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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Déjame entrar (56 page)

BOOK: Déjame entrar
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Intentaba levantarse.

Morgan era un fumador impetuoso; cuando apagó su cigarro en la jardinera que había fuera de la entrada del hospital, a Larry todavía le quedaba la mitad. Morgan se llevó las manos a los bolsillos, recorrió el aparcamiento de un lado a otro, juró cuando el agua de un charco se le metió por el agujero de la suela y le mojó el calcetín.

—Larry, ¿tienes algo de pasta?

—Como sabes, vivo del subsidio de enfermedad y…

—Sí, sí, sí. ¿Pero tienes algo de dinero?

—¿Por qué? No presto si es lo que…

—No, no, no. Pero estoy pensando en Lacke. Si no deberíamos invitarle a un verdadero… ya sabes.

Larry tosió y miró acusadoramente el cigarro.

—¿Como… para que se sienta mejor?

—Sí.

—No… No sé.

—¿Por qué? ¿Porque no crees que se vaya a sentir mejor por eso, porque no tienes dinero o porque eres demasiado tacaño para ponerlo?

Larry suspiró, tosiendo dio otra calada al cigarro, hizo una mueca y apagó la colilla con el pie. Luego la recogió y la tiró en un tiesto lleno de arena, miró el reloj.

—Morgan… son las ocho y media de la mañana.

—Sí, sí. Pero dentro de un par de horas. Cuando abran.

—No, ya veremos.

—Así que tienes pasta.

—¿Entramos o qué?

Traspasaron la puerta giratoria. Morgan se atusó el pelo con la mano y se acercó hasta la mujer de la recepción para enterarse de dónde estaba Virginia mientras que Larry se puso a observar unos peces que, medio dormidos, daban vueltas en un acuario cilíndrico grande y burbujeante.

Al cabo de un minuto llegó Morgan, sacudiéndose el chaleco de cuero como para quitarse algo que se le hubiera quedado pegado, y dijo:

—Puta lechuza vieja. No quería decírmelo.

—Eh, estará en intensivos.

—¿Y le dejan a uno entrar allí?

—A veces.

—Oye, parece que tienes experiencia en esto.

—La tengo.

Se dirigieron a cuidados intensivos, Larry sabía cómo ir.

Muchos de los «conocidos» de Larry estaban o habían estado ingresados en el hospital. Actualmente había dos sólo en Sabbatsberg, sin contar a Virginia. Morgan sospechaba que gente a la que Larry había visto sólo de pasada se convertía en conocida o incluso en colega justo en el momento en que ingresaba en el hospital. Entonces su olfato los detectaba e iba a visitarlos.

¿Por qué lo hacía?, bueno, eso era lo que Morgan estaba pensando preguntarle cuando llegaron a las puertas batientes de la unidad de cuidados intensivos, empujaron para abrir y vieron a Lacke fuera, en el pasillo. Estaba sentado en una butaca, sólo llevaba puestos los calzoncillos. Tenía las manos agarradas a los reposabrazos mientras miraba fijamente a la habitación de enfrente, donde la gente entraba y salía apresuradamente.

Morgan sacudió el aire con la mano.

—Joder, ¿han incinerado a alguien aquí o qué pasa? —y echándose a reír—: Estos putos conservadores. Medidas de ahorro, ya sabes. Deja que el hospital se haga cargo de…

Se calló cuando llegaron junto a Lacke. Tenía la cara de color gris ceniza; los ojos, rojos, no veían. Morgan sospechó lo que había pasado, dejó que Larry fuera delante. A él no se le daban bien estas cosas.

Larry se acercó a Lacke, le puso la mano en el brazo.

—Hola, Lacke. ¿Qué tal?

Alboroto en la habitación de enfrente. Las ventanas que se veían desde la puerta estaban abiertas de par en par, pero de todas formas llegaba hasta el pasillo un olor a ceniza ácida. En la habitación había humo, y dentro de ella personas hablando a voces y gesticulando. Morgan pilló las palabras «responsabilidad del hospital» y «tenemos que intentar…».

Lo que debían intentar, eso no lo oyó, porque Lacke se volvió hacia ellos, mirándolos fijamente como si fueran dos desconocidos, y dijo:

—… tenía que haberlo comprendido…

Larry se inclinó sobre él:

—¿Tenías que haber comprendido qué?

—Que iba a pasar.

—¿Qué es lo que ha pasado?

Los ojos de Lacke se despejaron y, mirando hacia la habitación nublada y como en un ensueño, dijo sencillamente:

—Ha ardido.

—¿Virginia?

—Sí. Ella ha ardido.

Morgan dio un par de pasos hacia la habitación y echó una ojeada. Un hombre mayor con cara de autoridad se acercó a él.

—Disculpa, pero esto no es un circo.

—No, no. Yo sólo…

Morgan estaba a punto de soltar alguna de sus ocurrencias, como que iba a buscar su serpiente boa, pero se contuvo. De todas formas había podido ver. Dos camas. La una con las sábanas revueltas y una manta echada a un lado, como si alguien se hubiera levantado de ella a toda prisa.

La otra estaba cubierta de la cabeza a los pies con una manta gruesa de color gris oscuro. La madera del cabecero de la cama estaba manchada de hollín. Bajo la manta se dibujaba la silueta de una persona increíblemente delgada. La cabeza, el tórax… el hueso de la pelvis era el único que se podía distinguir claramente. El resto podían haber sido pliegues, o arrugas de la manta.

Morgan se frotó los ojos con tanta fuerza que casi se le salen por detrás. Es verdad. Joder, es verdad.

Miró hacia el pasillo buscando a alguien con quien desahogar su aturdimiento. Vio a un señor mayor que iba apoyado en un andador con un gotero a su lado y que intentaba curiosear en la habitación. Morgan dio un paso hacia él.

—¿Qué haces aquí mirando, jodido bobo? ¿Quieres que te dé un empujón al andador o qué?

El hombre empezó a retirarse hacia atrás, diez centímetros cada vez. Morgan apretó los puños, se contuvo. Luego recordó algo que había visto en la habitación, se dio la vuelta de repente y volvió.

El hombre que le había llamado antes la atención salía en ese momento.

—Tendrás que disculparnos, pero…

—Sí, sí, sí… —Morgan lo apartó—… sólo voy a buscar la ropa de mi colega, si se puede. ¿O te parece que tiene que estar todo el día en pelotas ahí fuera, eh?

El hombre se cruzó de brazos y dejó pasar a Morgan.

Recogió la ropa de Lacke de la silla que había al lado de la cama deshecha, echó una ojeada a la otra cama. Una mano quemada con los dedos separados sobresalía de la manta. La mano era irreconocible; el anillo que llevaba en el dedo corazón no estaba. Un anillo dorado con una piedra azul, el anillo de Virginia. Antes de volverse, Morgan alcanzó a ver que tenía un cinturón de cuero atado en la muñeca.

El hombre estaba todavía en la puerta con los brazos cruzados.

—¿Contento?

—No. ¿Por qué cojones está atada?

El hombre meneó la cabeza.

—Puedes decirle a tu amigo que la policía vendrá de un momento a otro, y que, probablemente, querrán hablar con él.

—¿Y eso por qué?

—No lo sé. No soy policía.

—No, no. Aunque se podría pensar.

Fuera, en el pasillo, ayudaron a Lacke a vestirse y justo habían terminado cuando llegaron dos comisarios de policía. Lacke estaba inaccesible, pero la enfermera que había subido las persianas tuvo la suficiente entereza como para poder testificar que Lacke no había tenido nada que ver con aquello. Que estaba aún dormido cuando aquello… empezó.

Sus compañeras la consolaban. Larry y Morgan sacaron a Lacke del hospital.

Cuando llegaron ante la puerta giratoria, Morgan, tomando aire fresco, dijo:

—Tendré que aligerar un poco —se inclinó sobre un seto y vomitó los restos de la comida del día anterior mezclados con mucosidad verdosa sobre el seto desnudo.

Cuando terminó se limpió la boca y se secó la mano en el pantalón. Después levantó la mano como si fuera la prueba del delito y le dijo a Larry:

—Pues ahora tendrás que aflojar un poco la cartera, joder.

Consiguieron llegar a Blackeberg y Morgan recibió ciento cincuenta coronas para ir a comprar algo mientras Larry condujo a Lacke a su casa.

Lacke se dejaba llevar. No había dicho ni media palabra durante el viaje en metro.

En el ascensor, subiendo a casa de Larry en el séptimo piso de uno de los edificios altos, empezó a llorar. No de forma tranquila y silenciosa, no, berreando como un niño aunque peor, más. Cuando Larry abrió la puerta del ascensor y le ayudó a salir al rellano de la escalera, se agudizaron los berridos, retumbando en las paredes de hormigón. El grito de Lacke, de verdadera e infinita tristeza, alcanzó todos los pisos de la escalera, recorrió los buzones, los agujeros de las cerraduras, convirtiendo el edificio en una lápida funeraria levantada al amor, a la esperanza. Larry se estremeció; nunca había oído nada parecido. Así no se llora. No se puede llorar así. Uno se muere si llora así.

Los vecinos. Pensarán que le estoy matando.

Larry daba vueltas al llavero mientras todo el sufrimiento humano, miles de años de impotencia y desengaños que por un momento habían encontrado una vía de escape en el frágil cuerpo de Lacke, continuaron saliendo en tromba.

La llave entró en la cerradura y, con una fuerza de la que ni él mismo se creía capaz, Larry
metió
a Lacke en casa y cerró la puerta. Lacke seguía gritando, parecía que el aire no se le iba a agotar nunca. A Larry las raíces del pelo empezaron a llenársele de sudor.

Qué cojones voy… voy…

En mitad del pánico hizo lo que había visto hacer en las películas. Con la mano abierta golpeó a Lacke en la mejilla, se quedó aterrado por el agudo restallido, arrepintiéndose en el acto. Pero funcionó.

