—Está bien.
—¿Sí?
Tommy levantó la vista hacia el centro. Vio la uve roja y grande de neón que lentamente daba vueltas sobre todo. Vällingby. Victoria.
—¿Te ha enseñado las pistolas?
—¿Por qué lo preguntas?
—No, sólo preguntaba. ¿Lo ha hecho?
—No entiendo qué quieres decir.
—Pues no es tan difícil. ¿Ha abierto su caja fuerte, ha sacado las pistolas y te las ha mostrado?
—Sí. ¿Por qué?
—¿Cuándo lo hizo?
Su madre se sacudió algo de la blusa, se frotó los brazos.
—Tengo un poco de frío.
—¿Piensas en papá?
—Sí, claro que lo hago. Todo el tiempo.
—¿Todo el tiempo?
Su madre lanzó un suspiró, inclinó la cabeza para poder mirarle a los ojos.
—¿Adónde quieres llegar?
—¿Adónde quieres llegar tú?
Tommy tenía la mano apoyada en la barandilla, ella puso la suya encima.
—¿Vienes mañana donde papá?
—¿Mañana?
—Sí. Es el Día de Todos los Santos.
—Es pasado mañana. Sí, voy.
—Tommy…
Su madre le quitó las manos de la barandilla y lo atrajo hacia sí. Lo abrazó. Tommy se quedó rígido por un momento. Luego se liberó y entró.
Mientras se ponía la ropa para salir, Tommy se dio cuenta de que tenía que hacer entrar a su madre del balcón si quería recoger la escultura. La llamó y ella entró rápidamente, deseosa de oír una palabra.
—Sí… saluda a Staffan.
Su madre resplandeció.
—Lo haré. ¿Entonces no te quedas?
—No, yo… eso puede durar toda la noche.
—Sí. Estoy un poco inquieta.
—No tienes por qué. Sabe disparar. Adiós.
—Adiós…
La puerta de fuera se cerró.
—… cielo…
Un ruido sordo salió del interior del Volvo cuando Staffan se subió al bordillo a gran velocidad. Sus mandíbulas golpearon de tal manera que le sonó en toda la cabeza, se quedó ciego por un instante y casi atropella a un viejo que iba a unirse al grupo de curiosos que se habían reunido alrededor del coche de policía en la entrada principal.
El aspirante Larsson estaba en el coche hablando por la radio. Estaría pidiendo refuerzos o una ambulancia. Staffan aparcó detrás del coche de policía para dejar el paso libre a un eventual refuerzo, se bajó y cerró. Siempre cerraba el coche, aunque sólo fuera a estar ausente un minuto. No porque pensara que se lo iban a robar sino para no perder la costumbre, de manera que no se le olvidara nunca cerrar
el coche de servicio
, por el amor de Dios.
Se dirigió hacia la entrada principal esforzándose en aparentar autoridad, pensando en el público; estaba seguro de que tenía un aspecto que infundía confianza a la mayoría de las personas. Muchos de los que estaban allí mirando probablemente pensaran: «Ah, sí, aquí viene el que va a aclarar todo esto».
Nada más pasar la puerta de entrada había cuatro hombres en bañador con las toallas sobre los hombros. Staffan pasó por delante de ellos, hacia los vestuarios, pero uno de los hombres lo llamó:
—Oiga, perdone —y se acercó a él con los pies descalzos—. Sí, perdón, pero… nuestra ropa.
—¿Qué pasa con ella?
—¿Cuándo podemos recogerla?
—¿Su ropa?
—Sí, está en los vestuarios y no podemos entrar allí.
Staffan abrió la boca para decir alguna maldad acerca de que su ropa estaba en aquel momento en el puesto más alto de la lista de prioridades, pero una mujer con camiseta blanca se acercó entonces a los hombres con un montón de albornoces en los brazos. Staffan hizo un gesto a la mujer y continuó hacia los vestuarios.
En el camino se encontró con otra mujer con camiseta blanca que llevaba a un chico de doce, trece años hacia la entrada. La cara del muchacho, muy roja, contrastaba con el albornoz blanco en el que iba envuelto, los ojos sin expresión. La mujer clavó la vista en Staffan con una mirada que parecía casi acusatoria.
—Su madre viene a buscarlo.
Staffan asintió. ¿Era el chico… la víctima? Le habría gustado preguntar exactamente eso, pero con las prisas no se le ocurrió ninguna manera sensata de formular la pregunta. Supuso que Holmberg le habría tomado el nombre y los demás datos, y habría juzgado que lo más conveniente sería dejar que la madre se hiciera cargo de él, que lo llevara a la ambulancia, a la visita del psicólogo, a la terapia.
Protege a éstos tus pequeños.
Staffan siguió por el pasillo, subió corriendo las escaleras mientras para sus adentros recitaba una acción de gracias por la gracia recibida y pidiendo fuerzas para la prueba que iba a venir.
¿Estaba el asesino todavía en el edificio?
