y guardado, la radio, la tele, todo lo que se había hablado, todo el miedo…

Eli.

Oskar no sabía qué hacer. Qué debía hacer. Así que fue hasta el frigorífico y sacó un trozo de lasaña que su madre le había dejado. Se la comió fría mientras seguía mirando los artículos. Cuando terminó de comer sonaron unos golpecitos en la pared. Cerró los ojos para oír mejor. Se sabía el código de memoria a esas alturas.

S.A.L.G.O.

Se levantó enseguida de la mesa, fue a su habitación, se puso boca abajo en la cama y golpeó la respuesta.

V.E.N.A.Q.U.I. Una pausa. Después: T.U.M.A.M.A. Oskar golpeó de nuevo. N.O.E.S.T.A.

Su madre no volvería hasta las diez, más o menos. Tenían por lo menos tres horas por delante. Después de marcar el último mensaje Oskar apoyó la cabeza en la almohada. Por un momento, concentrado en golpear las palabras, lo había olvidado.

El jersey… el periódico…

Se estremeció, pensó en levantarse para recoger todos los periódicos que estaban allí, a la vista. Ella los iba a ver… y a saber que él…

Después volvió a apoyar la cabeza en la almohada y lo mandó a la porra.

Un silbido bajo fuera de la ventana. Se levantó de la cama, se acercó y se inclinó contra el marco. Ella estaba allí abajo, con la cabeza vuelta hacia la luz. Llevaba puesta la camisa de cuadros que le quedaba demasiado grande.

Él le hizo una señal con el dedo:
Sube hasta la puerta.

—No le digas que estoy allí, ¿vale?

Yvonne hizo una mueca expulsando el humo por la comisura de los labios en dirección a la ventana entreabierta, no dijo nada. Tommy resopló.

—¿Por qué fumas así, echando el humo por la ventana?

Tenía ya tanta ceniza en el cigarro que había empezado a curvarse. Tommy se lo señaló haciendo un gesto con el dedo índice. Ella lo ignoró.

—Porque no le gusta a Staffan, ¿no? El olor a tabaco.

Tommy se echó para atrás en la silla de la cocina mirando la ceniza y preguntándose la razón de que aún mantuviera su forma; agitó la mano delante de la cara.

—A mí
tampoco
me gusta el olor a tabaco. Ni me gustaba
nada
cuando era pequeño. Pero entonces no abrías la ventana. Y mira ahora…

La ceniza cayó en la pierna de Yvonne. Ella la sacudió y se formó una raya de color gris en su pantalón. Amenazando con la mano que sujetaba el cigarro, dijo:


Claro
que lo hacía. Al menos, la mayor parte de las veces. Puede que alguna vez, cuando teníamos invitados, puede que… y qué porras, tú no eres el más indicado para decir que no te gusta el
humo.

Tommy sonrió burlonamente.


Algo
divertido sí que fue, ¿no?

—No, no lo fue. Piensa si se hubiera desatado el pánico. Si la gente… y ese recipiente, la…

—La pila bautismal.

—Eso, la pila bautismal. El cura estaba totalmente desesperado, era como una… costra negra en toda la… Staffan tuvo que…

—Staffan, Staffan…


Staffan
, sí. No dijo que habías sido tú. Me lo dijo a mí, que fue muy duro para él, con su… convicción religiosa, estar allí mintiéndole al cura delante de su propia cara, pero que él… para protegerte…

—Tú comprenderás.

—¿Qué es lo que tengo que comprender?

—Que es a sí mismo a quien protege.

—No fue él el que…

—Piénsalo bien.

Yvonne dio una última calada profunda al cigarrillo, lo apagó en el cenicero y encendió otro.

—Era… antigua. Ahora tendrán que mandarla restaurar.

—Y fue el hijastro de Staffan el que lo hizo. ¿Cómo sonaría eso?

—Tú no eres su hijastro.

—No, pero ya sabes. Si yo le hubiera dicho a Staffan que había pensado ir a decirle al curita que lo había hecho yo, que me llamaba Tommy y que Staffan es… el novio de mi madre, ¿crees que le habría gustado?

—Tendrás que preguntárselo tú mismo.

—No. Hoy por lo menos no.

—No te atreves.

—Lo dices como un niño.

—Tú te comportas como un niño.


Algo
divertido sí que fue, ¿no?

—No, Tommy. No fue nada divertido.

Tommy suspiró. No era tan tonto como para no dar por hecho que su madre también se iba a enfadar, pero a pesar de ello había pensado que ella, de alguna manera, vería
algo
cómico en todo el asunto. Sin embargo ella estaba ahora de parte de Staffan. No había más que verlo.

De manera que el problema, el
verdadero
problema, era encontrar algún sitio donde vivir. Bueno, más tarde, cuando se casaran. Mientras tanto podía dormir en el sótano noches como ésta, en las que Staffan venía a casa. A las ocho acabaría su turno en Åkeshov y vendría directamente aquí. Y Tommy no pensaba esperarle sentado y escuchar ningún jodido sermón de
aquel
tío. Para nada.

Así que fue a su habitación y cogió el edredón y la almohada de la cama mientras Yvonne seguía sentada fumando y mirando por la ventana de la cocina. Después apareció en el umbral con la almohada debajo de un brazo y el edredón enrollado debajo del otro.

—Bueno, ya me voy. No le digas que estoy ahí, por favor.

Yvonne se volvió hacia él. Tenía lágrimas en los ojos. Le sonrió.

—Pareces como cuando… cuando viniste e ibas…

Se le hizo un nudo en la garganta. Tommy se quedó parado. Yvonne tragó, se aclaró la garganta y lo miró con los ojos totalmente limpios, y dijo en voz baja:

—Tommy, ¿qué vas a hacer?

—No sé.

—¿Tendré que…?

—No. Por mí no. Las cosas son como son.

Yvonne asintió. Tommy notó que también él estaba a punto de ponerse muy triste, que tenía que marcharse ya, antes de que fuera tarde.

—¿Oye? No digas que…

—No, no. No lo digo.

—Bien. Gracias.

Yvonne se levantó y se acercó a Tommy. Lo abrazó. Olía mucho al humo de los cigarros. Si Tommy hubiera tenido libres los brazos también la habría abrazado. Pero los tenía ocupados, así que sólo apoyó la cabeza en el hombro de su madre y permanecieron así un rato.

Después, Tommy se fue.

No me fío de ella. Staffan puede montar un numerito de la hostia y
… En el sótano tiró el edredón y la almohada en el sofá. Se metió una bolsita de pasta de tabaco, se tumbó y se puso a pensar.

Lo mejor sería que lo mataran.

Pero Staffan no era de los que… no, no. Más bien al contrario, de los que harían diana en la frente del asesino. Recibiría una caja de bombones de sus compañeros maderos. El héroe. Luego vendría aquí a buscar a Tommy. Quizá.

Cogió la llave, salió al pasillo y abrió la puerta del refugio; se llevó la cadena. Con el encendedor como lámpara avanzó por el pequeño corredor que tenía dos trasteros a cada lado. En los trasteros había alimentos secos, conservas, viejos juegos de mesa, cocinas de gasóleo y otras cosas por el estilo, para que uno pudiera arreglárselas en caso de asedio.

Abrió una puerta, tiró dentro la cadena. Bueno. Tenía una salida de emergencia.

Antes de abandonar el refugio bajó el trofeo de tiro, lo sopesó con la mano. Dos kilos por lo menos. A lo mejor se podía
vender
. Sólo por el valor del metal. Para fundirlo.

Observó la cara del tirador de pistola. ¿No guardaba cierto parecido con Staffan, mirándolo bien? Entonces era la fundición lo que le esperaba.

Cremación. Definitivamente.

Le dio la risa.

Lo mejor de todo sería fundir todo menos la cabeza y después devolvérselo a Staffan. Una balsa de metal endurecido sólo con aquella cabecilla encima. Probablemente no se podría hacer. Por desgracia.

Volvió a colocar la escultura en su sitio, salió y cerró la puerta sin girar el volante. Ahora podría entrar allí si fuera necesario. Lo que no creía que llegara a ocurrir.

Sólo por si acaso.

Lacke dejó que dieran diez señales antes de colgar. Gösta, que estaba sentado en el sofá acariciándole la cabeza a un gato con rayas anaranjadas, preguntó sin levantar la vista:

—¿No hay nadie en casa?

Lacke se pasó la mano por la cara y contestó irritado:

—Sí, joder. ¿No has oído que estábamos hablando?

—¿Quieres tomar otro?

Lacke se ablandó, intentó sonreír.

Sorry
, no quería… sí, joder. Gracias.

Costa se inclinó sobre la mesa con tan poco cuidado que aplastó al gato que tenía en sus rodillas. El gato pegó un bufido y se escurrió al suelo, se sentó y miró ofendido a Gösta, que estaba echando un chorrito de tónica y una buena dosis de ginebra en el vaso de Lacke y que, acercándose a éste, le dijo:

—Ten. No te preocupes, ella sólo estará… sí…

—Ingresada. Gracias. Ha ido al hospital y la han ingresado.

—Sí… eso es.

—Pues dilo, entonces.

—¿Qué?

—Ah, no era nada. Salud.

—Salud.

Bebieron los dos. Después de un rato Gösta empezó a hurgarse la nariz. Lacke lo miró y Gösta retiró el dedo y sonrió como para disculparse. No estaba acostumbrado a la compañía.

Un gato gordo de color gris estaba espatarrado en el suelo, parecía como si apenas tuviera fuerzas para levantar la cabeza. Gösta movió la cabeza dirigiéndose a él.

—Miriam va a tener gatitos pronto.

Lacke pegó un buen trago, hizo una mueca. Por cada gota de adormecimiento que el alcohol le proporcionaba, menos sentía el olor del apartamento.

—¿Qué haces con ellos?

—¿Con quienes?