Lacke se calló en seco, lanzó a Larry una mirada salvaje y éste pensó que se la iba a devolver. Algo se ablandó luego en los ojos de Lacke; abriendo y cerrando la boca, hipando para coger aire, le dijo:

—Larry, yo…

Larry le rodeó con los brazos. Lacke apoyó la mejilla en el hombro de Larry y lloró estremecido. Después de un rato, a Larry se le doblaron las piernas. Trató de zafarse del abrazo para sentarse en la silla de la entrada, pero Lacke seguía aferrado a él y lo acompañó en la caída. Larry cayó en la silla y las piernas de Lacke se doblaron bajo su peso, la cabeza se deslizó sobre las rodillas de su amigo.

Larry le acarició el pelo, no sabía qué decirle. Sólo susurraba:

—Así, así… ya, ya…

A Larry se le habían empezado a dormir las piernas cuando un cambio tuvo lugar. El llanto había terminado dando paso a un gemido tranquilo; entonces notó cómo se tensaban las mandíbulas de Lacke contra su pierna. Éste levantó la cabeza, se limpió los mocos con la manga de la camisa y dijo:

—Le voy a matar.

—¿A quién?

Lacke bajó la mirada, mirando fijamente al pecho de Larry y asintiendo.

—Le voy a matar. No vivirá.

En el recreo largo de las nueve y media, tanto Staffe como Johan se acercaron a Oskar diciendo «joder, qué bien hecho», «joder, qué bien». Staffe le invitó a coches de gominola y Johan le preguntó si quería acompañarlos algún día a buscar botellas vacías.

Nadie lo empujaba ni se tapaba la nariz cuando él se acercaba. Incluso Micke Siskov sonreía, asentía animándole, como si Oskar le acabara de contar un chiste, cuando se cruzaron en el pasillo fuera del comedor.

Como si todos hubieran estado esperando que hiciera exactamente lo que hizo, y ahora, cuando lo había llevado a cabo, fuera uno de ellos.

El problema estribaba en que no era capaz de disfrutar de ello. Él lo
constataba
, pero le dejaba frío. Se alegraba de librarse de que le pegaran, claro. Si alguien hubiera intentado pegarle, se habría defendido. Ya no se sentía uno de ellos.

Durante la clase de matemáticas levantó la vista del libro, miró a los compañeros con los que había estado seis años. Tenían la cabeza agachada sobre sus ejercicios, chupando el lápiz, mandándose papelitos unos a otros, riéndose por lo bajo. Y pensó:
Pero si son niños…

Y él también era un niño, pero…

Dibujó una cruz en el libro, la transformó en una horca con el lazo.
Soy un niño, pero…

Dibujó un tren. Un coche. Un barco. Una casa. Con una puerta abierta.

La inquietud creció. Al final de la clase de matemáticas no se podía estar quieto; daba patadas con los pies, golpeaba el pupitre con las manos. El profesor le pidió, volviendo la cabeza sorprendido, que se callara. Lo intentó, pero al momento estaba otra vez allí la inquietud, agitando las cuerdas de la marioneta y los pies empezaron a moverse solos.

Cuando llegó la última clase, gimnasia, ya no lo podía aguantar. En el pasillo le dijo a Johan:

—Dile a Ávila que estoy enfermo, ¿vale?

—¿Te largas?

—No tengo la ropa de gimnasia.

Y la verdad es que era cierto; se había olvidado la ropa de gimnasia por la mañana, pero no era por eso por lo que tenía que faltar a clase. De camino hacia el metro vio a sus compañeros formando en línea recta. Tomas le gritó «¡Buuuu!».

Se chivaría probablemente. No le importaba. En absoluto.

Las palomas revolotearon en bandadas grises cuando cruzó apresuradamente la plaza de Vällingby. Una mujer que llevaba un cochecito arrugó la nariz a su paso; una de esas personas que no tienen sensibilidad con los animales. Pero Oskar tenía prisa, y todo lo que se interpusiera entre él y su objetivo no era más que un estorbo.

Se paró fuera de la juguetería, miró el escaparate. Los pitufos estaban expuestos en un paisaje dulzón. Demasiado mayor para eso. En casa, en una caja, había un par de muñecos de Big Jim con los que había jugado muchísimo de pequeño.

Hace sólo un año.

Se oyó un sonido electrónico cuando abrió la puerta de la juguetería. Cruzó un pasillo estrecho en el que los muñecos de plástico, los guerreros y las cajas de lego llenaban las estanterías. Al lado de la caja estaban empaquetados los moldes para hacer soldaditos de estaño. El estaño había que pedirlo en la caja.

Lo que él quería estaba expuesto en el mostrador, al lado de la caja.

Bueno, había
copias
apiladas debajo de los muñecos de plástico, pero los auténticos, los que llevaban la firma de Rubik en la caja, con ésos tenían más cuidado. Costaban noventa y dos coronas cada uno.

Detrás del mostrador había un hombre bajo y medio gordo con una sonrisa que Oskar habría descrito como «aduladora», si hubiera sabido la palabra.

—Sí… ¿estás buscando algo… especial?

Oskar sabía que los cubos estarían en el mostrador, tenía listo su plan.

—Sí. No encuentro… las pinturas. Para las cosas de estaño.

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