Fuera de los vestuarios, bajo un letrero con una sola palabra: HOMBRES, había ciertamente tres hombres hablando con el agente de policía Holmberg. Sólo uno estaba totalmente vestido. A uno de los tres le faltaban los pantalones, el otro tenía la parte superior del cuerpo desnuda.
—Qué bien que hayas podido llegar tan rápido —saludó Holmberg.
—¿Está todavía ahí?
Holmberg señaló la puerta del vestuario.
—Ahí dentro.
Staffan hizo un gesto hacia los tres hombres.
—¿Ellos son…?
Antes de que Holmberg alcanzara a decir nada, el hombre que no llevaba pantalones dio medio paso adelante y dijo, no sin orgullo:
—Somos los testigos.
Staffan asintió y miró a Holmberg con gesto interrogante.
—¿No deberían…?
—Sí, pero estaba esperando a que llegaras. Por lo visto no es violento —Holmberg se volvió hacia los tres hombres y les dijo amablemente—: Ya os llamaremos. Lo mejor que podéis hacer ahora es marcharos a casa. Bueno, otra cosa. Entiendo que no va a ser fácil, pero intentad no hablar de esto entre vosotros.
El hombre sin pantalones sonrió con una sonrisa sardónica, de enterado.
—Pueden oírnos, quieres decir.
—No, pero podéis pensar que habéis visto cosas que en realidad no habéis visto, sólo porque otro lo haya hecho.
—Yo no. Yo vi lo que vi, y era lo más jodido…
—Creedme. Le pasa al mejor. Y ahora tendréis que disculparnos. Gracias por vuestra ayuda.
Los hombres se alejaron por el pasillo murmurando entre dientes. Holmberg era bueno para esas cosas: hablar con la gente. Era lo que más hacía. Iba por las escuelas y daba charlas sobre las drogas y el trabajo de la policía. Ya no solía salir en casos como éste.
Un ruido metálico, como si se hubiera caído algo de chapa, se oyó dentro del vestuario y Staffan se sobresaltó, prestó atención.
—¿Conque no es violento?
—Está gravemente herido, por lo visto. Se echó algún tipo de ácido en la cara.
—¿Por qué?
El rostro de Holmberg se tornó inexpresivo, Staffan se volvió hacia la puerta.
—Tendremos que entrar a preguntárselo.
—¿Armado?
—Probablemente no.
Holmberg señaló el hueco de la ventana; sobre la plancha de mármol había un gran cuchillo de cocina con el mango de madera.
—No tenía ninguna bolsa. Además, el que estaba sin pantalones ha tenido tiempo de estar jugando con él en la mano un buen rato antes de que yo llegara. Luego nos ocuparemos de él.
—¿Vamos a dejarlo ahí tirado?
—¿Se te ocurre algo mejor?
Staffan negó con la cabeza y entonces, en medio del silencio, pudo distinguir dos cosas: un débil y arrítmico soplo cardiaco dentro del vestuario. El viento en el tubo de una chimenea. Una flauta agrietada. Eso, y un olor. Algo que al principio creyó que formaba parte del olor a cloro que impregnaba todo el edificio. Pero esto era algo más. Un olor fuerte, picante, que cosquilleaba. Arrugó la nariz.
—¿Vamos…?
Holmberg asintió pero se quedó donde estaba. Casado y con hijos. Claro. Staffan sacó la pistola reglamentaria de la funda y apoyó la otra mano en el pasador de la puerta. Era la tercera vez en sus doce años de servicio que entraba en una habitación con el arma en la mano. No sabía si estaba actuando correctamente, pero nadie iba a reprocharle nada. Un asesino de niños. Encerrado, tal vez desesperado, aunque estuviera malherido.
Hizo un gesto a Holmberg y abrió la puerta.
El tufo lo echó para atrás.
Le picaba en la nariz haciéndole llorar. Tosió. Sacó un pañuelo del bolsillo y se tapó la boca y la nariz. Algunas veces había asistido a los bomberos en incendios de casas, era la misma sensación. Pero aquí no había humo, sólo una ligera neblina flotando por la habitación.
Dios mío, ¿esto qué es?
El monótono, entrecortado ruido aún se oía detrás de la hilera de armarios que tenían delante. Staffan le hizo señas a Holmberg para que fuera dando la vuelta por el otro extremo, de manera que cubrieran los dos lados. Staffan avanzó hasta el final de los armarios y echó un vistazo con la pistola colgando a un lado.
Vio una papelera de metal tirada y, junto a ella, un cuerpo tendido y desnudo.
Holmberg apareció por el otro extremo e hizo señas a Staffan para que se tranquilizara; no parecía que hubiera un peligro inminente. Staffan sintió una punzada de irritación porque Holmberg intentaba tomar el mando de la operación ahora, cuando ya no parecía peligrosa. Respiró profundamente a través del pañuelo, se lo quitó de la boca y dijo en voz alta:
—Alto. Es la policía. ¿Me oyes?
El hombre que estaba tendido en el suelo no dio señales de haber oído, seguía emitiendo únicamente un ruido monótono con la cara contra el suelo. Staffan dio un par de pasos al frente.
—Pon las manos delante, donde yo pueda verlas.
