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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Déjame entrar (45 page)

BOOK: Déjame entrar
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Claro que querrá vivir. Es una persona, tiene sus diversiones y piensa en todos los gatos que llegan…

El pensamiento se frenó, desapareció. Se puso la mano en el corazón. Latía cinco veces por minuto y ella sabía que tenía que cuidar su corazón. Que había algo en eso de… las estacas afiladas.

Cogió el ascensor hasta el penúltimo piso, llamó. Cuando Gösta abrió la puerta y vio a Virginia, sus ojos se abrieron de una manera que parecía espanto.

¿Lo sabrá? ¿Se notará?

Gösta dijo:

—Pero… ¿eres tú?

—Sí. ¿Puedo…?

Hizo un movimiento hacia el interior del apartamento. No lo entendía. Pero intuitivamente supo que necesitaba una invitación, si no… si no… pasaría algo. Gösta asintió, reculó un paso.

—Sé bienvenida.

Entró y Gösta volvió a cerrar la puerta, la miró con los ojos llorosos. Estaba sin afeitar, la piel fofa del cuello ennegrecida por la barba grisácea de dos días. La pestilencia del apartamento peor de lo que recordaba, más nítida.

No quie…

El viejo cerebro se cerró. El hambre tomó la iniciativa. Virginia puso las manos en los hombros de Gösta, vio sus manos ponerse en los hombros de Gösta. Sin oponer resistencia. La vieja Virginia estaba ahora acurrucada en algún lugar lejano de su cabeza, sin control.

La boca dijo:

—¿Quieres ayudarme con una cosa? Quédate quieto.

Ella oyó algo. Una voz.

—¡Virginia! ¡Hola! Cómo me alegro de que…

Lacke se echó hacia atrás cuando Virginia volvió la cabeza hacia él.

Tenía los ojos vacíos. Como si alguien le hubiera clavado agujas en ellos y hubiera absorbido lo que Virginia era y sólo hubiera dejado la mirada inexpresiva de un modelo anatómico:
Figura 8: Los ojos.

Virginia lo miró fijamente durante un segundo, luego soltó a Gösta y se volvió hacia la puerta; asió el picaporte: estaba cerrada. Descorrió la cerradura, pero Lacke la cogió y la apartó.

—No vas a ninguna parte antes de que…

Virginia se revolvía en sus brazos y le golpeó con el codo en la boca, el labio se le reventó contra los dientes. Él le sujetaba con fuerza por los brazos, apretando la mejilla contra la espalda de ella.

—Ginja, joder. Tengo que hablar contigo. He estado tan preocupado. Tranquilízate, ¿qué te pasa?

Ella dio un tirón hacia la puerta, pero Lacke, que la sujetaba con fuerza, la arrastró hacia el cuarto de estar. Se esforzaba por hablarle tranquilo, con calma, como a un animal asustado, mientras la arrastraba delante de él.

—Ahora nos va a poner Gösta un cubata y nos sentamos tranquilamente y hablamos de ello, porque yo… yo te voy a ayudar. Sea lo que sea, ¿vale?

—No, Lacke, no.

—Sí, Ginja, sí.

Gösta entró como pudo en el cuarto de estar, le sirvió un cubata a Virginia en el vaso de Lacke. Lacke hizo entrar a Virginia, la soltó y se colocó en el vano de la puerta, con las manos en las jambas, como un portero. Se chupó un poco de sangre que tenía en el labio inferior.

Virginia se encontraba en el centro del cuarto, tensa. Miraba a su alrededor como si buscara la manera de huir. Sus ojos se fijaron en la ventana.

—No, Ginja.

Lacke estaba preparado para correr hacia ella, cogerla de nuevo si intentaba alguna tontería.

¿Qué le pasa? Parece como si se encontrara en una habitación llena de fantasmas.

Oyó un ruido como cuando uno rompe un huevo en una sartén caliente.

Otro más, igual. Otro.

La habitación se llenó de bufidos cada vez más fuertes, agitación.

Todos los gatos del cuarto se habían levantado, estaban con los lomos arqueados y las colas tiesas mirando a Virginia. Hasta Miriam se levantó torpemente con la tripa arrastrando, echó las orejas hacia atrás y mostró los dientes.

Del dormitorio, de la cocina, llegaron más gatos.

Gösta había dejado de echar ginebra; se quedó con la botella en la mano mirando a sus gatos con los ojos como platos. La agitación planeaba ahora como una nube de electricidad dentro del cuarto, aumentando. Lacke se vio obligado a gritar para hacerse oír por encima de los maullidos.

—Gösta, ¿qué hacen?

Éste meneó la cabeza, hizo un gesto estirando el brazo y se le salió un poco de ginebra de la botella.

—No lo sé… Nunca he…

Un gato negro pequeño dio un salto sobre la pierna de Virginia, le clavó las uñas y la mordió. Gösta dejó la botella sobre la mesa con un golpe y dijo:

—¡Fuera, Titania, fuera!