—Con los gatillos. ¿Qué haces con ellos? Los dejas que vivan, ¿no?

—Sí, aunque normalmente nacen muertos. Últimamente.

—Así que… cómo. Esa gorda, ¿cómo la llamaste…?, ¿Miriam?… la tripa, ¿sólo hay… una lechigada de crías muertas ahí dentro?

—Sí.

Lacke se bebió todo lo que quedaba en el vaso, lo dejó en la mesa. Gösta le preguntó con un gesto señalando la botella de ginebra. Lacke negó con la cabeza.

—No. Esperaré un poco.

Bajó la cabeza. Una alfombra de color naranja tan llena de pelos de gato que parecía que estuviera
hecha de
ellos. Gatos y más gatos por todas partes. ¿Cuántos había? Empezó a contar. Llegó hasta dieciocho. Sólo en aquel cuarto.

—No has pensado nunca en… hacer algo con ellos. Me refiero a castrarlos, o cómo se dice… ¿esterilizarlos? Sería suficiente con dejar un solo sexo.

Gösta le miraba sin comprender.

—¿Y eso cómo se hace? No, claro.

Lacke se imaginó a Gösta yendo en el metro con unos… veinticinco gatos. En una caja. No. En una bolsa, en un saco. Llegando a casa del veterinario y soltándolos allí a todos: «Cástrenlos, por favor». Se ahogaba de la risa. Gösta volvió la cabeza.

—¿Qué pasa?

—Nada, sólo pensaba… que a lo mejor os hacen rebaja de grupo. A Gösta no le hizo gracia la broma y Lacke daba manotazos en el aire.

—No,
sorry
. Yo sólo… ah, estoy totalmente… con esto de Virginia, yo…

De pronto se enderezó, golpeó la mesa con la mano.

—No quiero estar más tiempo aquí.

Gösta saltó en el sofá. Los gatos que estaban delante de los pies de Lacke salieron corriendo y se escondieron debajo del sofá. De algún sitio del cuarto llegó un silbido. Gösta se revolvía, daba vueltas a su vaso.

—No te preocupes. Al menos, no por mí…

—No es eso.
Aquí
. Aquí. Toda la mierda. Blackeberg. Todo. Estas casas, las calles por las que andamos, los sitios, las personas, todo no es más que… una única gran enfermedad endiablada, ¿entiendes? Hay algo que está
mal
. Se imaginaron el sitio, planificaron todo para que fuera… perfecto, ¿no? Y de alguna
jodida
manera se equivocaron. Alguna mierda.

«Como si… no puedo explicarlo… como si hubieran tenido una idea de
los ángulos
, o lo que sea, joder, ángulos en los que tuvieran que estar las casas, en relación con las demás, ¿no? Para que hubiera armonía o algo así. Y entonces hubieran tenido algún fallo con la vara de medir, la escuadra o lo que cojones usen, y entonces se produjo un pequeño fallo desde el principio y después se hizo más grande. De manera que uno va por aquí entre las casas y no piensa más que… no. No, no, no. Aquí no tiene uno que
estar
. Aquí hay algo que
no funciona
, ¿entiendes?

»Aunque no son los ángulos, es alguna otra cosa, algo que sólo… como una enfermedad que está en… las paredes, y yo no quiero permanecer más tiempo aquí.

Un tintineo cuando Gösta, sin que nadie se lo dijera, echó otro cubata en el vaso de Lacke. Él lo tomó agradecido. La descarga había propiciado un agradable sosiego en su cuerpo, un sosiego que el alcohol llenaba ahora de calor. Se echó hacia atrás en el sofá, respirando con tranquilidad.»

Permanecieron en silencio hasta que llamaron a la puerta. Lacke preguntó:

—¿Estás esperando a alguien?

Gösta meneó la cabeza mientras se levantaba trabajosamente.

—No. Menuda afluencia de tráfico esta tarde.

Lacke sonrió burlonamente y levantó su vaso hacia Gösta al pasar. Ya se sentía mejor. Se sentía bien, realmente.

Se abrió la puerta de la calle. Alguien desde fuera dijo algo y Gösta contestó:

—Sé bienvenida.

Tumbada en la bañera, en el agua caliente que se tiñó de rosa cuando la sangre reseca de su piel se diluyó, Virginia se decidió.
Gösta.

Su nueva conciencia le decía que tenía que haber alguien que la dejara entrar. Su vieja conciencia, que no podía ser alguien a quien quisiera. Ni siquiera que le gustara. Gösta encajaba en ambas descripciones.

Se levantó, se secó y se puso unos pantalones y una blusa. Ya en la calle se dio cuenta de que no había cogido un abrigo. Sin embargo no tenía frío.

Descubrimientos nuevos, todo el tiempo.

Al pie de los edificios altos se detuvo, miró hacia la ventana de Gösta. Estaba en casa. Siempre estaba en casa.

¿Y si se resiste
?

No había pensado en eso. Sólo se había hecho a la idea de que iba a buscar lo que necesitaba. Pero puede que Gösta quisiera vivir.

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