El hombre no se movió. Pero ahora que estaba más cerca, Staffan pudo ver que le temblaba todo el cuerpo. Lo de las manos era innecesario. Una de ellas reposaba sobre la papelera y la otra estaba extendida al lado, en el suelo. Tenía la palma de la mano hinchada y abierta.
Ácido… cómo estará…
Staffan se volvió a colocar el pañuelo en la boca y avanzó hasta el hombre mientras guardaba la pistola en la funda, confiando en que Holmberg lo cubriera si ocurría algo.
El cuerpo temblaba convulsivamente y se oía el leve chasquido de la piel desnuda cuando se despegaba de las baldosas y se volvía a pegar de nuevo. La mano que estaba en el suelo saltaba como un pez en una roca. Y todo el tiempo el mismo sonido de su boca contra el suelo:
—… eeiiieeeiii…
Staffan hizo señas a Holmberg para que se mantuviera a dos pasos de distancia y se puso de cuclillas al lado del cuerpo.
—¿Puedes oírme?
El hombre se calló. De pronto, todo el cuerpo hizo un giro espasmódico y rodó. La cara.
Staffan se echó para atrás, perdió el equilibrio y aterrizó sobre la rabadilla. Apretó los dientes para no gritar cuando vio las estrellas. Cerró los ojos. Los volvió a abrir.
No tiene cara.
Staffan había visto a un drogadicto que en una alucinación se había golpeado repetidamente la cara contra una pared. Había visto a un hombre que se puso a soldar un depósito de gasolina sin vaciarlo antes. Le explotó en la cara.
Pero nada parecido a esto.
Tenía la nariz totalmente corroída, en su lugar sólo había dos agujeros que entraban en la cabeza. La boca se había derretido, los labios estaban sellados, salvo una rendija a un lado. Uno de los ojos se había derramado sobre lo que había sido la mejilla, pero el otro… abierto de par en par.
Staffan clavó la vista en ese ojo, lo único que parecía humano en aquella masa deforme. El ojo estaba inyectado en sangre, y cuando intentaba parpadear sólo media tira de piel revoloteaba sobre él y se retiraba de nuevo.
Donde tenía que haber estado el resto de la cara, sólo había restos de cartílagos y huesos que asomaban entre los trozos imposibles de carne y los jirones negros de piel. Los músculos brillantes y desnudos se contraían y se estiraban, se removían como si la cabeza hubiera sido sustituida por un montón de anguilas recién matadas y troceadas.
Toda la cara, lo que había sido la cara, tenía vida propia.
Una arcada se abrió paso por la garganta de Staffan, y probablemente habría vomitado de no haber tenido el cuerpo tan ocupado recuperándose del dolor lumbar. Lentamente encogió las piernas y se puso de pie, apoyándose en los armarios. El ojo inyectado en sangre le miraba todo el tiempo.
—Esto es lo más jodido…
Holmberg, con los brazos colgando, observaba aquel cuerpo desfigurado en el suelo. No era sólo la cara. El ácido había corroído también la parte superior del cuerpo. La piel de una de las clavículas había desaparecido y se veía una porción del hueso, blanco como un trozo de tiza en un estofado de carne.
Holmberg meneaba la cabeza y sacudía el aire con la mano. Tosiendo.
—Esto es lo más jodido…
Eran las once y Oskar estaba acostado en su cama. Golpeando con cuidado las letras en la pared.
E… L… I… E… L… I…
No hubo respuesta.
Los chicos de 6ºB estaban en fila fuera de la escuela esperando a que el maestro Ávila diera la señal. Todos tenían sus bolsas de gimnasia o sus bolsos en la mano, porque Dios se apiadara del que olvidase la ropa de gimnasia o no tuviera causa justificada para faltar a la clase.
Estaban a un brazo de distancia del anterior, como el maestro les había dicho el primer día en 4ºcuando sucedió a la tutora en la responsabilidad de su educación física.
—¡Una fila recta! ¡Un brazo de distancia!
El maestro Ávila había sido piloto durante la guerra. En un par de ocasiones había entretenido a los chicos contándoles historias de combates aéreos y de aterrizajes forzosos en campos de trigo. Eran impresionantes. Se había ganado su respeto.
Una clase considerada alborotadora e indisciplinada se colocaba obedientemente en fila a un brazo de distancia, aunque el maestro aún no hubiera aparecido. Si la fila no estaba como él quería los dejaba esperando diez minutos más, o sustituía el prometido partido de voleibol por unas flexiones de brazos y abdominales.
Oskar, al igual que los demás, tenía bastante miedo al maestro. Con su pelo gris rapado y su nariz aguileña, su buen aspecto físico y sus puños de hierro, difícilmente se podía pensar que fuera capaz de querer y comprender a un chico débil, con algo de sobrepeso y martirizado. Pero había disciplina en sus clases. Ni Jonny, ni Micke ni Tomas se atreverían a hacer nada mientras el maestro estuviera cerca.
En ese momento Johan abandonó la fila, alzó la vista hacia la escuela. Luego, haciendo un saludo hitleriano, dijo: