—Perdón.
Eli quitó rápidamente el dedo y el disco cogió velocidad, siguió dando vueltas. Oskar vio que el dedo había dejado una mancha de humedad que se vería cada vez que el disco diera vueltas bajo la luz de la lámpara del techo. Eli volvió a meter la mano en el bolsillo de la bata, miró el disco como si intentara escuchar la música estudiando los surcos.
—Esto, claro, suena a… pero… —a Eli le temblaban las comisuras de los labios—, yo no he tenido ningún… amigo normal desde hace doscientos años.
Miró a Oskar con una sonrisa en la que se leía: perdona-que-diga-cosas-tan-tontas. Oskar abrió los ojos.
—¿Eres tan viejo?
—Sí. No. Nací hace aproximadamente doscientos años, pero la mitad del tiempo he estado dormido.
—Eso me pasa a mí también. O por lo menos… ocho horas… que sale… una tercera parte.
—Sí. Aunque… cuando yo digo
dormir
me refiero a que pasan varios meses en los que no… me levanto en absoluto. Y luego otros meses en los que… vivo. Aunque entonces descanso durante el día.
—¿Es así como funciona eso?
—No sé. Eso es en todo caso lo que me pasa a mí. Y después cuando me despierto soy… pequeño de nuevo. Y débil. Es entonces cuando necesito ayuda. Quizá sea por eso por lo que he sobrevivido. Porque soy pequeño. Y la gente quiere ayudarme. Aunque… por motivos bien distintos.
Una sombra se posó sobre la mejilla de Eli cuando apretó las mandíbulas; hundiendo las manos en los bolsillos de la bata encontró algo, lo sacó: una tira estrecha de papel brillante. Algo que su madre se había dejado; solía usar la bata de Oskar a veces. Eli volvió a dejar con cuidado en el bolsillo la tira de papel como si fuera algo valioso.
—¿Duermes en un
ataúd
entonces?
Eli se echó a reír, negando con la cabeza.
—No. No. Yo…
Oskar no pudo quedarse con ello dentro más tiempo. No era esa su intención, pero le salió como una acusación cuando dijo:
—¡Pero tú matas a la gente!
Eli le miró a los ojos con una expresión que parecía de asombro, como si Oskar le hubiera señalado con ímpetu que tenía cinco dedos en cada mano o algo igual de evidente.
—Sí, mato a gente. Es una lástima.
—Entonces, ¿por qué lo haces?
Un destello de furia en los ojos de Eli.
—Si se te ocurre alguna idea mejor la escucharé encantado.
—Sí, bueno… sangre… tiene que haber… alguna manera… de que tú…
—No la hay.
—¿Por qué no?
Eli resopló, sus ojos se estrecharon.
—Porque yo soy como tú.
—¿Cómo que como yo? Yo…
Eli hizo un movimiento envolvente en el aire como si llevara un cuchillo en la mano y dijo:
—«¿Qué estás mirando, idiota? ¿Quieres morir o qué?» —golpeó con la mano vacía—. «Eso es lo que pasa si alguien se queda mirándome».
Oskar se frotó los labios uno contra otro, se los humedeció.
—¿Qué dices?
—No soy yo el que lo digo. Lo dijiste tú. Fue lo primero que te oí decir. Abajo, en el parque.
Oskar lo recordaba. El árbol. El cuchillo. Cómo luego, inclinando la hoja del cuchillo como si fuera un espejo, vio a Eli por primera vez.
¿Te reflejas en los espejos? La primera vez que te vi estabas reflejada en un espejo.
—Yo… no mato a la gente.
—No. Pero te gustaría. Si pudieras. Y lo harías
realmente
si lo tuvieras que hacer.
—Porque los odio. Hay una gran…
—Diferencia. ¿Es eso?
—¿Sí…?
—Si con eso te libraras. Si sólo fuera que
ocurrió
. Si pudieras
desear
que estuvieran muertos y ellos murieran. ¿No lo harías entonces?
—… Sí.
—Sí. Y eso sólo sería para divertirte. Por venganza. Yo lo hago porque tengo que hacerlo. No hay ninguna otra forma.
—Pero es porque ellos… ellos me maltratan, porque me provocan, porque yo…
—Porque tú quieres
vivir
. Exactamente igual que yo. Eli extendió los brazos, los puso sobre las mejillas de Oskar y acercó su cara a la de él. —Sé un poco como yo. Y le besó.
Los
dedos del hombre estaban cerrados alrededor de los dados y Oskar vio que llevaba las uñas pintadas de negro.
El silencio se extiende por la sala como una bruma asfixiante. La estrecha mano se vuelca… lentamente… y los dados caen de ella, encima de la mesa… Chocan entre ellos, dan vueltas, se paran.
Un dos. Y un cuatro.
Oskar se siente aliviado, no sabe por qué, cuando el hombre camina a lo largo de la mesa, se coloca ante la fila de chicos como un general ante su ejército. La voz del hombre es inexpresiva, ni oscura ni clara, cuando estira un alargado dedo índice y empieza a contar a lo largo de la fila.
—Uno… dos… tres… cuatro…
Oskar mira hacia la izquierda, hacia el sitio en donde el hombre empieza a contar. Los chicos están relajados, liberados. Un sollozo. El muchacho que está al lado de Oskar se encorva, le tiembla el labio inferior. Ah. Es el… número seis. Oskar comprende ahora su alivio.
—Cinco… seis… y… siete.
El dedo señala directamente a Oskar. El hombre le mira a los ojos. Y sonríe
.
—¡No!
Pero si era… Oskar retira su mirada de la del hombre, mira los dados.
Ahora muestran un tres y un cuatro. El chico que está al lado de Oskar mira a su alrededor, medio dormido como si acabara de despertar de una pesadilla. Durante un segundo sus miradas se cruzan. Vacías. Sin comprender.
Luego un grito de la pared del fondo.
… mamá…
La mujer del chal marrón corre hacia él, pero dos hombres le salen al paso, la cogen por los brazos y… la tiran contra la pared de piedra. Los brazos de Oskar se estremecen como si quisieran cogerla cuando ella cae y sus labios forman la palabra
:
—¡mamá!
Entonces unas manos duras como puños lo cogen por los hombros y lo sacan de la fila, hacia una puerta. El hombre de la peluca aún sigue con el dedo levantado, siguiéndolo con él mientras Oskar es empujado fuera de la sala y conducido a una habitación oscura que huele
… a alcohol…
… después se le nubla la vista, imágenes borrosas; luz, oscuridad, piedra, piel desnuda…
Hasta que la imagen se estabiliza y Oskar siente una presión fuerte en el pecho. No puede mover los brazos. Nota como si le fuera a estallar la oreja derecha, está apretada contra una… tabla de madera.
Tiene algo en la boca. Un trozo de cuerda. Chupa la cuerda, abre los ojos.
Está boca abajo encima de una mesa. Con los brazos atados a las patas de la mesa. Está desnudo. Ante sus ojos dos figuras: el hombre de la peluca y otro más. Un hombre gordo y pequeño que parece… divertido. No. Parece como alguien que cree que es divertido. Cuenta siempre historias de las que nadie se ríe. El hombre divertido lleva un cuchillo en una mano y un cuenco en la otra.
Algo no encaja.
La presión contra el pecho, contra la oreja. Contra las rodillas. Debería sentir también presión contra el pito. Pero es como si hubiera… un agujero en la mesa justamente allí. Oskar intenta darse la vuelta para comprobarlo, pero el cuerpo está muy bien atado.
El hombre de la peluca le dice algo al hombre divertido y el hombre divertido se ríe y asiente. Después, los dos se agachan. El hombre de la peluca le clava la mirada a Oskar. Sus ojos son de color azul claro, como el cielo en un día luminoso de otoño. Parece amablemente interesado. El hombre mira en los ojos de Oskar como si buscara algo bueno allí dentro, algo que él ama.
El hombre divertido se arrastra debajo de la mesa con el cuchillo y el cuenco en las manos. Y Oskar comprende.
Sabe también que sólo con que fuera capaz… de sacarse ese trozo de cuerda de la boca no tendría que estar allí. Entonces desaparecería.
Oskar intentó echar la cabeza hacia atrás, dejar el beso. Pero Eli, que esperaba aquella reacción, colocó una de sus manos alrededor de la cabeza del niño, apretando sus labios contra los de él, obligándole a permanecer en la memoria de Eli; continuó.
El trozo de cuerda se aprieta en su boca, se oye un sonido húmedo cuando Oskar se tira un pedo de miedo. El hombre de la peluca arruga la nariz y lo prueba con la boca, maldiciendo. Sus ojos no cambian. Todavía la misma expresión que la de un niño a punto de abrir una caja que sabe que contiene un cachorro de perro.
Unos dedos fríos agarran el pito de Oskar, tiran de él. Abre la boca para gritar: «¡Nooo!», pero la cuerda le deja incapacitado para pronunciar la palabra y todo lo que sale es: «¡Ohhh!».
El hombre que está debajo de la mesa pregunta algo y el de la peluca asiente, sin apartar la mirada de Oskar. Luego el dolor. Una barra al rojo vivo introducida por la entrepierna sube por el estómago, el pecho ardiendo como un tubo de fuego que atraviesa todo su cuerpo y grita, grita mientras los ojos se le llenan de lágrimas y su cuerpo arde.
El corazón late contra la mesa como un puño contra una puerta y él aprieta los ojos con fuerza, muerde la cuerda mientras a lo lejos oye el discurrir del agua, el chapoteo, ve…
…
a su madre de rodillas al lado del riachuelo aclarando la ropa. Mamá. Mamá. Ella pierde algo, una prenda, y Oskar se levanta, ha estado tumbado boca abajo y tiene el cuerpo ardiendo, se levanta y corre hacia el río, hacia la prenda que desaparece rápidamente; se tira al agua para refrescar el cuerpo, para salvar la prenda y la coge. La camisa de su hermana. La levanta hacia la luz, hacia su madre cuya silueta se dibuja en la orilla y caen gotas de la prenda, brillan al sol, salpican en el riachuelo, en sus ojos y él deja de ver claro porque le cae agua en los ojos, en las mejillas y cuando…
…
abre los ojos y ve borrosamente el pelo rubio, los ojos azules como lagunas lejanas en el bosque. Ve el cuenco que el hombre lleva en las manos, cómo se lleva el cuenco a la boca y cómo bebe. Cómo el hombre cierra los ojos, por fin cierra los ojos y bebe…
Más tiempo… Tiempo interminable. Cerrado. El hombre muerde. Y bebe. Muerde. Y bebe.
Después la estaca candente alcanza su cabeza y todo se vuelve de color rojo claro cuando él, de un tirón, echa la cabeza hacia atrás y cae…
Eli cogió a Oskar cuando éste cayó hacia atrás. Lo sujetó en sus brazos. Oskar se agarró a lo que pudo, al cuerpo que tenía ante sí, y lo abrazó con fuerza, mirando sin ver la habitación a su alrededor.
Así, tranquilo.
Después de un rato empezó a aparecer el dibujo ante los ojos de Oskar. Un papel pintado. Beige con rosas blancas, casi invisibles. Lo reconoció. Era el papel pintado que había en su cuarto de estar. Estaba en el cuarto de estar, en el piso de su madre y suyo.
El que estaba en sus brazos era… Eli.
Un chico. Mi amigo. Sí.