Virginia se agachó, agarró al gato por el lomo e intentó quitárselo de encima. Otros dos aprovecharon la ocasión y le saltaron sobre la espalda y la nuca. Virginia lanzó un grito y se quitó el gato de la pierna, le tiró de las patas. El gato voló por la habitación, se estrelló contra el borde de la mesa y cayó a los pies de Gösta. Uno de los que tenía en la espalda se le subió a la cabeza e hizo presa con las uñas mientras le mordía en la frente.

Antes de que a Lacke le diera tiempo a llegar, otros tres gatos se le habían echado encima. Maullaban como locos mientras Virginia les arreaba puñetazos. Con todo, siguieron aferrados a ella, desgarrándole la carne con sus minúsculos dientes.

Lacke metió las manos en la palpitante masa sobre el pecho de Virginia, agarró piel que se deslizaba sobre músculos tensos, retiró pequeños cuerpos y la blusa de Virginia se rasgó, ella estaba gritando y…

Está llorando.

No; era sangre que le corría por las mejillas. Lacke agarró al gato que tenía en la cabeza pero éste clavó aún más las uñas, estaba como cosido. Su cabeza cabía en la mano de Lacke y éste tiraba hacia delante y hacia atrás hasta que, en medio del jaleo, oyó un

Crac.

Y cuando soltó la cabeza, ésta cayó sin vida sobre la coronilla de Virginia. Asomaba una gota de sangre en el hocico del gato.

—¡Aaaay! Mi pequeña…

Gösta llegó hasta donde estaba Virginia y, con lágrimas en los ojos, empezó a acariciar a la gata, que, incluso muerta, seguía aferrada a la piel de la mujer.

—Pequeña, cariño…

Lacke bajó la mirada y sus ojos se encontraron con los de su amiga.

Volvía a ser ella.

Virginia.

Dejadme marchar.

. través del doble túnel que eran sus ojos, Virginia veía lo que le estaba pasando a su cuerpo, los esfuerzos de Lacke para ayudarla.
Déjalo.

No era ella la que se defendía, la que se los quitaba de encima. Era aquel otro, el que quería vivir, quería que su… casero viviera. Ella había renunciado al ver el cuello de Gösta, al sentir la hediondez del apartamento. Iba a ser así. Y no quería participar.

El dolor. Sintió el dolor, los arañazos. Pero pasaría pronto.

Así que… no te preocupes.

Lacke lo vio. Pero no lo aceptaba.

La granja… dos casitas… el jardín…

En un ataque de pánico intentó quitar los gatos de encima de Virginia. Estaban pegados, unos manojos de músculos cubiertos de piel. Los pocos que consiguió arrancar se llevaban consigo tiras de la ropa y dejaban profundos surcos en la piel que había debajo, pero la mayoría seguían adheridos como sanguijuelas. Lacke intentó golpearlos, oyó el chasquido de los huesos, pero quitaba uno y llegaba otro, porque los gatos trepaban los unos por encima de los otros en su empeño por…

Negro.

Recibió un golpe en la cara y se tambaleó un metro hacia atrás; a punto estuvo de caer, pero buscó apoyo en la pared, parpadeó. Gösta estaba al lado de Virginia con los puños cerrados, mirándole con los ojos llenos de lágrimas y de rabia.

—¡Les estás haciendo
daño
! ¡Les estás haciendo
daño
!

Al lado de Gösta, Virginia no era más que una masa hirviente de pieles que bufaban y maullaban. Miriam se arrastró trabajosamente por el suelo, se levantó sobre las patas traseras y mordió la pantorrilla de Virginia. Gösta lo vio, se agachó y la amonestó con el dedo.

—No puedes
hacer
eso, cariño. Eso
duele.

Lacke perdió los estribos. Dio dos pasos hacia delante y asestó una patada a Miriam. El pie se hundió en el abultado vientre de la gata y Lacke no sintió repugnancia alguna, sólo satisfacción cuando el saco con las entrañas salió despedido de su pie y se estampó contra el radiador.

Cogió a Virginia por el brazo

Vamos, tenemos que salir de aquí

y la arrastró hasta la puerta de la calle.

Virginia intentó resistirse, pero la fuerza de Lacke y la del contagio querían la misma cosa, y eran más fuertes que ella. A través de los túneles que salían de su cabeza vio a Gösta cayendo de rodillas en el suelo, oyó el grito de pena cuando cogió a un gato muerto en sus manos, acariciándole el lomo.

Perdóname, perdóname.

Después Lacke tiró de ella y dejó de ver cuando un gato le trepó hasta la cara, la mordió y todo fue dolor, agujas vivas que se le clavaron en la piel; luego perdió el equilibrio, cayó, sintió cómo era arrastrada por el suelo.

Déjame marchar.

Pero el gato que tenía delante de los ojos cambió de posición y vio que la puerta del apartamento se abría delante de ella, la mano de Lacke, de color rojo oscuro, que la arrastró consigo, y vio el hueco de la escalera, las escaleras, se volvió a poner de pie, se abrió camino, dentro de su propia conciencia tomó el mando y…

Virginia soltó su brazo de la mano de Lacke.

Éste se volvió hacia la palpitante masa de pelos que era el cuerpo de su amiga para cogerla de nuevo, para

¿Qué? ¿Qué?

Fuera. Para salir.

Pero Virginia se revolvió contra él y, en un segundo, el lomo tembloroso de un gato se estampó contra su cara. Luego la mujer desapareció en el rellano, donde los maullidos de los gatos se propagaban como cuchicheos excitados y

Nonono

Lacke trató de llegar para impedírselo, pero como alguien convencido de que va a caer en blando, o como si le diera igual caer sobre duro, Virginia se volcó extenuada hacia delante, se dejó caer escaleras abajo.

Los gatos aplastados maullaban mientras Virginia rodaba, rebotando contra los peldaños de hormigón. Crujidos húmedos al romperse las patas, golpes más fuertes, que hicieron estremecerse a Lacke, cuando la cabeza de Virginia…

Algo pasó por encima de su pie.

Un gatillo de color gris con algún problema en las patas traseras se deslizaba hacia arriba; desde lo más alto de la escalera maulló lleno de pena.

Virginia estaba tendida en el rellano de abajo. Los gatos que habían sobrevivido a la caída la abandonaron, subieron de vuelta los peldaños. Llegaron hasta la entrada y empezaron a limpiarse.

Sólo el gatito de color gris se quedó sentado, apenado por no haber podido participar.

La policía ofreció una rueda de prensa el domingo por la tarde.

Habían elegido una sala de conferencias dentro de la comisaría con sitio para cuarenta personas, pero se demostró que era demasiado pequeña. Aparecieron reporteros de la mayoría de los periódicos y de las cadenas de televisión europeas. El hecho de que el hombre no hubiera sido detenido durante todo el día había aumentado el interés por la noticia, y un periodista británico hizo quizá el mejor análisis de por qué todo esto despertaba tanto interés:

—Es la caza del Monstruo. Por su aspecto, por lo que ha hecho. Es el Monstruo del que tratan los cuentos. Y cada vez que lo apresamos, hacemos como si fuera para siempre.

Ya quince minutos antes de la hora prevista, el ambiente de la mal ventilada sala estaba recalentado y húmedo, y los únicos que no se quejaban eran los del equipo de la televisión italiana: decían que estaban acostumbrados a peores situaciones.

Pasaron a una sala más grande y a las ocho en punto entró el inspector jefe de Estocolmo, flanqueado por el comisario responsable de la investigación del caso —y que además había hablado con el asesino ritual en el hospital— y por el jefe de la patrulla que había dirigido la operación en el bosque de Judarn durante el día.

No temían ser destrozados por los periodistas, puesto que habían decidido echarles un trozo de carnaza.

La policía disponía de una fotografía del hombre.

La pista del reloj finalmente había dado resultados. Un relojero de Karlskoga se había molestado el sábado por la mañana en repasar las tarjetas con la garantía ya caducada y había encontrado el número que la policía había pedido a todos los relojeros que buscaran.

Llamó a la comisaría y les dio el nombre, la dirección y el número de teléfono del hombre que aparecía registrado como comprador. La policía de Estocolmo buscó ese nombre en su registro y pidió a la delegación de Karlskoga que fuera a aquella dirección a ver lo que podían hallar.

En la comisaría se produjo un cierto alboroto cuando se demostró que el hombre, de hecho, había sido condenado siete años atrás por un caso de violación a un niño de nueve. Declarado enfermo psíquico había pasado tres años en una institución. Después le habían dado el alta médica y lo habían soltado.

Pero la policía de Karlskoga había encontrado al hombre en casa, bien de salud.

Sí, él había tenido un reloj así. No, no se acordaba de dónde había ido a parar. Les llevó dos horas de interrogatorio en la comisaría de Karlskoga, recordándole que un alta médica psiquiátrica siempre podía ser objeto de nuevas revisiones, antes de que el hombre recordara a quién le había vendido el reloj.

Håkan Bengtsson, Karlstad. Se habían encontrado en algún sitio y habían hecho algo, no podía recordar qué. Él le había vendido el reloj, pero no tenía ninguna dirección y sólo podía dar una vaga descripción y… ¿se podía marchar ya a casa?

El nombre de Håkan Bengtsson no daba nada concluyente en el registro. Encontraron veinticuatro Håkan Bengtsson en la región de Karlstad. La mitad, por la edad, podían quedar descartados. Empezaron a llamar al resto. La búsqueda se simplificó sobremanera por el hecho de que si alguien podía
hablar
, quedaba descalificado como candidato.

Hacia las nueve de la noche habían tachado de la lista a todos menos a
uno
. Un Håkan Bengtsson que había trabajado como profesor de sueco en los cursos superiores de la enseñanza básica y que se había mudado de Karlstad cuando su casa ardió en circunstancias poco claras.

Llamaron al director de la escuela y pudieron saber que sí, que había habido rumores de que a Håkan Bengtsson le gustaban los niños de una forma inadecuada. Consiguieron también que el director fuera a la escuela un sábado por la tarde y sacara del archivo una antigua foto de Bengtsson, tomada para el anuario escolar de 1976.

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