Oskar se sentía mal, mareado. Se liberó del abrazo y se sentó en el sofá, miró a su alrededor para asegurarse de que había vuelto, de que no estaba… allí. Tragó, sintió que podía evocar cada detalle del sitio que acababa de visitar. Era como una memoria real. Algo que le había pasado a él, recientemente. El hombre divertido, el cuenco, el dolor…
Eli estaba de rodillas en el suelo delante de él, con las manos apretadas contra la tripa.
—Perdón.
Como si…
—¿Qué pasó con mamá?
Eli lo miró inseguro, preguntó:
—¿Te refieres a… mi mamá?
—No… —Oskar se calló, vio ante sí la imagen de
mamá
a la orilla del riachuelo aclarando la ropa. Aunque no era su madre. No se parecía nada. Se frotó los ojos, dijo:
—Sí. Eso es. Tu mamá.
—No sé.
—No serían ellos los que…
—¡No sé!
Eli apretó tanto los puños contra la tripa que los nudillos se le pusieron blancos y encogió los hombros. Luego se relajó, dijo con más suavidad:
—No lo sé. Perdóname. Perdón por esto… por todo. Quería que tú… no sé. Perdóname. Ha sido una… tontería.
Eli era el retrato de su madre. Más delgado, con menos formas, más joven, pero… un retrato. Dentro de veinte años, Eli probablemente tuviera el mismo aspecto que la mujer del riachuelo.
Dando por descontado que no va a ser así. Tendría exactamente el mismo aspecto que ahora.
Oskar suspiró agotado, se echó hacia atrás en el sofá. Demasiado. Un ligero dolor de cabeza se abría paso sobre sus sienes, lo agarró, golpeó. Demasiado. Eli se levantó.
—Me voy a ir.
Oskar, apoyando la mano en la cabeza, asintió. No tenía fuerzas para protestar, ni para pensar lo que debía hacer. Eli se quitó la bata y Oskar vislumbró una vez más su entrepierna. Entonces vio que en la piel pálida se dibujaba una tenue mancha de color rosa, una cicatriz.
¿Cómo hace cuando… mea? Él a lo mejor no…
No tuvo fuerzas para preguntar. Eli se puso en cuclillas junto a la bolsa de plástico, deshizo el nudo y empezó a sacar su ropa. Oskar dijo:
—Te puedes… poner algo mío.
—No, esto está bien.
Eli sacó la camisa de cuadros. Con manchas oscuras sobre el azul claro. Oskar se levantó. El dolor de cabeza se arremolinó contra las sienes.
—No digas tonterías. Puedes…
—Esto vale.
Eli empezó a ponerse la camisa manchada de sangre y Oskar dijo:
—Eres asqueroso, ¿es que no lo entiendes? Eres
asqueroso.
Eli se dio la vuelta con la camisa en las manos.
—¿Es eso lo que piensas?
—Sí.
Eli volvió a guardar la camisa en la bolsa.
—¿Qué me pongo entonces?
—Coge algo del armario, lo que quieras.
Eli asintió, entró en la habitación de Oskar donde estaban los armarios; mientras, éste se deslizó de lado en el sofá y apretó las manos contra las sienes como tratando de evitar que le estallaran.
Mamá, la mamá de Eli, mi mamá, Eli, yo. Doscientos años. El papá de Eli. ¿El papá de Eli? Ese viejo que… el viejo.
Eli volvió a entrar en el cuarto de estar. Oskar estaba a punto de decir lo que había pensado decir, pero se contuvo cuando vio que Eli llevaba puesto un vestido. Un vestido de verano de color amarillo pálido con lunares blancos. Uno de los vestidos de su madre. Eli pasó la mano por el vestido.
—¿Está bien? He cogido el que parecía más viejo.
—Pero si es…
—Lo voy a devolver, luego.
—Sí. Sí, sí.
Eli se le acercó, se acurrucó delante de él, le cogió la mano.
—¿Oye? Siento que… no sé lo que voy…